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«The Piper at the Gates of Dawn», de 1967. «A Saucerful of Secrets», de 1968. «Ummagumma» era del 69, como la banda sonora de la película More. En 1971 salió «Meddle», pero antes hubo otro… En 1970, estaba seguro. No recordaba el título, pero la portada sí. Esa en la que había una vaca…, ¿cómo se llamaba?

«Tengo que echar gasolina», pensó.

El indicador ya estaba al mínimo, y el piloto había empezado a parpadear con un rojo perentorio.

Pero él no quería detenerse.

Conducía desde hacía cinco horas largas y había recorrido casi seiscientos kilómetros. Sin embargo, haber interpuesto esa notable distancia con lo sucedido esa noche no lo hacía sentirse mejor. Tenía los brazos agarrotados sobre el volante; los músculos del cuello, tensos, le dolían.

Se volvió un instante.

«No pienses…, no pienses…».

Ocupaba su mente recuperando de la memoria recuerdos familiares, tranquilizadores. En los últimos diez minutos se había concentrado en la discografía de Pink Floyd. Pero en las cuatro horas precedentes habían sido los títulos de sus películas preferidas, los jugadores de las últimas tres temporadas del equipo de hockey del que era seguidor, los nombres de sus viejos compañeros de escuela, y también los profesores. Había llegado hasta la señora Berger. ¿Qué habría sido de ella? Le gustaría volver a verla. Cualquier cosa con tal de mantener alejado ese pensamiento. ¡Y ahora, su mente se había detenido en aquel álbum de la vaca de las narices en la portada!

Y el pensamiento había vuelto.

Tenía que deshacerse de él, devolverlo al rincón de su cabeza donde ya había conseguido confinarlo varias veces esa noche. De otro modo, empezaba a sudar, y a ratos estallaba en llanto, desesperándose por la situación, aunque no le duraba mucho. El miedo volvía a atenazarle el estómago. Pero él se obligaba a mantenerse lúcido.

«Atom Heart Mother».

Ese era el título del disco. Por un instante se sintió feliz, pero fue una sensación pasajera. En su situación, había bien poco por lo que ser feliz.

Se volvió nuevamente para mirar atrás.

Después, otra vez: «Tengo que echar gasolina».

De vez en cuando, de la alfombrilla que tenía debajo de él subía una vaharada rancia de amoníaco para recordarle que se lo había hecho encima. Los músculos de las piernas empezaban a entumecérsele, y se le había dormido una pantorrilla.

La tormenta que había golpeado la autopista durante casi toda la noche se había alejado más allá de las montañas. Pudo ver el resplandor verdoso en el horizonte, mientras en la radio un locutor proporcionaba el enésimo informe meteorológico. Dentro de poco llegaría el alba. Una hora antes había salido de la autopista y había cogido la carretera general. Ni siquiera se había detenido a pagar el peaje. Su objetivo por el momento era ir hacia delante, cada vez más lejos.

Siguiendo al pie de la letra las instrucciones recibidas.

Por unos minutos permitió a su mente vagar por otros derroteros. Pero, inevitablemente, al final se dirigió al recuerdo de aquella noche.

Había llegado en coche al hotel Modigliani el día anterior, hacia las once de la mañana. Había hecho su trabajo de representante comercial en la ciudad durante toda la tarde y luego, por la noche, tal como tenía previsto, había cenado con algunos clientes en el bistró del hotel. Pasadas las diez, se había retirado a su habitación.

Tras cerrar la puerta, lo primero que hizo fue aflojarse la corbata frente al espejo, y, en ese momento, el reflejo le devolvió, junto a su semblante sudado y los ojos inyectados en sangre, el verdadero rostro de su obsesión. Eso era lo que sucedía cuando el deseo le sacaba ventaja.

Mientras se miraba se preguntó, asombrado, cómo había conseguido esconderles tan bien a los comensales la naturaleza real de sus pensamientos durante toda la noche. Había hablado con ellos, escuchado los insulsos discursos sobre golf y sobre esposas demasiado exigentes, reído chistes malos sobre sexo. Pero su mente estaba en otra parte. Saboreaba por adelantado el momento en que, de vuelta a su habitación y una vez aflojado el nudo de la corbata, le permitiría a ese bolo ácido que le cerraba la garganta remontar y estallarle en la cara, en forma de sudor, resuello y mirada pérfida.

