La Piazza e la Basilica di San Pietro
(La Plaza y la Basílica de San Pedro)
La actual Piazza San Pietro, obra de Gian Lorenzo Bernini,[38] presenta una forma trapezoidal, con dos pasajes a ambos lados de forma elíptica, decorados con columnatas colocadas en cuatro filas, a su vez rematadas por una balaustrada, sobre la que se asientan las figuras de ciento cuarenta santos junto al Salvador. Esta gran plaza puede considerarse la antesala de la Basílica del mismo nombre. Dos fuentes, una en cada foco de la elipse, embellecen su interior, mientras en el centro se erige un impresionante obelisco. Por otra parte, la Via della Conciliazione la une al celebérrimo Castel Sant´Angelo, edificado a orillas del río Tíber. Por esta amplia vía atraviesan diariamente miles de personas en visita y peregrinación a la gran basílica y los edificios vaticanos.
Al salir del restaurante una oleada de calor les sorprendió, contrastando con el frescor artificial del interior del establecimiento. Eran las cuatro y media y el asfalto de la ciudad parecía despedir fuego. Con el retraso de la hora, el sol mantenía toda la fuerza de su radiación. Cruzaron de acera, en busca de la sombra proyectada por los edificios y se dirigieron a buen paso hacia la plaza.
Llegados a ella fueron directamente hacia el centro de la misma, colocándose delante del fabuloso obelisco.
—Esta maravilla pesa 327 toneladas y tiene 25 m de altura —explicó él—. La trajeron desde Egipto para ser colocada en el centro del Circo Romano.
Giraron alrededor de la inmensa mole de piedra.
—Como puedes ver, no tiene ninguna inscripción. El Emperador Calígula decidió adquirir este inmenso obelisco como decoración de su circo privado, el más tarde conocido como circo de Nerón, al ser este quien finalizó la obra. Se le llama el «testigo mudo» por haber presenciado la crucifixión de San Pedro. Sixto V, hacia finales del siglo XVI, ordenaría su traslado ante la Basílica, como memoria del martirio del Apóstol, durando cerca de un año la ejecución del complicado cambio.
Rosana seguía absorta las indicaciones, sin dejar de mirar con asombrados ojos la monumental piedra.
—La bola de bronce de la cúspide, ¿tiene algún significado? —preguntó intrigada.
—Efectivamente —repuso él—. Según una antigua leyenda medieval, en su interior se encontraban los restos de Julio César. Con posterioridad fueron reemplazados por la reliquia de un trozo del madero de la cruz donde murió San Pedro.
Ella realizó varias fotografías, intentando captar la majestuosa sobriedad y elegante sencillez del susodicho obelisco.
—Si has estado en París sabrás que la famosa Plaza de la Concordia es una copia exacta del diseño de esta en la que estamos.
Era cierto. No conocía ese dato pero ahora que lo sabía, recordaba el parecido, naturalmente salvando las diferencias propias de cada una de ellas. Hizo algunas fotos más al conjunto de la plaza, a sus fuentes y a las esculturas que la custodiaban.
Según se encaminaban a la Basílica, Alfredo, le fue explicando cómo su diseño había ido sufriendo innumerables cambios y modificaciones con el transcurso de los años. Desde los proyectos iniciales de Bramante con planta de cruz griega y una gran cúpula, pasando por las diferentes propuestas de arquitectos como el propio Rafael Sanzio, Sangallo el Joven, Michelangelo Buonarroti, Maderno o Bernini. Todos ellos han dejado impreso su personal sello al conjunto.
El promotor del proyecto inicial fue el Papa Julio II, conocido como el «papa guerrero» por la intensa actividad político-militar. Enamorado del arte y de las armas, fue un gran mecenas, contribuyendo con sus propios tesoros artísticos personales a la elaboración de tan magna construcción. Ordenó que fuera edificada sobre la antigua basílica constantiniana. Esta ubicación fue largamente criticada por personajes de la época como Erasmo de Rotterdam o el propio Miguel Ángel. Este último no pudo aceptar nunca la destrucción de las columnas de la antigua basílica paleocristiana.
