(Castillo del Santo Ángel)
Este magnífico castillo fortaleza, también conocido como “Mole Adrianorum”, lleva soportando durante siglos las inclemencias del paso de los años, las barbaries de las cruentas guerras y la erosión producida por los millones de visitantes que, a diario, han ido recorriendo las milenarias estancias, sin apenas dar muestras de desgaste o envejecimiento. Su historia corre paralela a la historia de Roma. Ha cambiado en numerosas ocasiones de funcionalidad. Concebido como mausoleo del Emperador Adriano, pasó a ser puesto fortificado, convirtiéndose en oscura prisión, defensor de intereses de la Iglesia o espléndida residencia durante el Renacimiento...
Se construyó hacia el año 123 d.C. Considerado casi inexpugnable se relaciona íntimamente con los distintos períodos papales. Es uno de los pocos edificios romanos que no fueron expoliados, debido sobre todo a la protección de los representantes eclesiásticos que procuraron mantenerlo en perfecto estado, enriqueciendo sus dependencias con diversas obras de arte de todo tipo. El largo pasillo fortificado que une la fortaleza con el Vaticano ha auxiliado, en más de una ocasión, a algunos representantes de Pedro a lo largo de la historia. Está considerado como uno de los monumentos más emblemáticos y representativos de la ciudad.
—El otro día relacionaste este castillo con una ópera de Puccini, si mal no recuerdo. —Habían visitado la rampa helicoidal que lleva al antiguo mausoleo del emperador, así como gran parte de las dependencias palaciegas y la sala de columnas—. ¿Qué tipo de relación tiene uno con otra? —preguntó mientras subían al último nivel, lugar donde se erige la impactante estatua en bronce del ángel en acción de envainar la espada, como señal del fin de la epidemia de peste que asoló Roma.
—«Puccini ambientó su ópera Tosca en la Italia de la época napoleónica. El revolucionario héroe de la historia, Mario Cavaradossi, pintor de renombre, enamorado de la famosa cantante Tosca, se ve enredado en una trama político-amorosa que lo conduce a las mazmorras que acabamos de visitar».
—Creo que he escuchado alguna de sus arias.
—Seguramente “E lucevan le stelle” que el tenor interpreta justo en el lugar en que nos encontramos. Es una de las arias más famosas de la historia de la ópera y también de las más bellas de su autor.
—¿Cómo acaba la obra? —Imaginaba el final de la tragedia.
—«Como era de esperar, él es fusilado en presencia de Tosca que, engañada, acude a liberarlo pensando que la ejecución será una fingida farsa. Descubierta y acusada del asesinato del máximo dirigente político-religioso de la época, prefiere el suicidio. Sus últimas palabras antes de arrojarse al vacío son:
Scarpia, ¡nos veremos delante de Dios…!».
—¿Por qué resulta tan difícil ser feliz? —preguntó pensando en voz alta, empatizando sin darse cuenta con el drama de la intérprete.
—Porque estamos hablando de romanticismo y su trilogía: amor, pasión y muerte.
Comenzaban a caer algunas gotas de lluvia, por lo que aceleraron el final de la visita, encaminándose a la salida del castillo. Al llegar a la puerta, la lluvia era bastante más intensa. El coche no estaba lejos, por tanto optaron por echar una rápida carrera. Pocos segundos más tarde parecía que el cielo hubiera abierto sus enormes compuertas sobre ellos, el intenso aguacero arreció, acompañado de un fuerte viento que impedía acelerar el paso. Por fin llegaron al auto con las ropas chorreando y empapados hasta los huesos.
—¿Estás bien? —Intentaba secarle la cara con el pañuelo—. Ya imaginaba que nos iba a pillar el chaparrón. Aquí las tormentas son así, no avisan.
—No te preocupes. Vengo de una tierra donde la lluvia forma parte de nosotros mismos. Estoy acostumbrada a ella.
—Estás tiritando. ¿Tienes frío? —Ella hizo un gesto afirmativo—. Ven aquí —dijo abrazándola e intentando que entrara en calor.
—Ya estoy mejor. —Era cierto, había dejado de temblar—. Junto a ti no tengo frío —dijo rodeando su cabeza y acercando los labios a los suyos.
El conductor, silencioso testigo de tan efusiva escena, arrancó el coche sin siquiera preguntar destino. ¿Qué importancia tenía? Él también se había enamorado en su día, hacía ya muchos años, y sabía por experiencia que existen momentos en que no es el lugar lo que merece la pena, sino la deseada compañía.
—¿Quieres que vayamos a casa? —preguntó sin terminar de besar y acariciar su empapado cuerpo, indiferente a la opinión del empleado, saltadas ya las barreras de la discreción y la lógica.
