8

La llamaría Priscilla.

Adoptaría el método de Goran Gavila, que atribuía una identidad a los asesinos que investigaba. Para humanizarlos, para volverlos más verdaderos a sus ojos, no solo como sombras huidizas. Así que Mila bautizaría a la víctima número seis, dándole el nombre de una jovencita más dichosa, que ahora —en alguna parte, quién sabía dónde— seguía siendo una niña como muchas otras, ajena al hecho de que había sido salvada.

Mila tomó esa decisión mientras circulaba por la calle que llevaba al motel. Un agente había sido designado para acompañarla. Esta vez, Boris no se ofreció, y Mila no se lo reprochó, después de haberlo rechazado tan bruscamente esa misma mañana.

La elección de llamar Priscilla a la sexta niña no se debió solamente a la necesidad de atribuirle una consistencia humana. Había también otro motivo: Mila no quería referirse más a ella con un número. Ahora, la agente sentía que ella era la única que se preocupaba por su identidad porque, después de haber escuchado el mensaje telefónico de Bermann, descubrirla ya no era una prioridad.

Tenían un cadáver en un coche y, grabada en la cinta de un contestador, la que parecía ser una confesión a todos los efectos. No había necesidad de ir más allá. Ya solo se trataba de relacionar al representante comercial con las otras víctimas. Y después formular un móvil. Aunque quizá eso ya lo tuvieran…

«Las víctimas no son las niñas, sino las familias».

Había sido Goran el que había proporcionado esa explicación mientras observaban a los familiares de las niñas detrás del cristal de la morgue. Padres que, por motivos diversos, solo habían tenido un único hijo. Una madre que había superado ampliamente los cuarenta años y que, por tanto, no podía esperar otro embarazo… «Ellos son las verdaderas víctimas. Los ha estudiado, los ha elegido. Una sola hija. Ha querido arrebatarles toda esperanza de superar el luto, de intentar olvidar la pérdida. Tendrán que acordarse de lo que les ha hecho durante el resto de sus días. Ha aumentado su dolor robándoles el futuro. Los ha privado de la posibilidad de transmitir una memoria de sí mismos en los años venideros, de sobrevivir a la propia muerte… Y se ha alimentado de eso. Es la recompensa de su sadismo, la fuente de su placer».

Alexander Bermann no tenía hijos. Había intentado tenerlos mediante la inseminación artificial a la que se había sometido su mujer, pero no había servido de nada. Quizá por eso quería desahogar su rabia sobre aquellas pobres familias. Quizá con ellos se vengaba de su infertilidad.

«No, no es una venganza —pensó Mila—. Hay algo más…». La agente no se resignaba, aunque en realidad no sabía por qué tenía esa sensación.

El coche llegó a las cercanías del motel y Mila se bajó, despidiéndose del agente que le había hecho de chófer. Él le correspondió con un gesto de la cabeza y dio media vuelta para marcharse por donde había venido, dejándola sola en medio de la amplia plaza empedrada. A su espalda sobresalía un brazo de bosque del que asomaban varios bungalós. Hacía frío y la única luz que se veía era la del letrero de neón que anunciaba habitaciones libres y televisión de pago. Mila se encaminó hacia su cuarto. Todas las ventanas estaban a oscuras.

Ella era la única huésped.

Pasó por delante de la oficina del vigilante, sumida en la penumbra azulada de un televisor encendido. Las imágenes estaban privadas del sonido y el hombre no estaba. Quizá había ido al baño, pensó Mila, y continuó su camino. Por suerte, tenía la llave, de lo contrario, ahora debería esperar a que el vigilante regresara.

En la mano llevaba una bolsa de papel que contenía un refresco y dos sándwiches de queso —su cena de esa noche—, así como un bote con un ungüento que más tarde se extendería sobre las quemaduras de las manos. Su aliento se condensaba en el aire helado. Mila se apresuró, se estaba muriendo de frío. Sus pasos sobre la grava llenaron la noche. Su bungaló era el último de la fila.

