Il Palatino e I Fori Imperiali

 

(El Palatino y los Foros Imperiales)

 

 

 

 

El monte Palatino se encuentra en la colina más céntrica de las siete que forman la ciudad de Roma. Situado entre el Circo Máximo y los Foros Imperiales es, seguramente, el enclave más antiguo de la ciudad. Según narra la leyenda fue justo aquí, donde se encontraba la cueva en la que una loba conocida como Luperca amamantó a los pequeños Rómulo y Remo, fundadores de Roma años más tarde. Los últimos hallazgos arqueológicos realizados en este monte hablan  de la existencia de seres humanos un milenio antes de Cristo, lo cual da una idea de la importancia histórica del recinto.

 

Los adinerados romanos de la época, construyeron sus lujosas residencias en la zona, al lado del Foro, entre ellos el propio Augusto, Tiberio o Domiciano.

 

Según iban paseando por la milenaria colina, Alfredo le fue explicando algunos detalles de su historia, como lo referente al Hipódromo de Domiciano, del que se desconoce la función que tuvo en su momento, opinando unos que se utilizó para carreras pedestres y demás deportes con origen en Grecia, en tanto otros piensan que fue usado simplemente como jardín privado.

 

También pudieron admirar la Domus Flavia, construida a lo largo de casi treinta años por los emperadores de la dinastía flavia.[59]  Este palacio se extiende por todo el Palatino con vistas al Circo Máximo, suspendido sobre el Foro.

 

Después de media hora de marcha, decidieron descansar un rato, sentándose en una de las innumerables piedras repartidas a lo largo del recorrido. El calor era intenso. El lugar elegido como reposo se hallaba protegido de los furibundos rayos solares merced a un centenario pino, cuya copa actuaba de pantalla, protegiendo a los cansados visitantes y proporcionando sombra y frescor.

 

—¿Conoces la composición “Pinos de Roma” de Respighi? —preguntó Alfredo.

 

—La he escuchado alguna vez. Es un compositor de inicios del siglo XX. ¿No?

 

—Así es. Siempre que paseo por este lugar viene a mi memoria. —Tarareaba un breve fragmento de la obra.

 

—Tienes una bonita voz. —Se admiró ella—. ¿Te gusta la música?

 

—Soy un ferviente admirador de cualquier forma musical de calidad, amén de un enamorado de la ópera. ¡Por algo soy italiano! —comentó riendo—. ¿Te gusta la ópera? —preguntó a su vez.

 

—Únicamente he asistido una vez a una representación en La Coruña. Lo cierto es que no la comprendí muy bien; no conocía la obra y tampoco entendía lo que se desarrollaba en el escenario. La música y las voces sí me gustaron. Me pareció sorprendente que pudieran cantar con aquella potencia y agilidad. Yo soy una calamidad cuando canto.

 

—La ópera hay que descubrirla junto a alguien que la entienda y la sienta, eso ayuda enormemente a acelerar el proceso de aprendizaje. Como todo, al principio, no resulta sencillo, te quedas en lo más superficial, pero según la vas escuchando llegas a conocerla y apasionarte con ella.

 

—Solo por tu entusiasmo, creo que serías un excelente profesor —dijo apretándose contra su brazo.

 

Siguió un momento de silencio en el que ninguno pareció encontrar motivo para iniciar un nuevo diálogo, ambos se hallaban sumidos en sus propias meditaciones. Fue Alfredo quien, a modo de disculpa, comentó:

 

—Mañana me va a ser muy difícil acompañarte. —Se sentía  incómodo—. Tengo un día muy complicado.

 

Ella abandonó la relajada postura que había mantenido hasta el momento, incorporándose, al tiempo que se movía nerviosa en el improvisado asiento. De pronto le pareció como si el nítido cielo de la mañana comenzara a cubrirse de amenazadoras nubes.

 

—Tenemos un acto por la tarde de gran importancia para la Fondazione. Se representa una función extraordinaria de “La Traviata” en el Teatro dell´Opera di Roma. Asistirá el alcalde y varios miembros del gobierno, tal vez acuda el propio presidente de la República. Por desgracia, he sido desde un principio el promotor y organizador de este evento, que se viene preparando desde hace seis meses, en colaboración con la Fundación del propio teatro. —La expresión que vio reflejada en su cara, no le ayudó mucho a mitigar el desasosiego que aquella conversación le producía—. ¿Lo comprendes, verdad?

 

—¡Naturalmente! Es tu trabajo y te debes a él —dijo intentando aparentar indiferencia—. He sido muy egoísta durante estos días alejándote de tu forma de vida y tus obligaciones. Perdóname, no me he dado cuenta hasta ahora. Cuando sales de vacaciones imaginas que todos están en tu misma situación. —Esbozó una forzada sonrisa.

