10
La palabra que más se repite en los motores de búsqueda es «sex». La segunda es «God». Y cada vez que Goran pensaba en ello, también se preguntaba por qué alguien querría buscar a Dios precisamente en Internet. En tercer lugar, en realidad, hay dos palabras: «Britney Spears», que comparte su puesto con «death», la muerte.
Sexo, Dios, muerte y Britney Spears.
La primera vez que Goran introdujo el nombre de su mujer en un motor de búsqueda fue apenas tres meses antes. No sabía por qué lo había hecho; le salió así, de manera instintiva. No esperaba encontrarla y, en efecto, no la encontró. Pero ese era oficialmente el último lugar donde había pensado buscarla. ¿Era posible que supiera tan poco de ella? Y desde ese momento se despertó algo en su interior.
Comprendió por qué estaba siguiéndola.
En realidad no quería saber dónde estaba. En el fondo, no le importaba en absoluto. Lo que quería saber era si ella era feliz. Porque eso era lo que le daba rabia: que se hubiera deshecho de él y de Tommy para poder ser feliz en otro lugar. ¿Se puede ser capaz de herir tan profundamente a alguien para perseguir un deseo egoísta de felicidad? Evidentemente, sí. Ella lo había hecho y, lo que era peor, no había vuelto atrás para enmendarlo, para poner remedio a aquella lesión, a aquel jirón en la carne del hombre con quien ella misma había elegido compartir la vida, y en la carne de su misma carne. Porque se puede volver atrás, se debe volver atrás. Siempre hay un momento en que, a fuerza de avanzar y solo mirar hacia delante, se percibe algo, una llamada, y se vuelve un poco atrás para ver si allí todo sigue igual o si, en cambio, ha variado algo en quien hemos dejado a nuestras espaldas, o en nosotros mismos. Ese momento le llega a todo el mundo. ¿Por qué a ella no? ¿Por qué ni siquiera lo había intentado? Ni una sola llamada muda en plena noche. Ni una postal sin palabras. Cuántas veces Goran se había apostado frente a la escuela de Tommy esperando sorprenderla espiando a su hijo a hurtadillas… Pero nada. Ni siquiera había ido para cerciorarse de que estaba bien. Y entonces Goran había empezado a preguntárselo: ¿qué tipo de persona había creído poder retener a su lado toda la vida?
¿En qué era él tan diferente entonces de Veronica Bermann?
También aquella mujer había sido engañada. Su marido se había servido de ella para crearse una fachada respetable, para que fuera ella quien cuidara de lo que él poseía: su nombre, su casa, sus pertenencias, cada cosa. Porque lo que él quería estaba en otro lugar. Pero, a diferencia de Goran, aquella mujer sospechaba el abismo que se abría bajo su vida perfecta, percibía el olor de algo putrefacto. Y había callado. Se había prestado al engaño, aunque sin tomar parte en él. Había sido cómplice en el silencio, compañera en la representación, esposa para lo bueno y para lo malo.
Goran, en cambio, no sospechó nunca que su mujer pudiera abandonarlo. Ni un aviso, ni una señal, ni siquiera una siniestra intuición sobre la que poder volver con la memoria y decir: «¡Sí! Era tan evidente, y yo, estúpido de mí, ni me di cuenta». Porque habría preferido descubrir que era un pésimo marido, para luego culparse a sí mismo, su negligencia, su escasa atención. Habría querido encontrar en sí mismo las razones: así, al menos, las tendría. En cambio, no, solo silencio. Y dudas. Al resto del mundo le ofrecía la versión más cruda de los hechos: ella se había ido, punto. Porque Goran sabía que cada uno vería lo que quisiera ver. Unos, al pobre marido. Otros, al hombre que por fuerza debió de hacerle algo para que huyese. Y en seguida se identificaba con esos papeles, pasando con soltura del uno al otro, porque cada dolor tiene su prosa, y debe ser respetada.
¿Y ella? ¿Durante cuánto tiempo había fingido ella? ¿Durante cuánto tiempo había madurado aquella idea? ¿Cuánto tiempo había necesitado para fecundarla con sueños inconfesables, con pensamientos escondidos bajo la almohada noche tras noche, mientras él dormía a su lado? Tejiendo ese deseo con los gestos cotidianos, de madre, de mujer, hasta convertir sus fantasías en un proyecto, un plan. Un diseño. Quién sabía cuándo había comprendido que lo que imaginaba era posible. La larva albergaba dentro de sí el secreto de aquella metamorfosis, y, mientras tanto, seguía viviendo a su lado, junto a él y junto a Tommy. Y se preparaba, silenciosa, para el cambio.
¿Y dónde estaba ahora? Porque ella seguía viviendo, pero en otro lugar, en un universo paralelo, hecho de hombres y mujeres como los que Goran encontraba a diario, hecho de casas a las que hacer salir adelante, de maridos que soportar, de hijos que cuidar. Un mundo igual de banal, pero lejos de él y de Tommy, con nuevos colores, nuevos amigos, nuevas caras, nuevos nombres. ¿Qué buscaba ella en ese mundo? ¿Qué era eso que tanto necesitaba y que allí nunca había logrado encontrar? «En el fondo, todos viajamos a un universo paralelo en busca de respuestas —pensó Goran—. Como los que en la web buscan sexo, Dios, muerte y Britney Spears».
