9
No podía tratarse tan solo de una coincidencia.
Mila revivió, a beneficio de los presentes, los aspectos más importantes del último caso del que se había ocupado, el del profesor de música. Mientras recordaba las palabras del sargento Morexu respecto al hallazgo de aquel nombre —Priscilla— en la agenda del «monstruo», Sarah Rosa elevó los ojos al cielo, y Stern hizo eco a su gesto sacudiendo la cabeza.
No la creían, lo cual era comprensible. Sin embargo, Mila no se resignaba a la idea de que no hubiera un nexo. Solo Goran la dejaba hacer; quién sabía qué esperaba conseguir el criminólogo. Mila quería profundizar a toda costa en aquella broma del caso. Pero de su conversación con Veronica Bermann solamente había obtenido un resultado: la mujer había dicho que había seguido al marido hasta la casa de su amante, adonde ahora se dirigían. Cabía la posibilidad de que en ese lugar se escondieran otros horrores. Quizá también los cuerpos de las restantes niñas.
Y la respuesta a la pregunta relativa a la número seis.
Mila habría querido decirles a los demás: «La he llamado Priscilla…», pero no lo hizo. Ahora le parecía casi una blasfemia. Era como si ese nombre lo hubiera elegido Bermann en persona, su verdugo.
La estructura del edificio era la típica de un suburbio de la periferia. El clásico gueto, construido en los años sesenta como corolario natural de una recién nacida área industrial. Estaba compuesto por casas grises, que con el tiempo se habían cubierto del polvo rojizo que emanaba de una acerería cercana; inmuebles de escaso valor comercial, con urgentes necesidades de reformas. Allí vivía una humanidad precaria, compuesta sobre todo de inmigrantes, parados y familias que salían adelante gracias al subsidio público.
Goran se dio cuenta de que nadie se atrevía a mirar a Mila. Se mantenían alejados de ella porque, al proporcionar una pista inesperada, la agente había cruzado un límite.
«¿Por qué alguien querría venir a vivir a un sitio como este?», se preguntó Boris, mirando a su alrededor con expresión de asco.
El número de la casa que estaban buscando se encontraba al final de la manzana. Correspondía a un semisótano al que se accedía por una escalera externa. La puerta era de hierro. Las únicas tres ventanas, que se asomaban al nivel de la planta baja, estaban protegidas por rejas y tapiadas desde el interior con tablones de madera.
Stern intentó mirar a través de ellos, agachado en una posición ridícula, con las manos alrededor de los ojos y las caderas hacia atrás para no ensuciarse los pantalones.
—Por aquí no se ve nada.
Boris, Stern y Rosa intercambiaron un gesto de asentimiento con la cabeza y se colocaron alrededor de la entrada. Stern invitó a Goran y a Mila a quedarse detrás.
Fue Boris quien se acercó. No había timbre, así que golpeó la puerta. Lo hizo enérgicamente, con la palma de la mano. El ruido servía para intimidar, mientras que el tono de voz de Boris se mantuvo intencionadamente calmo:
—Señora, es la policía. Abra la puerta, por favor…
Era una técnica de presión psicológica para hacer perder la orientación al interlocutor: dirigirse a él con fingida paciencia y, al mismo tiempo, urgiéndolo para que hiciera lo que se le pedía. Pero en ese caso no funcionó, porque parecía que en la casa no había nadie.
—Venga, entremos —propuso Rosa, que era la que estaba más impaciente por averiguar qué había allí dentro.
—Tenemos que esperar a que Roche nos llame para decirnos que ha conseguido la orden —repuso Boris, y miró la hora—. Ya no debería tardar mucho…
—¡A tomar por culo Roche y también la orden! —se opuso Rosa—. ¡Ahí dentro podría estar pasando cualquier cosa!
—Ella tiene razón —terció Goran—; entremos.
Al ver que todos aceptaban su decisión, Mila tuvo la confirmación de que el criminólogo contaba más que Roche en aquel pequeño conciliábulo.
Se colocaron delante de la puerta. Boris sacó una caja de ganzúas y comenzó a trastear en la cerradura. En pocos instantes, el mecanismo de apertura se desbloqueó. Mientras mantenía el revólver bien aferrado con una mano, con la otra empujó la puerta de hierro.
Su primera impresión fue la de un lugar deshabitado.
