El regreso

 

 

 

 

 

Un pálido y cetrino rayo de luz atravesaba la medio cerrada ventana de la habitación. Había asistido al interminable e implacable paso de las horas, acurrucada junto al cabecero de la cama, buscando inconscientemente su fría protección; abrazada a sus flexionadas piernas, con las mismas ropas que llevara el día anterior, aún humedecidas por el aguacero nocturno y en parte por sus propias lágrimas. Los hinchados y enrojecidos ojos eran fiel reflejo del efecto a que conducen las largas horas de llanto silencioso, continuo e incontrolado, unidas a la fatiga y el insomnio. Había llorado hasta quedarse seca, sin lágrimas, recordando las venturas perdidas y añorando las ilusiones truncadas.

 

El esquivo sueño no había acudido en su ayuda, negando el necesario descanso a su frágil cuerpo, castigado por las duras emociones vividas y el rigor de las inclemencias climáticas. Había pasado toda la noche en vela, sin poder cerrar sus ojos, acaso por temor a dejar en libertad al incontrolado subconsciente y a sus propios miedos.

 

Su mente no había parado de repetir la misma frase una y otra vez, hora tras hora, minuto tras minuto:

 

¡Te amo y te adoraré toda mi vida!...

 

Había analizado aquella frase, en las tristes y frías horas nocturnas de la soledad de la alquilada habitación, sin lograr encontrarle un sentido.

 

La expulsaba de su vida, enviándola a los brazos de otro. No aceptaba  ayuda alguna, dando todo por terminado. ¿Qué clase de hombre era? ¿Por qué permitía que los demás lo anularan de aquel modo? ¿Por qué consentía que destruyeran algo tan sagrado como el amor que ambos se profesaban?

 

Notó un intenso dolor de cabeza; se llevó la mano a la frente comprobando que estaba febril. Tenía la garganta inflamada, la boca y los labios resecos, sintiendo náuseas en el estómago. Se levantó con trabajosa lentitud, le dolía todo el cuerpo, estaba entumecida después de mantener la misma posición durante la larga y solitaria noche. Entró en el cuarto de baño, dejando correr el grifo de la ducha. El agua caliente entibió la frialdad del maltratado cuerpo, calmando en parte el temblor, al tiempo que revitalizaba sus músculos contracturados.

 

Comenzó a llenar la maleta sin orden ni concierto, introduciendo la ropa arrugada y con descuido. Al descolgar el hermoso vestido de diseño, acudieron a su mente los centenares de recuerdos vividos en la función de ópera, así como las miles de sensaciones y emociones sentidas en aquella inolvidable velada. Lo arrojó al interior de la maleta apretando con rabia, intentando que ajustara entre aquel amasijo de ropa y objetos mal colocados. De nuevo las lágrimas volvieron a brotar de sus ojos enrojecidos, deslizándose silenciosas a través de las irritadas mejillas, aterrizando encima del pequeño y ajustado corsé.

 

Revisó el bolso en busca de la documentación y el dinero, todo estaba en su sitio, no así el teléfono. En un principio rebuscó entre los numerosos objetos que contenía sin hallarlo. Recordó vagamente haberlo utilizado la noche anterior. Miró por la habitación y lo encontró en el suelo, junto a la mesilla. Al cogerlo se dio cuenta del destrozo y recordó la escena vivida, así como la rabia y amargura sentidas al cerciorarse de que aquella llamada no era la  esperada. Ni siquiera probó a ver si funcionaba, introduciéndolo en el bolso sin preocuparse por su estado.

 

Cerró la abultada maleta, dirigiéndose al ascensor con idea de llamar a un taxi desde el vestíbulo del hotel para que la llevara al aeropuerto. Al verse en el espejo sintió lástima y desánimo al comprobar los efectos que aquella horrible noche le habían dejado en el rostro. Sacó las gafas de sol y tapó sus entristecidos y maltratados ojos.

