Soledad

 

 

 

 

 

Llegó a casa cerca de las siete de la tarde; estaba cansada y sin aliento después de la sesión semanal de gimnasio. Desde que volviera de Roma le costaba cada vez más realizar cualquier tipo de ejercicio; su entrenador le aconsejó visitar al médico para descartar cualquier problema oculto de salud. No le hizo caso. Sabía perfectamente la causa del continuo agotamiento y falta de interés. No sentía estímulos hacia ninguna de las actividades desarrolladas en el pasado, ni siquiera el trabajo conseguía distraer al atormentado cerebro. Había abandonado las diarias reuniones con los contertulios del grupo, alegando no estar repuesta por completo de la enfermedad. Salía del trabajo e iba directa a casa, sin querer relacionarse con nadie.

 

Había transcurrido más de un mes desde la vuelta de Roma y nada había cambiado en su interior. Cada día revivía los dulces momentos pasados, evocando una a una el sinnúmero de escenas  vividas en aquel romance desde su primer encuentro. Todas las noches se adormecía con la imagen adorada del amado. Ya no se hacía preguntas ni buscaba contestaciones. Lo único que le quedaba de su mutuo amor eran los recuerdos, aquellos maravillosos recuerdos que de alguna  manera le ayudaban a seguir viviendo, aunque no sabría precisar durante cuánto tiempo.

 

Los amigos habían intentado animarle a levantar el ánimo y recuperar la ilusión perdida. Era inútil, no se ayuda a quien no quiere y ella no lo deseaba. No quería apartarse del ficticio mundo que había creado en torno a la persona de Alfredo.

 

Se había aficionado a la ópera, pasando tardes enteras escuchando los títulos más representativos del género. Devoraba los libros de arte clásico, romano o medieval. Se había empapado de la cultura y costumbres italianas, los paisajes y su gastronomía. Hasta había iniciado el estudio de su lengua a través de un curso especializado en internet. Estaba inmersa en aquel mundo, irreal y prefabricado, pero al fin y al cabo...  ¡su mundo!, el único en el que deseaba vivir; fuera de él, no encontraba motivos para continuar luchando. Si no podía tenerlo a él, al menos disfrutaría de su entorno. Comprendía que no era lógico ni juicioso, pero... ¿acaso no le había abandonado el juicio aquel aciago día en que perdió su cariño?

 

Graciela intentó que le contara lo acontecido en Italia; era su mejor amiga, casi una hermana y estaba realmente preocupada ante aquel repentino y brusco cambio de actitud. No le dijo nada, no podía hacerlo. Nadie, excepto ellos dos, conocería lo vivido durante su breve e intenso viaje. No deseaba violar el secreto de la mutua intimidad. Había jurado defender su amor y estaba dispuesta a hacerlo por encima de todo.

 

El episodio más violento y desagradable surgió cuando Yago, tras reiteradas insistencias a través del teléfono, se presentó un día en la casa pidiéndole que admitiera su ayuda, que era obvio que algo había ocurrido durante su ausencia que le había afectado en profundidad; recordándole que siempre había acudido a él desde niños cuando tenía un grave problema. Pero ella ya no podía mirarlo de igual modo que antes de su marcha; ahora tenía serias dudas acerca de las ocultas intenciones respecto a su amistad. Se excusó como pudo, protegiendo estoicamente su secreto. Él criticó aquella actitud, pidiéndole que volviera a la realidad, dejando de comportarse como una cría y empezara a actuar como una mujer madura y responsable. Cuando se hubo marchado lloró de tristeza, sintiendo cómo su maltrecha existencia se hundía un poco más. No solo había perdido al amor de su vida, sino que acababa de perder al mejor amigo de la infancia.

 

Miró a través de los cristales de la cerrada ventana. Fuera llovía copiosamente, como en su último día en Roma. El pensamiento voló incontrolado al ático de la Vía del Corso. Quizá él estuviera contemplando en aquel instante las quejumbrosas nubes. ¿Por qué no iba a llover en Roma? Tal vez la fuerte tormenta desatada alrededor del Castel Sant´Angelo no hubiera finalizado todavía. Al menos ella, seguía sintiendo su tremenda intensidad con la misma violencia que aquella tarde junto a la orilla del Tíber.

 

No pudo evitar una fuerte punzada de dolor ante el pensamiento de su posible olvido. Lo más probable fuera que él hubiera comenzado a rehacer su futuro, enfrascado en medio de sus absorbentes trabajos e intensa vida social; si bien, tenía la certeza de que guardaría un oculto rincón en su corazón para aquel breve y delicioso amor que cambió el transcurso de sus vidas, al menos, durante aquella  maravillosa semana.

 

El timbre metálico del teléfono la despertó de sus tristes  pensamientos. Siempre que sonaba se sobresaltaba, albergando aún la loca esperanza de volver a escuchar la añorada voz.

 

—¿Rosana? ¡Soy Yago! —Una triste sonrisa asomó a sus labios. ¡No era su voz!—. Estaba pensando que mañana por la tarde inauguran una exposición de jóvenes pintores vanguardistas en los salones de Abanca, aquí en Vigo. —La inseguridad en su acento reflejaba la duda y el temor al rechazo—. Quizá te apetezca venir. Después darán un pequeño cóctel... —Ninguno habló durante unos breves momentos—. Si quieres, puedo recogerte a eso de las seis.

 

Sintió lástima de su angustia. Al fin y al cabo, solo pretendía ayudarle.

 

—¡De acuerdo, Yago! —Le sorprendió su propia decisión—. Puedes venir a las seis.

 

Apagó la llamada sin siquiera despedirse. Se acercó a la ventana mientras acariciaba, con mirada ensoñadora perdida en la lejanía, la preciosa gargantilla que pendía de su cuello. La mortecina tarde parecía adelantar la inevitable presencia de la oscura noche otoñal, triste y lluviosa, sumida en un inconfundible tinte de soledad y añoranza.

 

«¿Llegaría el momento en que algún rayo de sol iluminara de nuevo su apagada existencia? —pensó, contemplando con lánguida melancolía las frías gotas de lluvia que se deslizaban acompasadamente a lo largo de los resbaladizos cristales».

 

Sabía que en Galicia solo le esperaba lluvia y frío. El sol se encontraba muy alejado de allí; cerca de las verdes y risueñas colinas de Tívoli; bajo los centenarios pinos romanos del Palatino; perdido en el complejo entramado de las callejas del Trastévere y la Fontana de Trevi o…, tal vez..., en el discreto interior de un palco del Teatro Costanzi...

 

Hasta la dudosa llegada de ese instante, seguiría soñando y reviviendo cada momento sentido, disfrutando en soledad con el recuerdo de aquellos inolvidables... ¡8 días en Roma!

 

 

 

 

 

 

 

 

 

F  I  N

 
8 Días en Roma
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