12
La nieve cayó copiosamente durante toda la noche, posándose como el silencio sobre el mundo.
La temperatura se suavizó y las calles fueron barridas por una pálida brisa. Mientras el esperado acontecimiento meteorológico lo ralentizaba todo, un nuevo frenesí se apoderó del equipo.
Por fin había un objetivo. Un modo de remediar, aunque solo fuera en parte, todo aquel mal. Encontrar a la sexta niña, salvarla. Y así salvarse a sí mismos.
—Siempre y cuando aún siga con vida —tuvo que remarcar Goran, apaciguando un poco el entusiasmo de los demás.
Después del descubrimiento, Chang fue crucificado por Roche por no haber llegado antes a esa conclusión. La prensa todavía no había sido informada de la existencia de una sexta niña secuestrada, pero, en previsión, el inspector jefe estaba confeccionando una coartada mediática, y necesitaba un chivo expiatorio.
En el ínterin, Roche convocó a un equipo de médicos —cada uno con una especialización diferente— para que contestaran a una sola y fundamental pregunta: «¿Cuánto podría sobrevivir una niña en esas condiciones?».
La respuesta no fue unánime. Los más optimistas sostuvieron que, con cuidados médicos apropiados y sin que aparecieran infecciones, podía resistir entre diez y veinte días. Los pesimistas afirmaron que, a pesar de la corta edad, con una amputación así, las expectativas de vida por fuerza tenían que verse reducidas a medida que pasaran las horas, y que era muy probable que la pequeña ya hubiera muerto.
Roche no se quedó satisfecho con sus explicaciones y decidió seguir manteniendo públicamente que Alexander Bermann aún era el principal sospechoso. Aunque convencido de que el representante comercial era ajeno a la desaparición de las niñas, Goran no desmintió la versión oficial del jefe. No era una cuestión de verdades. Sabía que Roche no podía quedar como un estúpido desdiciéndose de las declaraciones hechas antes sobre la culpabilidad de Bermann. Eso habría dicho mucho de sí mismo, pero también hubiera minado la credibilidad de sus métodos de investigación.
La convicción del criminólogo, en cambio, era que aquel hombre había sido de alguna manera «seleccionado» expresamente por el verdadero responsable.
Albert volvió a ser de repente el centro de su atención.
—Sabía que Bermann era un pedófilo —dijo Goran cuando estuvieron todos en la sala de operaciones—. Por un momento, lo hemos infravalorado.
Un elemento nuevo se introducía en el perfil de Albert. Lo intuyeron por primera vez cuando Chang describió las lesiones en los brazos hallados, definiendo como «quirúrgica» la precisión con que el homicida había asestado el golpe mortal. El empleo de fármacos para inducir una disminución de la velocidad de la presión sanguínea en la sexta niña avalaba las capacidades clínicas de su hombre. Finalmente, el hecho de que probablemente la mantuviera todavía con vida indujo a pensar que poseía un conocimiento notable de las técnicas de reanimación y de los protocolos de unidad de vigilancia intensiva.
—Podría ser médico, o quizá lo haya sido en el pasado —reflexionó Goran.
—Me ocuparé de efectuar una búsqueda en los registros profesionales: a lo mejor ha sido expulsado —se apresuró a decir Stern.
Era un buen comienzo.
—¿Cómo consigue las medicinas para mantenerla viva?
—Buena pregunta, Boris. Averigüemos en las farmacias privadas y en las de los hospitales quién ha solicitado esos fármacos.
—Aunque tal vez se proveyera meses atrás —señaló Rosa.
—Sobre todo, antibióticos: los necesitará para evitar infecciones… ¿Qué más?
Aparentemente, no había nada más. Ahora solo se trataba de descubrir dónde estaba la niña, viva o muerta.
En la sala de operaciones todos miraron a Mila. Ella era la experta, la persona a quien consultar para alcanzar el objetivo que daría un sentido a su trabajo.
—Tenemos que hallar un modo de comunicarnos con la familia.
Los presentes se miraron unos a otros, hasta que Stern preguntó:
—¿Por qué? Ahora tenemos ventaja sobre Albert: él aún no sabe lo que sabemos.
—¿Creéis de veras que una mente capaz de imaginar todo esto no ha previsto nuestros movimientos con antelación?
—Si nuestra hipótesis es correcta, la mantiene con vida para nosotros. —Gavila había intervenido para apoyar a Mila, secundando su nueva teoría.
—Él conduce el juego, y la niña es el premio final. Se trata de una competición, a ver quién es más listo.
—Entonces, ¿no la matará? —preguntó Boris.
—No será él quien la mate. Seremos nosotros.
Esa constatación era dura de digerir, pero constituía la esencia del desafío.
