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El teléfono sonaba pero nadie contestaba.
—¡Vamos, despierta, carajo!
Las ruedas del taxi levantaban el agua que se acumulaba en el asfalto, pero por suerte había dejado de llover. Las calles estaban alegres como el escenario de un musical, parecía que de un momento a otro pudieran aparecer bailarines vestidos con esmoquin y peinados con brillantina.
La línea se cortó y Mila marcó el número de nuevo. Era la tercera vez que lo intentaba. Al decimoquinto timbrazo, por fin alguien contestó.
—¿Quién narices es a estas horas? —la voz de Cinthia Pearl sonaba pastosa por el sueño.
—Soy Mila Vasquez, ¿se acuerda? Nos vimos anteayer…
—Sí, me acuerdo de usted… Pero ¿no podríamos hablar mañana? ¿Sabe?, me he tomado un somnífero.
No debía asombrarse de que la superviviente de un asesino en serie, además del alcohol, utilizara fármacos para dormir. Pero Mila no podía esperar: tenía que conseguir sus respuestas en seguida.
—No, Cinthia, lo siento: la necesito ahora. Pero no será muy largo…
—Está bien.
—Ayer, hacia las ocho de la mañana recibió una llamada telefónica…
—Sí, estaba a punto de irme a trabajar. Ese tipo consiguió que mi jefe me gritara por haber llegado tarde.
—¿Quién la llamó?
—Dijo que era un inspector del seguro. Presenté una solicitud de indemnización, ¿sabe?, por lo que me sucedió…
—¿No le dijo su nombre?
—Spencer, creo. Debí de anotarlo…
Era inútil: Vincent Clarisso se había presentado con un nombre falso y había usado un pretexto para no levantar sospechas. Mila prosiguió:
—Da igual, no importa. ¿Qué quería de usted ese hombre?
—Que le contara por teléfono mi historia. Y también la de Benjamin Gorka.
Mila se sorprendió: ¿por qué Vincent Clarisso quería conocer el caso Wilson Pickett? En el fondo, había dejado el quinto cadáver en el Estudio para desvelar al mundo que había sido Boris y no Benjamin Gorka el verdadero asesino de Rebecca Springher…
—¿Por qué quería conocer su historia?
—Para completar el informe, me dijo. Los de las aseguradoras son muy meticulosos.
—¿Y no le preguntó o le refirió nada más?
Cinthia no contestó en seguida, y Mila temió que hubiera vuelto a dormirse. Sin embargo, solo estaba pensando:
—No, nada más. Pero fue muy amable. Al final me confió que mi solicitud estaba en un estado bastante avanzado. Tal vez finalmente acaben dándome ese dinero, ¿sabe?
—Me alegro por usted, y le pido disculpas por haberla molestado a estas horas.
—Si lo que le he dicho le sirve para hallar a la niña que está buscando, entonces no ha sido una molestia.
—En realidad, ya la han encontrado.
—¿Cómo? ¿De verdad?
—¿No ve la televisión?
—Suelo acostarme a las nueve de la noche.
La joven quería saber más, pero Mila no tenía tiempo. Fingió tener otra llamada en espera y colgó.
Incluso antes de hablar con Cinthia, en su mente había empezado a abrirse paso una nueva intuición.
Quizá le hubieran tendido una trampa a Boris.
—Un poco más adelante ya no se puede seguir —le advirtió el taxista volviéndose hacia ella.
—No pasa nada, ya hemos llegado.
Pagó y se bajó del coche. Delante tenía un cordón policial y decenas de coches con las sirenas encendidas. Las furgonetas de varias cadenas de televisión estaban alineadas a lo largo de la calle. Los cámaras habían dispuesto sus aparatos de manera que siempre tenían al fondo un buen plano de la casa.
Mila llegó al lugar donde todo había empezado. El escenario del crimen que ahora tenía el nombre distintivo de «lugar número cero».
La casa de Vincent Clarisso.
Aún no sabía cómo superaría los controles para introducirse en la vivienda. Se limitó a sacar la tarjeta de identificación para colgársela del cuello, con la esperanza de que nadie se percatara de que no pertenecía a esa jurisdicción.
A medida que avanzaba, reconoció los rostros de colegas que había visto por los pasillos del Departamento. Algunos improvisaban reuniones alrededor del capó de un coche. Otros aprovechaban para hacer una pausa y tomar un sándwich y un café. También localizó la furgoneta del médico forense: Chang estaba redactando un informe sentado en el estribo y no levantó la mirada cuando Mila pasó por delante.
—Eh, ¿adónde va usted?
Se volvió y vio a un policía obeso que corría tras ella jadeando. No tenía una excusa preparada, tendría que haber pensado en ella antes pero no lo había hecho, y ahora probablemente eso le pasaría factura.