—Sí —respondió ella en medio de sus besos, sin comprender cómo había tardado tanto en pedírselo.
—Luigi, a casa —dijo sin apenas mirarlo.
Este, hacía un rato que había tomado la dirección de la vía del Corso.
Diez minutos más tarde llegaban al apartamento, la tormenta había cesado, si bien las nubes continuaban amenazantes, desplazándose a gran velocidad, empujadas por el viento que aún mantenía gran parte de su fuerza.
—Si quieres cambiarte la ropa mojada puedo buscarte algo que te sirva. —Entraban en el inmenso y elegante salón.
—¡No! —replicó con rapidez, notando cómo enrojecía involuntariamente—. Estoy casi seca. No te preocupes.
Él se dio cuenta de su embarazo y sonrió, admirado de su cándida timidez, no quiso insistir para evitar violentarla más, aun sin estar de acuerdo con la decisión de permanecer empapada.
—Me cambio en un momento. —Se dirigió a la habitación.
Mientras, ella fue hacia la encharcada terraza desde la que aparentaban poder alcanzarse las nubes. Apenas unos minutos más tarde apareció vestido de manera informal con un cómodo pantalón y una camisa blanca remangada.
—Sigo opinando que deberías cambiarte. Al menos entra y sécate bien. —La empujó al interior conduciéndola al cuarto de baño—. Toma una toalla y ponte este albornoz por encima hasta que entres en calor. Voy a preparar algo de beber.
A solas, ojeó el cuarto con curiosidad femenil. Allí estaban los utensilios que utilizaba cada día: maquinillas de afeitar, colonias, desodorantes, jabones, pasta de dientes... Todo aquello formaba parte de él, contribuía a hacerlo tal como ella lo conocía. Se sentía a gusto allí, de buena gana se hubiera dado una ducha, pero el solo pensamiento le enrojecía. Se secó el pelo con un secador, aprovechando el calor para eliminar prácticamente la humedad de su ropa. Cuando estuvo lista, salió al salón.
—¿Dónde estás? —Le extrañó no verlo.
—Preparando unos Martinis. Enseguida estoy contigo.
Salió de nuevo a la terraza, había algo en ella que la embrujaba; quizá fuera la original barandilla, toda de robusto cristal, que provocaba una sensación óptica de continuidad, teniendo la impresión al avanzar de que te dirigieras al vacío, sin barreras. Volvía a hacer calor; extrajo el abanico del bolso, refrescándose con su acompasado vaivén.
—Tómate esto, te entonará el cuerpo. Es un cóctel a base de Martini, champagne y angostura.
—Me encanta el vermouth, pero me marea rápidamente —comentó mojándose los labios con el dulce y sabroso cóctel.
—No lo bebas todo. Espera, buscaré algo de picar, así te sentará mejor.
—No, no tengo hambre después de la comida y sobre todo de los postres. —Se volvió a contemplar el bello paisaje de la ciudad que ofrecía un encanto especial, envuelto por el manto de algodonadas nubes que parecían querer descender y rodear los centenarios edificios con la sedosidad de su envoltura—. ¡Es impresionante esta vista!
—Estoy totalmente de acuerdo. —Se acercó abrazando su cintura por detrás—. Ahora me parece aún más hermosa.
Besaba con suavidad sus hombros y cuello acariciando con contenida sensualidad sus caderas y cintura, como si quisiera esculpir con las manos aquellas ansiadas formas. Ella notaba en el interior dos sensaciones antagónicas, por un lado un intenso calor que la invadía al simple contacto de sus dedos, a la par que continuos escalofríos recorrían su columna, cada vez que sus labios rozaban con suavidad el contorno de su nuca. Dejó caer la cabeza sobre su hombro, sin fuerzas ni deseo de resistirse.
—¡Vida mía!... T´adoro!... —Hablaba entrecortadamente, estrechándola en los fuertes brazos, entre caricia y caricia—. ¡Te necesito!... ¡No puedo ni quiero seguir viviendo sin ti!
—Lo mismo siento yo Alfredo. La vida no tiene aliciente si no estás a mi lado. ¡No quiero marcharme! ¡No quiero separarme nunca de ti! —Se abrazaba a él como desesperado náufrago ante el esquivo tablón, abandonado entre las amenazantes olas del embravecido océano.
—¡Vieni, amore!... —La condujo al salón, sin cesar en sus caricias, sentándola en el amplio y mullido tresillo--. Mia regina! —Acariciaba levemente su cuerpo con deleite y mimo—. ¡Me vuelves loco! Ante ti no soy capaz de dominarme ni pensar con sensatez.