—Si tardamos demasiado tiempo en encontrarla, la niña morirá. Si lo irritamos de alguna manera, la niña morirá. Si no respetamos las reglas, la niña morirá.
—¿Las reglas? ¿Qué reglas? —inquirió Rosa, disimulando mal su ansiedad.
—Las que él ha establecido y que nosotros, por desgracia, no conocemos. Los caminos por los que se mueve su mente son oscuros para nosotros, pero muy claros para él. Por esa razón, cada acción nuestra puede ser interpretada como una violación de las reglas del juego.
Stern asintió, pensativo.
—Por tanto, dirigirnos directamente a la familia de la sexta niña es como favorecer su juego.
—Sí —dijo Mila—. Es lo que Albert espera de nosotros en este momento; lo tiene en cuenta. Pero también está convencido de que fracasaremos, porque esos padres tienen demasiado miedo para salir a la luz. De otro modo, ya lo habrían hecho. Quiere demostrarnos que su poder de persuasión es más fuerte que cualquier intento por nuestra parte. Paradójicamente, a sus ojos, está tratando de hacerse pasar por el «héroe» de esta historia. Es como si nos estuviera diciendo: «Solo yo soy capaz de salvar a vuestra niña, solo podéis fiaros de mí…». ¿Os dais cuenta de la presión psicológica que logra ejercer? Pero si, en cambio, logramos convencer a esos padres de que contacten con nosotros, habremos sumado un punto a nuestro favor.
—Pero corremos el riesgo de chocar contra su susceptibilidad —protestó Sarah Rosa, que no parecía estar de acuerdo.
—Es un riesgo que debemos correr, aunque no creo que haga daño a la niña por eso. Nos castigará, quizá quitándonos tiempo, pero no la matará: primero tiene que mostrarnos su obra al completo.
Goran pensó que era extraordinario el modo en que Mila se había hecho tan rápidamente con los mecanismos de la investigación. Lograba trazar las líneas de conducta con precisión. Sin embargo, aunque por fin los demás la escuchaban, no sería fácil que sus colegas la aceptaran definitivamente. Desde el principio la habían clasificado como una presencia extraña, que no necesitaban, y estaba claro que su opinión no cambiaría rápidamente.
En ese momento, Roche pensó que ya había oído suficiente y decidió intervenir:
—Haremos como sugiere la agente Vasquez: difundiremos la noticia de la existencia de una sexta niña secuestrada y nos dirigiremos públicamente a su familia. ¡Por Dios! ¡Demostremos que tenemos un par de pelotas! ¡Estoy cansado de esperar los acontecimientos, como si ese monstruo fuera realmente el que lo decide todo!
Algunos se asombraron de la nueva actitud del inspector jefe. Goran, no. Sin darse cuenta, Roche estaba calcando la técnica de su asesino en serie al invertir los papeles y, en consecuencia, las responsabilidades: si no encontraban a la niña, sería solo porque sus padres no se habían fiado de los investigadores y se habían quedado en la sombra.
En todo caso, había un trasfondo de verdad en sus palabras: había llegado el momento de tratar de adelantarse a los acontecimientos.
—Habéis oído a esos charlatanes, ¿no? ¡A la sexta niña le quedarían a lo sumo diez días! —exclamó Roche. Luego miró uno a uno a los miembros del equipo y anunció, muy serio—: Está decidido: abrimos el Estudio de nuevo.
A la hora de la cena, durante el telediario, en las pantallas de los televisores apareció el rostro de un conocido actor. Lo habían elegido para leer la llamada de auxilio a los padres de la sexta niña. Era una figura familiar, y le otorgaría al asunto la justa dosis de emoción. La idea, obviamente, había sido de Roche, y Mila la creyó acertada, pues desalentaría a los malintencionados y a los mitómanos con deseos de llamar al número sobreimpreso en la pantalla.
Más o menos a la misma hora en que los telespectadores se enteraban —con horror y al mismo tiempo esperanza— de la noticia de la existencia de una sexta niña que todavía seguía con vida, ellos tomaban posesión del Estudio.
Se trataba de un apartamento situado en la cuarta planta de un edificio anónimo situado en el centro de la ciudad. El inmueble albergaba sobre todo despachos secundarios de la policía federal, generalmente administrativos y contables, además de los ya obsoletos archivos en papel que todavía no habían sido introducidos en las nuevas bases de datos.
El lugar había servido durante un tiempo de refugio seguro en el programa de protección de testigos, y era utilizado para acoger a los que necesitaban amparo por parte de la policía. El Estudio estaba perfectamente disimulado entre otros dos pisos iguales. Por eso no tenía ventanas. La instalación de aire acondicionado estaba siempre en funcionamiento, y el único acceso era la puerta principal. Las paredes eran muy gruesas, y originalmente contaban con numerosas medidas de seguridad. Pero dado que el apartamento ya no era utilizado para su función inicial, los distintos aparatos habían sido desmantelados, y solamente quedaba una pesada puerta blindada.