«Priscilla», pensó mientras caminaba. Y volvieron a su mente las palabras de Chang, el médico forense: «Diría que las mató en seguida: no tenía interés en mantenerlas con vida más allá de lo necesario, y no titubeó. El tipo de muerte es idéntica para todas las víctimas. Excepto para una…».

El doctor Gavila había preguntado: «¿Qué significa eso?». Y Chang le había respondido, mirándolo, que para la sexta había sido incluso peor…

Esa frase obsesionaba a Mila. Pero no solo por la idea de que la sexta niña hubiera tenido que pagar un precio más alto que las demás: «Ralentizó el desangramiento para que muriera lentamente… Quiso “disfrutar del espectáculo”». No, había algo más. ¿Por qué el asesino había cambiado su modus operandi? Al igual que durante la reunión con Chang, Mila advirtió de nuevo un cosquilleo en la nuca.

Su habitación distaba ya solo unos pocos metros, y ella fue concentrándose en aquella sensación, convencida esa vez de poder encontrar la causa. Un pequeño hoyo en el terreno la hizo tropezar.

Y fue entonces cuando lo oyó.

El breve ruido detrás de ella expulsó en un instante sus razonamientos. Un pisoteo en la grava. Alguien estaba «copiando» su paso, coordinaba los pasos con los suyos para acercarse sin que ella se diera cuenta. Al tropezar, el acosador había perdido el ritmo, delatando así su presencia.

Mila no se alteró, no aminoró su ritmo, y los pasos del perseguidor se perdieron nuevamente en los suyos. Calculó que debería de hallarse una decena de metros detrás de ella. Mientras tanto, empezó a valorar posibles soluciones. Era inútil sacar el revólver que llevaba a la espalda: si quienquiera que le iba detrás estaba armado, tendría todo el tiempo del mundo para dispararle primero. «El vigilante», pensó entonces. El televisor encendido en el despacho vacío. «Si ya se ha librado de él, ahora me toca a mí», concluyó. Ya faltaba poco para llegar a la puerta del bungaló. Tenía que decidirse, y se decidió. No tenía elección.

Hurgó en su bolsillo en busca de la llave y subió rápidamente los tres peldaños que la separaban del porche. Abrió la puerta después de dar un par de vueltas a la llave, con el corazón hundido en el pecho, y se metió en la habitación. Sacó el revólver y alargó la otra mano hacia el interruptor de la luz. La lámpara junto a la cama se encendió. Mila no se movió de su posición, rígida, con los hombros contra la puerta y los oídos bien abiertos. «No me ha atacado», pensó. Entonces le pareció oír pasos que se desplazaban sobre el entablado que revestía el porche.

Boris le había dicho que las llaves del motel eran todas iguales, desde que el propietario se había cansado de sustituirlas porque los clientes se las llevaban cuando se marchaban sin pagar. «¿También lo sabe quien me está siguiendo? Probablemente tenga una llave como la mía», se dijo. Y pensó que, si intentaba entrar, podría pillarlo de espaldas y por sorpresa.

Se arrodilló y se deslizó sobre la sucia moqueta hasta alcanzar la ventana. Pegó su cuerpo contra la pared y levantó la mano para abrirla. El frío había bloqueado las bisagras. Con un poco de esfuerzo, logró abrir uno de los postigos. Se puso de pie, dio un salto y se encontró fuera, de nuevo en la oscuridad.

Delante tenía el bosque. Las altas copas de los árboles ondeaban juntas, rítmicamente. La parte trasera del motel estaba recorrida por una tarima de cemento que unía los bungalós unos con otros. Mila la rodeó, manteniéndose agachada y tratando de percibir cada movimiento, cada ruido a su alrededor. Superó rápidamente la habitación junto a la suya y también la siguiente. Luego se detuvo y embocó por el estrecho intersticio que separaba las habitaciones unas de las otras.