 

Signorina —indicó el recepcionista recibiendo la tarjeta-llavero que ella le entregara—. Hay alguien que la espera.

 

No se veía a nadie en el hall. Miró a través de la puerta giratoria y lo vio apoyado en el coche, con la cabeza inclinada sobre el pecho y las manos en los bolsillos del pantalón. Sintió que las piernas le flaqueaban. Fue hacia la salida. Llovía con fuerza, él estaba empapado, con la camisa pegada al pecho, sin parecer preocuparle. No se había dado cuenta de su presencia, pensó volver al interior evitando el encuentro, aunque sabía que sería inútil, él esperaría paciente y decidido hasta que saliera. Se encaminó hacia el coche con paso inseguro, sintiendo cómo la lluvia azotaba su cara, refrescando la calentura que la abrasaba.

 

—¡Rosana! —Se incorporó yendo a su encuentro—. ¿Estás bien? —le pareció irónica tal pregunta a la vista de su triste y demacrado aspecto.

 

—Sí... —contestó ella al tiempo que sentía un escalofrío, tal vez producido por la lluvia...

 

—No podía permitir que te fueras sin despedirnos, después de lo de anoche. —Apenas la miraba, no atreviéndose a tocarla—. Me porté como un miserable y un cobarde. No quise decirte aquello, fue la locura y el dolor quien habló por mí. Espero que, algún día,  puedas perdonarme todo el mal que te he hecho. —Un fuerte sentimiento de culpa y  vergüenza le impedían mirarla de frente, cara a cara.

 

Ella observó con tristeza el deterioro sufrido durante la larga noche. Tampoco él parecía haber dormido. Su gesto desencajado y cansado, las profundas y oscuras cavidades de las ojeras que ensombrecían el brillo de sus preciosos ojos, aquella espesa barba no rasurada y el desgarbo y decaimiento de su atlético cuerpo, unidos a la tristeza que reflejaba su voz ronca y apagada; eran signos inequívocos del sufrimiento que había soportado en la vigilia nocturna. Ambos semejaban haber envejecido varios años en cuestión de horas. La vitalidad y juventud revivida en días anteriores se había alejado con presteza ante el primer aviso de ruptura.

 

No le contestó. Se alegraba de llevar gafas oscuras para evitar que él pudiera ver, a su vez, los estragos de tan agotadoras y tristes horas.

 

Luigi te acompañará al aeropuerto. —Intentó protestar, pero él no admitió su negativa—. Permíteme al menos este último detalle. No estás para andar por ahí sola, cargando la maleta. ¡Él te ayudará!

 

—¿Tú… no vienes? —preguntó reprimiendo un sollozo.

 

—Solo serviría para complicar las cosas y hacer aún más difícil nuestra separación —sonrió tristemente—. Además, ¿recuerdas? ¡Soy un cobarde! No podría resistir verte subir a ese avión.

 

—¿Por qué te haces esto a ti mismo? ¿Por qué nos sacrificas en aras de tu dignidad? Creí que nuestro amor era lo más importante para ti.

 

—¡Y lo es! Por eso te dejo marchar.

 

—¡No mientas! —Estaba indignada, loca de dolor—. Para ti lo nuestro no ha sido desde un principio más que una simple aventura de verano. Ya puedes reírte de esta estúpida provinciana con tus amigos de élite. Cuéntaselo a tu «querido» Marco, seguro que le hará mucha gracia esta nueva conquista.

 

Sin darse cuenta apenas de lo que hacía, levantó la mano airada y lo abofeteó con rabia en el rostro. Él se irguió sujetándole el brazo con fuerza, quitándole las gafas y mirándola fijamente a los ojos al tiempo que decía:

 

—¡Espero que, algún día,  llegues a comprender mi sacrificio!