En ella se mezclan los estilos renacentista y barroco, habiéndose iniciado en 1506 hasta 1626 en que se finalizó. Es el templo cristiano más grande del mundo con 193 m de longitud y una altura de 44,5 m, abarcando su superficie 2,3 hectáreas. Según la tradición, datos históricos y ciertas bases científicas, se encuentra construida encima de la tumba de Pedro Apóstol, el discípulo elegido por el Hijo de Dios como representante máximo de su Iglesia en la tierra, ubicada justo debajo del altar mayor.
Rosana hubiera deseado tener una memoria de computadora para poder retener tantos datos como escuchaba. Seguía con atención cada detalle, no dejando de maravillarse del alto nivel de conocimientos de su acompañante.
En medio de la charla, llegaron a la entrada. A su alrededor los turistas se arremolinaban dejándoles pasar de mala gana. Vio a Alfredo acercarse al encargado del control y enseñarle una tarjeta. De inmediato este se hizo a un lado, indicando que pasaran. Quedó sorprendida.
— ¿Eres amigo del pontífice? —bromeó.
—Lo conozco —repuso él sonriendo—. No es por eso. Soy miembro de una asociación que colabora estrechamente con el Vaticano. Tengo entrada libre en cualquier edificio de la Santa Sede.
—Podría haberte conocido antes de entrar en los museos. Me hubiera ahorrado treinta y cinco minutos de espera —comentó divertida.
—De no ser por esa espera, tal vez no hubiéramos coincidido en la Capilla Sixtina y no nos habríamos conocido.
Tenía razón. Quizá no fuera la casualidad la que originó su encuentro. Sintió una extraña sensación.
—¡Qué puerta más espectacular! —exclamó parándose a contemplarla.
—La Puerta del Filarete —informó—. Única superviviente de la antigua basílica constantiniana. Es como un libro abierto, cada escena aquí reflejada narra una historia. Hay quienes pretenden ver en ella mensajes proféticos y apocalípticos cara al futuro.
—¡Es muy hermosa!
—Desde luego. Entremos.
Cogió su mano guiándola al interior del templo, sin dejar de observarla, intentando no perderse su primera reacción.
Quedó muda de asombro a la vista de la impresionante nave. Recorrió con lenta y curiosa mirada el interior de la Basílica y una exclamación de asombro brotó de sus labios:
—¡Dios mío! —No encontraba palabras para describir lo que sentía en aquel momento. La grandiosidad del templo, la estudiada y cuidada luminosidad, las colosales dimensiones de la nave, la asombrosa riqueza de sus contenidos, sus numerosas y coloridas vidrieras... Todo, absolutamente todo, resultaba fabuloso. No era posible que tanta belleza fuera en exclusiva material, aquello rallaba en lo divino. Algo muy superior tuvo que guiar la mano del hombre para lograr crear semejante maravilla.
Notó algo similar a un vahído, producido por la emoción. Alfredo la sujetó impidiendo que perdiera el equilibrio.
—Sabía que te impresionaría. Aún recuerdo la primera vez que entré aquí siendo niño. Me quedé sin habla como te ha pasado a ti. Por desgracia, el paso del tiempo y la costumbre ha difuminado la magia de aquel momento. —Su voz reflejaba cierto tinte de tristeza.
Rosana sentía acumularse las lágrimas alrededor de los ojos. Su sensibilidad no podía resistir una sensación tan fuerte sin tener una pronta reacción.
—¡Soy tonta. Me emociono fácilmente! —se excusó.
—No. ¡Eres una mujer muy especial! —Levantó su cabeza con suavidad, en busca de su mirada—. Me ilusiona haber presenciado tu reacción. No es algo muy común. Pero... ¡ven!
Entraron en el templo yendo hacia el ala derecha de la nave, directos a la capilla de La Pietà[39] de Miguel Ángel.
—¡Comienza a hacer fotos! —invitó con tono jocoso.
