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La familia Kobashi —padre, madre y dos hijos, un varón de quince años y una niña de doce— vivía en el prestigioso complejo de Cabo Alto. Sesenta hectáreas inmersas en la vegetación, con piscina, cuadras, campo de golf y un club reservado a los propietarios de las cuarenta casas que lo formaban. Un refugio de la alta burguesía, compuesta comúnmente por médicos especialistas, arquitectos y abogados.

Un muro de dos metros, sabiamente disfrazado por un seto, separaba del resto del mundo ese paraíso solo para elegidos, que disponía, además, de un servicio de vigilancia las veinticuatro horas del día. Setenta cámaras de televisión vigilaban el perímetro entero, y un servicio privado garantizaba la seguridad de sus habitantes.

Kobashi era dentista. Renta elevada, un Maserati y un Mercedes aparcados en el garaje, una segunda residencia en la montaña, un velero y una envidiable colección de vinos en el sótano. Su mujer se ocupaba de la educación de los hijos y de decorar la casa con objetos únicos y muy caros.

—Llevaban más de tres semanas en los trópicos, volvieron anoche —anunció Stern mientras Goran y Mila llegaban a la casa—. El motivo de las vacaciones fue precisamente la historia de las jóvenes secuestradas. Su hija tiene más o menos esa edad, así que creyeron mejor dar un descanso al servicio y cambiar de aires.

—¿Dónde están ahora?

—En un hotel. Los vigilamos por seguridad. La mujer ha necesitado un par de Valium. Están bastante trastornados.

Las últimas palabras de Stern sirvieron para prepararlos para lo que verían dentro de muy poco.

La casa ya no era una casa. Ahora se definía como el nuevo «lugar de la investigación». Había sido rodeada completamente por una cinta policial para mantener alejados a los vecinos que se amontonaban para averiguar qué había sucedido.

—Por lo menos, la prensa no podrá llegar hasta aquí —apuntó Goran.

Se encaminaron a lo largo del prado que separaba la casa de la calle. El jardín estaba bien cuidado y se veían espléndidas plantas de invierno decorando los bancales donde, en verano, la señora Kobashi cultivaba personalmente sus rosas para concurso.

Un agente custodiaba la puerta y solo dejaba pasar al personal acreditado. Allí estaban Krepp y Chang, con sus correspondientes equipos, todos manos a la obra. Justo antes de que Goran y Mila se dispusieran a cruzar el umbral, el inspector jefe Roche salió a su encuentro.

—No os lo podéis ni imaginar… —dijo, muy pálido, apretándose un pañuelo contra la boca—. Esta historia está dando un giro cada vez más terrible. Desearía que pudiéramos haber impedido esta desgracia… ¡Solo son niñas, santo Dios!

La angustia de Roche parecía auténtica.

—¡Y, por si fuera poco, los vecinos ya se han quejado de nuestra presencia y presionan a sus contactos políticos para echarnos de aquí cuanto antes! ¿Os dais cuenta? ¡Ahora debo llamar al maldito senador para asegurarle que nos daremos prisa!

Mila recorrió con la mirada la pequeña muchedumbre de vecinos agrupados delante de la casa. Ese era su edén privado, y ellos los invasores.

Sin embargo, en un rincón del paraíso se había abierto, inesperada, una puerta al infierno.

Stern le pasó el frasquito con la pasta de alcanfor para que se la aplicara debajo de la nariz; Mila completó el ritual de presentación a la muerte poniéndose los cubrezapatos de plástico y los guantes de látex. El agente que custodiaba la puerta se apartó para dejarlos pasar.

En la entrada todavía estaban las maletas de las vacaciones y las bolsas con los souvenirs. El vuelo que había traído a los Kobashi del sol de los trópicos a aquel helado febrero había llegado hacia las diez de la noche. Luego, de camino a casa, a encontrarse con las viejas costumbres y el consuelo de un lugar que, sin embargo, ya no sería el mismo para ellos. La servidumbre regresaría de las vacaciones al día siguiente, así que ellos habían sido los primeros en traspasar ese umbral.

El olor llenaba el aire.

—Esto es lo que han olido los Kobashi en cuanto han abierto la puerta —se apresuró a explicar Goran.

«Durante un segundo o dos se habrán preguntado qué era —pensó Mila—. Luego han encendido la luz…».

En el amplio salón, los técnicos de la policía científica y el equipo del médico forense se movían coordinando los gestos, como guiados por un misterioso e invisible coreógrafo. El suelo de mármol caro reflejaba sin piedad la luz de las lámparas halógenas. La decoración alternaba espacios de diseño moderno con muebles de anticuario. Tres sofás de napa de color beis delimitaban los lados de un cuadrado frente a una enorme chimenea de piedra rosada.

Sobre el sofá del centro estaba sentado el cadáver de la niña.

Tenía los ojos abiertos, de un azul jaspeado. Y los estaba mirando.

Aquella mirada fija era la última semblanza humana en el rostro devastado. El proceso de deterioro estaba ya en un estadio avanzado. La falta del brazo izquierdo le confería una postura oblicua, como si tuviera que resbalarse hacia un lado de un momento a otro. Pero, en cambio, permanecía sentada.

Llevaba un vestido de flores azules. Las costuras y el corte revelaban una factura casera; con toda probabilidad estaba hecho a medida. Mila también reparó en la trama de ganchillo de las medias blancas, el cinturón de raso sujeto a la cintura con un botón de nácar.

Estaba vestida como una muñeca. Una muñeca rota.

La agente no pudo mirarla más que algunos segundos. Bajó los ojos y se fijó por primera vez en la alfombra adamascada que había entre los sofás y que representaba rosas persas y florituras multicolores. Tuvo la impresión de que las figuras se movían. Luego miró mejor: la alfombra estaba completamente recubierta de pequeños insectos, que hormigueaban y se amontonaban unos sobre otros.

Mila se llevó instintivamente una mano a la herida del brazo y apretó. Si alguien hubiera estado cerca de ella, habría pensado que le dolía. Pero, en realidad, era todo lo contrario.

Como siempre, buscaba consuelo en el dolor.

La punzada fue breve, pero le dio fuerzas para presenciar con atención aquella obscena representación. Cuando no pudo más, dejó de apretar. Oyó que el doctor Chang le decía a Goran:

—Son larvas de Sarcophaga carnaria. Su ciclo biológico es muy rápido si hay calor. Y son muy voraces.

Mila sabía a qué se refería el médico, porque sus casos de desapariciones a menudo se solucionaban con la recuperación de un cadáver. Con frecuencia era necesario no solo proceder con el rito piadoso del reconocimiento, sino también con el más prosaico de la datación de los restos. En las varias fases que siguen a la muerte participan insectos diferentes, sobre todo cuando los restos están expuestos. La llamada «fauna cadavérica» se divide en ocho grupos. Cada uno de ellos se manifiesta en cada una de las varias etapas de la modificación que sufren las sustancias orgánicas después de la muerte. Así, según la especie que ha entrado en acción, es posible remontarse hasta el momento de la muerte.

La Sarcophaga carnaria era una mosca vivípara y debía de formar parte del segundo grupo porque Mila oyó al patólogo añadir que el cadáver debía de encontrarse allí desde hacía al menos una semana.

—Albert ha tenido todo el tiempo para actuar mientras los propietarios estaban fuera.

—Pero hay una cosa que no me explico… —añadió Chang—. ¿Cómo ha conseguido ese bastardo traer aquí el cuerpo si hay setenta cámaras de vigilancia y unos treinta guardias de seguridad controlando el área de noche y de día?