 

Todo pasó en un instante, se encontró rodeada por sus brazos, estrechada fuertemente contra su cuerpo, sintiendo el ritmo del desbocado corazón junto al suyo. El apasionado beso, casi brutal, la dejó sin fuerzas ni aliento. Lo miró a los ojos y rompió a llorar, sin poder mantener por más tiempo aquella tensa situación. Abrió la puerta del coche y entró, horrorizada de lo que acababa de hacer y decir.

 

Él se quedó inmóvil, debajo de la intensa lluvia, siguiendo con triste mirada el coche que se alejaba, llevando en su interior a la mujer amada y, con ella, su propia vida.

 

Addio per sempre mia bambina! Mai tornare a vederti![88]

 

 

 

 

 

——————

 

 

 

 

 

El auto transitaba a toda velocidad por las inusualmente abandonadas calles de la ciudad. Era domingo y eso hacía que los problemas de tráfico se vieran minimizados de manera considerable. Rosana reposaba sin fuerzas, con la cabeza apoyada en el respaldo del asiento y los ojos cerrados, reviviendo la última escena, mientras sentía aún en los labios su inconfundible sabor. Las lágrimas habían vuelto a acompañarle, permitiéndole liberar parte de la opresión que sentía en el pecho. Hacía grandes esfuerzos por reprimir los sollozos ante el recuerdo de lo ocurrido. ¡Cómo había sido capaz de abofetearlo! Jamás había pegado a nadie. ¿Por qué lo había hecho con la persona a la que más había amado en su vida? Se sintió avergonzada pensando en lo que acababa de decirle. ¿Cómo pudo ser tan cruel de recordarle al despreciable hombre que había destrozado su futuro y su vida?

 

Luigi observaba por el retrovisor la lucha que ella mantenía contra sí misma; emocionado y entristecido ante el fatal desenlace de aquel precioso romance que acababa de presenciar. La noche anterior marchó a casa convencido de que su jefe había vuelto a encarrilar su equivocada existencia. La sorpresa vino ante la urgente llamada de Alfredo pidiéndole que lo recogiera antes de las 9:30 h. Al llegar a la casa encontró un espectáculo bastante diferente al esperado. El salón revuelto, cristales en el suelo y a Alfredo hundido en la  desesperación. Al momento supo que las cosas no se desarrollaron como debían, era evidente que habían surgido problemas, aunque no acertó a precisar de qué tipo. Tenía una hija algo más joven que Rosana y no pudo evitar pensar cómo se sentiría si llegara a verla en el estado en que se encontraba aquella pobre muchacha.

 

—Hemos llegado, signorina. —Mantenía la puerta abierta hacía un rato, pero ella no se había dado cuenta—. ¿Cuál è su terminal?

 

—La uno. —Lo miraba intentando recordar qué hacía allí.

 

Cogió la maleta del maletero y se la entregó, volviendo a sentarse al volante al tiempo que decía:

 

Indietro in un minuto.[89]

 

Ella no comprendió nada de lo que dijo, quedándose parada en medio de la acera, ante la puerta de entrada del aeropuerto de Fiumicino. Viéndole alejarse, sin siquiera despedirse, cogió su maleta arrastrándola sin fuerza por las interminables salas, hasta llegar al control. Al pasar por el arco de seguridad se oyeron unos pitidos de aviso, debiendo retroceder para pasar de nuevo. Volvió a saltar la alarma. Comenzaba a ponerse nerviosa, se había despojado de cinturón, llaves, bolso, todo aquello que podría provocar interferencias. Los encargados del registro le daban indicaciones de aquello que debía hacer. Ella no entendía nada, empezaba a marearse como producto de la subida de la fiebre y su crítico estado anímico. Cuando más tensa estaba la situación, apareció Luigi, aún jadeante por la carrera. Vio cómo  hablaba con los encargados de seguridad y policías. A los pocos instantes le hicieron pasar de nuevo revisando la ropa con el detector manual de metales, resultando ser una placa metálica de la trasera de sus pantalones vaqueros. Se sintió aliviada, notando cómo los nervios parecían templarse un poco.

