7

La llevarían a casa.

Con esa promesa no expresada, tomaron en custodia el cuerpo de la niña.

Le harían justicia.

Después del suicidio de Bermann era difícil mantener ese empeño, pero lo intentarían de todos modos.

Así que ahora el cadáver estaba allí, en el Instituto de Medicina Legal.

El doctor Chang recolocó el mango del micrófono que colgaba del techo de modo que quedara perfectamente perpendicular a la mesa de acero de la sala de autopsias. Luego conectó la grabadora.

En primer lugar se hizo con un bisturí y lo deslizó sobre la bolsa de plástico con un gesto rápido, trazando una línea recta muy precisa. Dejó de nuevo el instrumento quirúrgico y, delicadamente, aferró con los dedos los dos bordes resultantes.

La única luz en la sala era la de la cegadora lámpara que dominaba la mesa de autopsias. Todo a su alrededor era un abismo de oscuridad, y, en vilo sobre ese abismo, estaban Goran y Mila. Ninguno de los demás miembros del equipo había creído que tuviera que participar en aquella ceremonia.

El médico forense y los dos huéspedes vestían batas estériles, guantes y mascarilla para no contaminar las pruebas.

Ayudándose con una solución salina, Chang empezó a separar lentamente los márgenes de la bolsa, despegando el plástico del cuerpo al que estaba adherido. Un poco cada vez, con infinita paciencia.

Poco a poco, empezó a aparecer… Mila en seguida vio la falda verde de pana. La blusa blanca y el chaleco de lana. Luego empezó a verse la franela de una americana.

A medida que Chang subía, iba desvelando nuevos detalles. Llegó a la sección torácica en la que faltaba el brazo. Allí, la chaqueta no estaba manchada de sangre: estaba sencillamente cortada a la altura del hombro izquierdo, por el que sobresalía un muñón.

—Cuando la mató no llevaba puesta esta ropa. Recompuso el cadáver después —dijo el patólogo.

Ese «después» se perdió en el eco de la habitación, precipitándose en el remolino de oscuridad que los rodeaba, como una piedra que rebota contra las paredes de un pozo sin fondo.

Chang levantó el brazo derecho. En la muñeca llevaba una pulsera de la que pendía un colgante en forma de llave.

Al llegar a la altura del cuello, el médico forense se detuvo un momento para secarse la frente con una pequeña toalla. Solo entonces Mila reparó en que estaba sudando. Había llegado al punto más delicado. Temía que al despegar el plástico del rostro pudiera arrancar también la epidermis.

Mila había asistido anteriormente a otras autopsias. Por lo general, los médicos forenses no tenían demasiados escrúpulos al tratar los cuerpos que tenían que investigar; los cortaban y los cosían sin cuidado alguno. Pero en ese momento comprendió que Chang, en cambio, deseaba que los padres volvieran a ver por una última vez a su niña en el mejor estado posible. Por eso era tan cuidadoso. Tuvo un sentimiento de respeto hacia aquel hombre.

Por fin, después de unos minutos que se hicieron interminables, el médico logró despegar completamente la bolsa negra del rostro de la pequeña. Mila la vio. Y la reconoció al instante.

Debby Gordon. Doce años. La primera en desaparecer.

Tenía los ojos abiertos como platos. La boca aún estaba desencajada, como si estuviera intentando decir algo desesperadamente.

En el pelo llevaba un broche con una azucena blanca. Él la había peinado. «Qué absurdo», pensó Mila. ¡Le había resultado más fácil tener compasión por un cadáver que por una niña viva! Pero luego dedujo que el motivo por el que había cuidado tanto de ella era otro.

«La ha acicalado para nosotros», se dijo. Y sintió rabia. Pero también comprendió que en ese momento esas emociones no le pertenecían. Correspondían a otros, y al poco ella tendría que irse de allí, superar la profunda oscuridad y comunicar a dos padres ya destrozados que su vida había acabado de una vez por todas.

El doctor Chang intercambió una mirada con Goran. Había llegado el momento de establecer con qué tipo de asesino estaban lidiando; si su interés por aquella criatura había sido genérico, o bien terriblemente determinado. En otras palabras, si la niña había padecido abusos sexuales o no.