Un pasillo, estrecho y desnudo. La luz del día no era suficiente para iluminarlo. Rosa enfocó con su linterna y divisaron tres puertas. Las dos primeras a la izquierda; la tercera, al fondo.
La tercera estaba cerrada.
Empezaron a avanzar. Boris delante; detrás de él, Rosa; después, Stern y Goran. Mila cerraba la fila. Excepto el criminólogo, todos llevaban un arma en la mano. Mila solo estaba «agregada» al equipo y no debería poder, pero la llevaba metida en los vaqueros, a la espalda, con los dedos en la culata, lista para sacarla. Por eso había entrado en último lugar.
Boris probó el interruptor que había en una de las paredes.
—No hay luz.
Levantó la linterna para mirar en la primera de las tres habitaciones. Estaba vacía. En la pared podía verse una mancha de humedad que subía desde los cimientos, comiéndose todo el revoque como si de un cáncer se tratara. Los tubos de la calefacción y los de los desagües se cruzaban por el techo. En el suelo se había formado un charco.
—¡Este hedor es insoportable! —se lamentó Stern.
Nadie podría vivir en esas condiciones.
—Ahora se hace evidente que no hay ninguna amante —dijo Rosa.
—Entonces, ¿qué es este sitio? —se preguntó Boris.
Llegaron frente a la segunda habitación. La puerta estaba rígida por culpa de las oxidadas bisagras, levemente alejada de la pared: ese rincón podría ofrecer un fácil refugio a un eventual agresor. Boris la abrió de una patada, pero detrás no había nadie. La habitación era completamente idéntica a la primera. Las baldosas del suelo estaban arrancadas, dejando a la vista el cemento que revestía los cimientos. No había muebles, solo el esqueleto de acero de un sofá. Continuaron más allá.
Quedaba un último cuarto, el del fondo del pasillo, cuya puerta estaba cerrada.
Boris levantó dos dedos de la mano izquierda y se los llevó a los ojos, una señal acordada con Stern y Rosa para que tomaran posición a ambos lados de la puerta. Luego el joven policía retrocedió un paso, cogió carrerilla y le propinó una patada al pomo de la puerta. Ésta se abrió y los tres agentes se colocaron en seguida en línea de tiro, iluminando al mismo tiempo con las linternas cada rincón. Pero allí tampoco había nadie.
Goran se metió entre ellos, dejando resbalar la mano con el guante de látex por la pared hasta encontrar el interruptor. Después de dos breves zumbidos, un neón se encendió en el techo, esparciendo por la habitación su luz polvorienta. Era un entorno completamente diferente de los otros dos. En primer lugar, estaba limpio, y las paredes no presentaban signos de humedad porque estaban revestidas de papel plastificado e impermeable. El suelo todavía conservaba las baldosas, que se hallaban en buenas condiciones. No había ventanas, pero un aparato de aire acondicionado se puso en marcha tras unos segundos. La instalación eléctrica estaba a la vista señal de que había sido añadida con posterioridad. Canaletas de plástico conducían los cables al interruptor que le había permitido a Goran encender la luz, pero también a una toma de corriente en el lado derecho de la habitación, donde, apoyado contra la pared, había un escritorio con una silla de despacho. Y, encima de la mesa, un ordenador personal apagado.
Esa era la única decoración, a excepción de un viejo sillón de piel que se encontraba cerca de la pared opuesta, a mano izquierda.
—Por lo que parece, a Alexander Bermann solo le interesaba esta habitación —dijo Stern dirigiéndose a Goran.
Rosa avanzó por el cuarto en dirección al ordenador:
—Estoy segura de que ahí están las respuestas que estamos buscando.
Pero Goran la detuvo, reteniéndola por un brazo.
—No, es mejor proceder de manera ordenada. Primero salgamos todos de aquí para no alterar la humedad del entorno. —Luego se dirigió a Stern—: Llama a Krepp para que venga con su equipo a buscar huellas. Yo avisaré a Roche.
Mila observó atentamente la luz que brillaba en los ojos del criminólogo. Estaba convencida de que él estaba seguro de hallarse muy cerca de algo importante.