 

—¡No digas eso, por favor! No me has alejado de nada. Mi trabajo no está sujeto a ataduras de entradas o salidas horarias, yo mismo marco el ritmo a seguir. Eran las tres de la mañana cuando he terminado el artículo sobre el Museo Etrusco Vaticano que debía enviar esta mañana a National Geographic. No tengo horarios preestablecidos por nadie. Lo de mañana es excepcional, algo que acontece de vez en cuando y ha dado la maldita casualidad de ocurrir en este momento.

 

Se sentía molesto consigo mismo, con ella por mirarlo de aquel modo y con el mundo entero si se colocara por delante en aquel preciso instante. Había temido sacar el tema desde su encuentro de la mañana. Intentó retrasarlo, pero no podía obviarlo por más tiempo, tarde o temprano tendría que decírselo y ese momento acababa de llegar. Había sopesado la idea de llevarla con él a la función, pero una y mil veces la había desestimado como descabellada. Solo Dios sabía con quién podrían tropezar en el Teatro y las consecuencias que de ello se pudieran derivar.

 

Rosana se dio cuenta del cambio repentino en su estado de ánimo y se apenó  por él. No quería que se sintiera mal, bastante tiempo le había dedicado durante esos días. Había sido una inconsciente egoísta dejando traslucir su malestar ante la noticia. Trató de animarlo.

 

—No te preocupes, me quedan muchas cosas por ver y hacer en Roma. Gracias a ti he conocido una ciudad diferente a la de las guías de turismo. Ha sido maravilloso el tiempo que hemos pasado juntos.

 

—Y lo seguirá siendo —afirmó con tono decidido, luego de librar una callada batalla con sus dudas y recelos—. ¿Quieres venir a la ópera conmigo? —preguntó con gesto decidido.

 

Ella lo miró asombrada, con los ojos  abiertos de forma desproporcionada, como si no hubiera comprendido la pregunta que acababa de formularle. Era lo último que hubiera esperado escuchar tras la escena anterior.

 

—¡Dime! —apremió él mientras cogía con vehemencia sus manos—. ¿Quieres venir conmigo?

 

Pensó que era una locura, que apenas se conocían, que no podía ni debía inmiscuirse en su vida privada, con sus sofisticados e importantes amigos, que aquella relación se reducía a su corta semana de vacaciones...

 

—Sí —contestó, sin entender muy bien porqué.

 

Él la abrazó entusiasmado besándola en el rostro en tanto repetía:

 

Grazie! Grazie tante! —Se sentía liberado de oscuros temores. Asistiría a la representación con ella sin pensar en las posibles consecuencias.

 

Rosana se dejó arrastrar por aquella súbita euforia sin comprender muy bien qué había ocurrido. Su respuesta debía haber sido otra, de acuerdo con sus reflexiones, pero dejó de mandar el cerebro y habló el corazón.

 

—Pero... —objetó azorada—.  No tengo traje apropiado para un acto como ese. Solamente he traído ropa de sport para el viaje.

 

—No te preocupes. —La tranquilizó—. Estarás preciosa, te pongas lo que te pongas, no necesitas adornos ni abalorios. —Ella no parecía muy convencida—. Además, hoy en día la ópera no es un simple espectáculo social, sino un acontecimiento musical; con ir correctamente vestido es suficiente.

 

—Imagino que encontraré algo que pueda ponerme.

 

—Claro que sí. Vamos —apremió levantándose y tirando de ella—. Es ya la una y aún no hemos visto los Foros. Tendremos que visitarlos sin detenernos mucho en detalles.

 

Continuaron caminando por el sendero que conducía al Arco di Tito en la Via Sacra. Alfredo le refirió, con brevedad, cómo se erigió en honor del difunto Tito, en conmemoración a su triunfo en Judea. Aunque de menor importancia que el de Constantino, sigue teniendo cierta relevancia debido al estado de conservación y su idónea situación, justo en la misma entrada del Foro.

 

Los Foros Imperiales, enclavados al pie del monte Palatino, son el resultado de la anexión de cuatro importantes proyectos urbanos, desarrollados en diferentes épocas y por distintos emperadores. Todos ellos surgieron con la idea de ampliar la capacidad y posibilidades comerciales del primitivo Foro, el cual se había quedado obsoleto ante las crecientes necesidades del pueblo romano en tiempos del Imperio.