En ese momento debía asomarse si quería ver el porche del bungaló, pero ese era un movimiento muy arriesgado. Cerró los dedos de ambas manos alrededor del revólver para aumentar la presión, olvidando el dolor de las quemaduras. Contó de prisa hasta tres, respirando antes profundamente tres veces, y emergió de la esquina con el arma apuntada. Nadie. No podía haber sido su imaginación; estaba convencida de que alguien la había seguido. Alguien que era perfectamente capaz de moverse a las espaldas de un blanco, vigilando la sombra sonora de sus pasos.

Un depredador.

Mila buscó con la mirada alguna señal del enemigo en la plaza. Parecía haber desaparecido con el viento, acompañado por el repetitivo concierto de los árboles condescendientes que rodeaban el motel.

—Discúlpeme…

Mila dio un salto atrás y miró al hombre sin levantar el revólver, paralizada por esa simple palabra. Necesitó unos segundos para entender que se trataba del vigilante. Él se dio cuenta de que la había asustado y repitió:

—Discúlpeme. —Esta vez, solo para excusarse.

—¿Qué ocurre? —preguntó Mila, que aún no conseguía ralentizar los latidos de su corazón.

—La llaman al teléfono…

El hombre señaló la cabina de su despacho y Mila se dirigió hacia allí sin esperar a que el otro le abriera camino.

—Mila Vasquez —le dijo al auricular.

—Hola, soy Stern… El doctor Gavila quiere verte.

—¿A mí? —preguntó ella, sorprendida, pero también con una pizca de orgullo.

—Sí. Hemos llamado al agente que te ha acompañado, está volviendo a buscarte.

—Está bien. —Mila estaba perpleja. Stern no añadía nada más, así que ella se aventuró a preguntarle—: ¿Hay novedades?

—Alexander Bermann nos ha escondido algo.

 

Boris trataba de programar el navegador sin perder de vista la carretera. Mila miraba al frente sin decir nada. Gavila viajaba en el asiento posterior, cubierto con su abrigo arrugado y con los ojos cerrados. Se dirigían a casa de la hermana de Veronica Bermann, donde la mujer se había refugiado para huir de los periodistas.

Goran había llegado a la conclusión de que Bermann había tratado de encubrir algo, todo ello, basándose en el mensaje dejado en el contestador automático: «Ejem… Soy yo… Ejem… No tengo mucho tiempo…, pero quería decirte que lo siento… Lo siento, todo… Debería haberlo hecho antes, pero no lo conseguí… Intenta perdonarme. Todo ha sido culpa mía…».

Por el registro telefónico, había establecido que Bermann había efectuado la llamada cuando se encontraba en la comisaría de la policía de tráfico, más o menos en el mismo momento en que era descubierto el cadáver de la pequeña Debby Gordon.

De repente, Goran se había preguntado por qué un hombre de la condición de Alexander Bermann —con un cadáver en el maletero y la intención de quitarse la vida en cuanto le fuera posible— había hecho una llamada como esa a su mujer.

Los asesinos en serie no piden perdón. Si lo hacen es porque quieren dar una imagen diferente de sí mismos, porque está en su naturaleza mistificadora. Su objetivo es enturbiar la verdad, alimentar la cortina de humo con la que se han rodeado. Pero con Bermann parecía distinto. Había una urgencia en su voz. Tenía que llevar algo a cabo, antes de que fuera demasiado tarde.

¿Por qué quería ser perdonado Alexander Bermann?

Goran creía que tenía que ver tan solo con su mujer, con su relación de pareja.

—Repítamelo una vez más, por favor, doctor Gavila…

Goran abrió los ojos y vio a Mila vuelta en su asiento, mirándolo a la espera de una respuesta.

—Quizá Veronica Bermann descubrió algo que probablemente fue motivo de pelea entre ella y el marido. Creo que él quiso pedirle perdón por eso.

—¿Y por qué debería ser tan importante para nosotros esa información?

—No sé si lo es en realidad… Pero un hombre en sus condiciones no pierde tiempo en resolver una simple riña conyugal si no tiene un objetivo ulterior.

—¿Y cuál sería ese objetivo?

—Quizá su mujer no sea del todo consciente de lo que sabe.

