Piazza Navona

 

(La Plaza Navona)

 

 

 

 

Esta plaza tal vez sea la de mayor fama y una de las más hermosas de toda Roma. Se construyó sobre el Stadium di Domiciano, erigido hacia el año 85 de la era cristiana y conocido como Circus Agonalis; aún pueden observarse hoy en día algunos restos de la muralla. Se pensó para el disfrute de los juegos atléticos griegos, carreras ecuestres y espectáculos musicales en honor al dios Júpiter. No fue hasta la Edad Media cuando comenzara a edificarse sobre las antiguas gradas, respetando la arena propiamente dicha como plaza pública.

 

Sus grandes dimensiones, 276 m de largo por 106 de ancho han propiciado que pudieran erigirse en el interior tres hermosas fuentes que bien podrían rivalizar, sobre todo una de ellas, en cuanto a belleza se refiere, con la mismísima Fontana di Trevi.

 

La Fontana dei Quattro Fiumi se alza en el centro de la plaza, representando los cuatro grandes ríos del mundo:

 

Nilo — Ganges — Danubio — Río de la Plata

 

En la cima se yergue el milenario obelisco de 17,6 m que el emperador Diocleciano mandara construir en Egipto. El conjunto se encuadra dentro del estilo barroco, debiéndose su ejecución al afamado arquitecto y escultor Gian Lorenzo Bernini, incansable trabajador que tan honda huella dejó a lo largo de la ciudad.

 

En ambos extremos pueden apreciarse otras dos fuentes. En el norte la Fontana del Nettuno y en la zona sur la Fontana del Moro, ambas construidas por Giacomo della Porta. Estas dos fuentes presentan la particularidad de que algunos de sus elementos centrales fueron erigidos con posterioridad, en el caso de la última sería Bernini quien añadiera el moro y el delfín. Respecto a la primera, la figura de Neptuno se erigiría ya en el siglo XIX.

 

Dos emblemáticas edificaciones rivalizan en importancia con las susodichas fuentes: La iglesia de Santa Inés en Agora, construida encima del lupanar donde, según narra la tradición, la santa fue forzada a desnudarse y renunciar al cristianismo y el Palazzo Pamphili, sede actual de la Embajada de Brasil.

 

Comenzaba a anochecer cuando entraron en la plaza.  El ambiente era mucho más fresco y agradable en comparación con el agobiante calor que venían de soportar en la vía del Corso, repleta de coches y viandantes. Se dirigieron a uno de los restaurantes de la plaza, frecuentado por Alfredo, no sin antes admirar la magnífica Fontana dei Quattro Fiumi, en tanto daban un tranquilo paseo por los alrededores de la misma.

 

—Tengo los pies deshechos —comentó ella al tomar asiento.

 

—Este calor no resulta muy apropiado para hacer turismo cultural en Roma, es más propio del mes de Agosto. Lo cierto es que este año el verano se está alargando demasiado. ¿Te pido una Coca-Cola?

 

—Mejor una cerveza fresquita, creo que me refrescará más. Se está muy a gusto aquí —reconoció, mirando a su alrededor, mientras  respiraba en profundidad—. ¡Es una plaza preciosa, enormemente grande! Comparada con la de Pontevedra, aquella parecería de juguete.

 

—¡Háblame de ti! —pidió Alfredo tras un momento de silencio.

 

Ella sonrió, no muy convencida.

 

—¿Qué quieres que te diga? Mi vida no es interesante, tengo un trabajo tranquilo en una ciudad tranquila. Allá en mi tierra las horas parecen más largas que aquí, los días transcurren sin grandes emociones ni sobresaltos y hasta los sentimientos parecen tener menor intensidad y fuerza. ¡Soy una mujer normal!

