(Plaza de España)
Esta afamada plaza, toma su nombre del Palacio de España, enclave de la Embajada Española ante la Santa Sede. Como uno de los elementos más representativos se encuentra la emblemática escalinata de 135 peldaños que une la plaza propiamente dicha a la iglesia Trinità dei Monti, situada en la cima de la misma. La famosa escalinata es obra de Francesco De Sanctis, para celebrar la paz entre España (la plaza, en territorio español) y Francia (la iglesia, en territorio francés). Las numerosas terrazas-jardines de esta enorme escalera sirven de adorno floral en ocasiones especiales.
Otro elemento, no menos importante, se halla en el centro de la susodicha plaza, la Fontana della Barcaccia, obra de Pietro Bernini, que asemeja un barco naufragado. Por dificultades técnicas, el autor, se vio obligado a bajar el nivel del vaso principal, debido a la escasa presión de agua en la zona. A popa y proa brotan pequeñas corrientes de agua potable.
Por su parte, el Palacio de España o Palazzo Monaldeschi, alberga la Embajada con misión diplomática más antigua del mundo, creada en 1480 por el rey Fernando el Católico.
Como colofón, presidiendo desde las alturas, la columna de la Inmaculada Concepción, obra del arquitecto Luigi Poletti. El monumento consta de un basamento con las estatuas en bronce de Moisés, David, Isaías y Ezequiel. Sobre ellos se erige una columna de mármol traída del Campo de Marte romano, como esbelta base sobre la que se asienta la imagen de la Virgen Inmaculada.
Todo este conjunto personaliza la plaza, resultando ser una de las más visitadas por turistas y viandantes, siendo raro no encontrarla repleta de curiosos visitantes.
—Aquí tienes la embajada ante el Vaticano de tu país. Si tienes alguna queja que formular sobre Roma o sus gentes, entra y te atenderán gustosos —hablaba con estudiada diplomacia, recordando los años trabajados en el cuerpo, sin dejar de sonreír.
—Tengo una queja que exponer, aunque no sé si podrán resolverla —bromeó cogiéndolo del brazo—. Conozco a un romano en particular que lleva más de media hora sin decirme que me quiere. ¿Eso es delito en Italia?
—El más grave de los crímenes, digno de ser encerrado en una lúgubre mazmorra del Castel Sant´Angelo de por vida —declamó grotescamente, sujetándola por la cintura—. Siempre y cuando el susodicho romano no compense a la bella dama con algo parecido a esto.
Ella intentó indicarle que la plaza estaba llena de turistas y paseantes, pero, no supo resistirse al placer que le produjo aquel beso.
—Creo que mejor dejaré lo de la embajada para otro día —dijo recobrando el aliento.
—Como penitencia, este ciudadano romano, descendiente de los insignes patricios del Emperador Constantino, te promete recordarte cada cinco minutos lo mucho que te quiere.
—¡Estás completamente loco!
Corrió hacia la cercana Barcaccia de Bernini, y llenando sus manos de agua se la arrojó entre risas y bromas. Él intentó esquivar el improvisado baño, pero no pudo impedir salir con la espalda y el pelo empapado, devolviendo a su vez el remojón a su pareja. Rieron como chiquillos, sin importarles lo más mínimo la opinión que tuvieran de aquella conducta los muchos visitantes que, a esa hora, transitaban por la Plaza.
Se encaminaron hacia la Via Condotti, una de las más populares y exclusivas de la ciudad; en ella abren sus tiendas la mayoría de las grandes marcas mundiales: Cartier, Bulgari, Valentino, Armani, Louis Vuitton, Chanel... Las aceras estaban saturadas por la multitud de curiosos y afortunados compradores que circulaban por la conocida vía comercial. Pararon a contemplar alguno de los llamativos y lujosos escaparates.
—Siempre me ha admirado ver las tiendas de estas grandes marcas. Sé que es una tontería pero, ¡no puedo comprender cómo alguien puede gastarse 7 000 € en un bolso de Carolina Herrera o 15000 € en un traje de Armani! —No podía evitar expresar su opinión ante el excéntrico consumismo de ciertos sectores de la sociedad—. Perdóname, no estoy juzgando, solo pienso en las necesidades primarias de que adolece gran parte de la humanidad. Tal vez, solo tal vez, si todos pensáramos un poco más en el problema, este, dejaría de existir.