 

El hombre fue recogiendo los objetos depositados en la cinta, ayudándole a guardar sus cosas.

 

—¡Gracias Luigi! —Le tendió la mano despidiéndose.

 

Scusi signorina! —Rechazó su mano cogiendo la maleta e indicándole el camino—. La acompañaré hasta que embarque.

 

Quedó sorprendida por su ofrecimiento, le resultaba extraño que aquel hombre que, apenas la conocía, se brindara a hacerle compañía durante la espera.

 

—Muchas gracias, pero no es necesario. —Hizo intención de coger la maleta.

 

—Insisto. Per favore![90]

 

—Gracias, pero deseo estar sola. —Empezaba a impacientarse.

 

Signorina. Él me ha hecho jurar que no la dejaría sola hasta que hubiera subido al avión. —Su voz tenía acento decidido—. Ed io… ho giurato![91] ¡No me haga quedar mal!

 

¡Había delegado en aquel empleado para acompañarla! No sabía si sentirse ofendida o halagada por el detalle. Aceptó su compañía, dirigiéndose ambos hacia la Terminal 1. Quedaba más de una hora para que llamaran a embarcar. El hombre insistió en que se sentaran en la cafetería y tomara un café antes del viaje. Pidió dos cafés con leche y una tostada para ella, a pesar de sus protestas.

 

Se había vuelto a poner las gafas, no quería que Luigi pudiera ver los enrojecidos ojos y los signos de sufrimiento en su rostro. Miraba cómo la lluvia caía por los gigantescos cristales, recordando la transparente pared del bello apartamento. Lo vio ante el inmenso ventanal, contemplando la ciudad, sumido en la tristeza. No se dio cuenta, pero las emociones internas debieron reflejarse en su cara, pues sintió cómo el bondadoso chófer le cogía la mano mirándola compadecido.

 

—Signorina! —Hablaba con tono casi paternal—. En ocasiones creemos que la vida ya no tiene más que ofrecernos. Que todo está acabado. Pero tenga en cuenta que siempre, después de la furiosa tempestad, aparece la calma, siendo más valorada cuanto más terrible y voraz ha sido la tormenta —sonrió diciendo—. Se lo dice un hombre que por su edad ha soportado unas cuantas tempestades.

 

Sacó un paquete del bolsillo dejándolo encima de la mesa, junto al café de Rosana.

 

—¡Tenga signorina!

 

—¿Qué es esto? —preguntó sin comprender qué significaba aquello.

 

—Es un pequeño detalle por parte de él para Vd.

 

—¿Quiere comprarme con un regalo? —Estaba tensa, ofendida en su orgullo.

 

—De ningún modo signorina. —Comprendió que iba a ser empresa difícil conseguir que lo aceptara—. Es una muestra de  afecto hacia Vd.

 

—¿No ha podido entregármelo él mismo? ¿Ha tenido que mandarle a Vd. como recadero? ¿Tan poco le importo? —Rompió a llorar sin poderse contener.

 

—¡Cálmese, per favore! —Sentía una enorme lástima por ella. Estaba sola y asustada, creyéndose abandonada por el hombre amado—. El señor sabía perfectamente que Vd. rechazaría su regalo, como lo ha hecho, por ese motivo insistió en que yo la convenciera para aceptarlo.

 

—¡No lo quiero! Puede devolvérselo cuando lo vea. —Los crispados nervios volvían a jugarle una mala pasada—. Dígale que lo único que quiero de él me lo ha negado. Que se guarde los regalos para sus refinadas amistades. —Prorrumpió en entrecortados sollozos, incapaz de reprimir su dolor por más tiempo.

 

Él acercó la silla a la de ella y apoyó su cabeza sobre el hombro, intentando en vano consolarla.

 

—¡Le quiero, Luigi! ¡Le quiero!...