 

—Para mí no —objetó él cogiendo su mano—. Esa normalidad de la que hablas tiene otra lectura en mi opinión. Desde hace veinte años acudo cada semana, siempre que estoy en la ciudad, a los Museos Vaticanos, visitando la Capella Sistina con bastante asiduidad. Puedes imaginarte las miles de personas con las que me habré cruzado en mis innumerables visitas. Pues bien, hasta ayer, nadie había llamado mi atención como cuando te vi allí parada, absorta en la contemplación de aquellos maravillosos frescos. Era como si desearas hacerlos tuyos, interiorizarlos, asimilarlos hasta lograr una perfecta comunión con el artista. Tú no te das cuenta, pero irradias una energía muy especial. Este es un don que no muchas personas poseen hoy en día.

 

—Disfruto con el arte, es cierto —repuso un tanto intimidada por el comentario—, siempre lo he hecho. Desde muy pequeña me gustaba visitar la Catedral de Santiago y perderme en las  amplias y majestuosas naves, admirando las diferentes capillas, su magnífico altar mayor, las vidrieras y columnas… Tenía un pequeño libro que siempre llevaba conmigo y que aún conservo, en él iba apuntando las impresiones que me producían cada uno de los objetos observados. Podía pasarme horas examinando el Pórtico de la Gloria o la fachada del Obradoiro sin sentir cansancio alguno, encontrando siempre algún pequeño detalle que me había pasado inadvertido en anteriores visitas. Luego, al llegar a casa, cotejaba en los libros todo aquello que había ido apuntando.

 

»Recuerdo que, en cierta ocasión, me quedé cerrada dentro de la nave central, mis padres extrañando mi retraso y conociendo mis aficiones fueron a buscarme directos a la catedral, logrando que me abrieran la cerrada puerta. Lo curioso del caso es que yo no me había enterado de que estaba encerrada. En tanto otras niñas jugaban con muñecas, yo admiraba bajorrelieves románicos —bromeó.

 

—¿Y aún opinas que eres una mujer normal? —Apretó con fuerza la mano que aún mantenía entre las suyas—. Ya te dije ayer en la Basílica que eres alguien muy especial, aunque aún no te hayas dado cuenta de ello.

 

Rosana sintió que las lágrimas luchaban por asomar a sus ojos, intentando liberar la emoción que tales palabras le producían. Se mordió los labios para evitar llorar. No quería parecer una boba  sentimental de lágrima fácil. Aquella opinión la había llegado muy hondo, tocándole las fibras más sensibles, pero no quiso mostrar emoción alguna.

 

Agradeció la oportuna interrupción del camarero entregándoles la carta con gesto solícito. Él preguntó qué le apetecía cenar.

 

—Lo cierto es que no tengo hambre después de la copiosa comida. ¡Me tomaría un helado!

 

Pidieron un helado de Stracciatella para ella y otro de nata y nueces para él.

 

Aún seguía el camarero tomando nota del pedido cuando sonó el teléfono. Al mirar el número vio que se trataba de Yago. Dudó un momento en responder, pero, pensando que pudiera ser una urgencia, lo hizo.

 

—Dime Yago. ¿Ocurre algo? —preguntó con gesto preocupado.

 

—¡Nada! —escuchó decir al amigo al otro lado de la línea—. Únicamente quería saber qué tal estás y cómo lo estás pasando.

 

Quedó sorprendida por lo absurdo de tal respuesta, le dieron ganas de echarle una buena reprimenda, pero supo contenerse comprendiendo que solo era una muestra de su interés hacia ella.

 

—Estoy perfectamente, hombre. Estate tranquilo, no me pasará nada. ¡No soy una niña! —dijo tranquilizándolo.

 

—Ya lo sé, Anna. ¿Lo estás pasando bien?

 

—¡De maravilla! ¡Esto es precioso! No puedes imaginarte la cantidad de cosas excepcionales que encierra esta increíble ciudad, vayas por donde vayas encuentras arte. ¡Es como un monumental museo al aire libre! Tendrías que verlo.

 

—Ya sabes que me hubiera gustado ir —respondió él con un ligero aire de reproche—. Me alegro mucho de que estés disfrutando, pero no te olvides de los amigos y escribe más a menudo.  Adiós Anna. ¡Cuídate!

