Tivoli

 

 

 

 

 

Eran cerca de las dos de la tarde cuando salieron de Villa de Este. Ya en el coche decidieron acercarse a la vecina ciudad medieval de Tívoli, para comer y refrescar sus muy sedientas y resecas gargantas. Pararon en uno de los sitios más turísticos y visitados, donde infinidad de visitantes, al igual que ellos mismos, intentaban reponer las malogradas fuerzas, luego del desgaste realizado en la agotadora visita cultural de la mañana. Lo primero que llamó la atención de Rosana fue una pequeña pizzeria que mostraba, en sus vistosos escaparates, apetitosas y variadas pizzas troceadas y suculentos paninni con distintos rellenos, que alegraban, con su variedad y rico colorido, la vista de los hambrientos viandantes, desatando el apetito contenido durante tantas horas a lo largo de la jornada; apenas habían tomado un café a la entrada de Villa Adriana desde que salieran por la mañana. Supo de inmediato que no se movería de allí hasta degustar alguna de aquellas típicas delicias culinarias.

 

—¿Qué te apetece? —preguntó él antes de entrar en el establecimiento.

 

—¡Sorpréndeme!

 

Quedó junto al coche esperando que regresara, meditando sobre el cambio que se venía operando en su forma de actuar a lo largo de los últimos días. La semana anterior ella decidía qué comer y adónde ir, ahora esas funciones estaban en manos de él, con el total beneplácito por su parte. Le encantaba dejarse llevar por sus gustos y consejos, ambos eran tan extraordinariamente exquisitos que, siempre, mejoraba cualquier expectativa que ella pudiera tener. Lo cierto era que le resultaba cómodo y agradable dejarse guiar.

 

—He comprado una de cada, para tener dónde elegir. —Apareció con un abultado paquete, aún humeante, lleno de diversas variedades de pizza—. ¿Sabes?, si quieres, podemos pasar de buscar un restaurante que, por otro lado, a estas horas va a resultar harto difícil encontrar. ¿Te apetece que vayamos a comer esto tranquilos a un lugar que conozco, al aire libre?

 

—¡Me encantaría! —respondió francamente ilusionada con la idea.

 

—Compro unas bebidas y nos vamos. Ve colocando esto en la parte de atrás.

 

Diez minutos más tarde descendían del deportivo, dirigiéndose a un solitario y tranquilo mirador natural que Alfredo solía frecuentar en sus incursiones por la campiña romana. El lugar era idílico, con una impresionante vista de la ciudad de Tivoli, semejante a una pequeña y detallada miniatura rodeada de frondosos bosques y lisos y aterciopelados prados, todo ello ennoblecido con la visión de las cristalinas aguas del río Aniene, que transcurre cual húmeda alfombra silenciosa a los pies de sus laderas. Devoraron, más que comieron el suculento festín que Alfredo había escogido, saciando el voraz apetito que ambos arrastraban desde primeras horas de la mañana. Comieron y bebieron sentados sobre el suelo, teniendo como excepcional mantel el tupido entrelazado de la verde y refrescante hierba.

 

—¡Estaba delicioso! No sabría decir cuál de todas me ha gustado más —alabó ella una vez calmado el voraz apetito.

 

—Tengo que reconocer que no estaban mal —aceptó igualmente, satisfecho con el improvisado ágape—. No son como las de Bruno, pero...

 

—¡No puedes evitar ser sibarita ni cuando comes! —rió, buscando provocarlo.

 

—No es eso... —se defendió, protestando—. Tienes que reconocer que la pizza de la otra noche es algo fuera de lo común.

 

—Claro que sí, ¡me encantó!, pero hace un momento tenía tanta hambre, que me hubiera comido cualquier cosa aunque estuviera sin hornear.

 

Alfredo rió la baladronada mientras se tumbaba perezosamente mirando al cielo, apoyando la cabeza sobre sus manos. Ella lo imitó, tendiéndose al lado, manteniendo ambos la mirada fija en el firmamento, sin hablar, respirando el sosiego y la tranquilidad del bucólico paraje.

 

—Siempre que puedo escabullirme del bullicio de la ciudad me escapo hasta esta colina. Me gusta ver las cosas con esta visión panorámica, al igual que en la vida, desde esta privilegiada posición, resulta mucho más fácil tomar decisiones y apreciar cada cosa en su justo valor. Además, siempre me han fascinado las alturas, me hacen sentir más elevado, menos miserable.