Había sido Goran quien había conseguido ese lugar, ya desde los tiempos en que fue constituida la Unidad de Investigación de Crímenes Violentos. Y a Roche no le había costado mucho contentarlo: se acordó sencillamente de aquella casa segura que ya nadie utilizaba desde hacía años. El criminólogo sostenía la necesidad de vivir codo con codo durante la dirección del caso. Así, las ideas podían circular más fácilmente, y ser compartidas y procesadas al instante, sin mediaciones. La convivencia forzada engendraba consonancia, y esta última servía para alimentar un único cerebro pensante. El doctor Gavila había imitado de la new economy los métodos sobre la constitución del entorno de trabajo, hecho de espacios comunes y con una distribución «horizontal» de las funciones, opuesta al reparto vertical que usa generalmente la policía, atada a la división del grado, que a menudo engendra conflictos y competencia. En el Estudio, en cambio, las diferencias habían sido anuladas, se desarrollaban las soluciones, y la contribución de cada uno era solicitada, escuchada y considerada.
Cuando Mila cruzó la puerta, de inmediato pensó que ese era el sitio donde se capturaba a los asesinos en serie. No ocurría en el mundo real, sino allí dentro, entre esas paredes.
En el centro de todo no había una simple caza del hombre, sino el esfuerzo de entender el dibujo que aparentemente se escondía tras una incomprensible secuencia de crímenes violentos. La visión deforme de una mente enferma.
En el momento mismo en que dio el paso, Mila fue consciente de que sería el presagio de una nueva fase en la investigación.
Stern llevaba la bolsa marrón de piel sintética que su mujer le había preparado y les abría paso a los demás. Luego iba Boris, con la mochila al hombro. Después, Rosa y, por último, Mila.
Al otro lado de la puerta blindada había una garita con cristales antibalas, que en un tiempo albergaba a los guardias de vigilancia. En el interior, los monitores apagados del sistema de vídeo, un par de sillas giratorias y un estante para las armas, vacío. Un segundo paso de seguridad, con una puerta eléctrica, separaba esa zona del resto de la casa. En el pasado debía de ser accionada por los guardias, pero ahora estaba abierta.
Mila notó que olía a cerrado, a humedad y a rancio, y que se oía el incesante zumbido de los compresores del aire acondicionado. No sería fácil dormir, tendría que procurarse tapones para los oídos.
Un largo pasillo dividía en dos el piso. Sobre las paredes, papeles y fotografías de un caso anterior.
El rostro de una chica, joven y bonita.
Por las miradas que se dirigieron unos a otros, Mila entendió que el caso no se había resuelto de la mejor de las maneras, y que probablemente no habían estado allí desde entonces.
Nadie habló, nadie le explicó nada. Solo Boris exclamó:
—¡Joder, al menos podrían haber quitado su cara de las paredes!
Las habitaciones estaban decoradas con viejos muebles de oficina, de los que con mucha imaginación habían fabricado armarios y cómodas. En la cocina, un escritorio suplía la mesa de almuerzo. El frigorífico todavía era de esos que contenían CFC, unos gases que dañan la capa de ozono. Alguien se había tomado la molestia de descongelarlo y dejarlo abierto, pero no había retirado los restos adheridos de comida china. En el lugar también había una sala común, con un par de sofás, una tele y una mesa llena de enchufes para ordenadores y periféricos. En un rincón había una máquina de café. Aquí y allá, ceniceros sucios y residuos de todo tipo, sobre todo vasos de cartón de una conocida cadena de comida rápida. Había solo un baño, pequeño y maloliente. Junto a la ducha habían colocado un viejo archivador sobre el que acampaban frascos de gel y champús medio consumidos, así como un paquete de cinco rollos de papel higiénico. Dos habitaciones cerradas estaban reservadas para los interrogatorios.
Al fondo del apartamento se hallaba el dormitorio: tres literas y dos catres adosados a la pared; una silla por cada cama, para dejar la maleta o los efectos personales. Dormirían todos juntos. Mila esperó a que los demás tomaran posesión de las camas, imaginando que cada uno tendría la suya desde hacía tiempo. Ella, en calidad de recién llegada, ocuparía la que quedara. Al final, optó por uno de los catres, el más alejado de Rosa.
Boris fue el único en instalarse en la cama de arriba de una de las literas.
—Stern ronca —le advirtió en voz baja mientras pasaba por su lado.