Rosana parecía haber perdido todo vestigio de timidez, poseída por un nuevo y desconocido deseo irrefrenable hacia su amado. No le importaba. Era consciente de cuanto hacía, quería vivir aquel instante con total plenitud. Todos los momentos íntimos disfrutados hasta entonces con Javi, en su anterior relación amorosa, se la antojaron como una insulsa y ridícula farsa, carentes de goce y verdadero placer. Jamás imaginó llegar a sentir las profundas sensaciones que este amor le brindaba. Por primera vez en su vida se sentía mujer, invadida por la pasión y el deseo hacia aquel hombre al que adoraba y por el que estaba dispuesta a darlo todo. Se dejó caer indolente entre los suaves almohadones, atrayendo a su enamorado hacia sí.
—Amor. ¡No me dejes nunca! —aquella súplica quedó ahogada entre los ardorosos besos del hombre.
—Mia vita!... ¡No puedo resistir más! He intentado luchar contra este sentimiento, pero... ¡No logro imaginar la vida sin ti! —Comenzó a desabrochar con exquisita lentitud, uno a uno, los pequeños botones de su blusa, buscando con hambrientas manos los redondeados senos—. ¡Te deseo ragazza!... Deseo tu jugosa y sensual boca, tus femeninas y voluptuosas caderas, tus firmes y prometedores pechos...
Besaba con encendida pasión los erectos pezones tan codiciados durante largo tiempo, sintiendo bullir acaloradamente la sangre en sus sienes, acelerando el ritmo cardíaco y la temperatura de su cuerpo semidesnudo. Supo que no podría refrenar su excitación, incentivada a cada instante por las dulces y embriagadoras caricias que ella le prodigaba de continuo. Le invadió un primitivo impulso irrefrenable, casi animal, de poseerla, sentirla estremecer entre sus brazos cual delicada flor bamboleada por el viento. De unir sus cuerpos en perfecta comunión, al igual que se encontraban unidas sus almas. El mañana no importaba, solo aquel mágico e irrepetible instante ¡La sentiría suya!... ¡Suya!, al menos por una vez... Después...
—¡No!... ¡No!... ¡No puedo hacerlo! Basta... Debemos parar.
Se incorporó de un salto alejándose de ella tambaleante, sin atreverse a mirarla, deseando abrir una profunda barrera con la distancia. Estaba encharcado en sudor y un fuerte temblor dominaba su vigoroso cuerpo. Rosana lo miraba asustada, sin comprender qué había ocurrido en un instante, temerosa de ser ella la causa de tan brusca e inesperada reacción. Su sorpresa era tal que quedó muda y atontada, embriagada aún por las sensaciones deliciosas e inolvidables recién vividas entre sus brazos.
—¡Rosana! —Miraba a través del amplio ventanal de espaldas a su amada—. Existe un episodio de mi vida que todavía desconoces.
Sintió una punzada en el corazón, el temido momento de la confesión había llegado.
—No me importa nada de lo que haya ocurrido en el pasado. —Logró decir, algo más despejada.
—Pues debería importarte —le gritó dándose la vuelta fuera de sí. No podía mirarla sin sentirse como un miserable, bajó los ojos al tiempo que decía—. Hay algo que no te he contado.
—Alfredo, mi amor. Te repito que todo lo ocurrido antes de conocernos no tiene impor...
—¡Rosana! —cortó sin dejarle terminar la frase—. ¡Soy homosexual!
Un rayo que hubiera caído ante ella no la habría fulminado como aquella confesión. Le pareció que el suelo se abría bajo sus pies, que la oscura y poderosa tormenta del exterior había penetrado en la estancia, amenazando desplomarse sobre su cabeza y hundirla en los abismos de la desesperación. ¿Homosexual? ¿Qué cruel broma era aquella? Acababa de sentirlo sobre su cuerpo, encendido de pasión, ebrio por el deseo viril. Todo aquello no era más que un sueño, un horrible y cruel sueño, del que no tardaría mucho en despertar.
—Pero... Hace un momento... —No encontraba las palabras.
—¿Te deseaba?... Y sigo deseándote más que a nada en este mundo. Vendería mi alma si no lo hubiera hecho en el pasado por poderte llevar ahora mismo a la alcoba y hacerte mía, aunque solo fuera por un breve instante. Cubrir tu adorado cuerpo de ardientes besos y sensuales caricias como jamás hayas sentido, hasta lograr enloquecerte, haciéndote suspirar y languidecer de amor entre mis brazos. Después... ¡Ya nada importaría!
»Pero te quiero tanto y tan intensamente, que no puedo hacerlo. Con cualquier otra mujer hubiera satisfecho mis instintos sexuales y la hubiera olvidado al día siguiente. Pero contigo no puedo. No te mereces eso. —Hablaba con vehemencia dando vueltas alrededor de la habitación, sin mirarla, obviando su presencia, como si sus reflexiones fueran para sí mismo. Cesó en el obsesivo recorrido parando delante de ella—. Dime algo. ¡Por favor! ¡No me mires así!
