Al salir de la cafetería del hotel se dirigió a la recepción para informarse de dónde adquirir los billetes del Trambus open. Por suerte, pudo comprarlos allí mismo. La parada más próxima se encontraba no muy lejos del establecimiento. Dio las gracias al conserje y salió a la calle.
Eran las nueve y media. No había dormido bien y la alarma del teléfono la sorprendió en pleno sueño. Hubiera deseado comenzar su recorrido más temprano, ahora tendría que acelerar todo lo programado y dudaba si dispondría del tiempo suficiente.
Cuando llegó a la parada encontró un grupo de turistas que, al igual que ella, aguardaban pacientemente la llegada del autobús que los conduciría a recorrer las zonas más emblemáticas de la ciudad. Cinco minutos después lo vio estacionarse a su lado. Entregó el billete al conductor y subió a la plataforma superior para divisar mejor el panorama de los lugares visitados.
Iniciaron el recorrido al tiempo que se colocaba los auriculares, eligiendo el idioma español en las explicaciones. Las calles por donde atravesaban aparecían repletas de personas y vehículos de todo tipo. Algo había leído sobre los problemas de la circulación rodada en Roma, por eso no le sorprendió el descomunal atasco en el que se encontraban inmersos en aquel momento.
Pocos metros más adelante comenzó la descripción sobre la Piazza del Campidoglio, diseñada por Miguel Ángel y orientada hacia la Basílica de San Pedro, centro político de la época renacentista. La imponente estatua ecuestre de Marco Aurelio no es sino una reproducción, guardándose la original en el Palacio de los Conservadores para preservarla de las inclemencias atmosféricas y el posible deterioro del paso de los años. Por desgracia, Miguel Ángel, murió antes de llegar a ver su obra finalizada.
Según oía la narración, se le ocurrió pensar qué explicación hubiera dado Alfredo sobre la misma. Podía imaginarlo contando detalles y pormenores de cada rincón de la plaza, enlazando anécdotas y comentarios inusuales. Incluso creyó escuchar su voz profunda y timbrada, repleta de inflexiones que le conferían aquel aire tan personalmente musical.
Volvió a la realidad. No sabía por dónde iban. A través de los auriculares se escuchaba la descripción de algún monumento cercano, pero ignoraba de cuál se trataba. Apagó el dispositivo malhumorada. Estaba despistada, no lograba centrar la atención en lo que ocurría a su alrededor. La falta de descanso le estaba pasando factura, impidiéndole concentrarse. Si seguía así, no se enteraría del recorrido con el que llevaba años soñando. Se sintió molesta y enfadada consigo misma.
Intentó centrarse en lo que ocurría a ambos lados de la calle por donde circulaban. Reconocía algunos edificios del día anterior, a lo lejos podía verse la estatua del ángel coronando el Castel Sant´Angelo, con la espada levantada en amenazadora actitud. La imaginación voló a la cima de la cúpula de Miguel Ángel, con el sol llegando a su ocaso. Sintió un ligero escalofrío. El castillo se veía cada vez con mayor claridad. Pensó en Puccini y su “Tosca”, lamentando no conocer a fondo el argumento de la famosa ópera.
La siguiente parada era San Pedro del Vaticano. Decenas de recuerdos, de todas las experiencias vividas la tarde anterior, se amontonaron en su cabeza al circular alrededor de la magnífica plaza. Los visitantes se apelotonaban ante las puertas de entrada a la Basílica como ocurriera el día antes. Sonrió recordando la sorpresa al ver cómo les permitían pasar con absoluta libertad, saltándose el orden de las largas filas. Volvió a verse en la entrada del templo, maravillada ante su espectacularidad, muda de asombro. El semblante de Alfredo estaba con ella, contemplándola en silencio, a través de aquella personalísima mirada cargada de emotiva expresividad.
¿Por qué engañarse? ¡Lo extrañaba! No sabía la razón, pero así era. Ayer no hubiera podido imaginar hallarse en una situación como aquella. No hacía ni veinticuatro horas que lo conocía y no podía quitárselo ni un momento del pensamiento. Era una mujer adulta, había pasado momentos muy críticos a lo largo de la vida, y siempre había logrado controlar sus emociones. ¿Qué le estaba sucediendo?
La siguiente parada era Barberini; se fijó que cruzaban la famosa vía Veneto, repleta de viandantes que admiraban los lujosos escaparates de las tiendas de marcas más afamadas. Dio un respingo, sobresaltándose ante el sonido de un teléfono. Miró alrededor pensando que tal vez sería de algún otro viajero, pero el insistente timbre se oía cada vez más cercano, saliendo del interior del bolso. Sacó el móvil y miró el desconocido número, dudando un momento si responder al encontrarse fuera de España.