Alexander Bermann, en cambio, navegaba por Internet a la caza de niños.
Todo se había aclarado en seguida. Desde la aparición de la web «Priscilla, la mariposa» en el ordenador de Bermann a la localización del servidor internacional que gestionaba dicho sistema, todo había empezado a asumir una forma.
Era una red de pedófilos con ramificaciones en varios estados.
Mila tenía razón: también estaba su profesor de música.
La Unidad Especial para Crímenes en Internet identificó casi un centenar de abonados. Se efectuaron las primeras detenciones, y continuarían realizándose en las siguientes horas. Pocos adeptos, pero muy selectos. Todos profesionales intachables, acomodados y, por tanto, dispuestos a desembolsar grandes sumas de dinero con tal de preservar su anonimato.
Entre ellos, Alexander Bermann.
Mientras volvía a casa esa tarde, Goran pensó en el hombre templado, siempre sonriente y moralmente íntegro que se deducía de las descripciones de los amigos y conocidos de Bermann. Una máscara perfecta. Quién sabía por qué habría establecido un paralelismo entre Bermann y su mujer. O quizá sí lo sabía, pero no quería admitirlo. En todo caso, una vez cruzado el umbral, dejaría aparte ese tipo de reflexiones y se dedicaría completamente a Tommy, como le había prometido por teléfono, cuando le anunció que regresaría antes a casa. Su hijo había recibido la noticia con entusiasmo y le había pedido si podían cenar pizzas. Goran había accedido sin dudarlo, sabiendo que bastaría esa pequeña concesión para hacerlo feliz. Los niños saben exprimir la felicidad de todo aquello que les ocurre.
Así que Goran se encontró pidiendo pizza de pimientos para él y con doble de mozzarela para Tommy. Hicieron juntos el pedido por teléfono, porque el de la pizza era un ritual que debía ser compartido. Tommy marcó el número y Goran hizo el pedido. Luego prepararon los platos grandes, que habían comprado a propósito para tal fin. Tommy bebería zumo de fruta, y Goran se permitió una cerveza. Antes de llevarlos a mesa, metieron los vasos en el congelador para que se enfriaran suficientemente antes de acoger las bebidas.
Pero Goran estaba de todo menos sereno. Su mente todavía corría por aquella perfecta organización. Los agentes de la Unidad Especial para Crímenes en Internet habían descubierto una base de datos con más de tres mil nombres de niños, con direcciones y fotografías. La red se servía de falsos dominios dedicados a la infancia para atraer a las víctimas hacia la trampa. «Priscilla, la mariposa». Animales, coloridos videojuegos, inocuas musiquitas hacían el resto… Muy parecidas a las de los dibujos animados que Goran y Tommy vieron juntos después de cenar en un canal de la televisión digital. El tigre azul y el león blanco. Mientras su hijo se acurrucaba contra él, muy concentrado en las aventuras de los dos amigos de la selva, Goran lo observó.
«Tengo que protegerlo», se dijo.
Y lo pensó con un miedo extraño en el fondo del pecho, un nudo oscuro y pegajoso. El temor de no hacer suficiente, de no ser suficiente, porque un padre solo no puede ser suficiente. Aunque, en el fondo, él y Tommy salieran adelante. Pero ¿qué habría ocurrido si tras la pantalla negra del ordenador de Bermann, en lugar de aquel niño desconocido, hubiera estado su Tommy? ¿Habría sido capaz de percatarse de que alguien estaba tratando de penetrar en la mente y en la vida de su hijo?
Mientras Tommy acababa los deberes, Goran se retiró al estudio. Aún no eran las siete, así que se puso a hojear de nuevo el expediente de Bermann y encontró varios puntos que podrían ser útiles a la investigación.
En primer lugar, aquel sillón de piel que se hallaba en el semisótano y en el que Krepp no había encontrado huellas.
«Solo digo que hay huellas por todas partes, pero ahí no… ¿Por qué?».
Estaba seguro de que también había una razón para eso. Sin embargo, cada vez que le parecía haber entendido un concepto, su mente viajaba a otro lugar: a los peligros que rodeaban la vida de su hijo.
Goran era criminólogo, sabía de qué materia estaba hecho el mal. Pero siempre lo había observado a distancia, como estudioso. Nunca se había dejado corromper por la idea de que ese mismo mal pudiera alargar de alguna manera su mano huesuda hasta tocarlo. Ahora, en cambio, sí lo pensaba.
¿Cuándo se transforma uno en un «monstruo»?
Esa definición, que oficialmente había desterrado de su mente, volvía ahora a ella en secreto. Porque quería saber cómo ocurría. Cuándo se daba uno cuenta de haber cruzado ese límite.