No soportaba su silencio, hubiera deseado que le insultara o le gritara, incluso que le abofeteara o pateara, cualquier cosa menos aquella crítica silenciosa que veía reflejada en sus hermosos ojos. Le destrozaba verla en medio del sillón, con el hermoso cabello revuelto y las arrugadas ropas en desorden, que apenas cubrían los desnudos y codiciados senos. Recordó la escena del Coliseo donde lo comparó con sus antepasados patricios. Llevaba razón, era tan cruel como ellos, tenía a la virgen delante de sus ojos, a su merced y él mismo la condenaba a un destino, si bien no tan sangriento, no por ello menos doloroso y cruel.
—Por favor, habla —suplicó angustiado—. ¡Me estoy volviendo loco!
Seguía sus movimientos con mirada extraviada, intentando asimilar todo aquello que estaba aconteciendo de forma tan precipitada e inesperada alrededor de ella. Le costaba seguir el hilo de sus palabras, su mente no dejaba de martillear con mono frases repetitivas: «Soy homosexual»... «Te quiero»... «Es el fin»... «Todo se acabó»... «Homosexual»... «Homosexual»...
Notaba que la habitación comenzaba a dar vueltas, temió sufrir un importuno desmayo e hizo un tremendo esfuerzo por despertar de aquella borrachera emocional en que se encontraba sumida. Intentó templar los descontrolados nervios repitiéndose que aún no era el momento de desplomarse, que ya habría tiempo para ello. Logró serenar su ánimo antes de preguntar con voz inocente, apenas perceptible:
—¿Por qué? —El interrogante sonaba a súplica más que a crítica.
—¿Por qué? —rió con gesto desvariado—. ¿Por qué?... ¡Cómo coño quieres que lo sepa! Llevo haciéndome esa misma pregunta desde que te conocí. Desde la primera noche intenté olvidarte, alejarte de mi vida. Pero no pude. Cada instante que pasábamos juntos era un motivo más para volver a verte. Contra toda razón y lógica buscaba tu presencia, cada momento que no estaba contigo lo consideraba tiempo vacío y perdido.
»¡Vivo obsesionado por ti! He paralizado mi vida laboral y social únicamente por el placer de estar a tu lado. No me ha importado lo que opinaran todos aquellos que conocían mi pasado. Vuelvo a repetirte que daría gustoso cuanto poseo y mi propia vida por ti. Pero no me preguntes el por qué... ¡Porque no tengo respuesta!
»He rogado a Dios, desnudando mi alma, que me librara de esto. Que no me permitiera hacerte daño. Que me diera la fuerza suficiente para no volver a verte. Desde que te conozco, apenas he dormido, viviendo en una continua lucha entre mi razón y mis sentimientos.
Calló desesperado, apoyándose agotado en el frío ventanal. Fuera, como si conocedora del drama que se venía desarrollando en aquella habitación quisiera contribuir, añadiendo dramatismo a la escena, la impetuosa tormenta arreció embravecida descargando con furia los torrentes almacenados en los negros nubarrones, en tanto cegadores rayos y ensordecedores truenos se sumaban al conflicto de pasiones de los dos protagonistas de aquella inusual escena.
—¿Por qué no me lo dijiste antes? —No comprendía cómo había esperado a aquel preciso momento para contárselo, cuando apenas les quedaba tiempo.
—Porque hubiera sido inútil. —Parecía más calmado, la anterior rabia y excitación nerviosa había dejado paso a un profundo abatimiento, fruto de la intensa tensión vivida hacía unos instantes—. Me di cuenta de que tú, igualmente, estabas prisionera del mismo maleficio amoroso. El mal estaba hecho, no había remedio para ninguno de nosotros, éramos simples marionetas movidas por invisibles hilos que nos conducían a voluntad, sin que ni uno ni otro opusiéramos resistencia.
»Creí que lo mejor sería continuar, dejando que los acontecimientos decidieran por nosotros. ¡Fui egoísta, lo sé! Mi única excusa es que llevaba toda una vida esperándote y no quería perderte. Que me horrorizaba hacerte daño y sabía que sufrirías si dejábamos de vernos. Por ello decidí no contarte nada, continuar con nuestra relación hasta el día de tu partida, irte a despedir al aeropuerto y después… tal vez el tiempo y la distancia nos ayudaran a olvidarnos mutuamente.
—¿Pensabas dejarme marchar? —Sentía que se desgarraba en su interior, pero... no pudo llorar.