Ella recobró el ánimo y no se hizo de rogar. No podría precisar el número de instantáneas que realizó dentro de la basílica, aunque no pasó escultura, pintura o retablo que no quedara plasmado en la extensa memoria del teléfono.
Alfredo, mientras tanto, iba detallando los datos más relevantes y significativos de todo aquello que visitaban. Cuando llegaron a la cúpula sobre el altar mayor, comentó cómo esta fue la mayor aportación de Miguel Ángel al edificio. Refirió las cualidades de tan pesada y magnífica estructura, que da la sensación de flotar en el aire, sin sujeción aparente. El genio no pudo terminarla personalmente a causa de su fallecimiento, si bien los sucesores siguieron con total fidelidad sus planos hasta concluirla, dando como resultado la impresionante bóveda que hoy en día puede admirarse.
—Bernini fue pieza clave en la ejecución de muchos de los elementos interiores del templo —comentó continuando la visita—. Obra suya es el espectacular baldaquino de bronce macizo instalado sobre el altar mayor.
Rosana contempló maravillada el citado baldaquino mientras murmuraba:
—¡Uno se siente pequeño ante tanta grandeza!
—El bronce utilizado en estas macizas columnas fue sacado de los casetones de la cúpula del Panteón de Agripa —señaló su guía, no participando del entusiasmo—. No le han faltado las críticas por ello durante siglos. Realmente, gran parte de lo que contemplas son despojos de otras muchas obras de arte. Los papas no dudaron en desvencijar monumentos y templos clásicos para ir forjando con ellos estos muros.
—Es triste, pero el hombre solo respeta su propio concepto de belleza —manifestó ella.
Después de visitar la cripta, con la tumba del Apóstol y la preciosa escalera, de admirar los impresionantes artesonados y la sobria elegancia de la Capella del Coro, Alfredo comentó, observando el reloj de su muñeca:
—Ya hemos visto suficiente arte muerto por hoy. Si nos damos prisa te enseñaré un arte repleto de vida.
Cogió su brazo y se encaminaron hacia la salida con cierta precipitación. Ella no comprendía muy bien a qué se refería. Aunque no pensó ni por un momento oponer resistencia.
Se dirigieron a la cúpula. Acababan de cerrar el acceso al público, pero ante la petición de Alfredo les dejaron pasar sin problema alguno. El primer tramo de la subida lo realizaron en ascensor, evitándose 250 escalones, el resto resultó algo fatigoso, sobre todo después de la precipitada carrera.
Al entrar de nuevo en la Basílica, camino de la cúpula, pudieron apreciar de cerca la genialidad de la obra de Miguel Ángel. Su originalidad y pureza arquitectónica, la riqueza de los materiales, el intenso cromatismo de sus frescos, donde la amplia gama de azules reclaman la urgente apreciación de la retina. Él iba narrando curiosidades y anécdotas relacionadas con la misma desde el comienzo de su construcción hasta hoy en día.
Sin poder dedicarle mucho tiempo, siguieron avanzando. La parte más dura vino con la empinada y angosta escalera de caracol, aunque el haber disminuido el número de visitantes a esa hora facilitó algo la subida.
Una vez llegaron arriba, Rosana, olvidó todas las penurias del ascenso. ¡La vista era espectacular! A sus pies se extendía toda la ciudad de Roma, semejante a una inmensa alfombra de edificios, jardines y calles. A lo lejos podía distinguirse el Coliseo, junto a innumerables restos de excavaciones arqueológicas que imaginó serían parte del Palatino o el Foro. Reconoció, por haber visto algunas imágenes, la cúpula del Panteón de Agripa, así como la Plaza de Venecia que visitara la noche anterior. Según iban avanzando por la terraza de la cúpula aparecían ante sus asombrados ojos nuevos paisajes urbanos, semejantes a diminutas maquetas de la imperial ciudad, repletas de pequeños detalles a escala.
—¡Mira, allí se ve el Tíber!, ¿no?