Todos en la sala experimentaban una contradicción interior que oponía el deseo de que le hubiera ahorrado esa enésima tortura a la pequeña y la esperanza de que, en cambio, eso no hubiera sido así, porque en tal caso tendrían más posibilidades de que el asesino hubiera dejado restos orgánicos que les permitieran identificarlo.

Existía un procedimiento preciso para los casos de violación, y Chang, no teniendo razones para evitarlo, empezó con el historial. Consistía en tratar de reconstruir las circunstancias y el tipo de agresión, pero en ese caso, dada también la imposibilidad de asumir información de la víctima, no había modo de remontarse a los hechos.

La fase siguiente era el examen objetivo. Una valoración física, acompañada de una documentación fotográfica, que procedía de la descripción del aspecto general, hasta la localización de lesiones externas que pudieran señalar que la víctima había luchado, se había defendido.

Generalmente se empezaba marcando y examinando las prendas de vestir. Luego se procedía con la búsqueda de eventuales manchas sospechosas sobre la ropa, filamentos, pelos, hojas… Solo entonces se pasaba al raspado subungueal, que consistía en recoger de las uñas de la víctima, con una especie de palillo, ocasionales restos de piel del asesino —en el caso de que la víctima se hubiera defendido—, o de tierra y fibras varias para identificar el lugar del crimen.

También esa vez el resultado fue negativo. Las condiciones del cadáver —aparte de la amputación del miembro— y de su ropa eran perfectas.

Como si alguien la hubiera lavado antes de meterla en la bolsa.

La tercera fase era la más invasiva e incluía el examen ginecológico.

Chang se proveyó de un colposcopio y empezó a examinar la superficie medial de los muslos para localizar manchas de sangre, esperma u otras secreciones del violador. Después cogió de una bandeja metálica los instrumentos para el examen vaginal, que comprendía un tampón cutáneo y uno para la mucosa. Con las sustancias obtenidas, preparó dos placas de Petri, fijó la primera con Citofix y dejó que la segunda se secara al aire.

Mila sabía que servirían para una eventual identificación genética del asesino.

La última fase era la más cruda. El doctor Chang plegó la mesa de acero, levantando las piernas de la niña sobre dos soportes. Luego se sentó en un taburete y, con una lupa dotada de una particular lámpara ultravioleta, pasó a la localización de posibles lesiones internas.

Tras unos minutos, levantó la cabeza hacia Goran y Mila y sentenció:

—No la ha tocado.

Mila asintió y, antes de alejarse de la sala, se inclinó sobre el cadáver de Debby para quitarle de la muñeca la pulsera de la que colgaba la pequeña llave. Ese objeto, junto con la noticia de que la niña no había sido violada, constituiría la única dote para llevarles a los Gordon.

Nada más despedirse de Chang y de Goran, Mila sintió la necesidad urgente de deshacerse de aquella bata limpia. Porque, en ese momento, se sintió sucia. Al pasar por el vestuario, se detuvo delante del gran lavabo de cerámica. Abrió el grifo del agua caliente, metió las manos bajo el chorro y empezó a frotárselas con fuerza.

Mientras seguía lavándose frenéticamente, levantó la mirada hacia el espejo que tenía enfrente e imaginó en el reflejo a la pequeña Debby, que entraba en el vestuario con su falda verde, la americana azul y el broche en el pelo. Apoyándose en el único brazo que le quedaba, se sentaba en el banco colocado contra la pared y empezaba a mirarla, meciendo los pies. Debby abría la boca y luego la cerraba, como si tratara de comunicarse con ella, pero en realidad no decía nada. Mila habría deseado tanto preguntarle detalles sobre su hermana de sangre, aquella que ya era para todos la niña número seis.

Entonces salió del trance.

El agua del grifo corría. El vapor ascendía en amplias volutas y cubría casi por completo la superficie del espejo.

Solo entonces Mila notó el dolor.

Bajó la mirada e instintivamente sacó las manos del chorro de agua hirviendo. La piel del dorso estaba enrojecida, mientras que en los dedos ya sobresalían algunas ampollas. Mila se las cubrió en seguida con una toalla; después se dirigió al botiquín en busca de vendas.