 

Signorina! —Enjugaba sus lágrimas con ternura, como lo hubiera hecho con su propia hija—. Conozco a mi jefe desde hace más de diez años. He vivido a su lado situaciones de todo tipo: profesionales, sociales y afectivas. Se ha equivocado algunas veces, no le voy a engañar, pero en innumerables ocasiones ha tomado la decisión correcta. Hace más o menos dos años tuve que verle seguir la senda equivocada, aquello me dolió, pues he llegado a quererlo como si de un hijo se tratara. Se equivocó ¿y qué? Todos lo hacemos en algún momento de nuestra vida, lo importante es rectificar… y él lo hizo.

 

Ella seguía atenta el hilo de su relato.

 

—Puedo asegurarle que ha pagado sobradamente por ello. Es una persona demasiado exigente consigo mismo, un perfeccionista, como artista que es. Pero es bueno y justo, generoso y amable, capaz de cualquier cosa por ayudar a un amigo. En resumen... ¡un gran hombre! —Ella había abandonado el llanto ante el recuerdo del amado—. Y ese gran hombre la quiere, ¡no me cabe duda! Igual o quizá más que Vd. a él. No sé cuál ha sido el problema para el brusco cambio en su relación de ayer a hoy, pero estoy seguro que existe algún poderoso motivo que solamente él conoce.

 

Passeggeri che viaggiano verso Santiago de Compostela, andare al        cancello…[92]

 

Fueron directos hacia la puerta de embarque; ella tenía reserva de asiento por lo que no tuvo que esperar para subir al avión.

 

—¡Gracias, Luigi! —Estrechó, efusivamente y emocionada, la mano de aquel hombre que había sabido consolarla y acompañarla en momentos tan difíciles y delicados.

 

Addio signorina! ¡Por favor! Acepte su regalo. ¡Le haría  feliz saber que al menos tiene un recuerdo suyo!

 

—¡No puedo! —dijo cogiendo decidida la maleta y entrando en el largo túnel que la conduciría al avión. A la mitad del recorrido se paró, dio media vuelta y regresó presurosa de nuevo hacia la sala.

 

Luigi no se había movido, seguía en el mismo lugar en que lo dejara, con el paquete en la mano, esperándola. Vio cómo una sonrisa iluminaba su rostro. Se acercó a él tomando el regalo y, sin decir palabra, le dio un beso de gratitud en la mejilla, echando a correr de nuevo hacia el pasillo.

 

—Recuerde signorina. —Le oyó decir tras ella—. “Dopo la tempesta, sempre arriva la quiete”.[93]

 

 

 

 

 

——————

 

 

 

 

 

Se abrochó el cinturón al tiempo que cerraba los cansados y doloridos ojos, reposando agotada la cabeza en el duro respaldo del asiento. Intentó no pensar en nada, dejar la mente vacía, para así dar un respiro a su espíritu atormentado. Vano intento, los recuerdos se amontonaban a las puertas de su memoria, sosteniendo dura y reñida batalla por emerger, sin orden determinado ni lógica aparente. La inesperada y extraña despedida la había sumido más, si cabe, en el confuso desconcierto que imperaba en su embotada cabeza. ¿Por qué acudió a despedirla? La noche anterior la echó de su casa, dejando bastante claro que no deseaba que permaneciera a su lado. ¿Por qué entonces su aparición esa mañana? Era indudable que tampoco para él había sido fácil la ruptura y si era así, ¿por qué seguir adelante? Era un hombre luchador como lo demostraba el estatus al que había llegado partiendo de la nada. Seguramente habría mantenido batallas más complicadas que la actual, o... ¿tal vez no?