—Sí, toda Roma está edificada en las colinas adyacentes. Aquella del centro es la isla Tiberina —respondió él— y ese edificio de la izquierda el famoso Castel Sant´Angelo, muy utilizado a través de los siglos por los distintos representantes papales. Giacomo Puccini lo inmortalizó musicalmente, escenificando el último acto de la ópera Tosca en sus mazmorras. Desde esa misma terraza arrojó el músico a su heroína al vacío, mientras reclamaba el Juicio de Dios contra Scarpia.
El sol iba perdiendo fuerza poco a poco, acercándose al ocaso. Debajo, a sus pies, se extendía el verdor y la frescura de los cuidados jardines vaticanos. Rosana tenía la sensación de encontrarse algo más cerca del cielo.
—¿Es un arte vivo o no? —Alfredo estaba a su espalda, contemplando la magnífica panorámica con mirada ensoñadora.
—Verdaderamente. ¡Es hermoso! —Inspiró con intensidad al tiempo que el viento mecía con ritmo acompasado su cabello—. La fusión del arte de la Naturaleza con la creación del arte humano.
Mientras así hablaban, el sol fue ocultándose en el horizonte hasta desaparecer por completo, dejando apenas una difusa neblina coloreada.
—Mi scusi! Dobbiamo chiudere.[40]
Ambos se sobresaltaron al escuchar la voz del vigilante, como si despertaran de un imaginario sueño común.
—Naturalmente! —respondió Alfredo.
Enfilaron la estrecha escalera, desandando el camino recorrido con anterioridad, hasta la salida de la Basílica. Cruzaron la gran plaza y se dirigieron a la Via della Conciliazione.
—Tienes que estar agotada —dijo él mirándola preocupado.
—Sí, estoy cansada. Sobre todo me duelen las piernas, necesito sentarme.
—Cogeremos un taxi y te llevaré al hotel. ¿De acuerdo?
Ella asintió. De pronto, toda la tensión nerviosa vivida en aquel intenso día pareció minar sus fuerzas. Subieron al coche en la misma plaza.
—¿En qué hotel te alojas? —Se interesó.
—Hotel Cosmopolita, cerca de la Plaza de Venecia.
El conductor no esperó a que le dieran la orden y arrancó de inmediato hacia el lugar.
Ninguno de los dos parecía interesado en iniciar la conversación durante el trayecto. Rosana sentía una extraña sensación de vacío. Intentaba asimilar que aquella increíble y fantástica aventura por un día estaba llegando a su fin. Hubiera deseado que el coche redujera la velocidad para así alargar aquellos últimos momentos. Miró a su acompañante tratando de estampar su imagen en la retina, conservando así su recuerdo.
Él a su vez devolvió la mirada, sonriendo al preguntar:
—¿Te encuentras mejor?
—Sí. ¡Mucho mejor! —respondió con presteza—. Solo necesitaba descansar un poco. Cinco minutos más de reposo y podría volver a la Capilla Sixtina.
—Difícilmente —rió él—. A estas horas está cerrada a cal y canto. ¡Ya hemos llegado! —dijo mirando por la ventanilla.
Bajaron del coche ante la misma puerta del hotel. Mientras él pagaba al taxista, Rosana esperó indecisa en medio de la acera, sin saber muy bien qué hacer. Alfredo se acercó.
—¿Quieres subir para darte una ducha y cambiarte los zapatos? Puedo esperarte en la cafetería.
Ella notó como la sangre afluía de manera precipitada a su rostro. Todo el cansancio anterior acababa de desaparecer. No pudo evitar que la alteración que sentía dejara de reflejarse en su voz al contestar:
—No necesito cambiarme, ya no me siento cansada.
Su acompañante no insistió, le ofreció el brazo y comenzaron a caminar calle abajo. Decidieron ir a alguna de las cafeterías que había en la Piazza Venezia y así poder reponer fuerzas mientras bebían algo fresco.