 

Rosana tomó su mano, sin dejar de mirar al infinito. Comprendía a la perfección aquella necesidad de alejarse del bullicio de la urbe, también ella huía a menudo hacia las romas y verdes montañas gallegas. Al igual que él, tenía su pequeño reino en un lugar escondido, en las cercanías de Santiago. Únicamente ella conocía el recóndito escondrijo que, tantas y tantas veces le había ayudado a superar los duros golpes que la vida le reservó. ¡Qué lejos quedaba su tierra! Tenía la absurda sensación de llevar meses alejada de ella, como si los seis breves días que duraba su viaje se hubieran multiplicado por treinta. No dejó de preocuparle su falta de interés ante la vuelta. No acertaba a pensar en el regreso sin que un fuerte escalofrío la invadiera y un sentimiento de tristeza ensombreciera su ánimo. Había aprendido a amar, en tan corto tiempo, aquella hermosa tierra repleta de arte, historia y preciosos paisajes como en el que se encontraban. Y... sobre todo... había aprendido a amarlo a él. El simple pensamiento de la separación le producía una opresión en el pecho y una ansiedad que le impedía respirar con naturalidad.

 

Se incorporó observándolo, tenía los ojos cerrados, semejaba dormir, las bellas y equilibradas facciones de su rostro aparecían relajadas y tranquilas. «¡Qué hermoso está! —pensó contemplando su escultórica y afilada nariz, los pómulos salientes y viriles, su preciosa y proporcionada cabeza, con aquellos rizos caprichosos que le encantaba acariciar y  sus sensuales labios que la enloquecían con el simple roce».

 

No pudo resistirse al deseo de besarlo.

 

¡Amore! —murmuró respondiendo a su caricia sin despegar sus párpados—. ¡T´adoro bambina mía! Te quiero más que a mi propia vida, aunque tal vez te cueste creerlo.

 

—Lo creo, porque yo siento lo mismo. Jamás imaginé que pudiera amar a un hombre de la forma en que te amo.

 

—¿No quisiste a Javi en su día? —se atrevió a preguntar, aun temiendo escuchar la respuesta.

 

—¡Así lo creí! Durante más de tres años vivimos juntos haciendo vida marital. —Arrancaba pequeñas briznas de hierba mientras hablaba con la vista fija en la lejanía—. Yo no conocía otra forma de cariño, me entregué a él con la certeza de que aquello que sentía era lo más parecido al amor que podía existir entre hombre y mujer. Siempre había soñado con algo diferente, pero, al igual que muchos de los anhelos que arrastraba desde la infancia, llegué a convencerme que no dejaban de ser más que un producto de mis sueños infantiles. Este ha sido mi credo en el transcurso de todos estos años, hasta la otra mañana en que te vi, en medio de la Capilla Sixtina, tendiéndome la mano con tu sonrisa y ofreciéndote a ser mi guía.

 

—¿Y desde ese momento...? —Se había incorporado, sin perder detalle de cuanto decía.

 

—Todo mi mundo se ha trastocado. —Tenía la vista fija en la lejana y diminuta ciudad de Tivoli, sin atreverse a mirarlo, por vergüenza o timidez, o, tal vez, para evitar que leyera en su corazón la profundidad de aquellos sentimientos—. Tengo cuarenta años y me levanto por la mañana cual chiquilla alocada que ansía robar una mirada furtiva a su primer amor a la entrada del instituto. Cualquier pequeño detalle en nuestra relación es capaz de elevarme al séptimo cielo o, por el contrario, hundirme en la más absoluta tristeza, pasando de la risa al llanto en segundos. Una simple palabra, una mirada o una sonrisa pueden llenarme de felicidad o sumirme en la desgracia —sonreía al tiempo que notaba humedad en la cuenca de los preciosos ojos, haciendo grandes esfuerzos por no exteriorizar la emoción que sus propias palabras le provocaban—. Desde ese momento... ¡Sabes más tú de mí que yo misma!

 

Las palabras sobran cuando habla el corazón, son instantes en los que, una simple caricia, una tierna mirada o un tímido suspiro, contienen mayor significado que el más voluminoso libro o tratado versado sobre materia amorosa. Mucho se ha escrito, se escribe y se escribirá respecto al amor entre dos seres afines, pues bien, de seguro, nada de lo plasmado en papel hasta el momento, es comparable con la emoción producida por el suave y excitante roce de unos labios enamorados.