—Y con esa llamada él quería bloquear la situación para impedirle profundizar. O darnos esos detalles…

—Sí, eso es lo que pienso… Veronica Bermann se ha mostrado muy cooperativa hasta ahora, no tendría interés alguno en escondernos nada si no pensara que esa información no tiene nada que ver con las acusaciones que recaen sobre su marido, sino con algo que les concierne solo a ellos dos.

Para Mila ahora estaba todo mucho más claro. La intuición del criminólogo no podía tomarse del mismo modo que una prueba de la investigación; primero había que verificarla, por eso Goran todavía no le había dicho nada a Roche.

Esperaban obtener elementos significativos del encuentro con Veronica Bermann. Boris, en calidad de experto en el interrogatorio de testigos y personas informadas sobre los hechos, debería haber conducido aquella especie de conversación informal, pero Goran decidió que solo Mila y él irían a ver a la mujer de Bermann. Boris lo había aceptado como si fuera una orden impartida por un superior y no por un consultor civil, pero su hostilidad hacia Mila se había acrecentado. No entendía por qué ella tenía que estar presente.

La agente advirtió la tensión, y, en realidad, tampoco ella comprendía completamente las razones que habían motivado a Gavila a preferirla. A Boris no le quedó sino la tarea de instruirla sobre cómo administrar la conversación. Y eso era precisamente lo que había hecho hasta ese momento, antes de ponerse con el navegador en busca de su destino.

Mila pensó en el comentario de Boris mientras Stern y Rosa trazaban un retrato de Alexander Bermann: «Estoy deslumbrado. Todo está demasiado limpio».

Aquella perfección era poco creíble. Parecía preparada por alguien.

«Todos tenemos un secreto —se repitió Mila—. También yo».

Siempre hay algo que esconder. Su padre se lo decía cuando era pequeña: «Todos nos metemos el dedo en la nariz. Quizá lo hagamos cuando nadie nos ve, pero lo hacemos».

¿Cuál era entonces el secreto de Alexander Bermann?

¿Qué sabía su mujer?

¿Cuál era el nombre de la niña número seis?

Llegaron cuando ya casi despuntaba el alba. El pueblecito estaba al amparo de una pequeña catedral, construida donde el dique se encorvaba y las casas se asomaban al río.

La hermana de Veronica Bermann vivía en un piso situado encima de una cervecería. Sarah Rosa le había advertido por teléfono de la visita que iba a recibir. Como era previsible, ella no se había opuesto y no había manifestado renuencia alguna. El preaviso iba destinado a alejar de ella la idea de tener que enfrentarse a un interrogatorio. Pero Veronica Bermann no estaba interesada en la cautela de la agente especial Rosa, y probablemente habría consentido también en enfrentarse a un tercer grado.

La mujer recibió a Mila y a Goran cuando casi eran las siete de la mañana, cómodamente vestida con bata y zapatillas. Los hizo pasar al cuarto de estar, con un techo con vigas a la vista y muebles labrados, y les ofreció café recién hecho. Mila y Goran se sentaron en el sofá, Veronica Bermann tomó asiento en el borde de un sillón, la mirada apagada de quien no consigue ni dormir ni llorar. Tenía las manos apretadas contra el regazo, y Goran comprendió que estaba tensa.

La habitación estaba iluminada por la cálida luz amarilla de una lámpara cubierta con un viejo pañuelo, y el perfume de las plantas que decoraban el alféizar añadía un toque acogedor.

La hermana de Veronica Bermann les sirvió café y luego volvió a llevarse la bandeja vacía. Cuando se quedaron solos, Goran dejó que fuera Mila quien hablara. El tipo de preguntas que habían ido a hacerle necesitaban de una gran dosis de tacto. Mila se tomó su tiempo para saborear el café. No tenía prisa, quería que la mujer bajara completamente la guardia antes de empezar. Boris la había prevenido: en ciertos casos basta una frase equivocada para que el otro se cierre en banda y decida no colaborar más.

—Señora Bermann, todo esto debe de ser muy duro para usted, y sentimos mucho tener que venir a estas horas…

—No se preocupe, tengo la costumbre de levantarme temprano.