Serían las ocho y media cuando se sentaron, precisamente, en el exterior del establecimiento donde la noche anterior ella probara su primer gelato[41] italiano. El día tocaba a su fin, comenzando a encenderse las luces de los distintos edificios de la gran plaza.
Rosana comentó la experiencia de la noche anterior en aquel mismo lugar. Él la escuchaba, mirándola divertido. No había terminado su narración, cuando les sirvieron las dos cervezas y unas aceitunas que habían pedido al llegar.
—Creo que vas a tener que dominar tus emociones. Roma es la ciudad que conserva mayor cantidad de tesoros artísticos y arqueológicos en todo el mundo. Por algo la llaman la Città Eterna.[42] Piensa que cada vez que se comienza una excavación, en cualquier lugar, aparecen restos de la época imperial, debiendo paralizar la obra de forma indefinida hasta analizar y rescatar las piezas originarias.
—Lo sé, pero no puedo evitarlo. Es mi temperamento. Imagino que mañana estaré más tranquila —se disculpó.
Él rió no muy convencido, diciendo:
—Lo dudo mucho. Tendrías que dejar de ser tú misma.
Bebió un sorbo de cerveza y asintió con la cabeza, sonriendo. Quedó un instante meditabunda, mirando a su alrededor. La plaza lucía ya su total iluminación, como en la pasada noche. No supo cómo, pero se escuchó a si misma preguntando:
—¿Trabajas en el cuerpo diplomático?
Tampoco él pareció esperar una pregunta tan directa en aquel momento. Tras un breve silencio respondió:
—No, lo dejé hace ocho años. No estaba dispuesto a pasar gran parte de mi vida de un país a otro, sin tener la certeza de dónde vivirás los próximos años. La política no está entre mis preferencias y una embajada no deja de ser un pequeño estado en el extranjero y, por tanto, hay que gobernarlo como tal. Aunque mi cometido era puramente cultural le encontraba demasiadas connotaciones políticas para desarrollarlo a gusto.
Apuró el último trago:
—Además, Roma es mi ciudad, me siento feliz viviendo aquí. Cada vez que pasaba largas temporadas fuera sentía nostalgia de todo esto. Al igual que os ocurre a vosotros respecto a Galicia, también los romanos llevamos un trocito de nuestra tierra en el corazón.
Lo entendía a la perfección. Tampoco ella podía ausentarse durante mucho tiempo de su amada Galicia. Ahora comprendía que el arraigo a nuestras raíces no es patrimonio único de un país o región. Todos lo sentimos con mayor o menor intensidad.
—Entonces, ¿en qué trabajas ahora? —Se dio cuenta de su insistencia y rectificó—. Perdona mi curiosidad.
—No te preocupes —replicó él—. En este momento ejerzo como crítico de arte. Como comprenderás es difícil que me quede sin trabajo en una ciudad como Roma —bromeó—. Colaboro con varios periódicos y revistas culturales europeas y americanas. Por otro lado soy miembro directivo de la Fondazione di arte e musici Romana. De ahí que tenga libre acceso a prácticamente todos los edificios, monumentos, museos y teatros romanos e italianos.
Ella lo miraba con los ojos muy abiertos y las pupilas dilatadas, en aptitud algo estúpida. Ahora comprendía el derroche de conocimientos que había demostrado durante todo el día, así como la soltura y naturalidad con que se movía entre aquellos tesoros artísticos. No pudo evitar romper a reír a carcajadas, de forma estrepitosa. Él la miraba divertido, aunque algo confuso por tan inesperada reacción.
—Perdona. Me rio porque, al organizar el viaje, decidí no contratar los servicios de ningún guía, introduciendo en mi teléfono móvil casi 4 GB de información entre vídeos, guías digitales, imágenes y mapas. —La risa hacía que hablara con voz entrecortada—. Y... apareces tú, con más información que una enciclopedia ilustrada.
