Salieron del auto estacionado en la misma puerta del Teatro dell´Opera di Roma, más conocido por los italianos como Teatro Costanzi. Se dirigieron sin prisas hacia el acceso de la entrada principal. A pesar de ser relativamente pronto, faltaba más de media hora para la representación, podía verse gran afluencia de público en los alrededores. Numerosos policías de uniforme y paisano deambulaban de un lado a otro, observando, de forma un tanto impertinente, a los numerosos asistentes. En los corrillos del vestíbulo se rumoreaba que el propio presidente italiano asistiría a la función. Lo cierto era que ya se encontraban en el teatro grandes personalidades políticas, tales como el ministro de Justicia y su esposa, los embajadores de Alemania y Holanda en Roma, la ministra de Asuntos Interiores o el ministro de Defensa. El alcalde de Roma acababa de llegar un par de minutos antes y estaba saludando a conocidos y personalidades en el mismo vestíbulo. Entre todo aquel barullo se movían, con sorprendente agilidad, numerosos periodistas y paparazzi en busca de la noticia del día. La reunión de tantas personalidades juntas había hecho que acudieran al acontecimiento como abejas en una colmena.
Rosana no había asistido nunca a una representación tan elegante y glamurosa como aquella, tal vez por ello, no podía evitar sentirse nerviosa y excitada. Le preocupaba no estar a la altura de la situación y dejar en mal lugar a Alfredo delante de todas aquellas encumbradas personalidades. Al llegar a la entrada y contemplar el ambiente que reinaba en el lujoso vestíbulo, tuvo miedo. Se paró en la puerta sin atreverse a seguir adelante. Innumerables personas conversaban de forma amistosa entre saludos y risas, todas ellas parecían conocerse, hablando en alta voz e intentando hacerse oír entre la mal contenida algarabía general. Se fijó en su vestimenta, sobre todo en la de ellas y, aunque hubo de reconocer que la mayoría lucían costosos atuendos, bastantes bonitos, algunos espectaculares y otros no tanto, el suyo no desmerecía en absoluto. En cuanto a los hombres, todos vestían traje, mayoritariamente oscuro y algunos smokings, pero desde luego, ninguno podía compararse con la figura y elegancia de Alfredo.
Él también estaba parado a la entrada, analizando con rápida mirada lo que acontecía en el interior del vestíbulo, muchos de los asistentes eran conocidos suyos, demasiados. Captó la indecisión de ella y tomándola del brazo dijo a su oído:
—Andiamo ragazza!
Según cruzaban el vestíbulo varios de los allí reunidos se dirigieron hacia ellos. Alfredo los saludaba con una sonrisa en los labios al tiempo que presentaba a Rosana como la Srta. Figueras. Ella no entendía la mayor parte de la conversación que mantenían entre sí. En ocasiones, él traducía algún cumplido o comentario que aquellas personas le dirigían, a lo que respondía con una leve sonrisa, agradeciendo la lisonja. Poco a poco fue acostumbrándose al ambiente y dejó de sentirse tan asustada e incómoda. Aunque no conociera el idioma no dejaba de comprender la forma en que algunas de aquellas personas la observaban, unas con curiosidad, otras con cierta envidia, otros con asombro y más de uno con velada lascivia en sus ojos. Alfredo se desenvolvía en aquel ambiente como si no hubiera hecho otra cosa en la vida. Tenía un don de gentes extraordinario, todos lo saludaban intentando atraer su atención, obteniendo por su parte una cordial sonrisa y una respuesta adecuada para cada situación.
Se escuchó vagamente en megafonía el sonido de una breve melodía anunciando el inminente comienzo de la función. Él aprovechó para llevársela del vestíbulo hacia la sala. Sus localidades estaban situadas en uno de los palcos del primer piso, justo encima de la orquesta. Había puesto especial empeño en que el palco se reservara para ellos en exclusiva, lo que conllevó algún quebradero de cabeza, dada la expectación que el espectáculo había levantado y la gran demanda de localidades. Intentaron colocar a un embajador y su hija en el mismo palco, pero fue inflexible, sabía que podía permitirse serlo.