—Necesitamos profundizar en la figura de su marido, porque solo conociéndolo mejor podremos establecer en qué medida estaba realmente implicado. Y ese hecho, créame, todavía presenta muchas dudas. Háblenos de él…

Veronica no modificó en lo más mínimo la expresión del rostro, pero su mirada cambió de intensidad. Entonces empezó a hablar:

—Alexander y yo nos conocíamos desde el instituto. Él era dos años mayor que yo y formaba parte del equipo de hockey. No era un gran jugador, pero todos lo apreciaban. Una amiga mía lo frecuentaba, y así fue como lo conocí. Empezamos a salir juntos, pero en grupo, como simples amigos; aún no había nada, y tampoco pensábamos que pudiera unirnos algo más. En realidad, no creo que él me viera nunca de ese modo…, como su posible novia, quiero decir. Y yo a él tampoco.

—Pasó luego…

—Sí, ¿no es extraño? Después del instituto le perdí el rastro y no nos vimos durante muchos años. Por amigos comunes supe que iba a la universidad. Después, un día reapareció en mi vida: me llamó diciendo que había encontrado mi número casualmente en el listín telefónico. Pero en seguida supe por los mismos amigos de siempre que, cuando había vuelto tras obtener la licenciatura, se había informado sobre mí y sobre lo que había hecho durante esos años…

Mientras la escuchaba, Goran tuvo la impresión de que Veronica Bermann no estaba entregándose simplemente a la nostalgia de los recuerdos, sino que su relato tenía, de alguna manera, un objetivo preciso. Como si estuviera conduciéndolos intencionadamente hacia algún sitio, lejano en el tiempo, donde encontrarían lo que habían ido a buscar.

—Y desde ese momento volvieron a frecuentarse… —dijo Mila.

Goran advirtió, satisfecho, que la agente de policía, siguiendo las indicaciones de Boris, había decidido no hacerle preguntas a Veronica Bermann, sino sugerir frases que después ella completaría, para que pareciera más una conversación que un interrogatorio.

—Desde ese momento empezamos a vernos de nuevo —repitió Bermann—. Alexander me hizo la corte de un modo insistente, para convencerme de que me casara con él. Y, al final, acepté.

Goran se concentró en esa última frase. Le sonaba mal, como una mentira de orgullo insertada apresuradamente en el discurso a la espera de que pasara inadvertida. Y entonces le volvió a la mente lo que había notado al ver por primera vez a aquella mujer: Veronica no era hermosa, probablemente nunca lo había sido; una feminidad mediocre, privada de pathos. En cambio, Alexander Bermann era un hombre guapo. Ojos claros, sonrisa segura de quien sabe que puede generar cierta atracción. Al criminólogo le resultaba difícil creer que necesitara insistir mucho para convencerla de que se casara con él.

En ese momento, Mila decidió recuperar el dominio del discurso:

—Pero últimamente su relación iba mal…

Veronica se concedió una pausa, demasiado larga según Goran, que pensó que Mila había lanzado el anzuelo demasiado pronto.

—Teníamos problemas —admitió finalmente.

—Trataron de tener hijos en el pasado…

—Me sometí a una terapia hormonal durante un tiempo. Después también probamos la inseminación.

—Imagino que deseaban ardientemente tener un bebé…

—En realidad era Alexander quien insistía.

Lo dijo con un tono defensivo, señal de que quizá eso había sido el motivo de mayor roce entre la pareja.

Estaban acercándose al objetivo. Goran se sentía satisfecho. Había preferido a Mila para hacer hablar a la señora Bermann porque creía que una figura femenina sería ideal para establecer una unión de solidaridad y vencer así la eventual resistencia de la mujer. Obviamente, podría haber elegido a Sarah Rosa y tal vez así no hubiera herido la susceptibilidad de Boris, pero Mila le pareció la más indicada, y no se equivocó.