Bermann pertenecía a una organización perfecta, con una jerarquía y unos estatutos relativos. El representante comercial había entrado en ella cuando iba a la universidad. En aquellos tiempos, Internet no era considerado todavía un terreno de caza, y se requería mucho esfuerzo para mantenerse en la sombra y no despertar sospechas. Por eso, a los adeptos se les aconsejaba crearse una vida ejemplar y segura en la que ocultar su verdadera naturaleza y refugiar sus impulsos. Mimetizarse, confundirse y desaparecer: esas eran las palabras clave de aquella estrategia.
Bermann había terminado la universidad con la idea en mente, clarísima, de lo que haría. En primer lugar, se puso tras las huellas de una vieja amiga a la que no veía desde hacía años. Aquella Veronica que nunca había sido lo suficientemente guapa para que los chicos —incluido él— se interesaran por ella. Le había hecho creer que el suyo era un amor madurado durante mucho tiempo y ocultado tímidamente. Y ella, de manera previsible, aceptó en seguida casarse con él. Los primeros años de matrimonio transcurrieron como para todas las parejas, entre altibajos. A menudo él se ausentaba por trabajo. En realidad, solía aprovechar los viajes para encontrarse con otros como él o para seducir a sus pequeñas presas.
Con la llegada de Internet se volvió más fácil. Los pedófilos se apoderaron en seguida de aquel increíble instrumento que permitía no solo actuar protegidos por el anonimato, sino también manipular a sus víctimas con ingeniosas trampas.
Pero Alexander Bermann todavía no podía completar su perfecto plan de mimetismo, porque Veronica no lograba darle un heredero. Eso era lo que faltaba, el detalle que habría hecho de él una auténtica persona fuera de toda sospecha, porque un padre de familia no se interesa por los hijos de los demás.
El criminólogo se deshizo de la rabia que le había subido hasta la garganta y cerró el expediente, que había ido engordando en las últimas horas. Ya no quería leerlo. Más bien, solo quería acostarse, dejarse aturdir por el sueño.
¿Quién sino Bermann podía ser Albert? Aunque todavía tenían que relacionarlo con el cementerio de brazos y con la desaparición de las seis niñas, y hallar los cadáveres restantes, nadie más que él se merecía asumir el papel de verdugo.
Pero cuanto más lo pensaba, menos convencido estaba de ello.
A las ocho, Roche anunciaría oficialmente la captura del culpable en una abarrotada rueda de prensa. Goran se dio cuenta de que la idea que ahora lo atormentaba, en realidad, había empezado a zumbarle en la cabeza justo después de haber descubierto el secreto de Bermann. Titubeando, vaga como la niebla, se había quedado escondida durante toda la tarde en un rincón de su mente. No obstante, en la sombra en la que se había refugiado, seguía pulsando, para demostrarle que estaba allí y seguía viva. Solo ahora, en la quietud de su casa, Goran decidió otorgarle la consistencia de un pensamiento acabado.
«Hay algo que no cuadra en esta historia… ¿Piensas que Bermann no es el culpable? Oh, claro que lo pienso: ese hombre era un pedófilo. Pero él no ha matado a las seis niñas. Él no tiene nada que ver… ¿Cómo puedes estar tan seguro?
»Porque si Alexander Bermann fuese realmente nuestro Albert, habríamos encontrado a la última niña en su maletero, la número seis, y no a Debby, la primera. Ya debería haberse desembarazado de ella desde hace tiempo…».
Y, precisamente mientras tomaba conciencia de esa deducción, el criminólogo miró la hora: faltaban pocos minutos para la rueda de prensa de las ocho.
Tenía que detener a Roche.
El inspector jefe había convocado a los principales periodistas en cuanto la información sobre el giro del caso Bermann empezó a circular. El pretexto oficial era que no quería que los periodistas encontraran noticias de segunda mano, quizá mal filtradas por alguna fuente confidencial. Pero, en realidad, le preocupaba que la historia pudiera filtrarse completamente por otras vías, excluyéndolo así a él de la primera plana.
Roche era bueno organizando eventos de ese tipo, sabía calibrar la espera y sentía un cierto placer en mantener en ascuas a la prensa. Por eso acudía a la cita con algunos minutos de retraso, dando a entender que en cuanto jefe de la unidad era siempre perseguido por los acontecimientos de última hora.
El inspector disfrutaba del zumbido que provenía de la sala de prensa contigua a su despacho: era como energía que alimentaba su ego. Mientras tanto, permanecía tranquilamente sentado, con los pies sobre el escritorio que había heredado de su predecesor, del que había sido segundo durante mucho tiempo —demasiado, según él—, y al que no había tenido escrúpulos de torpedear ocho años antes.
Las líneas de su teléfono seguían iluminándose sin parar. Pero Roche no tenía intención de contestar: quería hacer subir la tensión.
Entonces llamaron a la puerta.
—Adelante —dijo Roche.