 

El Foro Romano concentraba la vida activa de la urbe. Estaba formado por numerosas construcciones que, sin orden ni concierto, entrelazaban templos, calles, estatuas y monumentos. En él se desarrollaban, en un variado amasijo de edificios y personas, negocios, administración de justicia, prostitución o religión. La aglomeración de edificaciones llegó a tal punto que, su calle central, la Vía Sacra, apenas tenía 4 m de amplitud entre fachadas, resultando imposible en la práctica la celebración de mercados y ferias, objeto para el cual se había creado.

 

Fue el Foro di Giulio Cesare el primero en construirse, ampliando el ya existente, presidido por el templo de Venus Genitrix. Perpendicular a este se construyó posteriormente el Foro di Augusto. Domiciano, por su parte, otorgó mayor funcionalidad a los anteriores mediante la construcción del Foro Transitorio, inaugurado por Nerva, que comunicaba con uno de los barrios más comerciales de la época; unido a él se alzaba el Templo de la Paz. Sin embargo, el Foro di Trajano, fue el que mayor aportación dio a la citada ampliación. Compuesto por un espléndido pórtico, la vasta Basílica Ulpia, junto a una nutrida biblioteca y el propio Templo de Trajano, donde se hallaba la conocida columna que, aún hoy, puede admirarse. En la zona norte del gran patio se edificó el famoso Mercado, con planta semicircular, considerado hoy en día como el primer centro cerrado con funciones comerciales de la historia.

 

Descendieron por la Vía Sacra que atraviesa los Foros y que sirvió, en su tiempo, de nexo de unión entre el Foro y el Coliseo. Rosana observó complacida que pisaba los mismos mármoles que atravesaran en su día los grandes emperadores dos mil años atrás. Visitaron la denominada como tumba de Julio César, que, aún hoy, mantiene una ofrenda floral continua.

 

No dedicaron mucho tiempo a la visita de los restos de estas  legendarias instalaciones, si bien Rosana no cesaba de pararse de continuo para sacar fotos, leer alguna inscripción lapidaria o hacer cualquier pregunta o comentario sobre aquello que les rodeaba, ralentizando considerablemente la visita. Alfredo intentaba hacerle comprender que eran más de las dos de la tarde, que el Foro era enorme y que si seguían con aquel ritmo tardarían horas en salir de sus instalaciones.

 

Al fin logró convencerle de que se alejaran del lugar y buscaran un sitio donde tomar un refrigerio que les ayudara a reponer las energías perdidas. Ya en la calle lo cogió del brazo preguntando con tono zalamero:

 

—¿Estás enfadado?

 

No respondió, fingiendo estar malhumorado.

 

—Tienes que comprender. Tú lo puedes ver todos los días si lo deseas, yo llevo años preparando este ansiado viaje. Para mí todo esto resulta más excitante que el chocolate o las golosinas para un niño.

 

Él acarició la mano que tenía sobre su brazo al tiempo que sonreía.

 

—¡Claro que no estoy enfadado! Comprendo perfectamente tu curiosidad y entusiasmo; pero debes entender que Roma es en sí misma un monumento, rara es la esquina en la que no encuentras algún resto de la época imperial, renacentista o gótica. No puedes pretender conocer Roma en tres días.

 

—Tienes toda la razón —admitió ella apenada—. Aunque desearía que los días tuvieran 48 h para así disponer de más tiempo en este viaje, alargando mi visita.

 

Aquellas palabras le hicieron darse cuenta de que desconocía el tiempo que ella pasaría en la ciudad. Hasta el momento, no le había pasado por la imaginación que el final de aquel encuentro pudiera estar cercano. Hacía tres días que se conocían, pero ¿cuántos más les quedaban? Sintió que se iniciaba una dura y desigual batalla contra el reloj.

 

—¿Cuántos días durarán tus vacaciones?  —preguntó, temiendo oír la respuesta.

 

—He venido para ocho días, llegué el domingo.

 

«¡Cuatro días! —pensó, algo más relajado—. Aún tenemos tiempo —no quiso seguir cavilando en ello, solo lograría estropear los momentos de que disponían para estar juntos».

 

—¿Dónde quieres que comamos? —dijo, fingiendo indiferencia.

 

—¿Por qué no vamos a la cafetería de la otra noche, en la Plaza de Venecia? Está cerca. Podemos comer algo ligero y descansar. ¿Te parece?

 

—De acuerdo, pero nada de pizza. Tengo pensado llevarte esta noche a un restaurante donde se come la mejor pizza de toda Roma, te aseguro que cuando la pruebes no volverás a comer estos sucedáneos que cocinan para turistas.

 

—Como ordenes, mi snob.

 

Echó a correr antes de que él intentara protestar. En medio de burlas y risas llegaron a la ya casi familiar cafetería, aunque, en esta ocasión, pasaron al interior, pues la alta temperatura que se dejaba sentir en la terraza no era la más adecuada para disfrutar de una tranquila comida, si bien es cierto que no faltaban  turistas que soportaban con estoicismo las radiaciones solares veraniegas, dando cuenta de su consumición en la tórrida terraza. Pidieron dos cervezas muy frías junto a una bandeja de embutidos variados y, como acompañamiento, una ensalada fresca.