—¿Dígame?
—¿Rosana? ¡Soy Alfredo!
El corazón le dio un vuelco, notó como el pulso se aceleraba de manera significativa.
—¿Por dónde andas? —preguntó él—. ¿Has entrado al Coliseo ya?
—No... No —logró responder—. Aún estoy en el autobús. Me he dormido...
—¡Estupendo! ¿Dónde estás exactamente?
Buscó nerviosa una referencia que le permitiera ubicarse para indicarle su localización, pero desconocía la ciudad y no sabría explicar qué edificios eran aquellos que la rodeaban.
—Veo como una central de autobuses en una plaza muy amplia a lo lejos.
—Estás llegando a la estación Termini. Son las once menos veinte, me quedan dos o tres asuntos por resolver. A las once y cuarto te espero en la parada de Il Colosseo. ¿De acuerdo?
—¡De acuerdo! —asintió con un hilo de voz.
—Ciao! ¡Hasta pronto!
—Ciao!
Siguió con el teléfono en la mano, contemplándolo como si la llamada no hubiera finalizado, esperando, tal vez, escuchar de nuevo su voz. Comenzó a sentir como la sangre fluía al rostro de forma precipitada mientras el corazón continuaba con alocada e incontrolada carrera.
—¡Voy a verlo! —exclamó dando un salto de alegría.
Miró avergonzada a su alrededor consciente de lo ridículo que podría parecer semejante proceder. Afortunadamente, el resto de pasajeros estaban centrados en la contemplación de los edificios, jardines y monumentos de la zona, pareciendo no haberse dado cuenta de su eufórica reacción. Pensó que, tal vez, no entenderían el español.
Intentó tranquilizarse. Miró el reloj y vio que ya eran las once menos diez, quedaban apenas veinticinco minutos para el encuentro. El autobús siguió el habitual recorrido a través de la amplia avenida que parte de la Piazza dei Cinquecento, denominada así en memoria de los 500 soldados muertos en Eritrea. A la derecha podía verse un hermoso edificio de corte neoclásico con una amplia escalinata que daba acceso a una no menos abigarrada entrada, embellecida con sendas columnas dóricas. En aquel momento no le interesó su historia, le parecía que el autobús se desplazaba con mayor lentitud que al inicio del recorrido, realizando paradas irritantemente largas.
Según avanzaban los minutos sentía crecer la impaciencia, a semejanza de una joven colegiala ante la expectativa de su primer baile. Decidió descender a la planta inferior para así no perder tiempo a su llegada. Mientras bajaba por la estrecha escalera comenzó a perfilarse en la lejanía Il Colosseo romano; pasados unos minutos llegaban a la parada.
Lo vio de inmediato. Allí estaba esperándola, con aquella sonrisa que era su sello personal.
Sintió deseos de correr a su encuentro y abrazarlo, pero supo dominarse por temor al ridículo. Además, no estaba segura de cómo reaccionaría él ante semejante muestra repentina de afecto.
—Buon giorno![45] ¿Qué tal estás?
—¡Hola Alfredo! Estoy estupendamente. El descanso me ha cargado las pilas y me encuentro dispuesta para otro maratón turístico.
Él advirtió que era la primera vez que le llamaba por su nombre y... le gustó. Observándola, le pareció notar un cierto embarazo al mirarla a los ojos, como si temiera que descubriera algún oculto pensamiento.
Ninguno de los dos hizo intención de provocar un contacto físico por mínimo que fuera, ni un apretón de manos, ni un abrazo como saludo. El recuerdo del fugaz beso de la noche pasada pesaba demasiado en el ánimo de ambos. Quedaba claro que para ellos había significado algo más que una simple despedida.
Echaron a andar en dirección al cercano Colosseo mientras Alfredo le informaba de cómo había organizado el día. En primer lugar visitarían Il Colosseo e Il Arco di Costantino que se encuentra en las inmediaciones. Después comerían en el barrio del Trastevere, donde había reservado mesa en un pequeño restaurante que él solía frecuentar, cuya especialidad era “fiori di zucca”. Ella no tenía ni idea de qué plato se trataba, pero sonaba delicioso. Por la tarde, podían acercarse al Pantheon di Agripa y visitar la Fontana di Trevi, paseando un rato por la Via del Corso y, para finalizar el día, cenarían en la Piazza Navona.
Rosana estaba encantada con tan variada propuesta, no pudo refrenar su entusiasmo y se abrazó fuertemente a su cuello al tiempo que exclamaba:
—¡Eres estupendo! ¡Es un plan maravilloso!
Él le dejó hacer sonriendo, advirtiendo cómo la tensión inicial se iba relajando poco a poco.