Nadie debía saber nunca lo que le había pasado.

 

Cuando abrió los ojos, en primer lugar sintió el escozor en las manos. Se sentó, retomando bruscamente contacto con la realidad del dormitorio que la rodeaba. El armario que tenía enfrente, con el espejo rajado, la cómoda a su izquierda y la ventana con la persiana bajada que, aun así, dejaba filtrar algunas líneas de luz azulada. Mila se había dormido vestida porque las mantas y las sábanas de aquella miserable habitación de motel estaban sucias.

¿Por qué se había despertado? Quizá habían llamado. O tal vez solo lo había soñado.

Llamaron de nuevo. Se levantó, se acercó a la puerta y la abrió solo algunos centímetros.

—¿Quién es? —preguntó inútilmente a la cara sonriente de Boris.

—He venido a buscarte. Dentro de una hora dará comienzo el registro en casa de Bermann. Los demás nos esperan allí… Además, he pensado que estaría bien traerte el desayuno. —Y agitó bajo su nariz una pequeña bolsa de papel que presumiblemente contenía cruasanes y un café.

Mila se echó un vistazo rápido. No estaba nada presentable, pero quizá eso fuera bueno: desanimaría a las hormonas de su colega. Lo invitó a entrar.

Boris dio algunos pasos por la habitación, mirando a su alrededor con aire perplejo, mientras Mila se acercaba al lavabo situado en un rincón para lavarse la cara pero, sobre todo, para esconder sus manos vendadas.

—Este lugar es incluso peor de como lo recordaba —dijo él, y olfateó el aire—. Además, siempre huele igual.

—Creo que es un repelente para insectos.

—Cuando entré a formar parte del equipo, pasé aquí casi un mes entero antes de encontrar un piso… ¿Sabías que aquí cada llave abre todas las demás habitaciones? Los clientes tienen la costumbre de marcharse sin pagar, y el propietario se cansó de tener que reemplazar las cerraduras cada vez. Por la noche, harías bien en bloquear la puerta con la cómoda.

Mila lo miró a través del espejo que estaba sobre el lavabo.

—Gracias por el consejo.

—No, en serio. Si necesitas un sitio más decente donde alojarte, puedo echarte una mano.

Mila le dirigió una mirada interrogativa.

—¿Por casualidad me estás invitando a tu casa, agente?

Boris, incómodo, se apresuró a precisar:

—No, no me refería a eso. Pero podría preguntar por ahí si hay alguna compañera que quiera compartir su piso…

—Espero no tener que quedarme mucho —observó ella, encogiéndose de hombros.

Después de secarse la cara, Mila señaló la bolsa que él le había traído. Casi se la arrebató de las manos, yéndose a sentar con las piernas cruzadas encima de la cama para inspeccionar su contenido. Croissant y café, como había esperado.

Boris se quedó descolocado por ese gesto, y más aún al ver sus manos cubiertas por las vendas, pero no dijo nada.

—¿Hay hambre? —preguntó en cambio, intimidado.

Ella le respondió con la boca llena.

—Hace dos días que no como. Si esta mañana no hubieras venido, dudo que hubiera logrado encontrar las fuerzas para cruzar el umbral.

Mila supo al instante que no debería haber dicho algo así, esa afirmación era un estímulo evidente, pero no encontró otro modo de darle las gracias, y además tenía hambre de verdad. Boris le sonrió, presumido.

—Entonces, ¿cómo te sientes? —le preguntó.

—Me adapto fácilmente, así que bien.

«Aparte de tu amiga Sarah Rosa, que prácticamente me odia», pero eso Mila solo lo pensó.

—Me gustó tu intuición sobre las hermanas de sangre…

—Un golpe de suerte: me bastó con repescar entre mis experiencias juveniles. Tú también debiste de hacer alguna estupidez a los doce años, ¿no?

Al percatarse del desconcierto de su colega, que buscaba inútilmente una respuesta, Mila esbozó una sonrisa.

—Estaba bromeando, Boris…

—Ah, claro —dijo él ruborizándose.