Se pasó los dedos por la cabeza como si se peinara, aunque en realidad no tenía pelo. Solamente le quedaba una espesa mata en el cogote, del que brotaba una cola de caballo que le bajaba por la espalda. Una serpiente verde y roja se extendía por el antebrazo derecho, con su boca abierta a la altura de la mano. También en el otro brazo tenía un tatuaje parecido, y en la parte del tórax que se entreveía bajo la bata. Tras los variados piercings que le cubrían el rostro estaba Krepp, el experto de la policía científica.
Mila estaba fascinada con su aspecto, tan alejado del de un sesentón normal y corriente. «Así es como acaban los punkis cuando envejecen», pensó. Sin embargo, hasta hacía pocos años, Krepp había sido un hombre normal de mediana edad, bastante austero y gris en sus modales. De la noche a la mañana, sin embargo, se había producido el cambio. Pero después de que todos comprobaron que el hombre no había perdido el juicio, nadie había dicho una palabra más sobre su nuevo aspecto, porque Krepp era el mejor en su campo.
Después de haberle dado las gracias a Goran por haber preservado la humedad de la escena, Krepp se puso de inmediato manos a la obra. Pasó una hora en la habitación, con su equipo, todos provistos de batas y máscaras para protegerse de las sustancias que utilizaban para encontrar las huellas. Luego salió del semisótano y se acercó al criminólogo y a Roche, que había llegado mientras tanto.
—¿Cómo va, Krepp? —lo saludó el inspector jefe.
—Esa historia del cementerio de brazos me está volviendo loco —empezó diciendo Krepp—. Aún estábamos analizando esos miembros en busca de una huella útil cuando nos han llamado.
Goran sabía que encontrar una huella sobre la piel humana era la cosa más difícil del mundo, por la posible contaminación, o por la sudoración del sujeto que se debía examinar o, si se trataba de los tejidos de un cadáver en el caso de los brazos, por el fenómeno de la putrefacción.
—He probado con el humo de yodo, con el Kromekote y hasta con la electronografía.
—¿Qué es eso? —preguntó el criminólogo.
—Es el método más moderno para extraer las huellas dejadas sobre la piel: una radiografía en emisión electrónica… Ese maldito Albert es bastante hábil en no dejar huellas —dijo Krepp.
Y Mila reparó en que era el único en referirse al asesino por ese nombre, porque para los demás ya había asumido la identidad de Alexander Bermann.
—Entonces, ¿qué tenemos aquí, Krepp? —preguntó Roche, que estaba cansado de oír cosas que no le servían.
El técnico se quitó los guantes y, manteniendo la mirada siempre baja, empezó a describir lo que habían hecho:
—Hemos utilizado la ninhidrina, el efecto no era del todo nítido al láser, así que la he mejorado con cloruro de zinc. Hemos extraído algunas series de huellas en el papel adhesivo que hay junto al interruptor de la luz y sobre la superficie porosa de la mesa. Con el ordenador ha sido más difícil: las huellas se superponían unas sobre otras, y necesitaríamos el cianoacrilato, pero deberíamos llevar el teclado a la cámara hiperbárica y…
—Después. No tenemos tiempo de encontrar un teclado para sustituir este y tenemos que analizar el ordenador ahora —lo interrumpió Roche, que tenía prisa por obtener información—. En fin, que las huellas pertenecen a una sola persona…
—Sí, todas son de Alexander Bermann.
Esa frase inquietó a todos, excepto a uno: el que ya sabía la respuesta. Y la conocía desde el mismo momento en que habían puesto un pie en aquel semisótano.
—Parece que Priscilla nunca ha existido —dijo en efecto Gavila.
Lo afirmó sin mirar a Mila, que advirtió una punzada de orgullo cuando la privó del consuelo de su mirada.
—Hay otra cosa… —Krepp hablaba de nuevo—. El sillón de piel.
—¿Qué? —preguntó Mila, emergiendo del silencio.
Krepp la miró como si la viera por primera vez, luego bajó los ojos hasta sus manos vendadas, mostrando una expresión inquieta. Mila no pudo por menos que pensar que era absurdo que precisamente un hombre tan curtido como Krepp la mirara de un modo tan extraño. Pero no se turbó.
—No hay huellas en el sillón.
—¿Y eso es extraño? —preguntó Mila.
—No sabría decirle —se limitó a afirmar Krepp—. Solo digo que hay huellas por todas partes, pero ahí no.