Ambos rieron divertidos durante un rato. Él hizo intención de levantarse al tiempo que decía:
—Si no te gustan los guías puedo marcharme…
—¡No seas tonto! —atajó cogiéndolo por la muñeca y haciéndole sentar, sin dejar de reír. Su expresión cambió al decir—. ¡Eres lo más maravilloso que me ha ocurrido hoy!
Él también abandonó la risa al mirarla agradecido.
—Gracias. ¡Es lo más hermoso que me han dicho en mucho tiempo!
Sus miradas se cruzaron por unos instantes, manteniendo la tensión del momento. Fue él quien rompió la magia al decir:
—Ya hemos hablado suficientemente de mí. Cuéntame algo de tu vida. Sé que eres gallega que te gustan los dulces y el deporte y que te apasionas ante cualquier expresión artística.
—Mi currículum no es tan deslumbrante como el tuyo, ni mucho menos. Estudié la carrera de Bellas Artes y me especialicé en restauración. He trabajado en distintas galerías y museos en España. En la actualidad soy responsable de la conservación y restauración de las piezas que componen la colección del Museo de Pontevedra. También soy asesora de arte del Ayuntamiento y, aunque escribo en alguna revista no deja de ser de modo circunstancial. —Giró la cabeza con gesto cómico, quedándose de lado—. ¡He aquí mi perfil!
—Un perfil griego diría yo y además... ¡Precioso!
Ella sintió cómo se ruborizaba ante el hermoso piropo.
—¿Quieres que vayamos a cenar? —preguntó con tono decidido.
—Aquí estamos bien. ¿Para qué movernos? —respondió con desgana.
—Podemos pedir algo. Después de todo el día tengo hambre. ¿Tú no?
Llamaron al camarero preguntando por los platos del menú. Mientras él revisaba la carta, Rosana comentó que no había probado aún la famosa pizza italiana. No estaba muy convencido de que en una cafetería como aquella fueran a darles una verdadera pizza tradicional, pero tampoco existían demasiadas opciones. Pidieron una pizza frutti di mare[43], una botella de vino Lambrusco y una ensalada.
Dieron buena cuenta de la cena mientras charlaban. Las dudas de Alfredo demostraron no ser infundadas, aquella pizza conservaba poco de la tradición italiana; estaba más pensada para el gusto del turismo. Pero ya fuera por el apetito que sentía o por el lugar y la situación, le supo deliciosa.
Rosana, por su parte la encontró buenísima. También era cierto que las pesadas caminatas de la mañana y tarde habían agotado sus reservas. Tal vez por ello cenó el doble de lo que acostumbraba. A la hora del postre decidieron tomar un helado, aunque prefirieron saborearlo mientras daban un paseo por los alrededores.
Echaron a andar sin rumbo fijo, disfrutando de su refrescante gelato en tanto caminaban sin prisa. El teléfono de ella emitió un corto y agudo sonido, avisando de la entrada de un nuevo mensaje. Abrió el bolso y lo miró. Tenía 9 notificaciones, todas ellas del grupo. Volvió a guardarlo y continuó el paseo.
—¿No vas a contestar? —preguntó él.
—Lo haré al llegar al hotel. No es urgente. Son mensajes de mis amigos.
—Es cierto, dijiste que formáis un grupo, ¿no?
—Así es —respondió a la vez que extraía un tisú para limpiarse las manos una vez finalizado el helado.
—Cuéntame algo de ellos. ¿Cómo son? —preguntó curioso.
Ella le explicó como había llegado a formarse el grupo. En una ciudad tan pequeña como Pontevedra no conocerse resultaba difícil. Cuando fue a vivir a la capital apenas tenía conocidos, solo su amiga Graciela, a la que conocía de toda la vida. Al igual que ella era de Santiago y, desde niñas, su amistad se había mantenido sin deteriorarse por la distancia. La quería como a la hermana que nunca tuvo y la consideraba como de la propia familia. Estaba divorciada y trabajaba como bibliotecaria en la Biblioteca Municipal pontevedresa. Ella había intentado ayudarle en el difícil y complicado trance del divorcio.
