Desesperación

 

 

 

 

 

Entró en la casa cerrando la puerta con llave, estaba empapado, aunque no parecía darse cuenta de ello. Se dirigió a la terraza sin apenas mirar el desordenado salón, testigo mudo del tortuoso drama vivido la pasada noche. Siempre había sido ordenado y cuidadoso con sus cosas y consigo mismo; más de una bronca había dedicado a la persona encargada de la limpieza del apartamento por el simple hecho de cambiar de lugar cualquier figurilla o adorno. ¡Quien lo habría pensado aquella mañana a la vista de su descuidado aspecto! Apenas se había duchado casi de madrugada, vistiendo la primera ropa que encontró colgada, sin preocuparse de si era o no apropiada para la ocasión. La espesa barba de dos días hablaba por sí sola del abandono y desidia que lo dominaba. De pronto, todos aquellos detalles que habían sido su particular costumbre, a lo largo de tantos años, dejaban de interesarle. Si un terremoto hubiera desolado la casa, arrastrando consigo todas las obras de arte que encerraba, sus posesiones y hasta su persona, de seguro no lo hubiera hundido más de lo que en aquel momento estaba.

 

Seguía lloviendo, si bien la fuerza del agua caída no era tan violenta e intensa como lo había sido en la mañana, durante la triste despedida. Estaba calado hasta los huesos, pero no sentía frío. De hecho, ¡no sentía nada! Era como si el centro del dolor hubiera desaparecido del cuerpo, arrancado del cerebro, dejándole insensible ante cualquier dolencia o malestar físico; tal vez compensando la enorme carga de sufrimiento moral que se veía obligado a soportar.

 

Miró el turbulento cielo plagado de amenazadoras nubes, negras y desafiantes, que no habían dado tregua a la ciudad desde la tarde anterior.

 

Pensó que sería realmente fácil disolverse entre su algodonado y mullido cuerpo. Al fin y al cabo, no dejaban de ser fiel reflejo de cuanto acontecía en su interior. Aquellos negros nubarrones parecían un calco de las dudas e incertidumbres que abarrotaban su mente. La constante y monótona lluvia era fiel reflejo de las lágrimas vertidas en la profundidad oscura de la noche. Los ensordecedores truenos no eran sino suave melodía, comparados con el estruendo de los enfrentados sentimientos. El devastador relámpago se asemejaba al ardiente deseo que lo inundaba recordando su idolatrada imagen. Era tal la semejanza que pensó encontrarse más próximo a las esferas celestes que al mundo real.

 

El lejano ruido de un avión hizo que levantara la cabeza, pensó que tal vez estuviera allí arriba, volando hacia la patria, junto a los amigos, a miles de kilómetros de Roma. Deseó con todas sus fuerzas que encontrara entre ellos consuelo y apoyo. Que le ayudaran a superar aquella triste experiencia vivida a su lado. Si bien, no pudo evitar un doloroso y punzante sentimiento de celos al imaginarla rodeada por los brazos de su envidiado amigo.

 

Al menos ella tendría alguien en quien confiar. En cuanto a él, estaba solo. Su anciano padre no podía ayudarlo, bastante había soportado con la pérdida de la querida esposa. Nunca le había hecho crítica alguna al respecto, pero él sabía que conocía los verdaderos motivos que le arrebataron las ganas de vivir, llevándola a la tumba. El resto de amigos, no pasaban de ser simples conocidos, ajenos a su vida privada, ninguno de ellos hubiera movido un dedo para consolarlo y mucho menos ayudarlo.

 

¿Qué importancia podía tener? Nadie conocería su secreto. Cara a la jet  set no pasaría de ser una simple y pasajera conquista de verano, una extraña y novedosa experiencia a sumar al cúmulo de excentricidades de su disparatada vida. ¡Qué ignorantes y estúpidos! ¡Qué lejos se hallaban de conocer sus verdaderos sentimientos! Ninguno podría imaginar lo que aquella mujer había significado para él; la honda huella dejada en su corazón; el enorme vacío que inundaba su alma. Ella representaba todo aquello que había soñado, por lo que había vivido y luchado. Su jovial alegría disolvía de un plumazo las dudas y  pensamientos negativos que lo acosaban. Su vitalidad le hacía sentirse joven y activo. Su ternura y dulzura le enamoraban. Su voluntad y entereza le asombraban, transmitiéndole parte de su fuerza y optimismo. El deseado cuerpo le había hecho descubrir delicias y sensaciones que nunca imaginó que llegaran a existir.