El tono divertido y la sonrisa con que acompañó la impertinente confianza hicieron pensar a Mila que quizá se le había pasado el enfado. Mejor así: eso le haría menos difícil la convivencia. Ya en otras ocasiones había compartido el mismo espacio con otros colegas, pero al final siempre le había resultado bastante pesado socializar con ellos. Incluso con las personas de su mismo sexo. Mientras que, entre los demás, al cabo de algo de tiempo se establecía una natural camaradería, ella seguía quedándose al margen, incapaz de acortar distancias. Al principio sufría, pero luego aprendió a crearse una «burbuja de supervivencia», una porción de espacio en el que solo podía entrar lo que ella decidía, sonidos y ruidos incluidos, además de los comentarios de quienes se mantenía alejada.
Sobre el segundo catre del dormitorio ya estaban colocadas las cosas de Goran. Los esperaba en la sala principal. La que Boris, a iniciativa propia, había bautizado como el «Pensatorio».
Entraron en silencio y lo encontraron allí de espaldas, ocupado en escribir en la pizarra la frase: «Conocedor de técnicas de reanimación y cuidados intensivos: probable médico».
En las paredes estaban adheridas las fotos de las cinco niñas, las instantáneas del cementerio de brazos y del coche de Bermann, además de las copias de todos los informes del caso. En una caja que descansaba en un rincón, Mila todavía reconoció el rostro de la chica joven y guapa: el doctor Gavila debía de haber despegado aquellas imágenes de la pared para reemplazarlas por las nuevas.
En el centro de la habitación, cinco sillas puestas en círculo.
El Pensatorio.
Goran reparó en la mirada que Mila dirigía a la desnuda decoración y se apresuró a puntualizar:
—Nos sirve para focalizar. Tenemos que concentrarnos en lo que tenemos. Lo he arreglado todo de la manera que mejor me ha parecido. Pero, como siempre digo, si algo no os parece bien, podéis cambiarlo. Quitad lo que queráis. En esta habitación somos libres de hacer lo que nos venga en gana. Las sillas son una pequeña concesión, pero el café y el aseo serán un premio, por lo que tenemos que ganárnoslos.
—Perfecto —dijo Mila—. ¿Qué tenemos que hacer?
Goran dio una palmada y señaló la pizarra donde ya había empezado a anotar las características de su asesino en serie.
—Tenemos que comprender la personalidad de Albert. A medida que descubramos un nuevo detalle sobre él, lo apuntaremos aquí… ¿Tenéis presente eso de entrar en la cabeza del asesino en serie e intentar pensar como él?
—Sí, claro.
—Bien, pues olvidadlo: es una tontería. No puede hacerse. Nuestro Albert posee una íntima justificación para lo que hace, perfectamente estructurada en su psique. Es un proceso construido durante años de experiencias, de traumas o de fantasías. Por tanto, no tenemos que tratar de imaginar qué hará, sino esforzarnos en entender cómo ha llegado a hacer lo que ha hecho, esperando así llegar hasta él.
Mila consideraba que, sin embargo, la senda de indicios trazada por el asesino se había interrumpido después de Bermann.
—Hará que encontremos otro cadáver.
—También yo opino lo mismo que tú, Stern. Pero por ahora falta algo, ¿no te parece?
—¿Cómo? —preguntó Boris, que como los demás aún no comprendía adónde quería ir a parar el criminólogo con ese discurso.
Pero Goran Gavila no estaba por las respuestas fáciles y directas; prefería guiarlos hasta cierto punto del razonamiento, dejando que reconstruyeran el resto solos.
—Un asesino en serie se mueve en un universo de símbolos. Recorre un camino esotérico, iniciado muchos años antes en la intimidad de su corazón, y que ahora continúa en el mundo real. Las niñas secuestradas son solo un medio para alcanzar un objetivo, una meta.
—Es una búsqueda de la felicidad —añadió Mila.
Goran la miró.
—Exacto. Albert está buscando una forma de satisfacción, una retribución no solo por lo que hace, sino sobre todo por lo que es. Su naturaleza le sugiere un impulso, y él solo lo está secundando. Por otro lado, también está tratando de comunicarnos algo con lo que hace…
Eso era lo que faltaba: una señal. Algo que los condujera más allá en la exploración del mundo personal de Albert.
Sarah Rosa tomó la palabra:
—En el cadáver de la primera niña no había huellas.
—Es una constatación razonable —aprobó Goran—. En los libros y las películas sobre asesinos en serie, es conocido que el criminal tiende siempre a «trazar» el propio recorrido, dejando a los investigadores algunas pistas que seguir… Albert, sin embargo, no lo ha hecho.
—O bien lo ha hecho y no nos hemos dado cuenta.