—Está conmigo.
Krepp avanzaba en su dirección. El experto de la científica llevaba una tirita en el cuello de la que sobresalían la cabeza y las garras de un dragón alado, probablemente su último tatuaje.
—Déjela entrar —le dijo al policía—. Tiene autorización.
El agente aceptó sus palabras y giró sobre sus talones para volver por donde había venido.
Mila miró a Krepp sin saber qué decirle. El hombre le guiñó el ojo, luego continuó su camino. En el fondo no era tan extraño que la hubiera ayudado, se dijo. Aunque de manera diferente, ambos llevaban impresa en la carne una parte de su historia personal.
El camino que conducía a la casa era empinado. Sobre el adoquinado todavía descansaban los casquillos del tiroteo que le había costado la vida a Vincent Clarisso. La puerta de entrada estaba desencajada de las bisagras para permitir un acceso más fácil.
Nada más entrar, Mila notó un fuerte olor a desinfectante.
La sala de estar tenía muebles de formica al estilo de los años sesenta. Un sofá de tapicería arabesca, pero revestido todavía con el plástico protector. Una chimenea con un fuego falso. Un mueble bar que hacía juego con la moqueta amarilla. El dibujo del papel pintado eran unas enormes y estilizadas flores marrones que parecían dragones.
En lugar de focos halógenos, el interior estaba iluminado por lámparas apantalladas. También eso era una señal del nuevo cariz impreso por Terence Mosca. Ninguna «escena» para el capitán. Todo tenía que mantenerse sobrio. La querida vieja escuela de los policías de antaño, pensó Mila. Y entonces vio precisamente a Mosca, que, en la cocina, mantenía una pequeña reunión con sus más estrechos colaboradores. Evitó ir en esa dirección: era mejor pasar inadvertida.
Todos llevaban cubrezapatos y guantes de látex. Mila se los puso a su vez y luego empezó a mirar alrededor, confundiéndose con los presentes.
Un detective estaba extrayendo los volúmenes de una librería. Uno cada vez. Los cogía, los hojeaba rápidamente y los dejaba en el suelo. Otro estaba revolviendo entre los cajones de una cómoda. Un tercero clasificaba los adornos colocados encima de los muebles. Donde los objetos todavía no habían sido movidos y examinados, todo parecía guardar un orden obsesivo.
No había polvo y era posible catalogarlo todo con la mirada, como si el lugar asignado a cada cosa fuera «exactamente» aquel. Parecía estar en el interior de un puzle ya completado.
Mila no sabía qué buscar. Estaba allí solo porque ese era el punto de partida natural. Lo que la movía era la duda ligada a la extraña llamada que Vincent Clarisso le había hecho a Cinthia Pearl.
Si había querido escuchar la historia de boca de la única superviviente, quizá Clarisso no sabía quién era Benjamin Gorka. Y si no lo sabía, tal vez el quinto cadáver encontrado en el Estudio no era para Boris.
Sin embargo, esa constatación lógica no sería suficiente para exculpar a su colega, pues también había un sólido indicio de que Boris había matado a Rebecca Springher: las braguitas de la víctima sustraídas del depósito judicial y halladas durante el registro de su casa.
Pero, en todo caso, algo no cuadraba.
Mila descubrió el origen del olor a desinfectante cuando vio la habitación al final del breve pasillo.
Era un entorno aséptico, con una cama de hospital rodeada por una cámara hiperbárica. Había fármacos en grandes cantidades, batas estériles y aparatos médicos. Era el quirófano donde Vincent había practicado la amputación a sus pequeñas pacientes, finalmente transformado en la habitación para la estancia de Sandra.
Al pasar por delante de otra habitación, vio a un agente que trasteaba con un televisor de plasma en el que estaban insertados los enchufes de una videocámara digital. Delante de la pantalla había un sillón con los altavoces de un sistema de audio surround a su alrededor. Junto al televisor, una pared entera de cintas MiniDV, clasificadas solo con la fecha. El detective las iba introduciendo en la videocámara una tras otra para visualizar su contenido.
En ese momento, se veían las imágenes de un parque infantil. Risas infantiles en un día de sol invernal. Mila reconoció a Caroline, la última niña secuestrada y asesinada por Albert.
Vincent Clarisso había estudiado meticulosamente a sus víctimas.
—Eh, ¿venís a echarme una mano con esto? ¡Yo soy un negado para la electrónica! —dijo el agente mientras intentaba detener la filmación.
Cuando se dio cuenta de que Mila estaba en el umbral, tuvo por un instante la feliz sensación de haber sido atendido, salvo porque luego se dio cuenta de que no la había visto nunca antes. Antes de que pudiera decir algo, Mila pasó de largo.