Otros integrantes del grupo eran Isabel y Jorge, amigos de Graciela hacía años, que, desde el primer momento, la aceptaron ofreciéndole su amistad incondicional. Ambos trabajaban en la Junta Provincial, no tenían hijos y siempre estaban dispuestos a ayudar, teniendo abierta su casa para quien la necesitara.
Punto y aparte era Jaime. Trabajaba en el museo junto a ella en la etiquetación y mantenimiento. Era el más joven del grupo y un «cabeza loca». Soltero, extrovertido, divertido y siempre dispuesto a organizar algún «tinglado». Era el alma de la fiesta y el encargado de las excursiones y actividades que, como grupo, realizaban a menudo.
Por último estaba Yago. Director de la sucursal del Banco Popular en Vigo. Viudo desde hacía 6 años. Era el de más edad, el más serio y formal. Su carácter tranquilo y serena sensatez hacían que todos lo consideraran intermediario y conciliador ante cualquier problema. Ella sentía un especial cariño por él, siempre había sido su mejor amigo. Se conocían desde niños, cuando asistían al mismo colegio. A pesar de ser mayor que ella siempre la había apoyado, aún en los momentos más difíciles, y sabía que lo seguiría haciendo si fuera necesario.
Dejó de hablar y continuó andando con la mirada en la lejanía, como si delante de ella siguieran apareciendo las imágenes y los personajes que acababa de describir.
Alfredo la observaba, respetando su silencio. Al cabo de un rato comentó:
—Es una fortuna contar con personas como ésas a nuestro alrededor. ¡Tienes suerte de tener tales amigos!
—¿Tú no tienes amigos? —preguntó sorprendida.
—Sí. ¡Muchísimos!, pero los cambiaría a todos por un pequeño grupo como el tuyo.
Sintió cierta tristeza al escuchar esta afirmación, pero no hizo ningún comentario.
Levantó la cabeza y vio que se encontraban frente a la estatua de Vittorio Emanuele. Le ilusionó poder verlo de nuevo en su compañía. Lo agarró de la mano y salió corriendo tirando de él para cruzar la amplia calzada, al tiempo que decía:
—Vamos, tienes que contarme la historia del monumento.
Él se hizo el remolón protestando:
—No pienso volver a hacer de guía por hoy. Mi horario ha terminado.
Ella, bromeando, le dio un ligero pescozón en respuesta a su protesta. Caminaron alrededor del iluminado monumento mientras Alfredo hablaba de su diseñador, Giuseppe Sacconi, de las medidas, 135 m. de ancho y 70 m. de alto o del mármol blanco utilizado como material, traído de Brescia ex profeso para la construcción. Llamó su atención sobre los elementos que configuraban el colosal monumento. La majestuosa figura en bronce de Vittorio Emanuele, las fuentes o la doble estatua de la diosa Minerva con sendas cuadrigas coronando el conjunto. Pararon ante la tumba del «soldado desconocido» y su llama eterna, permanentemente vigilada y custodiada por dos soldados durante día y noche.
Hizo hincapié en la controversia que aquella construcción había originado en su tiempo, al ubicarse sobre el área de la antigua Colina Capitolina, encima de un barrio medieval. Alfredo, como la mayoría de los romanos, no veía con buenos ojos aquel magno monumento, al que denominan «la tarta». Como crítico y defensor del arte, opinaba que se había sacrificado demasiado con esta obra, al destruir tesoros de la Antigüedad de manera irreparable. Visto desde otro punto, resultaba innegable su belleza y grandiosidad, así como el atractivo turístico que hoy en día supone para la ciudad y los ingresos económicos que aporta.
Un reloj cercano comenzó a dar las campanadas de las once. Como si de una señal se tratara, dieron media vuelta iniciando el regreso al hotel. Caminaban sin hablar, inmersos cada uno en sus propios pensamientos, intuyendo el momento cercano de la separación. Después de un rato fue él quien rompió el embarazoso silencio:
—¿Qué visitas tienes programadas para mañana?