La agente se inclinó sobre el escritorio que separaba el sofá del lugar donde Veronica Bermann se había sentado para apoyar su taza de café, aunque en realidad era una maniobra para encontrar la mirada de Goran sin que la mujer la viera. Él asintió levemente: era la señal de que había llegado el momento de acabar con los rodeos e intentar profundizar.

—Señora Bermann —dijo entonces Mila—, ¿por qué le pedía perdón su marido en el mensaje del contestador automático?

Veronica volvió la cabeza hacia otro punto de la habitación, tratando de esconder una lágrima que rebosaba el dique impuesto a las propias emociones.

—Señora Bermann, con nosotros, sus secretos están a salvo. Quiero ser franca con usted: ningún policía, procurador o juez podrá nunca obligarla a responder a esa pregunta, porque el hecho no tiene ninguna pertinencia con la investigación. Pero para nosotros es importante saberlo, porque su marido podría ser inocente…

Cuando oyó esa última palabra, Veronica Bermann se volvió hacia ella de nuevo.

—¿Inocente? Alexander no ha matado a nadie… ¡Pero eso no significa que no fuera culpable de algo!

Lo dijo con una rabia oscura que afloró sin preaviso y que le deformó la voz. Goran tuvo entonces la confirmación que esperaba. También Mila lo entendió: Veronica Bermann estaba esperándolos. Aguardaba su visita, sus preguntas disfrazadas de inocuas frases insertadas aquí y allá en el discurso. Creían que estaban dirigiendo la conversación, pero la mujer había preparado su relato para hacerlos llegar exactamente a ese lugar. Debía contárselo a alguien…

—Tenía la sospecha de que Alexander tenía una amante. Una mujer siempre se da cuenta de esas cosas, y en ese momento se pregunta si podrá perdonar. Pero, antes o después, una mujer también quiere saber, y por eso un día empecé a hurgar en su ropa. No sabía qué buscaba exactamente, y no podía prever cuál sería mi reacción en caso de que encontrara algo.

—¿Qué encontró?

—La confirmación: Alexander escondía una agenda electrónica idéntica a la que usaba habitualmente para el trabajo. ¿Por qué tener dos iguales sino para servirse de la primera para ocultar la segunda? ¡Así conocí el nombre de su amante: señalaba todas sus citas! Lo puse delante del hecho consumado, pero él lo negó, haciendo desaparecer en seguida la segunda agenda. Sin embargo, no me detuve ahí: lo seguí hasta la casa de aquella mujer, en aquel sitio miserable, pero no pude ir más allá. Me detuve delante de la puerta. En realidad, no quería siquiera verle la cara.

¿Ese era todo el inconfesable secreto de Alexander Bermann?, se preguntó Goran. ¿Una amante? ¿Se habían molestado por tan poco?

Por suerte, no había informado a Roche de su iniciativa o, de lo contrario, también debería haber afrontado el escarnio del inspector jefe, que ya veía el caso cerrado. Mientras tanto, Veronica Bermann había abierto el grifo y no tenía intención alguna de dejarlos marchar antes de haber desahogado su propio rencor hacia el marido. La actitud de valiente defensa de la pareja tras el descubrimiento del cadáver en el maletero obviamente había sido solo una prudente fachada. Un modo para sustraerse del peso de la acusación, de apartar las salpicaduras de barro. Ahora que había encontrado la fuerza necesaria para librarse del pacto de solidaridad conyugal, había empezado, como todos los demás, a cavar una fosa de la que Alexander Bermann nunca podría escapar.

Goran buscó la mirada de Mila para que pusiera punto final a aquella conversación cuanto antes. Fue en ese instante cuando el criminólogo notó un inesperado cambio en los rasgos faciales de la agente de policía, que ahora revelaban una expresión en vilo, entre el asombro y la incertidumbre.

A lo largo de todos esos años de carrera, Goran había aprendido a reconocer los efectos del miedo en los rostros ajenos. Y entendió que algo había afectado profundamente a Mila.

Era un nombre.

La oyó preguntarle a Veronica Bermann:

—¿Podría repetirme el nombre de la amante de su marido?

—Ya se lo he dicho: esa ramera se llama Priscilla.