 

Recordó su triste aspecto esa misma mañana, demacrada y ojerosa, con los bellos ojos hinchados y enrojecidos por el continuo llanto. Tenía la belleza de una virgen dolorosa, agotada y vencida por el despiadado sufrimiento. Y... él había sido el causante de su desasosiego y dolor. ¡Dios! ¿Cómo explicar que, a fuerza de amar, puedas hacer tanto daño al ser querido? Comenzaba a dudar de si había tomado la decisión acertada. ¿Habría sacrificado su vida y la de ella erróneamente? Sentía una extraña sensación de vacío, como si alguna pieza no encajara en el complicado puzle de su drástica  determinación. De todos modos, el mal estaba consumado. Una vez más en su vida, no existía un camino de retorno. Tal vez ella consiguiera olvidarlo con el tiempo. Él estaba seguro de que nunca saldría de su vida, que la sentiría presente cada día.

 

Respiró hondo, como si faltara aire a sus pulmones, apoyado en la barandilla contemplaba sin ver el espléndido paisaje de la ciudad, un tanto ensombrecido por el apagado y mortecino día. Miró hacia abajo, la Via del Corso bullía de vida y actividad. Sintió una extraña e inquietante atracción hacia el vacío, algo parecía llamarlo ahí abajo. Dejó de ver coches y personas, tan solo el negro y duro suelo, incitante y atrayente. ¡Parecía estar tan cercano...! Apenas sería un salto, unos pocos segundos y... ¡Todo habría acabado! No más dudas ni penas, ni sentimientos de culpa o vergüenza, no más humillaciones, no más noches de insomnio y angustia…

 

Sin ella ¿qué sentido tenía la vida? No quería volver a vivir la misma farsa que venía soportando desde hacía años. Le pareció verla frente a él, extendiendo su mano, invitándolo sugerente a acercarse, con su embelesadora sonrisa...

 

Dirigió los ojos al cielo, musitando una última plegaria:

 

Dio, perdono![94] —imploró con la esperanza de su benévola comprensión.

 

Miró al frente, aún podía contemplar la adorada imagen suspendida en medio de la nada. ¡Estaba arrebatadora!, semejante a una diosa, tal cual la viera la noche de antes defendiendo su amor por él. Sintió un desesperado deseo de acudir a su llamada. Apoyó los pies con fuerza para tomar impulso e ir hacia ella, arrojándose a la oscuridad del desafiante vacío...

 

Algo estorbó su intento. Había un objeto en el suelo, justo donde se encontraba, que entorpecía su apoyo. Se agachó a cogerlo.

 

Il suo ventaglio![95] —exclamó sin poder retener las lágrimas que se deslizaron con dolorosa lentitud a lo largo de las demacradas mejillas.

 

Sonó un teléfono. Al principio no reconoció el sonido, tal era el caos y la confusión que inundaban su cerebro.

 

—¡El móvil! —Corrió al interior de la casa buscando torpemente, con nerviosa ansiedad, en el bolsillo de su americana; albergando la esperanza de que al otro lado sonara su voz.

 

Alfredo? Sono Marco!...[96]

 

Se desplomó en el sillón, contemplando con mirada atónita y extraviada el encendido teléfono, sintiendo cómo una enorme y colosal losa caía sobre sus hombros, arrastrándolo a lo más profundo de los infiernos.

 

Una potente y estruendosa carcajada desgarró su garganta mientras la creciente enajenación de su mente atormentada aparecía reflejaba en su turbia y desvariada mirada.

 

Pensó en el suicidio, como la más dulce de las muertes...

 

 
8 Días en Roma
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