 

Tenía grabada su imagen en el cerebro. Sintió una fuerte opresión en el pecho al recordarlo la noche anterior hundido y avergonzado, narrándole la dolorosa historia de tan tumultuosa relación. Ahora comenzaba a comprender algunos de los detalles que le habían extrañado hasta entonces, como aquella inexplicable fobia a fotografiarse; con toda seguridad la simple visión de la cámara le trajera a la memoria la figura del antiguo amante. ¡Qué estúpida había sido intentando retratarlo de continuo! ¿Cómo pudo aceptar tan disparatada oferta? Se había dejado manipular por aquel horrible hombre que lo había utilizado no solo para sus apetencias sexuales sino para lograr trepar, consiguiéndose un puesto en la élite de la sociedad romana, donde Alfredo disfrutaba de una posición preferente. Lo más penoso de todo aquel episodio era el hondo sentimiento de culpa y vergüenza que había arraigado en el espíritu de su amado. No lo entendía muy bien, pero presentía que era el principal motivo de su mutua separación.

 

La azafata le ofreció una revista que ella declinó con un leve gesto que quería simular una sonrisa.

 

¡Qué diferente era aquel vuelo de regreso! Parecía que hubieran transcurrido meses, tal vez años, desde que embarcara en Lavacolla, camino a Roma. Añoró la alegría que sintiera en el inicio del esperado viaje: la primera noche en la ciudad, con aquel agradable  paseo nocturno; la maravillosa impresión recibida ante los espléndidos frescos de Rafael y la inenarrable emoción producida por la visión de las pinturas de la Capilla Sixtina; cómo olvidar su romántico primer encuentro, casi novelesco; la maravillosa visita a la Basílica de San Pedro y aquella increíble sensación sentida en lo alto de la Cúpula de Miguel Ángel, junto a él. ¿Podría borrar de su memoria lo vivido en aquellos maravillosos 8 días? ¿Lograría algún día olvidar su viaje a Roma? Y lo que era más importante, ¿sería capaz de olvidarlo a él?

 

Sintió que los ojos se humedecían de nuevo, abrió el bolso en busca de un pañuelo. Fue entonces cuando sus dedos tropezaron con el regalo entregado por el chófer. Lo sacó, contemplándolo sin atreverse a abrirlo. No sabía muy bien por qué había regresado a por él. Amén de todo lo pasado la noche anterior, no podía perdonarle el haberla abandonado en los últimos instantes, enviando a su empleado como sustituto. Metió de nuevo la caja en el bolso con intención de guardarlo sin abrir, pero... ¡No pudo hacerlo! Estaba deseando ver el contenido del pequeño paquete. Saber qué había elegido como justificante por su inexplicable conducta. Se estableció una reñida batalla en su interior entre la satisfacción de la dignidad herida y el deseo femenino mezclado con altas dosis de curiosidad. Por fin la balanza se inclinó por esta última.

 

Volvió a sacar del bolso el inesperado regalo, retirando con cuidado el elegante papel que lo envolvía. Se trataba de una bonita caja de madera de ébano sin pulir, con unos delicados detalles grabados en los extremos y una fina y elegante línea dorada que bordeaba el contorno. Levantó la tapa... Las lágrimas anegaron sus ojos, debiendo llevarse la mano a la boca para evitar un gemido, al tiempo que exclamaba:

 

—¡Dios mío!

 

En el interior de la primorosa cajita, descansando sobre un elegante y personalizado molde, recubierto de terciopelo púrpura intenso, se mostraba la maravillosa gargantilla de platino y oro rosa que habían estado admirando juntos en los escaparates de la casa Cartier, la tarde de su visita a la Plaza de España.

 

La visión de aquella magnífica y delicada joya terminó con su entereza. ¿Cómo no amar a un hombre que demostraba tal grado de sensibilidad? No le importaba el valor del regalo que, por otra parte, imaginaba que sería muy elevado, lo verdaderamente importante era que había sabido leer en su pensamiento. Si después de todo lo ocurrido existía algún  recuerdo que le hubiera emocionado, era aquel. Recordó con triste y dolorosa nostalgia los felices momentos vividos ante aquel lujoso escaparate, las pequeñas bromas y la felicidad que inundaba su ánimo en tan venturosa tarde. Todo aquello quedaba encerrado en el pasado, lo único que restaba, en aquel triste presente, era esta preciosa gargantilla que le recordaría siempre la felicidad que pudo y no llegó a ser.