—Tienes toda la razón, pero, desgraciadamente, vivimos en una sociedad en la que el más mínimo cambio produce el efecto dominó y los resultados podrían llegar a ser inesperados para todos, incluidos aquellos más necesitados. Si todo lo recaudado se entregara a quien corresponde sería simple y fácil, pero la práctica nos demuestra que, de cada euro de ayuda, rara vez llega el 20 por ciento o incluso nada a los destinatarios. Los intermediarios son la auténtica peste de nuestra sociedad.
—No por ello debemos dejar de seguir luchando. El mundo no se cambia en un día, de hecho, casi con seguridad no llegará a cambiarse, pero creo que es nuestra obligación intentar mejorarlo en lo posible, haciéndolo más justo y solidario.
La abrazó emocionado, mientras sonreía orgulloso al decir:
—Te quiero bambina.
—¿Por qué siempre me llamas bambina o ragazza?
—Porque para mí lo eres. Eres mi pequeña, mi niñita adorada. ¡La mia bella piccolina. Mi niña hermosa!
—Mi padre siempre me llamaba rapaza —calló, ante el recuerdo del anciano—. ¡Me gusta!
—¡Te quiero mi rapaza! —señalaba el reloj burlón, recordando la reciente promesa.
—¡Qué tonto eres! No sigas con eso —disimulaba mal el agrado que la pequeña broma le proporcionaba.
—Ya no te lo volveré a decir... Hasta dentro de cuatro minutos y treinta y cinco segundos.
—Lo dicho, ¡estás como un cencerro!, —reía divertida—, bastante peor que nuestro Quijote. —Se encontraban delante del elegante escaparate de la casa Cartier—. ¡Mira qué preciosidad de gargantilla! —Señalaba un elegante cordón de platino con un pequeño dije de oro rosa en cuyo centro, se encontraba engarzado un elegante y opulento diamante resplandeciente que irradiaba la luz absorbida a las lámparas led, devolviéndola profusamente multiplicada.
—¿Dónde queda tu austeridad de hace un momento? —preguntó riendo irónicamente.
—Tienes razón —replicó con acento de culpabilidad—. ¡Es tan bonita! —Miraba la gargantilla con feminidad codiciosa no exenta de coquetería—. Decididamente me estás contagiando tu exquisita excentricidad. —Lo cogió de la mano, tirando de él—. ¡Te invito a un helado!
Siguieron serpenteando por la transitada calle, desviándose por otras adyacentes para evitar al gentío. Alfredo sugirió que debían cenar algo antes del helado, pues eran cerca de las nueve y media. Sin seguir un determinado camino, aparecieron en la plaza de la Fontana de Trevi. Era ya de noche y la iluminación artificial confería al conjunto un aspecto impresionante y misterioso. Rosana quiso acercarse a pesar del gran número de visitantes que aún permanecían admirando la emblemática fuente. Una vez al pie de la bañera le pidió una moneda, al tiempo que le entregaba otra de su monedero. Ambos la arrojaron por encima del hombro como marca la tradición.
—Esto, ¿qué significa?
—Que te enamorarás de un italiano —contestó divertido.
—Eso ya se ha cumplido —dijo abrazándolo al tiempo que él buscaba sus labios—. Y... ¿si tiro la tercera moneda? —Su mirada era insinuante e intensa.
—Pues... te casarás con un italiano —sentía el calor de su cuerpo a la vez que se emborrachaba con la fragancia de su suave y sedosa piel.
—Dame otra moneda. —Pidió sin dejar de mirar sus ojos.
De pronto tuvo miedo. ¿Qué había ocurrido? Se hallaban rodeados de curiosos turistas que observaban sonrientes los devaneos de aquella pareja de tortolitos que, ajenos a su entorno, expresaban libremente sus alocados sentimientos.
—Creo que no tengo... —mintió nervioso. Intentaba soltarla, cortar aquella situación embarazosa y alejarse del lugar... No pudo, al igual que ocurriera en el palco de la ópera o en la terraza de su ático, la atracción que aquella mujer tenía sobre él en aquel momento, embotaba su raciocinio. Extrajo maquinalmente una moneda del bolsillo del pantalón entregándosela, al tiempo que transmitía sobre la deseada boca el ardor que lo inundaba. Ella tiró la moneda sin soltarse de su abrazo, con la cara encendida por la emoción y el placer.
El juego iniciado en la Fontana fue tan intenso como breve. Ambos comprendieron que no era momento ni lugar para dar rienda suelta a los sentimientos reprimidos, aunque no dejaran de reconocer que, a cada instante que pasaba, su relación se iba estrechando, sin que ellos lograran controlarla ni dirigirla a voluntad.