—Pero tenemos las huellas de Bermann en todos los demás objetos; ¿qué nos importa eso? —intervino Roche—. Nos basta para darle como se merece… Y, si queréis saberlo, a mí cada vez me gusta menos ese tío.
Mila pensó que, en cambio, debía de gustarle bastante, ya que era la solución a todas sus preocupaciones.
—Entonces, ¿qué hago con el sillón?, ¿sigo analizándolo?
—Olvídate del condenado sillón y deja que mis hombres le echen un vistazo a ese ordenador personal.
Sintiéndose de ese modo aludidos, los miembros del equipo trataron de no cruzar sus miradas para no reírse. A veces, el tono de sargento de hierro usado por Roche podía ser más paradójico que el aspecto de Krepp.
El inspector jefe se alejó hacia el coche que lo esperaba al final de la manzana, no sin haber reconfortado antes a los suyos con un: «Ánimo, chicos, cuento con vosotros».
Cuando estuvo suficientemente lejos, Goran se dirigió a los demás:
—Está bien —dijo—, veamos qué hay en ese ordenador.
Volvieron a tomar posesión de la habitación. Las paredes revestidas de plástico la hacían parecer un gran embrión, y la madriguera de Alexander Bermann estaba a punto de abrirse solo para ellos. O, al menos, eso era lo que esperaban. Se pusieron los guantes de látex. Después Sarah Rosa se sentó frente al ordenador: ahora le tocaba a ella.
Antes de encender el PC, conectó un pequeño mecanismo a uno de los puertos USB. Stern puso en marcha una grabadora y la colocó junto al teclado. Rosa describió la operación:
—He conectado el ordenador de Bermann a un lápiz de memoria: en el caso de que el ordenador se bloqueara, el dispositivo recibirá toda la memoria.
Los demás se colocaron de pie detrás de ella, en silencio.
Encendió el ordenador.
La primera señal eléctrica fue seguida por el típico ruido de la unidad de disco duro que empezaba a arrancar. Todo parecía normal. Con cierta lentitud, el ordenador empezó a despertar de su letargo. Era un viejo modelo que ya no se fabricaba. En la pantalla aparecieron por orden los datos del sistema operativo que, poco después, dejaron sitio a la imagen del escritorio. Nada importante: solo un fondo azul con iconos de programas muy comunes.
—Parece el ordenador de mi casa —aventuró Boris.
Pero el chiste no le hizo gracia a nadie más.
—Está bien… Ahora veamos qué hay en la carpeta de Documentos del señor Bermann…
Rosa abrió la carpeta. Vacía. Como también lo estaban la de Imágenes y la de Documentos recientes.
—No hay archivos de texto… Es muy extraño —dijo Goran.
—Quizá lo borraba todo al final de cada sesión —sugirió Stern.
—Si eso es así, puedo intentar recuperarlo —aseguró Rosa. A continuación insertó un CD en el lector y descargó rápidamente un software que sería capaz de recuperar cualquier archivo eliminado.
La memoria de los ordenadores nunca se vacía por completo, y es casi imposible borrar algunos datos, que es como si quedaran impresos para siempre. Mila recordaba haber oído decir a alguien que el compuesto de silicio encerrado en cada ordenador funcionaba de manera parecida al cerebro humano. También cuando parece que hemos olvidado algo, en realidad en alguna parte de nuestra cabeza hay un grupo de células que retiene dicha información, y puede que nos la proporcione de nuevo cuando la necesitemos bajo la forma, si no de imágenes, de instinto. No es esencial recordar la primera vez que nos quemamos con el fuego cuando éramos niños. Lo que cuenta es que ese conocimiento, depurado por todas las circunstancias biográficas en que se ha formado, quedará impreso en la mente para volver todas las veces que nos acerquemos a una fuente de calor. Eso era lo que pensaba Mila mientras se miraba una vez más las manos vendadas… Al parecer, en algún lugar de su cerebro se conservaba una información equivocada.
—Aquí no hay nada.
Fue la desconsolada constatación de Rosa lo que devolvió a Mila a la realidad. El ordenador estaba completamente vacío.
Pero Goran no estaba convencido de ello.
—Hay un navegador web.
—Pero el ordenador no está conectado a Internet —señaló Boris.
Sarah Rosa, en cambio, entendió adónde quería ir a parar el criminólogo. Cogió su teléfono móvil y pulsó diversas teclas.