El verdadero rostro bajo la máscara.

Encerrado en su habitación pudo por fin dar desahogo a aquel deseo que le oprimía el pecho y los pantalones, temiendo que estallase de un momento a otro. No obstante, eso no había sucedido; había conseguido controlarse.

Porque dentro de poco se habría marchado.

Como siempre, se había jurado a sí mismo que esa sería la última vez. Como siempre, esa promesa se había repetido antes y después. Y, como siempre también, sería incumplida y renovada la próxima ocasión.

Había dejado el hotel hacia la medianoche en el colmo de la excitación y había empezado a dar vueltas sin sentido, haciendo tiempo. Esa tarde, entre un recado y otro, efectuó inspecciones para cerciorarse de que todo fuera según sus planes, para que no surgieran obstáculos. Hacía dos meses que se preparaba, que cortejaba a su «mariposa» con cuidado. La espera era el justo adelanto de todo placer, y él la disfrutaba. Había cuidado los detalles, porque eran siempre éstos los que te traicionaban. Pero a él no le ocurriría. A él nunca le ocurriría. Aunque ahora, tras el hallazgo del cementerio de brazos, debía tomar algunas precauciones adicionales. Había mucha policía por allí, y todos parecían estar alertas. Pero él era bueno haciéndose invisible. No tenía nada que temer. Solo debía relajarse. Dentro de poco vería la mariposa en la carretera, en el punto acordado el día anterior. Siempre temía que pudieran cambiar de idea, que algo en la parte que les tocaba interpretar se torciera. Y entonces él se pondría triste, con aquella tristeza podrida de la que se necesitan días para librarse de ella y, lo que es peor, que no puede esconderse. Pero seguía repitiéndose que también esa vez saldría bien.

La mariposa acudiría.

La haría subir de prisa, acogiéndola con sus habituales formalidades, aquellas que no solo gustan, sino que además ahuyentan las dudas generadas por el miedo. La conduciría al lugar que había elegido para ellos esa tarde, desviándose por un caminito desde el que se veía el lago.

El perfume de las mariposas era siempre muy penetrante: chicle, zapatillas de deporte y sudor. Eso le gustaba. Ese olor ya formaba parte de su coche.

También ahora lo percibió, mezclado con el de la orina. Lloró de nuevo. Cuántas cosas habían pasado desde aquel momento. Fue brusco el paso de la excitación y la felicidad a lo que sucedió a continuación.

Miró hacia atrás.

«Tengo que echar gasolina».

Pero luego lo olvidó, y, con una bocanada de aquel aire viciado, volvió a sumirse en el recuerdo de lo que ocurrió después…

Estaba inmóvil en el coche, a la espera de la mariposa. De vez en cuando, la luna opaca asomaba la cabeza por entre las nubes. Para engañar a su ansiedad, repasó el plan. Al principio hablarían, pero él sobre todo escucharía. Porque sabía que las mariposas siempre necesitaban recibir lo que no encontraban en otro lugar: atención. Sabía interpretar bien ese papel. Escuchar pacientemente a la pequeña presa que, abriéndole el corazón, se debilitaba sola. Bajaba la guardia, y lo dejaba pasar tranquilamente a territorios profundos.

Cerca de la superficie del alma.

Él siempre decía algo extremadamente apropiado. Siempre lo hacía. Así era como se convertía en su maestro. Era bonito instruir a alguien sobre sus propios deseos. Explicarle bien lo que se quiere, hacerle ver cómo se hace. Era algo importante. Convertirse en su escuela, en su zona de prácticas. Proporcionar un adiestramiento sobre lo que es agradable.

Pero justo mientras estaba componiendo esa lección mágica que le abriría todas las puertas de su intimidad, miró distraídamente por el espejo retrovisor.

Y en ese momento lo vio.

Algo menos consistente que una sombra. Algo que puedes no haber visto en realidad, porque proviene directamente de tu imaginación. Y él en seguida había pensado en un espejismo, en una ilusión.

Hasta el puñetazo en la ventanilla.

El ruido seco de la puerta al abrirse. La mano que se introdujo y le agarró el cuello, apretando. Ninguna posibilidad de reaccionar. Una ráfaga de aire frío invadió el habitáculo, y recordaba bien haber pensado: «He olvidado echar el seguro». ¡El seguro! Pero eso no habría bastado para detenerlo.