Cuando entraron a la sala quedó maravillada ante su gran aforo y elegancia. Tenía un delicioso sabor dieciochesco, abundaban profusamente los cortinajes rojos a juego con las butacas, que hacían resaltar el llamativo dorado de las cornisas y la enorme y adornada embocadura del escenario. Llamó su atención la original bóveda, decorada con preciosos frescos como no podía ser menos en el país de los grandes genios de la pintura. La fabulosa lámpara de cristal aparecía suspendida en el centro de la sala, amén de cumplir la principal misión de alumbrar el interior con lujosa generosidad, contribuía a dar un aire de elegancia y distinción, acompañada en su función por innumerables lámparas menores en importancia y tamaño que iluminaban cada hueco de los diversos palcos que componían el aforo del teatro. Todo ello contribuía a resaltar la belleza y boato del mismo.
Cogió el programa de mano que él le ofrecía y vio que estaba escrito en italiano e inglés, le rogó que le explicara la trama de la obra antes de comenzar. Recordaba algo relativo a la celebérrima ópera verdiana, pero desconocía la mayoría de los detalles. Él resumió brevemente la historia de la infeliz cortesana que abandona por amor la vida fácil y lujosa, para alejarse de París y vivir en el campo junto a su enamorado. El breve instante de felicidad se ve truncado por la visita del padre de su amado que le exige que abandone al hijo por el buen nombre de la familia. Ella le ruega, en un desgarrador dúo, que no le pida tamaño sacrificio, pues está enferma y él es su única esperanza de vida y, si lo pierde, la llevará a la muerte. El egocéntrico anciano no transige y le hace prometer que lo abandonará de inmediato sin decirle jamás el motivo. Ella acepta el cruel chantaje, avergonzada de su pasado, decidiendo regresar con su antiguo amante el barón.
—¡Qué injusto! —exclamó Rosana—. Siento no comprender el texto.
—No hace falta entenderlo, solo escucha. La música te irá introduciendo en cada momento del drama. No pienses nada, solo déjate llevar por la melodía. ¡Hazme caso! —dijo entusiasmado—. Yo soy italiano y, aun entendiendo aquello que dicen, procuro no oír el texto, que, por otro lado, en Verdi no tiene gran importancia; si de algo adolecen sus creaciones es de la calidad de sus libretos. La fuerza de la ópera verdiana se encuentra encerrada en sus bellísimas melodías, en el impresionante colorido de su orquestación, en la abigarrada armonía de sus concertantes, en la riqueza tímbrica, dominio de las voces, o el lirismo de sus apasionadas frases. Te aseguro que todo eso no precisa traducción, únicamente oídos y corazón.
Una salva de aplausos interrumpió sus palabras, acababa de entrar en el foso el director de orquesta que era recibido por el público con encendido entusiasmo. Levantó a la orquesta con un gesto de la mano y todos se volvieron hacia el palco real que se abría, en aquel preciso instante, dando paso al presidente de la República Italiana. A una señal del director, la orquesta comenzó a interpretar el himno italiano. Constituía todo un espectáculo ver el abarrotado teatro en pie cara a su máximo representante político, cantando patrióticamente el himno nacional con la mano sobre el corazón. Rosana sintió que la emoción del momento le producía escalofríos.
Apagaron las luces al tiempo que la orquesta iniciaba la obertura con un delicado pianísimo de la cuerda que fue in crescendo en los compases siguientes. Alfredo le indicó que se fijara en el director, Rodolfo Munzzoni. Ella no era una gran melómana, pero le gustaba y siempre que podía escuchaba «buena música». Sabía que Munzzoni es, hoy por hoy, uno de los mejores directores de orquesta a nivel mundial, tanto en el terreno de la ópera como en la denominada, sin mucha propiedad, música clásica. Por ello quedó gratamente sorprendida de tenerlo al alcance de la mano, por así decir.