—Quizá no hayamos sido capaces de entender esa señal —concedió Goran—. Probablemente aún no lo conocemos bastante. Por eso ha llegado el momento de reconstruir los estadios…
Eran cinco, y se referían al modus operandi. En los manuales de criminología se utilizaban para recalcar la acción de los asesinos en serie, seccionándola en precisos momentos empíricos que luego podían ser analizados por separado.
Se parte de la base de que el asesino en serie no nace como tal, sino que acumula de forma pasiva experiencias y estímulos que se incuban hasta crear una personalidad homicida que desemboca luego en violencia.
El primer estadio de ese proceso es el de la «fantasía».
—Antes de buscarlo en la realidad, el sujeto fantasea largamente con el objeto de deseo —explicó Goran—. Sabemos que el mundo interior de un asesino en serie es un enredo de estímulos y tensiones, pero cuando ese interior ya no es capaz de contenerlos, el paso a la acción es inevitable. La vida interior, la de la imaginación, acaba por suplantar a la real. Es entonces cuando el asesino en serie empieza a modelar la realidad que lo circunda según su fantasía.
—¿Cuál es la fantasía de Albert? —preguntó Stern mientras se metía en la boca el enésimo caramelo—. ¿Qué lo fascina?
—Lo fascina el desafío —apuntó Mila.
—Quizá ha sido o se ha sentido infravalorado durante mucho tiempo. Ahora quiere demostrarnos que es mejor que los demás…, mejor que nosotros.
—Pero eso no lo ha «fantaseado» simplemente, ¿verdad? —preguntó Goran, no para obtener una confirmación, sino porque consideraba esa fase superada—. Albert ya ha ido más allá: ha proyectado cada movimiento previendo nuestra reacción. Él tiene el «control», y eso es lo que nos está diciendo: que se conoce bien a sí mismo, pero también nos conoce bien a nosotros.
El segundo estadio es el de la «organización» o «planificación». Es cuando la fantasía madura, pasando a una fase ejecutiva, que empieza inevitablemente con la elección de la víctima.
—Ya sabemos que él no elige a las niñas, sino a las familias. Los padres son su verdadero blanco, los que han querido un solo hijo. Quiere castigarlos por su egoísmo… Aquí, la identificación de la víctima con un símbolo no aparece. Las niñas son diferentes entre sí, y tienen edades distintas, aunque por poco. Físicamente no hay un rasgo que las una, como el pelo rubio o las pecas, por ejemplo.
—Por eso no las toca —sugirió Boris—. Desde ese punto de vista no le interesan.
—¿Por qué niñas entonces, y no también niños? —preguntó Mila.
Nadie supo contestar a esa pregunta. Goran asintió, reflexionando acerca de ese detalle.
—Yo también he pensado en ello, pero el problema es que no sabemos dónde se origina su fantasía. A menudo la explicación es mucho más banal de lo que se pueda pensar. Tal vez fuera humillado en la escuela por una compañera, quién sabe… Sería interesante conocer la respuesta, pero todavía no tenemos los elementos necesarios, así que nos centraremos en lo que hay.
El modo en que Goran había estigmatizado su intervención irritó a Mila, que, sin embargo, estaba convencida de que el criminólogo no se la tenía jurada. Era como si, de alguna manera, estuviera frustrado porque no conocía todas las respuestas.
La tercera fase es la del «engaño».
—¿Cómo han sido seducidas las víctimas? ¿Qué artificio ha tenido que poner en marcha Albert para secuestrarlas?
—Debby, fuera de la escuela. Anneke, en el bosque donde se había aventurado con su bicicleta de montaña.
—Se llevó a Sabine de un tiovivo, a la vista de todo el mundo —dijo Stern.
—Porque cada uno de los presentes solo miraba a su propio hijo —añadió Rosa con una pizca de acritud—. A la gente no le importa nada, esa es la realidad.
—En cada caso lo ha hecho delante de un montón de personas. ¡Es tremendamente hábil, el muy cabrón!
Goran le hizo un gesto a Stern para que se calmara; no quería que la rabia por haber sido burlados tan aparatosamente les sacara ventaja.
—A las dos primeras las secuestró en lugares apartados: constituían una especie de ensayo general. Cuando adquirió seguridad, secuestró a Sabine.
—Con ella elevó el nivel de desafío.
—No olvidemos que entonces todavía nadie lo estaba buscando: solo con Sabine se relacionaron las desapariciones de las niñas y cundió el pánico…
—Sí, pero queda el hecho de que Albert logró secuestrarla delante de los padres. La hizo desaparecer como en un truco de magia. Y yo no creo, como dice Rosa, que a quien estaba allí no le importara nada… No, los engañó también a ellos.
—Muy bien, Stern, sobre eso es sobre lo que tenemos que trabajar —dijo Goran—. ¿Cómo lo consiguió Albert?
—¡Ya lo tengo: es invisible!