 

Señores pasajeros, les rogamos abrochen sus cinturones. Vamos a aterrizar en breves momentos en el Aeropuerto de Lavacolla de Santiago de Compostela

 

El anuncio de la inminente llegada cortó de raíz los controvertidos recuerdos. Guardó con delicadeza el preciado regalo en el interior del bolso y procedió a abrocharse el cinturón.

 

Diez minutos más tarde se paraban los motores del avión, quedando a la espera de la aproximación de la escalera para abrir las puertas y comenzar el desalojo de pasajeros. Rosana recién cayó en la cuenta de que no había escrito últimamente a los amigos, por tanto no podían saber la hora de llegada. Se sintió aliviada, no deseaba ver a nadie en aquellos críticos momentos; cogería un taxi e iría directa a casa, tomaría una ducha caliente y se metería en la cama intentando descansar, si es que su acalorada mente le concedía un respiro.

 

Llovía en el exterior. Parecía que la lluvia hubiera tomado posesión de sus días, lo mismo que de su ánimo. Recordó el chaparrón en el Castillo Sant´Angelo; la horrible tormenta en el apartamento; el espantoso regreso al hotel bajo la intensa lluvia; la triste y lluviosa despedida de la mañana, y ahora su regreso. Pensó que, tal vez, el cielo deseaba acompañarle en su dolor, mezclando aquel líquido elemento con el de sus saladas lágrimas.

 

Acababa de salir de llegadas internacionales; al no llevar maleta en bodega no tuvo que esperar, por tanto fue directa a la salida del aeropuerto para buscar un taxi que la acercara a Pontevedra.

 

—¡Rosana, Anna!

 

No necesitó mirar para identificar la voz de Yago. Quería huir, evitando el encuentro, pero las agotadas fuerzas no le permitieron hacerlo. Se quedó quieta sin siquiera volverse.

 

—Anna, querida. —Reconoció la voz de Graciela—. ¡Somos nosotros!

 

Giró fingiendo sorpresa, dando gracias por no haberse quitado las gafas de sol durante el viaje.

 

—¿No nos oías? —preguntó él bromeando—. O es que ¿te has olvidado de los amigos?

 

—No os he oído con tanto ruido. ¿Cómo estáis? —le costaba mostrar naturalidad.

 

—¡Estupendos! —exclamó Yago acercándose y dándole un beso en la mejilla unido a un fuerte abrazo. Ella no pudo evitar un ligero gesto de rechazo ante el recuerdo de lo hablado con Alfredo respecto a las intenciones de su amigo. Él no dejó de notarlo—. Como no nos escribías diciéndonos cuando regresabas, hemos tenido que investigar por nuestra cuenta.

 

—Un abrazo preciosa. —Graciela la abrazó sonriente, saludándola con dos sonoros besos en la cara—. ¿Estás bien? No tienes muy buen aspecto.

 

—No me encuentro bien —se apresuró a decir—. Ayer me pilló un fuerte chaparrón y creo que me enfrié. —Ciertamente no mentía, tan solo ocultaba los verdaderos motivos de su enfermedad.

 

—¡Como que estás ardiendo! —dijo Graciela tocándole la frente—. ¿No has tomado nada?

 

—No, como venía ya para casa...

 

—Lo mejor es que nos acerquemos al hospital y que te vean —opinó Yago  preocupado por su aspecto.

 

—No, no... ¡Por favor! Solo es un resfriado, necesito darme una ducha caliente y descansar, eso es todo.

 

—Creo que debería verte un médico —insistió obstinado.