Apenas cruzó el umbral, Mila vio una sarcástica sonrisa de complacencia en el rostro del inspector jefe. Se preguntaba por qué diablos querría verla.
—Agente Vasquez, quería darle las gracias personalmente por su valiosa contribución a esta investigación.
Mila se habría ruborizado si no hubiera comprendido que aquello solo era un artificioso preludio para deshacerse de ella.
—No me parece que haya hecho mucho, señor.
Roche empuñó un abrecartas y empezó a limpiarse las uñas con la punta. Luego, con tono despistado, prosiguió:
—En cambio, ha sido útil.
—Aún no conocemos la identidad de la sexta niña.
—Saldrá a la luz, como todo lo demás.
—Señor, le pido permiso para completar mi trabajo, al menos durante un par de días. Estoy segura de poder llegar a un resultado…
Roche dejó el abrecartas, bajó los pies del escritorio y se levantó para dirigirse hacia Mila. Con la más resplandeciente de las sonrisas, le cogió la mano derecha, todavía vendada, y se la apretó, sin percatarse de que le hacía daño.
—He hablado con su superior: el sargento Morexu me ha asegurado que recibirá una mención especial por esta historia.
Luego la acompañó hacia la salida.
—Que tenga un buen viaje, agente. Y acuérdese de nosotros de vez en cuando.
Mila asintió, porque no había nada más que decir. Al cabo de pocos segundos se encontró al otro lado del umbral, observando la puerta del despacho que se cerraba.
Habría querido discutir la cuestión con Goran Gavila, porque estaba segura de que él no estaba al corriente de su repentino despido, pero ya se había marchado a casa. Unas horas antes lo había oído mientras llamaba por teléfono y quedaba para cenar. A juzgar por el tono que había usado, la persona al otro lado del hilo no debía de tener más de ocho o nueve años. Habían pedido pizzas.
Mila había comprendido que Goran tenía un hijo. Quizá también hubiera una mujer en su vida, y puede que también ella se dispusiera a compartir la agradable velada que padre e hijo estaban preparando. La agente sintió una punzada de celos, aunque no sabía por qué.
Devolvió la tarjeta de identificación en la entrada y allí le entregaron un sobre con un billete de tren para volver a casa. Esta vez, nadie la acompañaría a la estación. Debería haber llamado a un taxi, con la esperanza de que su jefe le reembolsara el gasto, y pasar por el motel para recoger sus cosas.
Sin embargo, una vez en la calle, Mila descubrió que no tenía prisa. Miró alrededor y respiró aquel aire que de repente le pareció muy limpio y quieto. La ciudad aparecía como inmersa en una innatural burbuja de frío, en equilibrio sobre el borde de un inminente acontecimiento meteorológico. Un grado de más o de menos, y todo cambiaría. Aquel aire enrarecido escondía la prematura promesa de una nevada. O bien, todo quedaría como ahora, inmóvil.
Sacó del sobre el billete de tren: todavía faltaban tres horas para la partida, pero ella estaba pensando en otra cosa. Quizá ese lapso de tiempo sería suficiente para hacer lo que la apremiaba. Y no había modo de saberlo sin intentarlo. En el fondo, si se hubiera revelado un agujero en el agua, nadie lo hubiera sabido. Y ella no podía marcharse con esa duda.
Tres horas. Serían suficientes.
Había alquilado un coche y llevaba cerca de una hora de viaje. Las cimas de las montañas se recortaban contra el cielo delante de ella. Casas de madera con tejados inclinados. De las chimeneas se elevaba un humo gris, perfumado de resina. La leña se apilaba en los patios. Las ventanas proyectaban una luz ocre y confortable.
Tras recorrer durante un buen rato la carretera estatal 115, Mila embocó por la salida 25. Se dirigía al colegio en el que había estado interna Debby Gordon. Quería ver su habitación. Estaba convencida de que allí encontraría algo que la conduciría de nuevo a la niña número seis, a su nombre. Aunque para el inspector jefe Roche Mila ya fuera prácticamente inútil, no podía dejar a sus espaldas esa identidad incompleta. Era un pequeño gesto de piedad. Todavía no había sido difundida la noticia de que las niñas desaparecidas no eran solamente cinco, por lo que aún nadie tenía la posibilidad de llorar a la sexta víctima. No lo harían sin un nombre, y eso Mila lo sabía. Se convertiría en la mancha blanca sobre una lápida, la pausa silenciosa al final de una breve lista de nombres, solo un número que añadir a la fría contabilidad de la muerte. Y ella no podía permitirlo en absoluto.
En realidad, había otra idea que la obsesionaba, por la que había recorrido todos aquellos kilómetros. Era por aquel cosquilleo suyo en la nuca…
La agente de policía llegó a su destino pasadas las nueve. El colegio se encontraba en un gracioso pueblo, a mil doscientos metros de altura. A esas horas, las calles estaban desiertas. El edificio escolar se hallaba algo apartado del pueblo, sobre una colina rodeada de un bonito parque, con un picadero de caballos y pistas de tenis y de baloncesto. Para llegar había que recorrer una larga avenida, por la que se entretenían los estudiantes que volvían de las actividades deportivas. Las risotadas cristalinas de aquellos jóvenes rompían el silencio.