Movió la cabeza con gesto afirmativo, volviéndose avergonzado, sin fuerzas para resistir su inquisidora mirada. Se sentía mezquino, pero no quería mentir. ¡Bastante daño le había hecho!
—Y... ¿Qué podemos hacer? —Se aferraba desesperadamente a la esperanza, negándose a admitir la derrota.
—¡Nada!
—¿Cómo puedes pensar eso? ¡Habrá alguna solución! —exclamó descontrolada por el dolor.
—¿Por qué no apareciste en mi vida hace cinco años? —Su voz sonaba cansada y hueca—. Entonces, nada de esto hubiera tenido lugar.
Ella bajó la cabeza, sin hallar respuesta a tan lógica pregunta.
—He vivido una relación durante más de un año con un hombre mayor que yo. Un fotógrafo de élite llamado Marco Fabricio, un artista de la composición fotográfica —parecía haber envejecido en unos instantes, se sentía agotado y sin fuerzas—. Después de mis dos desastrosas experiencias amorosas decidí, como te dije ayer, no aventurarme a la ligera en mi próxima elección, es más, casi me había propuesto olvidarme del tema afectivo, volcando toda mi atención y mi ímpetu en el trabajo, la música y el arte. Durante unos años conseguí mi objetivo. No era plenamente feliz, pero tampoco me sentía infeliz, parecía haber llegado a un insulso y tibio equilibrio.
»Fue entonces cuando conocí a Marco, no podía negarse su carisma. Hombre de mundo, con una vasta cultura a sus espaldas y una gran sensibilidad artística. Desde el primer momento congeniamos al coincidir en puntos de vista e ideas sobre temas relacionados principalmente con el arte. Lo que en principio no pasó de ser una simple amistad fue prosperando con el tiempo, hasta convertirse en una demostración de sincero afecto. Un buen día me propuso viajar con él, yo conocía sus inclinaciones sexuales y no me entusiasmó la idea, por ello decliné la invitación. A raíz de aquello, dejó de llamarme, ignorando mi presencia cuando coincidíamos en alguna reunión. Aquello me dolió, yo sentía un verdadero afecto por él, admiraba sus conocimientos, me gustaba la exquisitez de sus gustos y su agradable e instructiva conversación.
Rosana no perdía detalle de cuanto él relataba, notando cómo arraigaba en su espíritu un absurdo y rocambolesco sentimiento de celos y odio hacia aquel hombre que, aún sin conocerlo, había destrozado la vida de su amado.
—Por fin un día decidí llamarlo para aclarar la situación entre nosotros. —Se había sentado en un pequeño sillón del otro extremo del salón, sintiendo cómo las fuerzas se agotaban según avanzaba con el relato—. Me expuso sus condiciones para continuar con nuestra amistad. Se había enamorado de mí y no podía aceptar otro tipo de relación entre nosotros. Le intenté hacer comprender que yo no tenía tendencias homosexuales, que era heterosexual, pero se mostró inflexible. Me marché entristecido con la semilla de la duda en mi cerebro.
»Analicé mi ruinosa vida amorosa hasta entonces. Todas las mujeres que había conocido eran egoístas, viciosas o estúpidas, carentes de refinamiento y verdadera cultura, por no hablar de su total falta de sensibilidad. En el terreno afectivo jamás había sentido emoción ni deleite en ninguna de mis experiencias sexuales; apenas si lograba saciar mis instintos más básicos. Cada vivencia amorosa me dejaba un triste y amargo sabor de boca. Yo seguía buscando ese afecto que me faltaba. ¿Por qué no podría encontrarlo en aquel ambiente? ¿Sería posible que hubiera equivocado mis tendencias sexuales? Conocía cientos de hombres con preferencias homosexuales dentro del mundillo del arte. ¡Tal vez fuera ese el camino para encontrar el amor y la compañía que venía buscando sin éxito desde la adolescencia! Luego de sopesar pros y contras... ¡Decidí aceptar!
Ella cerró los ojos, dejando caer la cabeza sobre el pecho con gesto abatido.
—Poco tiempo se mantuvo mi esperanza. De inmediato me di cuenta de que no era ese el camino, que allí no encontraría nunca lo que buscaba. Para entonces el mal estaba hecho. Toda Roma se había enterado de nuestra relación, él se había encargado de airearla sobradamente. No podía dar marcha atrás. Nunca vivimos juntos, yo me negué a que entrara en esta casa, aunque las disputas eran continuas por el tema. Tal vez sea la única decisión sensata que haya tomado en mi vida.