Finalizada la obertura, subió el telón y el carácter de la música cambió súbito, adaptándose al lujoso y festivo decorado que reproducía el palacete de Violetta en compañía de amigos y admiradores. Reconoció al instante el famoso Bríndisi que, de buena gana, hubiera tarareado acompañando al coro. La soprano tenía una preciosa voz, de bonito timbre y perfecta afinación; por su parte el tenor no le andaba a la zaga, con un potente vozarrón y precioso agudo. Rió para sus adentros pensando en la idea errónea que encuadra a las cantantes líricas femeninas entraditas en carnes y sin demasiados encantos físicos. La protagonista de aquella tarde bien pudiera ser la antítesis de esa absurda tradición. Era joven, esbelta y bien parecida, lo mismo que el tenor que no tenía relación alguna, en cuanto a su aspecto se refiere, con el archiconocido Franco Carotti; cierto que la voz de este, también marcaba la diferencia.
Según se iba desarrollando la obra crecía su interés. Verdaderamente, no resultaba necesario el conocimiento del texto, aquella música poseía un lenguaje personal y universal que facilitaba la comprensión del argumento por sí sola. Miró a su alrededor, observando las distintas actitudes de los espectadores. Todos parecían estar absortos en lo que acontecía en el escenario. En uno de los palcos del piso superior vio una mujer que observaba atentamente con los prismáticos. Creyó en principio que seguía el bel canto de los protagonistas, pero no era así, al cabo de un tiempo se dio cuenta de que eran ellos quienes atraían su atención. Al notar que había sido descubierta dejó los prismáticos en la aterciopelada repisa de la barandilla y pareció centrar la mirada exclusivamente en el escenario. Ella recordó lo que le dijera Alfredo el día anterior sobre que sería centro de atención y… daba la impresión de no haberse equivocado.
Se volvió a mirarlo, aparentaba estar concentrado en el drama, aunque de inmediato le devolvió la mirada preguntándole muy bajo si le estaba gustando, a lo que contestó afirmando ligeramente con la cabeza y sonriendo.
Al contrario de lo que ella pensaba no parecía muy pendiente de la evolución de la ópera. No dejaba de observarla con disimulo, intentando averiguar las sensaciones que aquella música le iba produciendo. Lo irónico de todo aquello era que llevaba seis meses preparando aquel espectáculo que tenía una tremenda repercusión social en la ciudad, sin contar con el impulso económico que significaba para la Fundación y el propio Teatro de Ópera. Que había sido el cerebro, el alma de aquella representación y sin embargo, en aquel momento, no podía pensar en otra cosa que no fuera ella. La veía ilusionada, fascinada con el espectáculo y su entorno. Había sabido superar la indecisión inicial y ahora comenzaba a disfrutar de la función.
«¡Estaba tan hermosa!».
Violetta y Alfredo iniciaban la cadenza final del dúo.
«Sus blancos y desnudos hombros destacaban en la penumbra del oscuro palco, pidiendo a gritos ser acariciados».
Violetta comenzó su famosa cavatina, prueba de fuego para cualquier soprano, repleta de florituras vocales, expresión dramática y la dificultad añadida de la nota final que la lleva al mi bemol sobreagudo.
Se acercó a la balaustrada del palco, donde ella se apoyaba, para ver con mayor amplitud el escenario. Su intenso perfume lo envolvió, mareando sus sentidos.
«¿Quién era aquella mujer? ¿Qué embrujo poseía sobre él para hacerle olvidar en tan solo cuatro días el trabajo, las obligaciones y su propia manera de vivir?».
Violetta atacó el sobreagudo final manteniéndolo firme y brillante, con afinada decisión. Cayó el telón. El teatro irrumpió en ardorosos aplausos premiando el excelente trabajo de los intérpretes. El público, en pie, comenzaba a salir a las zonas de descanso y la cafetería para estirar las piernas y tomar un refrigerio.
Fuera ya del palco, se dirigieron al bar que se encontraba repleto a la sazón. Él pidió un par de bruschette di mozzarella di bufala e pomodoro,[73] presentadas sobre una fina rodaja de pan tostado, salpicado con una menuda juliana de albahaca que aportaba colorido y frescura al entrante, todo ello regado generosamente con un dorado chorro de aceite de oliva virgen; junto a dos apetitosas barquetas de salmón ahumado con crema de mostaza de Dijon y eneldo. Como bebida tomó dos copas de champagne heladas.
—¿Qué te parece la obra? —preguntó mientras saboreaba el champagne.