—Hay red… —dijo—. Puede conectarse con el móvil.
Rosa abrió de inmediato el historial del navegador y comprobó el listado de direcciones. Solo había una.
—¡Esto era lo que hacía Bermann aquí dentro!
Se trataba de una secuencia de números. La dirección era un código.
http://4589278497.89474525.com
—Probablemente es la dirección de un servidor reservado —supuso Rosa.
—¿Qué significa eso? —preguntó Boris.
—Que no nos llega a través de un motor de búsqueda y para entrar hay que tener una clave. Es probable que esté contenida directamente en el ordenador. Pero, si no es así, nos arriesgamos a bloquear el acceso para siempre.
—Entonces debemos ser prudentes y hacer exactamente lo mismo que Bermann… —dijo Goran, y luego se volvió hacia Stern—: ¿Tenemos su móvil?
—Sí, lo tengo en el coche, junto al ordenador de su casa.
—Pues ve a buscarlo…
Cuando Stern estuvo de vuelta, los encontró en silencio; lo aguardaban con evidente impaciencia. El agente le pasó a Rosa el móvil de Bermann y ella lo conectó al ordenador. Inmediatamente después, empezó la conexión. El servidor tardó un poco en reconocer la llamada; estaba procesando los datos. Luego empezó a cargarlos velozmente.
—Parece que nos deja entrar sin problemas…
Con los ojos apostados en el monitor, esperaron ver la imagen que aparecería tras unos instantes. Podía ser cualquier cosa, pensó Mila. Una fuerte tensión unía ahora a los miembros del equipo, como una carga de energía que corría entre un cuerpo y otro. Se podía palpar en el aire.
El monitor empezó a componer píxeles que se disponían ordenadamente sobre su superficie como pequeñas piezas de un puzle. Pero lo que vieron no era lo que esperaban. La energía, que hasta poco antes invadía el entorno, se agotó al instante y el entusiasmo se desvaneció.
La pantalla estaba negra.
—Debe de ser un sistema de protección —anunció Rosa—, que ha interpretado nuestro intento como una intrusión.
—¿Has ocultado la señal? —preguntó Boris, inquieto.
—¡Claro que la he ocultado! —se irritó ella—. ¿Acaso me tomas por imbécil? Probablemente era un código o algo parecido…
—¿Como un nombre de usuario y una contraseña? —preguntó Goran, que quería saber más.
—Algo así —le respondió distraídamente Rosa. Pero después completó la respuesta—: Lo que nosotros teníamos era una dirección para una conexión directa. El nombre de usuario y la contraseña son mecanismos de seguridad superados: dejan rastro y siempre pueden conducir a alguien hasta ti. Aquí entra quien quiere permanecer anónimo.
Mila todavía no había dicho una palabra, y todos aquellos discursos la estaban poniendo nerviosa. Respiraba profundamente y apretaba los puños haciendo crujir los nudillos. Había algo que no encajaba, pero no conseguía entender qué podía ser. Goran se volvió hacia ella durante un instante, como si al sentirse observado, hubiera notado un pinchazo. Mila fingió no darse cuenta.
Mientras tanto, el ambiente en la sala se estaba caldeando. Boris decidió desahogar su frustración con Sarah Rosa.
—Si pensabas que podía haber una barrera en la entrada, ¿por qué no has seguido un procedimiento de conexión paralela?
—¿Por qué no lo has sugerido tú?
—¿Por qué?, ¿qué sucede en esos casos? —quiso saber Goran.
—¡Sucede que, cuando un sistema como este está protegido, no hay otro modo de penetrar en él!
—Trataremos de formular un nuevo código y volveremos a intentarlo —propuso Sarah Rosa.
—¿De verdad? ¡Son millones de combinaciones! —se burló Boris.
—¡Que te den por culo! ¿Quieres echarme toda la culpa a mí?
Mila continuó asistiendo en silencio a aquel extraño ajuste de cuentas.
—¡Si alguien tenía alguna idea que proponer o algún consejo que dar, podría haberlo hecho antes!
—¡Pero si te lanzas a la yugular cada vez que abrimos la boca!
—¡Escucha, Boris, déjame en paz! También yo podría decirte que…
—¿Qué es eso?