»Por lo demás, la relación se fue tornando cada vez más insoportable con sus estúpidos y descabellados celos. No podía acercarme a hombre o mujer sin que se sintiera amenazado, organizando unas esperpénticas escenas de amante desdeñado. Harto de tan absurda situación, hace ocho meses, decidí cortar con todo aquello, sin importarme las consecuencias, que han sido muchas y desagradables. Ha intentado e intenta desprestigiarme a todos los niveles, pero he llegado a acostumbrarme y ya no me afectan sus insultos ni falsedades.
Apoyó agotado la cabeza en el respaldo del sillón, destrozado física y mentalmente tras el controvertido relato.
—¿Comprendes ahora por qué no he sido capaz de romper nuestra relación desde el inicio? —preguntaba sin siquiera mirarla, dominado por el cansancio o tal vez por la vergüenza—. Tú representabas todo aquello por lo que siempre había luchado, eras mi musa, mi sueño fantástico, mi obsesión. No tuve el valor suficiente para alejarme de ti, si bien, nunca imaginé que llegáramos hasta la situación en que nos encontramos. No pude predecir unos sentimientos que, hasta el momento de encontrarte, desconocía que existieran.
Ella lo miraba con ojos rebosantes de compasión y dolor. Estaba hundido, derrotado, con su autoestima destrozada. Quería correr a él y abrazarlo, demostrarle que ella seguía allí, que nada estaba perdido, que siempre se puede renacer de las cenizas, cual ave Fénix…
¡No se movió! No sabría explicar la razón, pero algo le impedía consolarlo. Quizá fuera efecto del agotamiento que invadía su cuerpo o tal vez su orgullo herido o, simplemente, el miedo a ser rechazada.
—Alfredo, no todo está perdido. —Intentaba que su voz reflejara un ánimo que estaba lejos de sentir—. Juntos podemos superar esto. La gente olvidará y todo volverá a su cauce.
—Ragazza. —Su triste mirada parecía acariciarla en la distancia—. Nadie olvida si no quiere. La sociedad es un ente cruel y vengativo, cuando te ha entregado fama y prestigio… ¡nunca deja de cobrarse sus favores!
—¡No puedo verte así! —gritó fuera de sí. Estaba indignada con su conformismo—. Si hay que enfrentarse a ellos nos enfrentaremos. ¡Lucharemos juntos contra el mundo si es necesario! ¡Nunca te abandonaré. Siempre estaré a tu lado!
—¡¡No!! —gritó levantándose con un ímpetu inimaginable unos segundos antes—. Ya ha habido suficientes víctimas por mi error. He visto morir a mi madre hace un año a causa de la pena que le produjo mi disparatada decisión. Los médicos diagnosticaron depresión, pero yo sé la verdadera causa de su muerte. No podría resistir ver cómo te hacían daño en mi presencia día tras día, con tu carácter no serías capaz de soportarlo. Bastante tengo con encajar, con aparente indiferencia y frialdad, mi propia humillación.
—Creo que exageras —se atrevió a comentar.
—¿Que exagero? —Se acercó a ella enfurecido—. Me nombraron miembro honorífico de la Asociación de Gais en Roma. No tengo nada contra ese colectivo, soy una persona de mente abierta y respeto las tendencias y gustos de cada uno, pero ¿crees que es fácil hacer olvidar algo así a los demás? Pregunta a cualquiera y te jurará que soy gay.
—Pero... ¡tú no eres homosexual! —le gritó en un ataque de histeria—. Nadie mejor que yo lo sabe.
—¿Y qué importancia tiene que tú y yo lo creamos si la ciudad entera está convencida de lo contrario? —Ambos se gritaban, intentando con ello que el otro entendiera mejor su razonamiento, como si de un problema de audición se tratara—. ¿Recuerdas el otro día en la ópera? La querida amiga Sara… La muy puta estuvo cerca de dos años intentando llevarme a la cama, a pesar de estar casada «felizmente», según ella; al no conseguirlo no deja de perseguirme de continuo, recordándome lo mucho que siente que mi anterior «relación» no haya cuajado y ofreciéndose gustosa como sustituta.
»En cuanto al almibarado y elegante embajador de Brasil, no deja de ser un patético Don Juan que introduce a sus jóvenes amiguitas en la propia Embajada, ante las mismas narices de su respetada y elegante esposa. De no estar conmigo, seguro que te habría hecho cualquier sucia proposición. —La cogió de los hombros zarandeándola con vehemencia—. ¿Sabes lo que serían capaces de hacerte? ¿Sabes con qué clase de alimañas te tendrías que enfrentar cada día? Te hundirían moral y profesionalmente, te insultarían inventando historias sórdidas y retorcidas para desprestigiarte y herirte, te ignorarían en su presencia, creándote el vacío hasta llegar a anularte como persona.