Mila los adelantó y aparcó en la plaza. Poco después se presentó en la secretaría y pidió si podía visitar la habitación de Debby, con la esperanza de que nadie pusiera pegas. Después de consultar con un superior, la empleada regresó y le dijo que sí. Por suerte, la madre de Debby, después de la conversación que ambas habían mantenido, había llamado por teléfono para anunciar su visita. La empleada le entregó una etiqueta de identificación en la que se leía «Visitante» y le señaló el camino.
Mila recorrió los distintos pasillos hasta el ala que albergaba las habitaciones de las estudiantes. No le resultó difícil encontrar la de Debby. Sus compañeras habían llenado la puerta de cintas y tarjetas pintadas. Decían que la echaban mucho de menos, que no la olvidarían jamás. Y también estaba el previsible «Estarás en nuestros corazones × siempre».
Volvió a pensar en Debby, en la llamada telefónica hecha a sus padres para que se la llevaran a casa, en el aislamiento que una niña de su edad, tímida y retraída, puede padecer por culpa de sus compañeros en un sitio como ese. Y por eso encontró aquellas tarjetas de mal gusto, una manifestación hipócrita de un cariño tardío. «Podríais haberos fijado en ella cuando estaba aquí —pensó—. O cuando alguien se la llevó delante de vuestras narices».
Del fondo del pasillo llegaban gritos y un alegre alboroto. Superando los cabos de velas ya apagados que alguien había dispuesto a lo largo del umbral en señal de recuerdo, Mila se introdujo en el refugio de Debby.
Cerró la puerta a su espalda y se hizo el silencio. Acto seguido, alargó una mano hacia una lámpara y la encendió. La habitación era pequeña. Enfrente había una ventana que daba directamente al parque. Apoyado contra la pared se veía un escritorio muy ordenado, encima del cual colgaban estantes llenos de libros. A Debby le gustaba leer. A la derecha estaba la puerta del baño, cerrado, y Mila decidió que le echaría un vistazo en último lugar. Sobre la cama yacían algunos peluches que escudriñaron a la agente con sus ojos fríos e inútiles, haciendo que se sintiera como una intrusa. La habitación estaba completamente tapizada de pósteres y fotografías que mostraban a Debby en casa, con los compañeros de su antigua escuela, sus amigas y su perro Sting. Todos los efectos personales que le fueron arrebatados para vivir en aquel colegio exclusivo.
Debby era una niña que escondía en sí misma los rasgos de una bella mujer, observó Mila. Los muchachos de su misma edad se habrían enterado demasiado tarde, arrepintiéndose de no haber entrevisto antes al cisne escondido en aquel patito aislado. Pero entonces ella, sabiamente, los habría ignorado.
Su mente regresó a la autopsia a la que había asistido, al momento en que Chang liberó del plástico su rostro y apareció entre el pelo el broche con la azucena blanca. Su asesino la había peinado, y Mila recordó haber pensado que la había arreglado para ellos.
«Pero no, la había arreglado para Alexander Bermann…».
Su mirada fue atraída por un pedazo de pared que quedaba extrañamente vacío. Se acercó y descubrió que, en varios puntos, el revoque estaba desconchado, como si antes hubiera algo que ahora ya no estaba. ¿Otra foto? Mila tuvo la sensación de que aquel lugar había sido violado. Otras manos, otros ojos, habían rozado el mundo de Debby, sus objetos, sus recuerdos. Quizá había sido la madre quien había quitado las fotos de la pared…; tendría que averiguarlo.
Todavía estaba reflexionando sobre esa circunstancia cuando un ruido la sobresaltó. Venía de fuera. Pero no del pasillo, sino de detrás de la puerta del baño.
Se llevó instintivamente la mano al cinturón, en busca del revólver. Cuando lo hubo agarrado firmemente, se arriesgó a levantarse de la posición en que se encontraba, hasta ponerse frente al baño con el arma preparada. Otro ruido. Esta vez, más nítido. Sí, allí dentro había alguien. Alguien que no se había dado cuenta de que ella estaba en la habitación. Alguien que, como ella, había pensado que esa era la mejor hora para introducirse sin ser molestado en el cuarto de Debby y llevarse algo… ¿Pruebas, tal vez? El corazón estaba a punto de salírsele del pecho. No entraría, sino que esperaría, decidió.
La puerta se abrió de golpe. Mila desplazó el dedo de la posición de seguridad al gatillo. Luego, por suerte, se detuvo. La muchacha abrió los brazos asustada, dejando caer lo que tenía entre las manos.
—¿Quién eres? —le preguntó Mila.
La niña titubeó:
—Soy… una amiga de Debby.
Mentía. Mila era perfectamente consciente. Devolvió el revólver al cinturón y miró al suelo, hacia los objetos que se le habían caído: un bote de perfume, algunos frascos de champú y un sombrero rojo de ala ancha.