 

—¿Has amado antes alguna vez de verdad? —preguntó apoyando la cabeza sobre su pecho mientras contemplaba el frondoso pino que se erguía orgulloso sobre ellos, dejando pasar con timidez los rayos solares a través de las centenarias ramas.

 

—¡Nunca! —Su negación sonó firme y rotunda—. He vivido tres relaciones, a cual más decepcionante. Como te ocurrió a ti, también creí que mi inicial concepto del amor era erróneo y anticuado. Tardé mucho en comprometerme afectivamente por primera vez, siempre esperando que llegara la persona soñada. Por desgracia, creo que, después de la larga espera, me precipité en la elección, escogiendo la mujer equivocada. Tres años más tarde volví a caer en el mismo error, si cabe con mayor desacierto, por ello me prometí a mí mismo no comprometer mi libertad tan a la ligera. —Se mantuvo silencioso, mirando al suelo con fijeza, sin apenas moverse.

 

Rosana sintió la necesidad de preguntar cuál fue el problema en la tercera y última experiencia, pero vino a su memoria la escena vivida a orillas del Tíber en su tercera noche y tuvo miedo de remover antiguas heridas aún abiertas. Prefirió callar y esperar el momento en el que fuera él quien le hablara sobre ello. Se sentó apoyándose en los brazos, mientras admiraba el bello entorno que les rodeaba.

 

—Lo cierto es que es un precioso coche —comentó jovial, intentando variar de tema, dado el giro que su conversación había tomado—. Tiene que haberte costado un dineral, igual que la casa. —Su voz sonaba despreocupada—. ¡No tenía idea de que la crítica de arte estuviera tan bien pagada!

 

—¡Y no lo está! —Parecía que las amenazadoras nubes que hacía unos instantes los rodeaban, se habían disipado de improviso—. Eso no es producto de la pluma, aunque ayuda. También tengo un buen sueldo de directivo en la Fondazione que me permite vivir sin apreturas.

 

—¿Sin apreturas? —preguntó, asombrada ante aquel comentario—. ¿Acaso has vivido alguna vez de un sueldo fijo mensual, sin mayores ingresos, intentando llegar a fin de mes sin caer en números rojos en el banco; haciendo malabarismos para poder procurarte un capricho o un viaje?

 

Hubo unos instantes de silencio en los que se podía notar cierta tensión en el aire.

 

—También tuve unos comienzos duros, como la gran mayoría y... Sí, sé lo que es llegar a fin de mes sin apenas dinero en los bolsillos y pasar necesidades. No siempre he vivido en la Via del Corso ni conducido un Lamborghini, ni tan siquiera tenido chófer. Mis padres poseían lo necesario para vivir, nunca nos faltó la comida, pero tampoco sus ingresos nos permitieron disfrutar de grandes lujos. —Comenzaba a  sentirse molesto con su insistente ironía—. Cuando inicié la carrera diplomática el sueldo apenas me llegaba para mis gastos, poco a poco, según iba relacionándome con la gente, fui aprendiendo a sacar mayor partido a cada situación, aplicando mis conocimientos y experiencias en cada momento y con cada individuo.  Amén de los trabajos que conoces, soy marchante de arte. Es ésa mi principal y más importante fuente de ingresos. De ahí sale el Lamborghini, mi costoso apartamento y las propiedades que tengo en París, Viena y Berlín —dejó de hablar, procurando calmar su creciente irritación. No deseaba enfadarse con ella, comprendía que le resultara difícil asimilar todo aquello, respiró hondo, sintiéndose más sosegado.

 

—Perdóname. ¡Soy una estúpida! No quería herirte. —Se sentía culpable por haberlo criticado de forma tan injusta. ¿Qué sabía ella de su vida? ¿Cómo se atrevía a juzgarlo?--. ¡Dime que me perdonas! —suplicó con mirada arrepentida.

 

—No tengo nada que perdonarte, mi vida. —Intentaba tranquilizarla acariciándola con dulzura—. No dejas de tener razón. Soy un snob, me he acostumbrado a serlo. Me gusta lo bueno y lo bello, visto ropa de marca, soy un sibarita en la cocina, frecuento círculos refinados y adoro mi Lamborghini color mostaza. ¡Consecuentemente soy culpable! Mi única defensa es que, todo lo que hoy poseo, lo he ganado con mi propio esfuerzo, sin engañar ni hacer mal a nadie. Mi máxima siempre ha sido amar el arte y respetar a las personas.