»¡No quiero más mártires por mi causa! Aún me queda la suficiente dignidad y orgullo como para impedir tu sacrificio. —Extendió su brazo tembloroso por la cólera señalando la puerta—. ¡Vete ahora mismo! ¡Sal de mi vida! Coge mañana el avión hacia España y arrópate entre tus amigos. Al menos tengo la certeza de que ellos te ayudarán. ¡Arrójate en los brazos de tu Yago. Entrégate a él y se feliz, si es que puedes!...
»¡¡Déjame solo!!
Estaba fuera de sí, loco de rabia y dolor. Cogió la preciosa lámpara de mesa, fabricada con delicado y tallado cristal de Murano veneciano, que reposaba sobre la mesa auxiliar, y la arrojó con todas sus fuerzas contra el amplio ventanal. Como si de un efecto especial teatral se tratara, justo en aquel instante, un ensordecedor trueno retumbó en la estancia, ahogando el fuerte ruido provocado por el choque de la delicada pieza contra el cristal blindado, que fue a estrellarse contra el pavimento destrozada en innumerables pedazos que aparecieron desperdigados por el suelo, como silenciosos despojos de la incruenta batalla que allí se venía desarrollando.
Rosana sintió unas inmensas ganas de llorar, pero no pudo, el llanto le negaba su auxilio en aquel terrible momento. La habían herido hondamente sus últimas palabras, ante todo el comentario sobre Yago. Comprendía a la perfección el estado de ánimo de su enamorado, veía la desesperación, el dolor y el sentimiento de culpa que desequilibraban su mente, pero acababa de darse cuenta de que no quería ser ayudado y ante eso…, ella nada podía hacer.
Acababa de reparar en su desnudez; comenzó a abrocharse los botones de la blusa de forma mecánica, con extrema lentitud, sin darse cuenta apenas de lo que hacía.
Él se volvió a mirarla extrañado de su silencio, esperaba algún reproche o crítica que le permitiera justificar aquella decisión de ruptura. Las últimas palabras habían sido una canallada y una vil bajeza. Era consciente de que la enajenación momentánea de su mente la había herido profundamente. Podía verla, en apariencia serena, sin un reproche ni una lágrima. Sintió que comenzaba a flaquear. La quería demasiado para dejarla marchar de aquel modo. Se arrojó a sus pies implorando el perdón. Ella seguía abrochando la blusa inexpresiva, sin mirarle ni hablar, como si lo único que mereciera la pena en aquel momento fuera cubrir su desnudo cuerpo.
—¡Rosana! —Estaba asustado, nunca la había visto así, temió que no fuera capaz de superar tan inesperada noticia—. ¡Habla! ¿Estás bien? —Tenía abrazadas sus piernas, sin atreverse a acercarse más—. Tal vez con el tiempo, pudiéramos llegar a ser...
—¡No! —gritó empujándolo con repentina e inesperada violencia, librándose de su abrazo—. No se te ocurra hablarme de amistad. No manches nuestro amor con semejante propuesta. Jamás podré verte como un amigo. ¡Te quiero! ¡Quiero sentirte mío! ¿Lo entiendes? —Se había levantado, parecía transfigurada, semejante a una vestal—. No importa el tiempo que pase ni dónde estemos cada uno, seguiré siendo tan tuya como hace un momento cuando me tenías entre tus brazos. Tú acabas de destruir nuestro amor por dignidad y orgullo. Concédeme al menos el derecho de defender el mío ante el mundo. ¡Juré amarte toda una vida y cumpliré mi promesa aun contra tu voluntad!
Estaba magnífica, él la miraba idolatrando la hermosa imagen de diosa griega, presta al sacrificio. ¿Cómo podía ser tan loco de dejarla marchar? ¿Cómo renunciar a una vida junto a aquella maravillosa mujer? ¿Merecía la pena tan enorme sacrificio? Vio su pura y cándida mirada, desconocedora de peligros e inmundicias terrenas y... comprendió que todo sacrificio sería poco por protegerla de la sucia crueldad del mundo en el que se movía.
Ella tomó el bolso alejándose con inusual lentitud y paso mecánico hacia la puerta, sin una simple mirada ni un adiós.
—Ragazza! —Se paró en seco al oír su voz—. Aunque no puedas comprenderlo: ¡Te amo y te adoraré toda mi vida!
No pudo soportar por más tiempo la emoción; las abundantes lágrimas, hasta el momento incomprensiblemente contenidas, arrasaron sus ojos, rompiendo a llorar desconsolada. Había soportado estoicamente la dramática escena anterior sin una lágrima, con una cruel sequía dolorosa, sin un gemido ni llanto, pero aquella frase de despedida había desbordado el vaso de los sentimientos y las penas. Abrió la puerta y salió corriendo hacia la calle.