 

Mientras esperaban que les sirvieran, él preguntó a qué se refería cuando dijo que llevaba años esperando aquel viaje.

 

—Es cierto. Desde muy jovencita soñaba con conocer Roma. Recuerdo que mi padre me repetía de continuo, con aquella voz grave y profunda que tanto me gustaba escuchar:

 

Estoy seguro de que algún día visitarás Roma, haciendo realidad tu sueño. Piensa que, si deseamos algo muy intensamente, siempre llega rapaza, siempre llega...

 

»Aún lo veo sonriendo, mientras me acariciaba la barbilla con suavidad, contemplándome con aquella profunda mirada mezcla de orgullo y cariño. Hoy, seguro que estará feliz de verme aquí.

 

Alfredo le cogió la mano con ternura. El recuerdo del perdido progenitor había logrado emocionarla, sus brillantes y hermosos ojos luchaban por contener, a duras penas, las lágrimas. Respetó su silencio y emoción, sin dejar de mirarla lleno de afecto y admiración.

 

—¡Lo extraño mucho! —dijo al fin, más dueña de sí—. ¡Era un gran hombre y un excelente padre! Su falta de cultura la compensaba con una sensibilidad extrema, él no conocía mucho de arte pero sí era capaz de sentirlo con intensidad.

 

—Ahora comprendo de dónde procede tu don —comentó convencido—. ¿Por qué has tardado tanto en venir a Roma? Hoy en día es fácil viajar.

 

—Lo he intentado en varias ocasiones, pero siempre surgía algún inconveniente que me hacía posponer el viaje. La primera vez fueron motivos profesionales, al concederme una beca de investigación durante un año. Mi siguiente intento fracasó debido a la muerte de mi padre, después de aquello dejé aparcado el proyecto del viaje durante algún tiempo. En la tercera ocasión, ya tenía los billetes de avión y las reservas de hotel. Ocurrió... algo imprevisto y tuve que cancelarlo todo... por motivos personales —calló durante unos instantes, como si tuviera dificultad para continuar su relato—. A partir de ahí, estuvimos a punto de venir el grupo de amigos hace un par de años, pero ingresaron a Yago con un ataque de apendicitis y debimos suspender el viaje. 

 

Al pronunciar el nombre del amigo miró su rostro, intentando averiguar si le había molestado con la alusión. Él la contemplaba sin pestañear, atento a sus palabras, sin que su cara reflejara turbación alguna.

 

Les interrumpió la llegada del camarero que traía la ensalada y la fuente de embutidos. No se hicieron de rogar, habían pasado muchas horas desde el desayuno y ambos notaban la necesidad de acallar el hambre que la larga caminata había acrecentado. Tomaban el café cuando él comentó meditabundo:

 

—He estado pensando en lo que acabas de contarme. ¡Es curioso! Creo que si no hubiera sido por esos intentos fallidos que te han retrasado esta visita, nunca habríamos llegado a conocernos. Yo soy de los que creen en el destino. ¡Tal vez estuviera escrito que ocurriera así!

 

—Quizá tengas razón —comentó ella recordando el cúmulo de inconvenientes que, a lo largo de su vida, habían ido retrasando la llegada de tan deseado viaje—. He viajado por Europa, Portugal, Norte de África, hasta hice un crucero por el Caribe, en compañía de Graciela y, curiosamente, nunca han surgido problemas.  Lo cierto es que hubo una época en que pensé que algún tipo de maleficio se cernía alrededor de este viaje. —Se avergonzó un poco al reconocer su debilidad dejándose influir por supercherías y ocultismos—. Fue un tiempo en que me hallaba demasiado vulnerable. Además, soy de una tierra con tradiciones ancestrales que han influido, a lo largo de los siglos, en el ánimo de sus habitantes. En Galicia existe un dicho:

 

Eu non creo nas meigas, mais habelas, hainas.

 

»Lo cual puede traducirse como: «Yo no creo en las brujas, pero haberlas, las hay».

 

—¡No está carente de cinismo el citado dicho! —rió divertido. Hizo una seña al camarero, pidiendo la cuenta—. Si te parece, nos marchamos. Las catacumbas cierran a las cinco y vamos muy justos de tiempo.

 

Cogieron un taxi a la salida de la cafetería que los condujo directamente hacia la Via Apia,  justo a la entrada de las catacumbas de San Callisto.

 

 

 

 

 

 

 
8 Días en Roma
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