La frase de Goran cayó entre los contendientes como una barrera. Su tono no era de alarma ni de desesperación, como Mila habría esperado, pero provocó el mismo efecto y los hizo callar de una vez.
El criminólogo señalaba algo delante de él. Siguiendo la línea de su brazo tendido, todos se encontraron observando de nuevo la pantalla del ordenador.
Ya no estaba negra.
En la parte superior, confinada en el margen izquierdo, aparecía una inscripción.
—qien eres?
—¡Joder! —exclamó Boris.
—Bueno, ¿qué es eso? ¿Alguno de vosotros puede decírmelo? —insistió Goran.
Rosa se situó de nuevo delante del monitor, con las manos tendidas hacia el teclado.
—Estamos dentro —anunció.
Los demás se colocaron alrededor de ella para ver mejor.
El led luminoso bajo la frase seguía relampagueando, como a la espera de una respuesta, que de momento no llegaba.
—eres tu?
—A ver, ¿alguien puede explicarme qué sucede? —Ahora Goran ya estaba perdiendo la paciencia.
Rosa elaboró rápidamente una explicación.
—Es una puerta.
—¿Es decir?…
—Una puerta de acceso. Parece que estamos dentro de un sistema complejo. Ésta es una ventana de diálogo, una especie de chat… En el otro lado hay alguien, doctor.
—Y quiere hablar con nosotros —añadió Boris.
—O con Alexander Bermann… —lo corrigió Mila.
—¿Y a qué esperamos, entonces? ¡Respondamos! —dijo Stern con un tono de urgencia en la voz.
Gavila miró a Boris: él era el experto en comunicación. El joven agente asintió y se colocó detrás de Sarah Rosa, para sugerirle qué escribir.
—Dile que estás aquí.
Y ella escribió:
—Sí, estoy aquí.
Esperaron unos instantes, hasta que en el monitor apareció otra frase.
—no creía q estuvieras vivo, estaba preocupado.
—Bien, está «preocupado», así que es un hombre —declaró Boris, satisfecho. Luego le dictó a Sarah Rosa la siguiente respuesta. Pero le recomendó usar solo letras minúsculas, como hacía su interlocutor, y luego le explicó que algunas personas se sienten intimidadas por el uso de las mayúsculas. Ellos querían, sobre todo, que quien estuviera al otro lado se sintiera cómodo.
—he estado muy ocupado, tú cómo estás?
—me an echo un monton de preguntas pero yo no e dicho nada.
¿Alguien le había hecho preguntas? ¿Sobre qué? La impresión de todos, y en particular de Goran, es que parecía que el hombre con el que estaban hablando estuviera implicado en algo sospechoso.
—Quizá haya sido interrogado por la policía, pero no han creído oportuno detenerlo —sugirió Rosa.
—O quizá no tenían pruebas suficientes —convino Stern.
En sus mentes empezaba a perfilarse la figura de un cómplice de Bermann. Mila pensó en lo que le había ocurrido en el motel, cuando le pareció que alguien la seguía por la plaza empedrada. No le había dicho ni una palabra a nadie, por temor a que se tratara solo de una impresión.
Boris decidió preguntarle al misterioso interlocutor:
—quién te ha hecho las preguntas?
Pausa.
—ellos.
—ellos quiénes?
No hubo respuesta. Boris decidió ignorar ese silencio e intentó rodear el obstáculo preguntando algo diferente.
—qué les has dicho?
—les e contado la historia que tu me dijiste y a funcionado.
Más que la oscuridad de aquellas palabras, era la presencia de frecuentes errores gramaticales lo que preocupaba a Goran.
—Podría ser una especie de código de reconocimiento —explicó—. Quizá espera que nosotros también hagamos faltas. Y si no las hacemos, podría cortar la comunicación.
—Tiene razón. Copia su lenguaje e inserta sus mismos errores —le sugirió Boris a Rosa.
Mientras tanto, en la pantalla apareció:
—e preparado todo como tu querias no veo el momento me diras tu cuando?
Esa conversación no estaba llevándolos a ninguna parte. Boris le pidió a Sarah Rosa que contestara que pronto sabría «cuándo», pero que de momento era mejor repasar todo el plan para estar seguros de que funcionaría.