Mila dio el último bocado, se chupó los dedos y se abalanzó sobre el segundo cruasán de la bolsita, el de Boris, que no tuvo el ánimo de decir nada frente a tanto apetito.

—Boris, dime una cosa… ¿Por qué lo habéis llamado Albert?

—Es una historia muy interesante —afirmó él. Entonces, con soltura, se sentó junto a ella y empezó a explicar—: Hace cinco años investigamos un caso muy singular. Un asesino en serie que secuestra a las mujeres, las viola, las mata estrangulándolas y luego hace que encontremos los cadáveres sin el pie derecho.

—¿El pie derecho?

—Exacto. Nadie entiende nada porque el tipo es también muy preciso y limpio, no deja huellas. Solo hace esa cosa de la amputación, y golpea al azar… En fin, ya vamos por el quinto cadáver y no logramos pararlo. A llegar a este punto, el doctor Gavila tiene una idea…

Mila había terminado también el segundo cruasán y empezó a beberse el café.

—¿Qué clase de idea?

—Nos pide que busquemos en los archivos todos los casos que tengan que ver con pies, incluso aquellos más insignificantes.

Mila mostró una expresión más que perpleja. Luego vertió tres sobres de azúcar en el vaso de poliestireno. Boris reparó en ello y compuso un gesto de disgusto; estuvo a punto de decirle algo al respecto, pero prefirió continuar con el relato.

—Al principio a mí también me pareció un poco absurdo. Bueno, el caso es que empezamos a investigar y resulta que desde hace algún tiempo hay un ladrón que vaga por la zona robando zapatos de mujer de los expositores que están en el exterior de las tiendas de calzado. Normalmente, ahí solo colocan un zapato por número y modelo (ya sabes, para evitar que los roben), y generalmente es el derecho, para facilitarles a los clientes que se los prueben.

Mila se detuvo con el vaso de café a medio camino, esperando, extasiada, la resolución de aquella original intuición investigadora.

—Vigilasteis las tiendas de zapatos y capturasteis al ladrón…

—Albert Finley. Un ingeniero de treinta y ocho años, casado, dos hijos pequeños. Un chalet en el campo y una autocaravana para las vacaciones.

—Un tipo normal.

—En el garaje de su vivienda encontramos un congelador y, dentro, cuidadosamente envueltos en celofán, cinco pies derechos de mujer. El tipo se divertía poniéndoles los zapatos que robaba. Era una especie de obsesión fetichista.

—Pie derecho, brazo izquierdo. ¡Por eso Albert!

—¡Exacto! —dijo Boris, dándole una palmada en el hombro en señal de aprobación.

Mila se apartó bruscamente, levantándose de la cama de un salto. El joven policía se sintió asombrado e incómodo al mismo tiempo.

—Perdona —le dijo ella.

—No pasa nada.

No era verdad y, en efecto, Mila no lo creyó. Pero decidió fingir que era como había dicho él. Le dio la espalda y regresó al lavabo.

—Estaré lista dentro de un minuto y así podremos irnos.

Boris se levantó y se dirigió a la puerta.

—Tómatelo con calma. Te espero fuera.

Mila lo vio salir de la habitación. Luego se miró al espejo.

«Dios mío, ¿cuándo acabará esto? —se preguntó—. ¿Cuándo conseguiré dejarme tocar de nuevo por alguien?».

 

Durante todo el trayecto hasta la casa de Bermann no cruzaron una sola palabra. Es más, al subir al coche, Mila encontró la radio encendida y comprendió en seguida que esa era una declaración de intenciones sobre cómo se desarrollaría el viaje. A Boris le había sentado mal aquello, y quizá ahora ya tenía otro enemigo dentro del equipo.

Llegaron al cabo de poco menos de una hora y media. La vivienda de Alexander Bermann era un inmenso chalet en medio de la vegetación, en una tranquila zona residencial.

La calle delantera estaba cortada. Más allá de ese límite se amontonaban curiosos, vecinos y periodistas. Mila los miró y pensó que ya había empezado. En el trayecto, habían escuchado por la radio la noticia del hallazgo del cadáver de la pequeña Debby, en la que mencionaban también el nombre de Bermann.