El chiste de Boris arrancó una breve sonrisa en los presentes, pero para Gavila había un trasfondo de verdad en su comentario.
—Eso nos dice que tiene el aspecto de un hombre común con muy buenas cualidades para el mimetismo: se hizo pasar por un padre de familia cuando bajó a Sabine del caballo de feria para llevársela. Y todo ello, ¿en cuánto tiempo?, ¿cuatro segundos?
—Escapó en seguida, confundiéndose entre la muchedumbre.
—¿Y la niña no lloró? ¿No protestó? —replicó Boris, incrédulo.
—¿Conoces a muchos niños de siete años que no se enfaden cuando los bajas de un tiovivo? —subrayó Mila.
—Aunque llorase, era una escena habitual a los ojos de los presentes —dijo Goran, retomando el hilo de su discurso—. Después viene Melissa…
—La alarma ya había saltado. Le habían impuesto el toque de queda, pero ella hizo caso omiso para reunirse a hurtadillas con sus amigas en la bolera.
Stern se levantó de su silla y se acercó a la foto de la pared desde la que sonreía Melissa. La imagen había sido extraída del anuario de la escuela. Aunque era la mayor, su físico aún inmaduro conservaba los rasgos de la infancia y, además, no era muy alta. Dentro de poco hubiera cruzado el umbral de la pubertad, su cuerpo habría revelado suavidades inesperadas, y los chicos por fin habrían reparado en ella. Por el momento, la leyenda junto a la foto del anuario exaltaba solamente sus dotes de atleta y su participación en calidad de redactora jefe en el periódico de la escuela. Su sueño era llegar a ser reportera, pero ya nunca se realizaría.
—Albert estaba esperándola. Ese bastardo…
Mila lo miró: el agente especial parecía afectado por sus propias palabras.
—En cambio, a Caroline la secuestró en su cama, en su propia casa.
—Todo calculado…
Goran se acercó a la pizarra, cogió un rotulador y empezó a trazar velozmente una serie de puntos.
—A las dos primeras, sencillamente, las hace desaparecer. A su favor obra el hecho de que hay decenas de menores que se escapan de su casa a diario porque han obtenido malas notas o se han peleado con sus padres. Por eso nadie relaciona las dos desapariciones… La tercera debe aparecer claramente como un secuestro, así que dispara la alarma… En el caso de la cuarta, él ya sabía que Melissa no resistiría el impulso de irse de fiesta con sus compañeras… Y, finalmente, para la quinta había estudiado desde hacía tiempo los lugares y las costumbres de su familia, para poder introducirse en su casa con tranquilidad… ¿Qué deducimos de ello?
—Que el suyo es un engaño sofisticado —sugirió Mila—. Dirigido, más que a las víctimas, a sus custodios: los padres o las fuerzas del orden. No necesita detalladas puestas en escena para obtener la confianza de las niñas: se las lleva a la fuerza y punto.
Mila recordó entonces que Ted Bundy, en cambio, iba enyesado para inspirar confianza en las universitarias cuando las seducía. Era un modo de parecer vulnerable a sus ojos. Hacía que lo ayudaran a transportar objetos pesados y así las convencía de que subieran a su furgoneta. Todas se percataban demasiado tarde de que en su lado faltaba la manija de la puerta…
Cuando Goran hubo acabado de escribir, anunció el cuarto estadio. El del «asesinato».
—Hay un «ritual» en el hecho de administrar la muerte que el asesino en serie repite cada vez. Con el tiempo puede perfeccionarlo, pero a grandes rasgos permanece inalterable. Es su marca de fábrica. En cada ritual, luego, se acompaña de un particular simbolismo.
—Por el momento solo tenemos seis brazos y un cadáver. Las mata cortándoles el brazo, excepto a la última, como sabemos —añadió Sarah Rosa.
Boris recuperó el parte médico del patólogo y leyó:
—Chang dice que las mató en seguida, justo después de haberlas secuestrado.
—¿Por qué tanta prisa? —se preguntó Stern.
—Porque no le interesan las niñas, por tanto, no necesita mantenerlas con vida.
—Él no las ve como seres humanos —intervino Mila—. Para Albert son solo objetos.
«También la número seis», pensaron todos, pero ninguno tuvo el coraje de decirlo. Era evidente que a Albert no le importaba si sufría o no. Solo tenía que mantenerla con vida hasta que alcanzara su objetivo.
El último estadio es el de la «disposición de los restos».
—Primero, el cementerio de brazos; después, Albert introduce un cadáver en el maletero de un pedófilo. ¿Nos está mandando un mensaje?
Goran interrogó con la mirada a los presentes.