—Solo he venido a recoger las cosas que le presté —dijo, aunque sonó más como una excusa—. Las demás también han pasado, antes que yo…
Mila reconoció el sombrero rojo en una de las fotografías de la pared. Era Debby quien lo llevaba puesto, y entonces comprendió que estaba siendo testigo de una actividad de saqueo por parte de las compañeras de Debby que probablemente se prolongaría durante algunos días. No sería extraño que alguien se hubiera llevado las fotos de la pared.
—Está bien —dijo secamente—. Ahora vete.
La chica tuvo un instante de indecisión, luego recogió cuanto se le había caído al suelo y salió del cuarto. Mila la dejó hacer. A Debby le habría gustado así. Esos objetos no le servirían a su madre, que se sentiría culpable durante el resto de su vida por haberla mandado allí. En el fondo, creía que la señora Gordon había sido de alguna manera «afortunada» —siempre que se pudiera hablar de suerte en esos casos—, por tener al menos el cuerpo de su hija para poder llorarla.
Mila comenzó entonces a hurgar entre los cuadernos y los libros. Quería un nombre y lo tendría. Claro que sería mucho más fácil si encontrara el diario de Debby. Estaba segura de que debía de tener uno al que confiar sus penas, y, como todas las niñas de doce años, lo tendría en un sitio oculto. Un lugar no muy lejos del corazón, no obstante, donde poder cogerlo cuando lo necesitara. «Y ¿cuándo tenemos más necesidad de refugiarnos en aquello que más queremos? —se preguntó—. De noche», fue la respuesta. Se inclinó junto a la cama, metió la mano bajo el colchón y palpó hasta que encontró algo.
Era una pequeña caja de latón con conejitos plateados que estaba cerrada con un sencillo candado.
La apoyó en la cama y miró a su alrededor, en busca del sitio donde pudiera estar escondida la llave. Pero de repente recordó haberla visto. Fue durante la autopsia del cadáver de Debby: estaba colgada del brazalete que llevaba en la muñeca derecha.
Se lo había dado a su madre y ahora no tenía tiempo de recuperarlo, así que decidió forzar la cajita. Haciendo palanca con un bolígrafo, logró desencajar las anillas en las que se cerraba el candado; después levantó la tapa. En el interior había un popurrí de especias, flores secas y maderas perfumadas; un imperdible manchado de rojo que debía de haber servido para el ritual de las hermanas de sangre; un pañuelito de seda bordado; un osito de goma con las orejas melladas; las velas de una tarta de cumpleaños… El tesoro de recuerdos de una adolescente.
Pero ningún diario.
«Qué extraño», se dijo Mila. Las dimensiones de la caja y la escasez de su contenido habrían hecho pensar en la presencia de algo más. Y también el hecho de que Debby tuviera la necesidad de preservarlo todo con un candado. Aunque quizá precisamente por eso no hubiera ningún diario.
Decepcionada por ese callejón sin salida, miró el reloj: había perdido el tren. Mejor haría quedándose allí a buscar algo que pudiera reconducirla a la misteriosa amiga de Debby. Ya antes, mientras se adentraba entre los objetos de la niña, había vuelto a notar aquella sensación que ya había sentido varias veces y que no había conseguido identificar.
El cosquilleo en la nuca.
No podía marcharse de allí sin antes saber a qué era debido, pero necesitaba algo o a alguien que sirviera de apoyo a sus pensamientos huidizos para redirigir su trayectoria. A pesar de la hora, Mila tomó una decisión que se le antojó necesaria.
Marcó el número de teléfono de Goran Gavila.
—Doctor Gavila, soy Mila…
El criminólogo se quedó sorprendido y no respondió hasta pasados unos segundos.
—¿En qué puedo ayudarte, Mila?
¿Su tono era de fastidio? No, era solo su impresión. La agente empezó contándole que a esas horas debería estar en un tren, pero, en cambio, se encontraba en la habitación de Debby Gordon, en el colegio. Prefirió contarle toda la verdad, y Goran la escuchó. Cuando terminó, hubo un largo silencio al otro lado.
Ella no podía saberlo, pero Goran estaba mirando los estantes de su cocina con una taza de café humeante en la mano. El criminólogo había intentado contactar con Roche una y otra vez para evitar su suicidio mediático, pero había sido inútil.
—Quizá nos hayamos precipitado con Alexander Bermann —declaró.
Mila se percató de que Gavila hablaba con un hilo de voz, casi como si le hubiera costado pronunciar esa frase.
—Yo también lo creo —convino—. ¿Cómo ha llegado usted a esa conclusión?
—Porque llevaba a Debby Gordon en el maletero. ¿Por qué no a la última niña?
Mila recordó la explicación de Stern de aquella rara circunstancia:
—Quizá Bermann cometió un error al ocultar el cadáver, dio un paso en falso que podría hacer que lo descubrieran, y se disponía a llevarla a un lugar en el que esconderla mejor.
Goran escuchó, perplejo. Desde el otro lado, su respiración se agitó.