El motivo de tanta euforia mediática era simple. El cementerio de brazos había sido un duro golpe para la opinión pública, pero ahora tenían por fin un nombre con el que referirse a esa pesadilla.

Lo había visto otras veces. La prensa se dedicaría insistentemente a la historia y, en poco tiempo, aplastaría cada aspecto de la vida de Bermann, sin hacer distinciones. Su suicidio valía como una admisión de culpa. Por tanto, los medios de comunicación insistirían sobre su versión. Lo designarían para desarrollar el papel de monstruo sin ninguna contradicción, solo confiando en la fuerza de su unanimidad. Lo harían trizas cruelmente, tal como presuponían que él había hecho con sus pequeñas víctimas, sin, no obstante, captar siquiera la ironía de ese paralelismo. Extraerían litros de sangre de todo el suceso para sazonar y hacer más apetitosas las primeras páginas, sin respeto, sin equidad. Y cuando alguien se permitiera hacerlo notar, se encerrarían tras una cómoda y siempre actual «libertad de prensa» para proteger su antinatural impudicia.

Tras bajar del coche, Mila se abrió paso entre la pequeña multitud de cronistas y gente común, entró en el perímetro circunscrito por las fuerzas del orden y se dirigió a paso rápido a lo largo de la calle hasta la puerta de la casa, sin poder evitar ser deslumbrada por algunos flashes. En ese momento vio que Goran la observaba desde la ventana, y se sintió absurdamente pillada en falta porque la había visto llegar en compañía de Boris, y luego, estúpida por haber pensado algo así.

Goran dirigió de nuevo su atención al interior de la casa. Poco después, Mila cruzó el umbral.

Stern y Sarah Rosa, asistidos por otros detectives, ya estaban trabajando desde hacía un rato, moviéndose como insectos laboriosos. Todo estaba patas arriba. Los agentes estaban analizando muebles, paredes y todo lo que pudiera desvelar algún indicio que aclarase los hechos.

Una vez más, Mila no pudo unirse a aquella batida. Desde el otro lado, Sarah Rosa se apresuró a ladrarle que a ella solo le estaba reservado el derecho a observar. Así que empezó a mirar a su alrededor, manteniendo las manos en los bolsillos para no tener que justificar las vendas que las cubrían.

Las fotos llamaron su atención.

Había decenas colocadas sobre los muebles, en elegantes marcos de brezo o plata. Retrataban a Bermann y a su mujer en momentos felices, una vida que ahora parecía lejana, casi imposible. Reparó en que habían viajado mucho. Había imágenes de numerosos lugares del mundo. Sin embargo, a medida que las fotos se hacían más recientes y sus rostros más viejos, las expresiones aparecían veladas. Había algo en esas fotos…, Mila estaba segura de ello, pero no podía decir qué era. Había tenido una extraña sensación al entrar en la casa, y ahora le pareció advertirla de nuevo.

Una presencia.

En aquel vaivén de agentes, también había otra espectadora. Mila reconoció a la mujer de las fotos: Veronica Bermann, la esposa del presunto asesino. Comprendió en seguida que debía de tener un carácter orgulloso, pues mantenía una actitud de decorosa distancia mientras aquellos desconocidos tocaban sus cosas sin pedirle permiso siquiera, violando la intimidad de aquellos objetos, de aquellos recuerdos, con su intromisión. No parecía resignada, sino conforme. Le había ofrecido su colaboración al inspector jefe Roche, asegurando que su marido no tenía nada que ver con aquellas terribles acusaciones.

Tras observarla durante un rato, Mila se volvió y se encontró frente a un espectáculo inesperado.

Una de las paredes estaba enteramente recubierta de mariposas disecadas.

Contenidas en marcos de cristal, algunas de ellas eran muy raras y bellas. Otras tenían nombres exóticos, y una pequeña placa de latón indicaba su lugar de origen. Las más fascinantes provenían de África y de Japón.

—Son bellísimas porque están muertas.

Fue Goran quien lo dijo. El criminólogo vestía un suéter negro y unos pantalones de vicuña. El cuello de la camisa se le recortaba en parte por el escote del jersey. Se situó junto a ella para observar mejor la pared de mariposas.