La tercera era la habitación más importante.
En su interior había una mesa alta de acero, y las paredes estaban revestidas de tableros llenos de notas, pósits de diferentes colores y demás. Parecía que estuviera en el Pensatorio. En aquel material estaban reunidos, al detalle, los planes de Vincent. Planos, mapas de carreteras, horarios y desplazamientos. La planimetría del colegio de Debby Gordon y también la del orfanato. Estaba la matrícula del coche de Alexander Bermann y las etapas de sus viajes de trabajo. Las fotos de Yvonne Gress y sus hijos y una imagen del vertedero de Feldher. Había recortes de revistas que hablaban de la suerte de Joseph B. Rockford. Y, obviamente, las instantáneas de todas las niñas secuestradas.
Sobre la mesa de acero había otros diagramas acompañados por anotaciones confusas, como si el trabajo hubiera sido interrumpido de pronto. Probablemente, entre aquellas hojas se escondía, quizá para siempre, el epílogo que el asesino en serie había imaginado para su diseño.
Mila se volvió y se detuvo. La pared que hasta ese momento tenía a su espalda estaba completamente tapizada por fotos que retrataban a los miembros de la Unidad de Investigación de Crímenes Violentos mientras trabajaban. También estaba ella.
«Ahora sí que estoy realmente en la barriga del monstruo…».
Vincent siempre había seguido cuidadosamente sus movimientos. Pero en ese lugar no había nada que condujera al caso Wilson Pickett, y tampoco a Boris.
—¡Joder! ¿Es que nadie piensa echarme una mano? —protestó la voz del agente en la habitación de al lado.
—¿Qué pasa, Fred?
Por fin alguien se había movido en su ayuda.
—¿Cómo sé lo que estoy mirando? Y, sobre todo, ¿cómo clasifico esto si no sé lo que es?
—Enséñamelo…
Mila se apartó de la pared de las fotos, dispuesta a abandonar la casa. Estaba satisfecha, no tanto por lo que había encontrado, como por lo que no se encontraba allí.
No había rastro de Benjamin Gorka. Y no había rastro de Boris. Eso le bastaba.
Con la quinta niña habían pasado algo por alto. O bien se trataba de un despiste en toda regla. La prueba era que Vincent Clarisso, cuando se había dado cuenta de que las investigaciones estaban tomando una dirección diferente de la prevista, había llamado a Cinthia Pearl para saber más.
Mila pensaba hablarle de eso a Roche, y estaba segura de que el inspector jefe encontraría el modo de explotar esa información para exculpar a Boris y redimensionar la gloria de Terence Mosca.
Al pasar de nuevo por delante de la habitación del televisor, vio algo en la pantalla. Un lugar que el agente llamado Fred y su colega no lograban identificar.
—Es un apartamento, ¿qué más hay que decir?
—Sí, pero ¿yo qué escribo en el informe?
—Pues «lugar desconocido».
—¿Estás seguro?
—Sí. Ya se ocupará algún otro de descubrir dónde se encuentra ese sitio.
Pero Mila sí lo conocía.
Repararon en su presencia solo entonces y se volvieron para mirarla, mientras ella no conseguía apartar los ojos de la filmación que reproducía el televisor.
—¿Podemos ayudarla en algo?
Mila no contestó y se alejó. Mientras atravesaba a paso rápido la sala de estar, buscó el móvil en su bolsillo y marcó el número de Goran.
Le contestó cuando ella ya estaba en el camino exterior.
—¿Qué sucede?
—¿Dónde estás ahora? —Su tono era de alarma.
Él no se dio cuenta.
—Aún estoy en el Departamento, estoy intentando organizar una visita de Sarah Rosa a su hija en el hospital.
—¿Quién hay en tu casa en este momento?
Goran empezó a preocuparse.
—La señora Runa está con Tommy. ¿Por qué?
—¡Tienes que ir allí en seguida!
—¿Por qué? —repitió, angustiado.
Mila rebasó la concentración de policías.
—¡Vincent tenía una filmación de tu apartamento!
—¿Qué significa que tenía una filmación?
—Que había entrado allí… ¿Y si tuviera un cómplice?
Goran guardó un instante de silencio.
—¿Aún estás en la escena del crimen?
—Sí.
—Entonces estás más cerca que yo. Pídele a Terence Mosca que te proporcione a un par de agentes y ve a mi casa. Mientras tanto, yo llamaré a la señora Runa y le diré que cierre la puerta con llave.
—De acuerdo.
Mila colgó, luego dio media vuelta para volver a la casa y hablar con Mosca.
«Esperemos que no me haga demasiadas preguntas».