—¿Qué ocurre? —se inquietó Mila—. ¿He dicho algo que no encaja?
—No. Pero no parecías muy convencida mientras lo decías.
—No, en efecto —convino ella después de pensarlo.
—Falta algo. O, mejor dicho, hay algo que no está en armonía con el resto.
Mila sabía que un buen policía vive de sus percepciones. Nunca se hace referencia a ellas en los informes oficiales, pues en estos solo sirven los «hechos». Pero, ya que había sido Gavila el que había sacado el tema, Mila se arriesgó a hablarle de sus sensaciones.
—La primera vez que lo sentí fue durante el informe del médico legal. Fue como una nota desafinada, pero no logré retenerla, y la perdí casi en seguida.
El cosquilleo en la nuca.
Oyó que en su casa Goran desplazaba una silla, y también ella se sentó. Después habló él:
—Probemos, como hipótesis, a excluir a Bermann…
—De acuerdo.
—Imaginemos que el artífice de todo sea otra persona. Supongamos que ese tío ha salido de la nada y ha metido a una niña con el brazo amputado en el maletero de Bermann…
—Bermann nos lo habría dicho para desviar las sospechas que caían sobre sí mismo —apuntó Mila.
—No lo creo —replicó Goran con seguridad—. Bermann era un pedófilo: no podría haberlas desviado mucho. Sabía que estaba perdido. Se suicidó porque no tenía salvación, y para proteger a la organización de la que formaba parte.
Mila recordó que también el profesor de música se había suicidado.
—Entonces, ¿qué hacemos?
—Volver a Albert, el perfil neutro e impersonal que habíamos elaborado al principio.
Por primera vez, Mila se sintió realmente implicada en el caso. El trabajo en equipo era una experiencia nueva para ella. Y no le desagradaba trabajar junto al doctor Gavila. Lo conocía desde hacía poco, pero ya había aprendido a confiar en él.
—El caso es que el secuestro de las niñas y el cementerio de brazos tienen una razón. Quizá absurda, pero la tienen. Y, para explicarla, necesitamos conocer a nuestro hombre. Cuanto más lo conozcamos, más podremos comprenderlo. Cuanto más lo comprendamos, más nos acercaremos a él. ¿Tienes eso claro?
—Sí… Pero ¿cuál será mi papel? —quiso saber ella.
El tono de Goran se hizo más grave, la voz cargada de energía:
—Es un depredador, ¿no? Entonces, enséñame cómo caza…
Mila abrió el cuaderno que llevaba consigo. Del otro lado, él oyó que pasaba las páginas. La agente empezó a leer sus notas sobre las víctimas:
—Debby, doce años. Desaparecida en la escuela. Sus compañeros recuerdan haberla visto salir al acabar las clases. En el colegio no se dieron cuenta de su ausencia hasta que pasaron lista por la noche.
Goran dio un largo sorbo a su café y luego dijo:
—Ahora háblame de la segunda…
—Anneke, diez años. Al principio todos pensaron que se había perdido en el bosque… La número tres se llamaba Sabine, era la más pequeña: siete años. Ocurrió el sábado por la tarde, mientras estaba con su familia en el parque de atracciones.
—Es la que se llevó del tiovivo, delante de las narices de los padres. En ese momento se disparó la alarma en todo el país. Nuestro equipo intervino, y fue entonces cuando la cuarta niña desapareció también.
—Melissa, la mayor: trece años. Sus padres le habían impuesto el toque de queda, pero el día de su cumpleaños lo desobedeció para ir a celebrarlo con sus amigas a la bolera.
—Fueron todas, menos Melissa —recordó el criminólogo.
—A Caroline la secuestró cuando estaba en su cama, tras entrar en la casa… Y luego está la número seis.
—Esa, después. Hablemos de las otras por ahora.
Goran se sentía increíblemente en sintonía con Mila, una sensación que no percibía desde hacía mucho tiempo.
—Ahora necesito que razones conmigo, Mila. Dime: ¿cómo se comporta nuestro Albert?
—Primero secuestra a una niña que está lejos de casa y que es poco sociable. Así nadie se dará cuenta de nada y él tendrá tiempo…
—¿Tiempo para hacer qué?
—Es como una prueba: quiere estar seguro de lograr lo que se propone. Y, con tiempo a su disposición, siempre puede deshacerse de la víctima y desaparecer.
—Con Anneke ya está más relajado, pero decide secuestrarla él mismo en el bosque, lejos de posibles testigos… ¿Y cómo se comporta con Sabine?
—Se la lleva a la vista de todos: en el parque de atracciones.
—¿Por qué? —preguntó Goran.
—Por el mismo motivo por el que secuestra a Melissa cuando ya están todos alerta o a Caroline en su casa.
—¿Cuál es ese motivo?
—Se siente fuerte, ha adquirido seguridad.
—Bien —dijo Goran—. Sigue… Ahora cuéntame desde el principio la historia de las hermanas de sangre…
—Lo hacen las niñas. Se pinchan el dedo con un imperdible y luego unen las yemas, recitando juntas una cantinela.