—Delante de un espectáculo como este, olvidamos lo más importante y evidente… Estas mariposas no volverán a volar nunca más.

—Es antinatural —convino Mila—. Sin embargo, también es algo tan sugerente…

—Es precisamente el efecto que provoca la muerte en algunos individuos, por eso existen los asesinos en serie.

En ese instante, Goran hizo un leve gesto con la mano, aunque suficiente para que todos los miembros del equipo se reunieran en seguida a su alrededor. Eso indicaba que, aunque parecían completamente ocupados por sus cometidos, en realidad seguían mirándolo, a la espera de que dijera o hiciera algo.

Mila tuvo la confirmación de cuán grande era la confianza que depositaban en su intuición. Goran los guiaba. Era muy extraño, porque él no era un agente, y los policías —al menos los que ella conocía— siempre se resistían a fiarse de un civil. Habría sido más justo que ese grupo se llamara «el equipo de Gavila» más que «el equipo de Roche», que como siempre no estaba presente. Se dejaría ver solo en el caso de que apareciera la clásica prueba aplastante que culpara definitivamente a Bermann.

Stern, Boris y Rosa se hicieron un lugar alrededor del criminólogo según su esquema habitual, en el que cada uno tenía su posición. Mila se quedó un paso atrás: temiendo sentirse excluida, se excluía ella sola.

Goran habló en voz baja, fijando en seguida para todos el tono con el que quería que se desarrollara aquella conversación. Probablemente no deseaba turbar a Veronica Bermann.

—Veamos, ¿qué tenemos?

Stern fue el primero en contestar al tiempo que sacudía la cabeza:

—En la casa no hay nada relevante que pueda relacionar a Bermann con las seis niñas.

—La mujer parece no tener ni idea de nada —añadió Boris—. Le he hecho algunas preguntas y no he tenido la impresión de que mintiera.

—Los nuestros están examinando el jardín con los perros rastreadores de cadáveres —dijo Rosa—. Pero hasta ahora, nada.

—Tendremos que reconstruir cada desplazamiento de Bermann en las últimas seis semanas —observó Goran, y todos asintieron, aunque ya sabían que sería un trabajo casi imposible—. Stern, ¿hay algo más?

—Ningún movimiento extraño de dinero en el banco. El gasto más ingente que Bermann ha tenido que afrontar en el último año ha sido una terapia de inseminación artificial para su mujer que le ha costado bastante dinero.

Al oír las palabras de Stern, Mila se dio cuenta de cuál había sido la sensación que había notado poco antes, al entrar, y luego mirando las fotos. No era una presencia, como había pensado en un primer momento. Se había equivocado.

En realidad, era una ausencia.

Se advertía la falta de un hijo en aquella casa de muebles caros e impersonales, decorada por dos individuos que se sentían destinados a quedarse solos. Por eso, esa terapia de inseminación artificial de la que había hablado el agente Stern parecía un contrasentido, en vista de que en aquel lugar tampoco se percibía la ansiedad de quien espera el regalo de un hijo.

Stern concluyó su exposición con un rápido retrato de la «vida íntima» de Bermann: «No consumía drogas, no bebía y no fumaba. Era socio de un gimnasio y de un videoclub, pero solo alquilaba documentales sobre insectos. Frecuentaba la iglesia luterana del barrio y, dos veces al mes, prestaba sus servicios como voluntario en la casa de reposo».

—Un santo —ironizó Boris.

Goran se volvió hacia Veronica Bermann para cerciorarse de que no hubiera oído ese último comentario. Después volvió a mirar a Rosa:

—¿Algo más?

—He hecho un escaneo del disco duro de los ordenadores de la casa y del despacho. También he utilizado un programa de recuperación de los archivos eliminados, pero no había nada interesante. Solo trabajo, trabajo y más trabajo. Ese tío estaba obsesionado con su empleo.

Mila se percató de que Goran se había distraído momentáneamente, pero pronto volvió a concentrarse de nuevo en la conversación.

—De Internet, ¿qué sabemos?