 

—¡Adiós Yago! Un beso muy fuerte para todos.

 

Mientras cortaba la llamaba sintió un vago sentimiento de culpa. Era cierto, su amigo hubiera querido realizar aquel viaje, ella no lo había permitido porque deseaba estar sola y ahora... ¡Miró a Alfredo!

 

Él, mientras tanto, no había perdido detalle de la conversación. Era un gran observador y no le pasaron desapercibidos ninguno de los cambios de ánimo que ella experimentó. El teléfono mantenía la intensidad del altavoz muy alta, lo que le permitió escuchar con claridad lo que ambos decían. Según iban hablando su gesto cambió, tornándose más serio y preocupado.

 

—Este Yago es un desastre —comentó sonriendo algo embarazada, como disculpándose por la escena que acababa de presenciar—. A veces me saca de mis casillas, me trata como si fuera una niña. ¡Parece mi hermano!

 

—Tal vez él no te vea como una hermana —comentó con gesto serio, mirándola con fijeza, esperando su reacción.

 

Ella no entendió muy bien qué había querido decir con tal comentario. Hizo como si no le hubiera oído y siguió protestando ante el excesivo proteccionismo del amigo.

 

—No sé de qué se queja. ¡Mira! Precisamente durante la comida les he enviado un mensaje junto a estas fotos —explicó mostrando el teléfono.

 

Alfredo se fijó en la pantalla sin hacer intención de coger el dispositivo, al ver las imágenes preguntó algo asombrado:

 

—¿Y les has enviado la foto en la que aparecemos juntos?

 

Rosana asintió. ¿Por qué no iba a hacerlo? Eran sus amigos, no tenía secretos que ocultarles, su vida era como un libro abierto para todos.

 

—¿Qué importancia puede tener una foto? ¡No lo entiendo!

 

—¿Te has preguntado alguna vez si el interés de tu amigo pudiera ir más allá de una simple amistad? —tal pregunta revelaba una contestación implícita.

 

Ella lo miró entre sorprendida y confusa, sin saber cómo reaccionar. Después de unos instantes rompió a reír nerviosa y desconcertada.

 

—¿Yago? ¡Estás loco! Es mi mejor amigo. Adoraba a su mujer, fueron muy felices durante los años de matrimonio. No puedes imaginar cuánto la extraña.

 

—Pero ella está muerta y tú no —espetó con brusquedad.

 

Comenzaba a sentirse incómoda ante el giro que estaba tomando la conversación. Tenía absoluta confianza en la amistad de Yago, aún durante su matrimonio ella se había sentido como su hermana pequeña. Siempre había estado a su lado, apoyándola y ayudándola, sin pedir nada a cambio.

 

Él se dio cuenta de que acababa de sobrepasar los límites de la cortesía y la discreción. Se sentía culpable al contemplar la turbación y el desánimo reflejado en su preciosa cara. Lo cierto era que no había podido evitar hacerlo, algo en su interior se revelaba ante esos lazos que parecían unirla con aquel amigo; hasta entonces no había imaginado que la muchacha pudiera estar ligada a otra persona por vínculos superiores a la amistad. Fue ella quien rompió el embarazoso silencio al asegurar:

 

—Yago no es más que un excelente amigo para mí. No podría verlo de otro modo.

 

Lo miraba fijamente mientras hablaba, con gesto casi suplicante, intentando que sus ojos reflejaran la verdad de aquellas palabras. Al mismo tiempo buscaba en los de él el efecto que la inoportuna llamada hubiera podido producir en su estado de ánimo. Comenzó a sentir miedo de que todo el maravilloso mundo en que había vivido las últimas cuarenta y ocho horas, se derrumbara de forma repentina.

 

Alfredo le tomó ambas manos.