—Quiero ir al Coliseo y al Arco de Constantino, pero antes me gustaría hacer un recorrido en autobús turístico, para ver la ciudad y conocer dónde se encuentran los principales puntos de interés.
—Es una estupenda idea. Hay varias líneas, creo que la ruta más completa la tiene Trambus open, con la opción hop on hop off incorporada, con ella puedes subir repetidas veces a lo largo del recorrido.
Así hablando, llegaron a la puerta del hotel.
—Tienes cara de cansancio, ha sido un día duro. Si quieres estar en forma mañana debes dormir. También yo he de madrugar.
Ella no dijo nada. Sin apenas pensarlo, se acercó y lo besó con suavidad en la mejilla. Él le devolvió el beso.
Por un momento sus cabezas permanecieron unidas, sintiendo en la nuca el cálido aliento el uno del otro. En el espacio de varios segundos, el tiempo pareció no existir.
Fue un instante, apenas perceptible para el resto de viandantes que aún transitaban por la zona.
—Arrivederci, bambina![44] —le dijo a media voz.
Ella bajó los ojos y se dirigió a la entrada del establecimiento sin despedirse. Sin saber por qué, se sintió tremendamente cansada y sola.
—¡Rosana!
Giró con rapidez mirándolo esperanzada.
—No me has dado tu número de teléfono.
——————
Tomó una larga y refrescante ducha que alivió el cansancio de sus huesos, tonificándole los doloridos músculos. Vistió el pijama y se sentó en la cama para leer, con tranquilidad, los mensajes que a lo largo del día habían ido enviando los amigos. Todos estaban intrigados con el viaje y pedían detalles y fotos de la visita. Envió tres o cuatro imágenes y les contó brevemente el recorrido que había realizado. Apagó el teléfono, no sin antes programar la alarma y se metió en la cama.
Era inútil. No lograba conciliar el sueño. La cabeza parecía un hervidero de encontrados y controvertidos pensamientos. Volvió a levantarse y se dirigió a la balconada.
La noche había logrado mitigar el asfixiante calor del día, refrescando el ambiente. En la calle apenas se veía algún despistado transeúnte. La luna proyectaba su blanquecina luminosidad envolviendo con tenue y blanda nitidez los edificios cercanos.
La imagen de Alfredo seguía presente en su cabeza. Podía ver su sonrisa, escuchar la timbrada voz, sucumbir a la intensidad de su mirada y, sobre todo, podía sentir el roce de su boca en aquel beso fugaz.
—¡Que tonta soy! Parezco una chiquilla.
Entornó la ventana y fue hacia la cama mientras se acariciaba la mejilla, aún podía sentir el calor de sus labios. Apagó la luz.
**********
Casi al mismo tiempo, Alfredo fumaba pausadamente un cigarrillo en la amplia terraza del lujoso ático que ocupaba en pleno centro de la ciudad.
También él contemplaba el satélite nocturno con aire meditabundo. No podría haberse imaginado aquella mañana, cuando salió de casa para dirigirse al Vaticano, que los acontecimientos se desarrollarían como lo habían hecho. El conocer a aquella mujer había sido una nueva e inusual experiencia, hasta entonces desconocida. Su jovialidad le cautivaba, era tan espontánea, tan sincera, tan llena de vida… Toda su persona transmitía vitalidad y dulzura.
Una negra nube cruzó su frente al tiempo que murmuraba:
—No puede ser. ¡Es una locura!
Se incorporó no sin cierta brusquedad, como queriendo evitar antiguos recuerdos. Miró el cigarrillo encendido que aún mantenía entre los dedos y lo apagó con enfado. Hacía cinco años que no fumaba, no comprendía por qué esa noche sentía la necesidad de calmar sus nervios con nicotina.
Recordó el rostro de Rosana junto al suyo, en aquella tímida y espontánea caricia, casi infantil. ¡Jamás lo habían besado de semejante manera! ¡Nunca había tenido un sentimiento como el de aquella noche!
Se apoderó de él un intenso deseo de volver a verla.