Había anochecido y llovía, a pesar de ello, aún podía verse gente por la transitada vía. Ella iba ciega, drogada de dolor, dando tumbos y tropezando con los transeúntes que, molestos por la intensa e inoportuna lluvia, aceleraban el paso hacia sus respectivos destinos. No sabía muy bien por dónde andaba, tampoco le importaba. Apenas veía, debido a la fuerte lluvia que le empapaba el cabello y azotaba su cara, como un triste recuerdo de la tormenta sufrida momentos antes en el ático de Alfredo. A punto estuvo de caer al suelo al ser empujada por un peatón con más alcohol del que su cuerpo era capaz de metabolizar. No supo el tiempo que deambuló por las encharcadas calles hasta lograr divisar la iluminada Plaza de Venecia que recordó vagamente, tal era el estado de enajenación en que se hallaba. Con todo consiguió llegar sin mayores tropiezos a la puerta del hotel.
—Signorina. ¿Se encuentra bien? —El solícito recepcionista intentó ayudarla, asustado ante el aspecto que presentaba y la extraña expresión del desencajado rostro.
—¿Eh? Sí... Sí...
Buscaba el ascensor sin encontrarlo. Los nervios nublaban su razón, desfigurando la realidad de cuanto la rodeaba. Cuando logró entrar en la habitación cerró con un portazo, arrojándose empapada y sin fuerzas encima de la cama. Ni siquiera encendió la luz. ¿Para qué? No había nada que ver. ¡Jamás habría ya nada que ver! Aquella noche había visto y oído suficiente.
No era capaz de comprender ni asimilar lo que acababa de ocurrir. Apenas unas horas antes paseaban, en el precioso coche, abrazados, como holgazanes y despreocupados turistas. Las nostálgicas notas de la canzonetta “O sole mío”, retumbaban en su cabeza avanzando paralelas a los negros pensamientos, recordándole la deliciosa comida. La rápida visita al Castel. La repentina tormenta. Luego, el anhelado éxtasis amoroso tan cruelmente truncado por la sorprendente revelación. Y... ¿Ahora qué? Aún se aferraba al milagro, esperando algo, aunque no podría expresar el qué.
El timbre del móvil rompió el negro silencio de la oscura habitación. Se incorporó temblorosa y anhelante, buscando a ciegas el aparato. Seguía sonando, pero era incapaz de encontrar el maldito bolso. Cuando logró encender la luz, el ansiado sonido había dado paso al temido silencio. Antes de extraer el teléfono del interior volvió a sonar de manera insistente. Pensó que era él, que vendría a buscarla para arreglar su relación. Miró ansiosa el aparato.
—¡Mieeerrrrda!... —Arrojó con rabia y furia el móvil contra la pared, desplomándose en la cama y deshaciéndose en amargos sollozos.
El teléfono, con la pantalla destrozada a causa del fuerte impacto del golpe, continuaba su machacona melodía artificiosa. En la pantalla iluminada aún podía distinguirse con claridad el nombre de… Yago.
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Hacía bastante tiempo que Rosana había abandonado el piso, aunque él no se hubiera movido del lugar en que ella lo dejara, mirando la puerta cerrada con obstinada fijeza. Parecía esperar verla entrar en cualquier momento. Pero no era así. Sabía que no volvería, lo había visto en sus ojos cuando intentó hablarle de amistad. ¿Acaso cabría esperar otra cosa después de lo ocurrido aquella horrible noche?
Desde que la conociera, su único propósito fue hacerla feliz. No había escatimado medios para intentar lograrlo. Irónicamente, en su exagerado afán de protegerla no solo la había arrojado de su lado con aquellas duras y crueles palabras, sino que había arruinado su vida, marcándola para siempre, destruyendo su inocencia y alegría. ¿Cómo podía haber sido tan ruin y miserable? Ella le había entregado lo mejor de sí misma y él la pagaba con la angustia y el dolor. Acababa de enviarla a los brazos de otro hombre... ¡Creyó volverse loco!
Tomó el paquete de tabaco y sacó un cigarrillo del interior con torpes y temblorosas manos. Intentó encenderlo, mas no fue capaz, tal era el temblor provocado por su fuerte desequilibrio nervioso. Arrojó el destrozado pitillo y el inservible mechero con rabia contra el suelo, dejándose caer pesadamente en el mismo sillón que acababa de ser testigo de su tan apasionado como fugaz romance amoroso. Aún mantenía el calor del adorado cuerpo. Volvió a verla tumbada, abrazada a su cuello, enloqueciéndolo con sus dulces besos y delicadas caricias, rogándole entre suspiros que: «nunca la abandonara».
Cerró los ojos desesperado, mesándose los cabellos con rabia y dolor, mientras prorrumpía en contenidos sollozos, como un frágil e indefenso niño asustado.