—Nos está diciendo que él no es como Alexander Bermann —afirmó Sarah Rosa—. Es más, quizá quiere sugerirnos que fue víctima de abusos cuando era pequeño. Es como si dijera: «¡Soy como soy porque alguien ha hecho de mí un monstruo!».
Stern sacudió la cabeza.
—Le gusta desafiarnos, dar espectáculo. Pero hoy las primeras páginas de los periódicos solo eran para Bermann. Dudo que quiera compartir la gloria con alguien más. No ha elegido a un pedófilo por venganza, sino que debe de tener otros motivos…
—Yo veo raro también algo más… —dijo Goran, recordando la autopsia que presenció—. Lavó y arregló el cuerpo de Debby Gordon, y luego la vistió con las mismas ropas.
«La arregló para Bermann», pensó Mila.
—No sabemos si ha hecho lo mismo con todas, y si ese comportamiento ha pasado a formar parte de su ritual. Pero es extraño…
La extrañeza a la que se refería el doctor Gavila —y Mila, incluso no siendo una experta, lo sabía bien— era que a menudo los asesinos en serie se llevan algo de las víctimas. Un fetiche, o un recuerdo, para revivir en privado aquella experiencia.
Para ellos, poseer el objeto equivale a poseer a la persona.
—No se llevó nada de Debby Gordon.
En cuanto Goran hubo pronunciado esa frase, a Mila le vino a la mente la llave colgada del brazalete de Debby, que abría la cajita de latón en la que creyó que guardaba su diario secreto.
—Hijo de puta… —exclamó casi sin darse cuenta.
Una vez más, fue el centro de atención.
—¿Quieres compartirlo con nosotros o…?
Mila miró a Goran.
—Cuando estuve en la habitación de Debby en el colegio, escondida bajo el colchón encontré una cajita de latón; pensé que en el interior estaría su diario, pero no era así.
—¿Y bien? —inquirió Rosa con suficiencia.
—La cajita estaba cerrada con un candado. La llave la llevaba Debby colgada de la muñeca, por lo que era natural pensar que, si solo podía abrirla ella, entonces quizá ese diario no existiera… ¡Pero me equivoqué: el diario tenía que estar allí!
Boris se puso en pie de repente.
—¡Estuvo allí! ¡Ese bastardo fue a la habitación de la niña!
—¿Y por qué iba a correr un riesgo semejante? —objetó Sarah Rosa, que obviamente no quería darle la razón a Mila.
—Porque él siempre corre riesgos. Eso le excita —explicó Goran.
—Pero también hay otro motivo —añadió Mila, que se sentía cada vez más segura de aquella teoría—. Me fijé en que habían desaparecido algunas fotos de las paredes: probablemente de Debby junto a la niña número seis. ¡Ese tipo quiere impedir a toda costa que sepamos quién es!
—Por eso también se llevó el diario… Y cerró la caja con el candado… ¿Por qué? —Stern no se calmaba.
Para Boris, en cambio, estaba claro.
—¿No lo veis? El diario ha desaparecido, pero la caja está cerrada, y la llave siempre ha estado en la muñeca de Debby… Nos está diciendo: «Solo yo podía cogerlo».
—¿Y por qué quiere que lo sepamos?
—Porque ha dejado algo… ¡Algo para nosotros!
La «señal» que estaban buscando.
Una vez más, el Pensatorio había dado sus frutos, demostrándole a Goran la validez de aquel método inductivo.
Acto seguido, el criminólogo se dirigió a Mila:
—Tú has estado allí, has visto qué había en la habitación…
Ella intentó recordar, pero no consiguió revivir nada que hiciera disparar una alarma en su cabeza.
—¡Sin embargo, tiene que haber algo! —señaló Goran—. No nos equivocamos.
—Hurgué en cada rincón de aquella habitación sin que nada llamara mi atención.
—¡Debe de tratarse de algo evidente, no puede habérsete pasado por alto!
Pero Mila no recordaba nada. Entonces Stern decidió que volverían todos a aquel lugar para hacer un registro más minucioso. Boris se puso al teléfono para comunicar al colegio su llegada, mientras que Sarah Rosa advertía a Krepp que se les uniera en cuanto fuera posible para sacar huellas.
Fue en ese momento cuando Mila tuvo su pequeña epifanía.
—Es inútil —anunció, encontrando toda la seguridad que parecía haber perdido poco antes—. Fuera lo que fuese, ya no está en esa habitación.
Cuando llegaron al colegio, las compañeras de Debby estaban alineadas en el salón, que generalmente se utilizaba para las asambleas y para la entrega oficial de los diplomas. Las paredes estaban revestidas de caoba taraceada. Los rostros severos de los docentes, que en el transcurso de los años habían convertido la escuela en una institución ilustre, miraban la escena desde lo alto, protegidos por valiosos marcos, la expresión del rostro inmóvil en el retrato que los encarcelaba.