 

—Perdóname —rogó—. He sido un estúpido y un grosero. No tengo ningún derecho a inmiscuirme en tu vida. Intenta olvidar esta escena, ¡por favor!, como si nunca hubiera tenido lugar…

 

—No digas eso. No eres ningún estúpido, te agradezco tu interés, solo que estás equivocado respecto a este asunto. Yago y yo somos y seremos siempre «buenos amigos».

 

Él quería creerla, necesitaba creerla. Abrió las pequeñas manos y depositó en ambas palmas un suave y cálido beso. Rosana le sujetó la cara mirándolo con ternura, al tiempo que decía sonriendo:

 

—Eres un asino.

 

Ambos no pudieron contener la risa recordando la anécdota de la mañana en El Coliseo, logrando con ello relajar la tensión vivida durante los últimos instantes. Decidieron marcharse dado lo avanzado de la hora, pensando que al día siguiente les esperaban numerosas visitas que realizar y necesitaban descansar para restablecer las agotadas energías.

 

La frescura de la noche se dejaba sentir al cruzar las pequeñas callejas castigadas por el implacable calor bochornoso del día. Rosana tuvo un ligero escalofrío provocado por el cambio de temperatura.

 

—¿Tienes frío? —preguntó, cogiéndola por los hombros y atrayéndola hacia él.

 

Ella no contestó, dejándose llevar.

 

—No puedo comprender qué me ha ocurrido esta noche —comentó hablando para sí mismo, mientras caminaban hacia el hotel—. Tal vez sea porque en un par de ocasiones he sentido que te alejabas de mí, viajando muy lejos con tu imaginación, como esta tarde en la Fontana. Creo que eso me ha llevado a pensar que había alguien en algún lugar que te importaba de verdad.

 

—Lo hubo —contestó tristemente—. Pero de eso hace ya mucho tiempo.

 

Apoyó la cabeza contra su hombro, como buscando protección. Él se paró y levantó el bonito rostro, mirándola a los ojos.

 

—¿Quieres hablar de ello? —preguntó a media voz.

 

Ella negó con la cabeza en un gesto apenas visible, ocultando la cara entre su pecho.

 

—Ahora no —murmuró quedamente—, en otro momento.

 

Continuaron la marcha hasta el cercano hotel que ya aparecía a escasos metros del lugar en que se hallaban. Antes de llegar a la entrada fue él quien la atrajo hacia sí y besó con ternura su mejilla. Ella hubiera deseado que aquella caricia no tuviera final. Desgraciadamente nada es eterno, él se apartó preguntando:

 

—¿Te vengo a buscar mañana hacia las once?

 

—¡Muy bien!

 

—¿Adónde quieres que vayamos?

 

—Organiza tú el día, al fin y al cabo eres mi guía.

 

Ciao, bambina! Ci vediamo domani![56] se  despidió con una sonrisa.

 

Ciao!

 

Se dirigió hacia la entrada del hotel, en tanto él la observaba sin moverse. Antes de entrar en el ascensor miró hacia la puerta y vio cómo se alejaba calle abajo.

 

Alfredo caminaba con pausada lentitud en dirección a la Piazza Venezia, cabizbajo y concentrado, en actitud pensativa. Su mente no cesaba de examinar los últimos acontecimientos. Estaba furioso consigo mismo por lo que ocurriera en la plaza. No era normal que él perdiera el control de sus actos de una manera tan estúpida.

 

«Esto se me está yendo de las manos —pensó—. Debo dominarme, al fin y al cabo es casi una desconocida —se dijo, tratando de convencerse—. Sí... ¡Una cautivadora desconocida!».

 

Volvió a sentirla apoyada en su hombro con actitud indolente, a embriagarse con el exquisito perfume que despedía su piel, a sentir la suavidad de aquellas pequeñas y delicadas manos, creadas para acariciar, más propias de niña que de mujer, a recordar la insinuante frescura de sus jugosos labios. ¡Aquella mujer lo hechizaba! ¿Cómo podía haber ocurrido? Todo aquello parecía una terrible pesadilla. Un sueño absurdo y cruel del que..., a ser posible..., ¡no quisiera despertar!

 
8 Días en Roma
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