 

—¡Alfredo, cariño! —Se apretaba contra su pecho emocionada—. Aunque fueras un extravagante friki consumado, te amaría del mismo modo. Abrázame fuerte. Por favor. ¡No dejes de hacerlo nunca!

 

Él la abrazó con fuerza colmándole de caricias, sin poder reprimir un sentimiento de tristeza.

 

Camino de regreso a la capital se escuchó el característico sonido anunciando entrada de mensajes; ella hizo caso omiso, fue Alfredo quien le aconsejó que mirase el teléfono, pues podría ser alguna notificación importante. No quería hacerlo, el recuerdo de lo sucedido en la Plaza Navona era suficiente motivo para no atender mensajes ni llamadas. Él insistió y no tuvo más remedio que revisar el buzón que tenía saturado con más de cuarenta mensajes sin abrir ni contestar.

 

—Son todos del grupo. Protestan porque no escribo desde hace dos días —dijo apagando el móvil, e intentando zanjar el tema.

 

—¿Hace dos días que no escribes? —preguntó un tanto extrañado.

 

—¡No he tenido tiempo! Nadie mejor que tú lo sabe. —Se sentía culpable en el fondo, aunque le costara reconocerlo. La felicidad te hace egoísta—. Además... pronto estaré con ellos todo el tiempo que quieran. Sin embargo, nosotros... —No pudo terminar la frase, sabía que no debía haber sacado a relucir aquel tema tabú para ellos. Se odió por su falta de tacto e indiscreción, provocada tal vez por la creciente angustia ante la, cada vez más, cercana separación.

 

—Opino que tienen razón. —Aparentaba no haber escuchado el final de la frase, aunque sintiera cómo dentro de él algo desconocido y oscuro le carcomía—. Deberías escribirles, aprovecha ahora que tienes tiempo hasta que lleguemos a Roma.

 

No se hizo de rogar, comprendía lo sensato de aquella recomendación, si no lo hacía, seguirían escribiendo y podrían volver a llamar. Sacó de nuevo el teléfono y comenzó a escribir un insulso mensaje para los amigos, comentando lo bien que lo estaba pasando y lo ocupada que se hallaba con tanta visita, mintiendo al despedirse, expresando su deseo de volver a verlos pronto. Adjuntó algunas fotos, teniendo especial cuidado en que no apareciera en ninguna de ellas su querido italiano enamorado. Al terminar se sentía más tranquila; como siempre, él estaba acertado en su sabio consejo.

 

—¿Te ha escrito Yago?

 

Se sobresaltó ante aquella pregunta tan directa. Titubeó al responder, temiendo decir algo inapropiado que pudiera enturbiar la tranquilidad de aquel momento.

 

—Sí. —El tono de voz era tan bajo que apenas se oyó—. También Graciela y Jaime, todo el grupo...

 

—Pero la mayoría son de Yago, ¿no? —No dejaba de mirar la carretera.

 

—Bueno... Sí. Le extraña que no escriba más a menudo. —No sabía hacia dónde dirigir la mirada.

 

—Te lo dije la otra noche y no creo equivocarme. Para ese hombre eres algo más que una buena amiga. —Estaba serio y tenso, sin darse cuenta, su pie ejercía mayor presión sobre el acelerador, aumentando considerablemente la velocidad del vehículo.

 

—Sigo creyendo que te equivocas —protestó—. Para él no soy más que una amiga. —Dejó de hablar al tiempo que los recuerdos de la infancia y juventud pasaban veloces por su mente, recordándole los momentos vividos junto a Yago durante todos aquellos años—. Puedo asegurarte que él nunca será más que un buen amigo para mí. Difícilmente podría, después de haberte conocido, mirarlo con otros ojos. Ayer en la ópera juré ser tuya de por vida y mi padre me enseñó que, siempre, debemos cumplir nuestros juramentos.

 

Él sonrió, respirando más tranquilo, sin llegar a comprender por qué le molestaba tanto aquel amigo lejano.

 

Serían las seis de la tarde cuando aparcaron el coche en el garaje. Habían decidido ir a dar un paseo por las calles de la ciudad, sin rumbo determinado, dejando que el capricho o la casualidad los guiara. Iban serpenteando por las pequeñas y coloridas calles, parándose aquí y allí, siempre que la curiosidad despertaba su interés. Tras un tranquilo y agradable recorrido, fueron a desembocar en la renombrada Plaza de España.

 
8 Días en Roma
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