Cercano a la turística fuente existía un pequeño restaurante, en el que Alfredo había comido un par de veces. Eran más de las diez, no tenían tiempo para buscar nada mejor. Terminada la cena salieron del local mientras los camareros acababan de recoger y preparar las mesas para el día siguiente. Caminaban abrazados, unidos estrechamente, sin apenas pronunciar palabra, cada uno inmerso en sus propias reflexiones, sin atreverse a interrumpir el discurso de los pensamientos del otro. Sería Rosana quien decidiera romper el momentáneo silencio.
—¡Alfredo! —Se apretaba junto a él sin apartar la mirada del vasto e irregular empedrado de la calleja que atravesaban—. ¿Qué nos está pasando?
—¿A qué te refieres? —Parecía no comprender su pregunta.
—¡A nosotros! Hace apenas seis días desconocíamos la existencia el uno del otro, teníamos nuestra vida organizada, sabíamos qué queríamos hacer y la trayectoria a seguir en el futuro de cada uno. —Quedó en silencio unos instantes—. Ahora... ¡Míranos! Parecemos dos adolescentes principiantes en el terreno emocional y amoroso. Mostramos sin ningún pudor en público nuestro afecto, sin rubor y sin prejuicios, sin importarnos el ¡qué dirán!... Dejamos a un lado las obligaciones por el placer de estar juntos. Nos olvidamos de nuestros propios intereses pensando solo el uno en el otro. ¿Crees que lo que nos ocurre es normal? Los dos nos hallamos en la cuarentena, esta forma de actuar es más propia de jóvenes quinceañeros que de personas sensatas que arrastran gran parte de su vida a las espaldas.
—Lo que ocurre es que nos hemos enamorado, ragazza. —Besaba sus mejillas con delicadeza—. Tal vez sea porque la vida no nos ha permitido a ninguno de los dos, hasta ahora, vivir esa adolescencia alocada y maravillosa. Te entregaste a Javi decepcionada ante la infructuosa espera del amor soñado. Por mi parte me arrojé en los primeros brazos que prometían darme el ideal amoroso que buscaba desde niño. Ambos nos equivocamos y creo que hemos pagado y pagaremos por nuestro error. —No se atrevió a mirarla—. ¿Crees que merecemos condena por vivir ahora con toda intensidad nuestro amor? ¿Acaso no nos han robado suficientes años como para perder un solo instante? No, yo no me siento culpable. Efectivamente, tengo la sensación de haber rejuvenecido veinte años en estos seis días. Llevo esperándote toda una vida y ahora, que por fin te presentas ante mí, demostrándome que no eras un inalcanzable sueño, ¿con qué derecho me exigen sensatez? Me gusta amarte y besarte, jugar contigo y cometer locuras. —Miró al cielo señalando el satélite nocturno—. ¿Quieres la luna? ¡Iré a buscarla para ti! Haría cualquier cosa por verte sonreír. ¡Daría mi vida por no verte llorar!
Estaban ante la puerta del hotel. La despedida fue más larga y tierna que en noches anteriores. Había mucho que decirse y expresar, ninguno deseaba la separación, aunque fuera momentánea. La última caricia se convertía al instante en pasado, ambos querían que, el beso final, fuera el suyo. Es del todo innecesario entrar en los detalles de aquella enternecedora escena de enamorados. La luna, sabedora de las necesidades de aquellas dos almas, tan ávidas de afecto, ocultó su resplandor por unos momentos, dando paso a la oscuridad de la noche que los envolvió en un delicado y tupido velo de discreta intimidad.
Ella hizo intención de entrar en el hotel.
—Espera. —La retuvo sin permitirle marchar—. ¡Vuelve a besarme como la primera noche!
Se acercó y, rozando con los labios su mejilla, le dio un tímido y fugaz beso, dulce recuerdo de aquel primer contacto y hermoso e inocente broche a su reciente escena amorosa.
—Arrivederci bambina! —murmuró viéndola marchar.
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Aquella noche, ninguno de los dos pudo conciliar el sueño con facilidad, los encontrados sentimientos se debatían en sus acaloradas mentes provocándoles emociones dispares. Lo mismo se hundían en el terreno de la desesperanza y el pesimismo, que se elevaban hacia las altas esferas de la esperanza y la felicidad. Al fin y al cabo, ¡estaban enamorados!
Cuando el sueño acudió a ellos, compadecido de su desasosiego y nerviosismo, pudieron dejar que el subconsciente volara, fantaseando con libertad, imaginando mundos irreales y absurdos, donde todo era posible... Incluido su amor.