 

—¡Déjala ya! Lleva razón. Seguro que cuando esté en casa y haya descansado se encontrará más aliviada. Venga vamos al coche, cuanto antes salgamos de aquí mejor.

 

Yago se hizo cargo de la maleta no muy de acuerdo con aquella decisión. Ella iba cogida al brazo de su amiga sin que ninguna de las dos pronunciara palabra.

 

Ya en el interior del coche se sintió algo mejor; apoyaba la cabeza  en el hombro de Graciela, manteniendo los ojos cerrados. Hubiera dado cualquier cosa por evitar aquel encuentro en el aeropuerto, pero no había sido posible. Tener que fingir ante los amigos había acabado de agotarla, aunque seguramente la subida de la fiebre había contribuido a ello.

 

—Sigo creyendo que debería verte un médico. —Conducía a gran velocidad por la autopista que la fuerte lluvia había convertido en una peligrosa y resbaladiza pista de patinaje—. ¡No me gusta el aspecto que tienes!

 

—¡Quieres callarte de una vez y mirar la carretera! —Terció Graciela—. Ya te ha dicho que cogió una mojadura —Miraba a la amiga con aspecto preocupado, sin creerse ella misma lo que estaba diciendo—. ¡Déjala tranquila! No le agobies con tus aprensiones.

 

No resultó un viaje muy agradable para ninguno de los tres. Cuarenta minutos más tarde abrían la puerta de la casa de Rosana. Lo primero que hizo fue darse una ducha caliente que la ayudó a despejarse un poco. Graciela le había preparado un gran vaso de leche con unas galletas y un antigripal. Ella bebió la leche negándose a comer, a pesar de que desde el mediodía anterior no había probado bocado. No podía ingerir nada sólido, el alterado organismo no permitía que alimento alguno penetrara en el estómago.

 

—¿Quieres que me quede contigo? —Su amiga había comprendido, tal vez por femenina intuición, el deseo de soledad que ella demostraba, aunque personalmente deseara acompañarla en vista de su mal estado.

 

—¡Por supuesto que debes quedarte! —aseguró Yago preocupado ante la idea de dejarla sola.

 

—No. Iros los dos a casa. Solamente necesito descansar. —Comenzaba a molestarle aquel empeño en acompañarla—. Si estáis aquí no podré dormir ni descansar y eso es lo único que quiero y necesito.

 

—Está bien —dijo Graciela tomando del brazo a Yago y arrastrándolo hacia la puerta contra su voluntad—. Pero si te sientes peor llámame de inmediato, en cinco minutos estoy aquí. ¿De acuerdo?

 

Rosana hizo un gesto afirmativo esperando tranquilizarlos.

 

—No estoy de acuerdo, creo que...

 

—¡Tú te callas y te vienes conmigo! Tiene que descansar. ¡Ah! Y no se te ocurra estar toda la tarde llamando, ¿eh?

 

Sintió un inmenso alivio cuando vio cerrarse la puerta; si aquella escena se hubiera alargado unos minutos más, estaba segura de no haber sabido contenerse, echándolos con malos modos, tal era la tensión e irritabilidad que soportaba su ánimo.

 

Se dirigió a la habitación poniéndose un pijama. Cogió el bolso y lo llevó a la cama, una vez acomodada extrajo del interior el precioso recuerdo que él la regalara. Pensó que quizá lo hubiera tenido en sus manos, lo mismo que hacía ella en aquel instante. Lo llevó a sus labios, con la sutil esperanza de que también los suyos hubieran dejado la impronta de un beso sobre la joya.

 

Agotada de cansancio y sufrimiento dejó caer pesadamente la febril cabeza sobre la mullida almohada, apretando con fuerza entre sus heladas manos  la delicada gargantilla, temerosa de que pudieran arrebatarle lo único que todavía conservaba como recuerdo de aquel viaje y su triste y malogrado cuento de amor.

 
8 Días en Roma
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