—He llamado a la empresa titular del servidor y me han dado una lista de las páginas web visitadas en los últimos seis meses. Pero ahí tampoco hay nada… Por lo que parece, sentía pasión por las webs dedicadas a la naturaleza, los viajes y los animales. A veces utilizaba la red para adquirir objetos de anticuario y, en eBay, sobre todo mariposas de colección.

Cuando Rosa hubo acabado su exposición, Goran volvió a cruzarse de brazos y miró, uno por uno, a todos sus colaboradores. Aquel trávelin incluyó también a Mila, que se sintió por fin implicada.

—Bueno, ¿qué opináis? —preguntó el doctor.

—Estoy deslumbrado —dijo Boris, llevándose una mano a los ojos para dar énfasis a su frase—. Todo está demasiado limpio.

Los demás asintieron.

Mila no supo a qué se refería, pero tampoco quiso preguntarlo. Goran deslizó una mano sobre la frente y se frotó los ojos cansados. Luego volvió a aparecer en su rostro aquella distracción…. Por su mente cruzó un pensamiento que durante un segundo o dos lo llevó a otro lugar y que, obviamente al final, el criminólogo archivó por algún motivo.

—¿Cuál es la primera regla de una investigación sobre un sospechoso?

—Todos tenemos secretos —se apresuró a responder el diligente Boris.

—Exacto —le hizo eco Goran—. Todos hemos tenido alguna debilidad, al menos una vez en la vida. Cada uno de nosotros tiene su pequeño o grande, inconfesable secreto… No obstante, mirad a vuestro alrededor: ese hombre es el prototipo del buen marido, del buen creyente, del fiel trabajador —afirmó, recalcando cada definición con los dedos—. Es un filántropo, un hombre saludable, solo alquila documentales, no tiene vicios de ningún tipo, colecciona mariposas… ¿Es creíble un hombre así?

Esa vez, la respuesta estaba clara: no, no lo era.

—Entonces, ¿qué hace un hombre como ese con el cadáver de una niña en el maletero?

Stern intervino:

—Desembarazarse de lo que le sobra…

—Nos hechiza con toda esta perfección para no dejarnos mirar hacia otro lugar… —convino Goran—. ¿Y dónde no estamos mirando en este momento?

—Entonces, ¿qué debemos hacer? —preguntó Rosa.

—Empezar desde el principio. La respuesta está ahí, entre esas cosas que ya habéis examinado. Repasadlas al detalle. Tendréis que quitarle la brillante capa que las envuelve. No os dejéis engañar por el resplandor de la existencia perfecta: ese fulgor solo sirve para distraernos y confundirnos las ideas. Luego debéis…

Goran se perdió de nuevo; su atención estaba en otro lugar. Esa vez, todos se dieron cuenta. Había algo que por fin tomaba cuerpo en su cabeza, y crecía.

Mila decidió seguir la mirada del criminólogo, que se paseaba por la habitación. No estaba simplemente perdida en el vacío, sino que se percató de que estaba mirando algo…

El pequeño led rojo relampagueaba intermitentemente, recalcando un ritmo propio para llamar la atención.

—¿Alguien ha escuchado los mensajes del contestador automático? —preguntó Gavila en voz alta.

En un instante, la habitación se detuvo. Todos miraron el aparato que guiñaba su ojo rojo a los presentes y se sintieron culpables, cogidos in fraganti en aquel clamoroso olvido. Goran los ignoró, y sencillamente fue a pulsar el interruptor que accionó la pequeña grabadora digital.

Poco después, la oscuridad regurgitó las palabras de un muerto.

Y Alexander Bermann entró por última vez en su casa.

Ejem… Soy yo… Ejem… No tengo mucho tiempo…, pero quería decirte que lo siento… Lo siento, todo… Debería haberlo hecho antes, pero no lo conseguí… Intenta perdonarme. Todo ha sido culpa mía…

La comunicación se interrumpió y un silencio sepulcral invadió la habitación. La mirada de todos los presentes, inevitablemente, se posó sobre Veronica Bermann, que permanecía impasible como una estatua.

Goran Gavila fue el único que se movió. Fue a su encuentro y la cogió por los hombros, confiándola a una agente femenina, que la condujo a otra habitación.

Fue Stern quien habló por todos:

—Bien, señores, por lo que parece, tenemos una confesión.