El hombre tenía una fuerza considerable y logró sacarlo fuera del coche agarrándolo tan solo de un brazo. Un pasamontañas negro le cubría la cara. Mientras lo sostenía en el aire, él pensó en la mariposa: la valiosa presa que había atraído con tanto trabajo ya estaba perdida.

E, indudablemente, llegados a ese punto, la presa era él.

El hombre aflojó la presión sobre su cuello y lo arrojó al suelo. Luego regresó hacia su coche. «Claro, ha ido a buscar el arma con la que acabará conmigo…», pensó él. Y así, movido por un desesperado instinto de supervivencia, había intentado arrastrarse por el suelo húmedo y frío, aunque al hombre del pasamontañas le habrían bastado solo unos pasos para alcanzarlo y terminar lo que había empezado.

«Cuántas cosas inútiles hace la gente cuando trata de escapar de la muerte —pensó ahora, dentro de su coche—. Hay quien frente al cañón de una pistola alarga la mano, con el único resultado de hacerse perforar la palma por la bala. Y están los que para huir de un incendio se arrojan por las ventanas de los edificios… Quieren evitar lo inevitable, y terminan haciendo cosas absurdas».

Él no creía formar parte de ese tipo de personas. Siempre había estado seguro de poder afrontar la muerte dignamente. Al menos hasta esa noche, cuando se encontró arrastrándose como un gusano, suplicando ingenuamente su propia salvación.

Renqueando a duras penas, ganó tan solo un par de metros. Luego se desmayó.

Dos bofetadas secas en las mejillas lo hicieron volver en sí. El hombre del pasamontañas había vuelto. Se recortaba por encima de él y lo miraba con sus ojos apagados, calinosos. No llevaba ninguna arma consigo. Con un gesto de la cabeza, señaló el coche y le dijo: «Vete y no te detengas, Alexander».

El tipo del pasamontañas conocía su nombre.

Al principio le pareció sensato. Después, pensando de nuevo en ello, era lo que más lo aterrorizaba.

Marcharse de allí. En ese momento no lo había creído. Se había levantado del suelo, había alcanzado el coche tambaleándose, tratando de apresurarse por temor a que el otro pudiera cambiar de idea. Se había puesto al volante en seguida, con la vista aún nublada y las manos temblando hasta tal punto que no lograba poner en marcha el vehículo. Cuando finalmente lo había conseguido, había comenzado su larga noche en la carretera. Lejos de allí, cuanto más lejos, mejor…

«Tengo que echar gasolina», pensó para volver a ser práctico.

El depósito estaba casi vacío. Buscó las indicaciones de una estación de servicio, preguntándose si eso entraría en conflicto con la orden que había recibido esa noche.

No detenerse.

Hasta la una de la madrugada, dos preguntas habían ocupado sus pensamientos: ¿por qué el hombre del pasamontañas lo había dejado marchar? Y ¿qué había pasado mientras él estaba inconsciente?

La respuesta la obtuvo cuando su mente recuperó parte de la lucidez y empezó a oír el ruido.

Un roce en la carrocería, acompañado por un golpeteo rítmico y metálico —tum, tum, tum—, oscuro e incesante. «¡Claro, le ha hecho algo al coche: antes o después, una de las ruedas se saldrá del eje y perderé el control, aplastándome contra el guardarraíl!». Pero nada de todo eso había sucedido, porque aquel ruido no era de naturaleza mecánica. Pero eso lo había comprendido después…, aunque no fuera capaz de admitirlo.

En ese momento apareció una señal en la carretera: la estación de servicio más próxima estaba a menos de ocho kilómetros. Llegaría, pero allí tendría que ser rápido.

Con ese pensamiento, se volvió por enésima vez.

Pero su atención no se dirigía a la carretera nacional que dejaba a sus espaldas, ni a los coches que circulaban detrás de él.

No, su mirada se detenía antes, mucho antes.

Lo que lo perseguía no estaba allí, en aquella carretera. Estaba mucho más cerca. Era la fuente de aquel ruido. Era algo de lo que no podía escapar.

Porque aquello estaba en su maletero.

Eso era lo que miraba con tanta insistencia, aunque trataba de no pensar en lo que contenía. Pero cuando Alexander Bermann volvió a mirar hacia delante ya era demasiado tarde. En el arcén, el policía le estaba haciendo señas para que se detuviera.