—¿Quiénes son las dos niñas?
—Debby y la número seis.
—Pero ¿por qué la elige Albert? —inquirió Goran—. Es absurdo. ¡Las autoridades están en alerta, todos buscan a Debby y él vuelve para secuestrar a su mejor amiga! ¿Por qué correr un riesgo como ese? ¿Por qué?
Mila sabía adónde quería llegar el criminólogo, y, aunque fue ella quien lo dijo, había sido él el que la había conducido hasta allí.
—Creo que se trata de un desafío…
Esa última palabra pronunciada por Mila tuvo el efecto de abrir una puerta cerrada en la cabeza del criminólogo, que se levantó de la silla y empezó a caminar por la cocina.
—Continúa…
—Ha querido demostrar algo. Que es el más listo, por ejemplo.
—El mejor de todos. Es evidente que se trata de un egocéntrico, de un hombre enfermo de narcisismo… Ahora, háblame de la número seis.
Ella pareció contrariada.
—No sabemos nada.
—Tú háblame de ella de todos modos. Hazlo con lo que tenemos…
Mila dejó el cuaderno, ahora tenía que improvisar.
—Está bien, veamos… Tiene más o menos la edad de Debby, porque eran amigas. O sea, unos doce años. Lo confirma también el análisis de los cuerpos de Barr.
—Bien… ¿Qué más?
—Según el examen forense, murió de manera distinta.
—¿Es decir? Recuérdamelo…
Mila cogió de nuevo el cuaderno en busca de la respuesta.
—Le amputó el brazo como a las demás, solo que en su sangre y en sus tejidos había restos de un cóctel de fármacos.
Goran le hizo repetir los nombres de las medicinas enumeradas por Chang. Antiarrítmicos como la disopiramida, inhibidores de la ECA, atenolol, que es un betabloqueante…
Eso era lo que no lo convencía.
—Eso es lo que no me convence —dijo Mila, y por un instante, Goran Gavila tuvo la sospecha de que aquella mujer podía leerle el pensamiento.
»Durante la reunión, usted dijo que Albert redujo así su ritmo cardíaco e hizo que le bajara la presión —apuntó Mila—. Y el doctor Chang añadió que su objetivo era ralentizar el desangramiento para dejarla morir lentamente.
«Ralentizar el desangramiento. Dejarla morir lentamente».
—Está bien, ahora háblame de sus padres…
—¿Cuáles? —preguntó Mila sin entender.
—¡No me importa que no esté escrito en tu maldito cuaderno! ¡Quiero tus impresiones, vamos!
¿Cómo sabía lo del cuaderno de notas?, se preguntó, sorprendida por su reacción. Pero luego comenzó a razonar de nuevo.
—Los padres de la sexta niña no se han presentado como los demás para el examen del ADN. No sabemos quiénes son porque no han denunciado su desaparición.
—¿Por qué no la han denunciado? ¿Quizá no lo saben todavía?
—Improbable.
«Ralentizar el desangramiento».
—¡Quizá no tenga padres! ¡Quizá esté sola en el mundo! ¡Tal vez no le importe a nadie! —Goran se estaba alterando.
—No, ella tiene una familia. Es como todas las demás, ¿recuerda? Hija única, madre de más de cuarenta años, cónyuges que han decidido tener un solo hijo. Él no cambia, porque ellos son sus verdaderas víctimas: es probable que no tengan hijos nunca más. Ha elegido a las familias, no a las niñas.
—Justo —dijo Goran, gratificándola—. ¿Y entonces?
Mila pensó un poco en ello.
—A él le gusta desafiarnos. Quiere el desafío, como las niñas hermanas de sangre. Es un enigma… Y está poniéndonos a prueba.
«Dejarla morir lentamente».
—Si existen los padres, y lo saben, entonces ¿por qué no han denunciado su desaparición? —insistió Goran, bajando la mirada al suelo de la cocina. Tenía la sensación de que estaban cerca de algo. A lo mejor, una respuesta.
—Porque tienen miedo.
La frase de Mila iluminó todos los rincones oscuros de la habitación, y le provocó una picazón en la nuca, una especie de cosquilleo…
—¿Miedo de qué?
La respuesta era una consecuencia directa de lo que Mila había dicho poco antes. En realidad no era necesario, pero aun así quería que aquella idea adoptara la forma de palabras, para aferrarse a ella y evitar así que se disolviera.
—Los padres tienen miedo de que Albert pueda hacerle daño…
—Pero ¿cómo va a hacerle daño si ya está muerta?
«Ralentizar el desangramiento. Dejarla morir lentamente».
Goran se detuvo y se dejó caer al suelo de rodillas. Mila, en cambio, se puso en pie de un salto.
—No ha ralentizado el desangramiento…, ¡lo ha detenido!
Ambos llegaron a la vez a esa conclusión.
—Oh, Dios mío… —dijo ella.
—Sí…, aún sigue con vida.