A Mila le pareció una buena idea, así recuperarían la desventaja respecto de su interlocutor. Poco después, este respondió:
—el plan es: salir de noxe xq asi no me ve nadie, cuando sean las 2. ir final de la calle, esconderme entre los matojos, esperar, las luces del coche se encenderan 3 veces, entonces puedo salir.
Nadie entendía nada. Boris miró a su alrededor en busca de sugerencias e interceptó la mirada de Gavila:
—¿Usted qué piensa, doctor?
El criminólogo estaba reflexionando.
—No lo sé… Hay algo que se me escapa. No logro encajarlo.
—También yo tengo la misma sensación —dijo Boris—. El tío que está hablando parece…, parece un disminuido psíquico o alguien con un fuerte déficit psicológico.
Goran se acercó más a Boris:
—Tienes que hacerlo salir al descubierto.
—¿Y cómo?
—No lo sé… Dile que ya no estás seguro de él y que estás pensando en mandarlo todo al traste. Dile que «ellos» también están encima de ti, y luego pídele que te dé una prueba… ¡Eso: le pides que te llame por teléfono a un número seguro!
Rosa se apresuró a teclear la pregunta. Pero en el espacio para la respuesta solo brilló el led durante un buen rato.
Luego en la pantalla empezó a componerse algo.
—no puedo hablar por telefono, ellos me escuchan.
Era evidente: o era muy listo, o realmente tenía miedo de ser espiado.
—Insiste, dale vueltas. Quiero saber quiénes son «ellos» —dijo Goran—. Pregúntale dónde se encuentran en este momento…
La respuesta no se hizo esperar demasiado.
—ellos estan cerca.
—Pregúntale: ¿cómo de cerca? —insistió Goran.
—estan aqui a mi lado.
—¿Y eso qué coño significa? —protestó Boris, llevándose las manos a la nuca en un gesto de exasperación.
Rosa se dejó caer contra el respaldo de la silla y sacudió la cabeza, desalentada.
—Si «ellos» están tan cerca y lo tienen vigilado, ¿por qué no pueden ver lo que está escribiendo?
—Porque él no ve lo que estamos viendo nosotros.
Fue Mila quien lo dijo. Y notó complacida que no se habían vuelto a mirarla como si hubiera hablado un fantasma. Por el contrario, su consideración reavivó el interés del grupo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Gavila.
—Hemos dado por sentado que él, como nosotros, tenía enfrente una pantalla negra. Pero, en mi opinión, su ventana de diálogo está insertada en una página web en la que hay otros elementos: quizá animaciones gráficas, escritos o imágenes de algún tipo… Por eso «ellos», a pesar de estar cerca, no pueden darse cuenta de que está hablando con nosotros.
—¡Tiene razón! —dijo Stern.
La habitación se llenó de nuevo de una extraña euforia. Goran se dirigió a Sarah Rosa:
—¿Podemos ver lo que ve él?
—Claro —respondió ella—, le mando una señal de reconocimiento y, cuando su ordenador me la devuelva, obtendremos la dirección de Internet a la que está conectado.
Mientras explicaba todo esto, la agente ya estaba abriendo su portátil para crear una segunda conexión a la red.
Poco después apareció en la pantalla principal:
—aun estas ahi?
Boris miró a Goran:
—¿Qué respondemos?
—Gana tiempo, pero sin que sospeche.
Boris escribió que esperara unos segundos porque habían llamado a la puerta y tenía que ir a abrir.
Mientras tanto, en el notebook, Sarah Rosa logró copiar la dirección de Internet desde la que el hombre se estaba comunicando.
—Aquí la tengo, ya está… —anunció.
Insertó los datos en la barra y pulsó enter.
Tras unos pocos segundos se cargó una página web.
Nadie habría sabido decir si fue el estupor o el horror lo que los dejó sin palabras.
En la pantalla, los osos bailaban junto a las jirafas, los hipopótamos golpeaban los bongos con buen ritmo, y un chimpancé tocaba el ukelele. La habitación se llenó de música, y mientras la selva se animaba a su alrededor, una mariposa multicolor les dio la bienvenida a la página web.
Se llamaba Priscilla.
Todos permanecieron atónitos durante unos instantes. Luego, Boris desplazó la mirada hacia la pantalla principal, donde todavía aparecía la pregunta:
—aun estas ahi?
Fue entonces cuando el agente logró pronunciar aquellas durísimas cuatro palabras:
—Joder… Es un niño.