Fue Mila quien habló. Trató de ser lo más amable que pudo porque las chicas ya estaban bastante asustadas. La directora del colegio les aseguró a todas la más completa impunidad. Sin embargo, a juzgar por el temor que se reflejaba en sus rostros, era evidente que no se fiaban demasiado de esa promesa.
—Sabemos que algunas de vosotras habéis visitado la habitación de Debby después de su muerte. Estoy convencida de que sobre todo os ha movido la intención de poseer un recuerdo de vuestra amiga trágicamente desaparecida.
Mientras lo decía, Mila cruzó la mirada con la estudiante que había sorprendido en el baño de la habitación, con las manos llenas de objetos. Si ese pequeño accidente no hubiera sucedido, nunca se le habría ocurrido hacer lo que estaba haciendo.
Sarah Rosa la observaba desde un rincón de la sala, segura de que no conseguiría nada. En cambio, tanto Boris como Stern confiaban en ella. Goran se limitaba a esperar.
—Querría no tener que pedíroslo, pero sé cuánto queríais a Debby. Por eso necesito que devolváis sus cosas ahora, y que las traigáis aquí.
Mila trató de mostrarse firme en su petición.
—Os ruego que no olvidéis nada, incluso el objeto más insignificante podría revelarse útil. Estamos convencidos de que entre ellos hay un elemento que hemos pasado por alto en la investigación. Estoy segura de que cada una de vosotras quiere que el asesino de Debby sea capturado. Y como también sé que ninguna será incriminada por haber sustraído pruebas, confío en que cumpliréis con vuestro deber.
Esa última amenaza, aunque irrealizable a la vista de la edad de las niñas, le sirvió a Mila para subrayar la gravedad de su comportamiento, así como para concederle el tanto del desempate a Debby, tan poco considerada en vida y, en cambio, convertida de repente en objeto de atención, después de morir a manos de un salvaje depredador.
Mila esperó, calibrando la duración de aquella pausa para dejarles tiempo para reflexionar. El silencio sería su mejor instrumento de persuasión, y sabía que para ellas cada segundo se haría más pesado. Vio que algunas de las niñas intercambiaban miradas. Nadie quería ser la primera, era normal. Luego, un par de ellas acordaron con un gesto salir de la fila, cosa que hicieron casi simultáneamente. Otras cinco las siguieron. Las restantes permanecieron inmóviles donde estaban.
Mila dejó transcurrir un minuto más, escudriñando en sus rostros en busca de algún chacal que hubiera actuado creyendo inútil el consuelo de la manada. Pero no lo encontró. Deseó de veras que solo aquellas siete fueran las responsables.
—Bien, las demás podéis iros.
Las chicas se despidieron sin demora y salieron de prisa. Mila se volvió hacia sus colegas y cruzó una mirada con Goran, impasible. No obstante, de repente él hizo algo que la desconcertó: le guiñó el ojo. Quiso sonreírle, pero se contuvo, porque también los demás la estaban mirando.
Pasaron unos quince minutos hasta que las siete muchachas estuvieron de vuelta en la sala. Cada una llevaba algunos objetos consigo, que depositaron sobre la larga mesa donde generalmente se sentaban los docentes vestidos con sus togas durante las ceremonias. Luego esperaron a que Mila y los demás pasaran revista.
Eran sobre todo vestidos y accesorios, cosas de niñas, como muñecas y peluches. También había un lector de MP3 de color rosa, un par de gafas de sol, perfumes, sales de baño, un estuche en forma de mariquita, el sombrero rojo de Debby y un videojuego.
—No lo he roto yo…
Mila miró a la niña algo rolliza que había hablado. Era la más pequeña de todas; debía de tener a lo sumo ocho años. Llevaba el cabello rubio y largo recogido en una trenza, y sus ojos azules apenas conseguían retener las lágrimas. La agente le sonrió para reconfortarla. Luego miró mejor el aparato, lo cogió y se lo tendió a Boris.
—¿Qué es?
Él le dio vueltas entre las manos.
—No parece un videojuego…
Lo puso en marcha.
Una lucecita roja empezó a parpadear en la pantalla, emitiendo un breve sonido a intervalos regulares.
—Ya les he dicho que está roto. La pelotita no se mueve —se apresuró a precisar la niña rolliza.
Mila notó que Boris palidecía de repente.
—Ya sé qué es… Joder…
Al oír el improperio de Boris, la niña entornó los ojos, incrédula y al mismo tiempo divertida por que alguien pudiera profanar aquel austero lugar.
Pero Boris ni siquiera reparó en ella, concentrado como estaba en la función del objeto que tenía entre las manos.
—Es el receptor de un GPS. Desde alguna parte, alguien nos está mandando una señal…