—¡Fabulosa. Me está encantando! —contestó entusiasmada de verdad mientras observaba a su alrededor, degustando el delicioso canapé—. Todo esto me parece un sueño. Jamás creí que la ópera pudiera gustar tanto.
—Únicamente cuando tienes la suficiente sensibilidad y buen gusto como para saberla apreciar.
—¡Alfredo, querido amigo!
Quien así hablaba era un hombre de unos sesenta años; vestía con buen gusto y demostraba unas elegantes maneras que, aunque un tanto estudiadas y ficticias, no por ello resultaban menos agradables. Se dieron un apretón de manos. Él presentó al desconocido a Rosana.
—¡Tanto gusto, señorita! —saludó en un español más que comprensible, aunque con ligero acento portugués.
—Rosana, D. Américo do Silva, actual embajador de Brasil en Roma —dijo presentando al recién llegado.
—¡Es un espectáculo fabuloso! —comentó entusiasmado el diplomático sin dejar de observar con curiosa mirada a ambos—. Deberíamos disfrutar más a menudo de este tipo de representaciones de tan alta calidad artística y musical. Cierto que organizándolo tú, el éxito era seguro.
—Muchas gracias embajador, es Vd. demasiado amable. Mi aportación al proyecto no ha sido tan importante, hay numerosas personas que son más merecedoras de esa felicitación. Presente mis respetos a su encantadora esposa —respondió cortésmente, finalizando la conversación con exquisita diplomacia.
Cogió del brazo a su compañera y la llevó al otro extremo del local. En el camino tuvieron que parar en un par de ocasiones correspondiendo a sendas felicitaciones que todos parecían ansiosos de brindarle.
—Todos te admiran. ¡Estoy tan orgullosa de ti! —comentó llena de satisfacción.
—Menos de lo que aparentan —respondió sonriendo con amargura.
Ella no hizo caso del comentario que tomó como un exceso de modestia por su parte. Quisiera o no, era el centro de las miradas de los allí asistentes.
—Mira, aquella mujer tan elegante no ha dejado de observarnos con los prismáticos durante todo el acto. Ahora viene hacia aquí.
Él siguió la trayectoria indicada y se dio la vuelta de inmediato, cogiéndola del brazo y arrastrándola precipitadamente lejos del lugar en que se hallaban.
—Alfredo, espera —oyó decir a su espalda—. ¿No saludas a los amigos?
Hubiera deseado que la tierra lo tragase, querría marcharse del teatro sin dar mayores explicaciones. Comprendió que era imposible, que lo habían atrapado sin dejarle otra salida que enfrentarse a ella.
La mujer sonreía solícita cuando se acercó y le dio dos sonoros besos en ambas mejillas. A Rosana no le gustó ese tipo de efusión. De inmediato se puso en guardia ante aquella mujer que los miraba de manera tan amigable, su instinto femenino le advertía de la falsedad de sus palabras. ¿Quién era ella para besarlo en público? Él no correspondió al saludo. Estaba serio y tenso, advirtió bajo sus manos, la crispación de los músculos de sus brazos contraídos, como a la espera de un inminente ataque. La encantadora y habitual sonrisa se había trocado en una mueca de desagrado y enfado que no se preocupaba de ocultar, mientras los ojos despedían desprecio y rencor.
—¿Qué tal Sara? —preguntó con frialdad y voz cortante.
—¡Fenomenal! Pero a ti no hay quien te vea últimamente, parece que te escondes de los amigos —dijo ella sin aparentar darse cuenta del rechazo que provocaba su presencia—. Justo el otro día estuve con Mariella, Antonietta y Marco en un cóctel de la Embajada de Nicaragua y me preguntaron por ti, se sentían molestos y preocupados por tu larga ausencia —comentó sin dejar de sonreír, al tiempo que lo miraba con fijeza, observando su reacción—. ¡Qué pronto te olvidas de los que bien te quieren!
Él observaba a Rosana, tratando de encajar el comentario, sin que su rostro dejara reflejar la más mínima emoción.
—He estado muy ocupado organizando este espectáculo y no he tenido tiempo de asistir a fiesta alguna —contestó con sequedad—. Salúdalos cuando vuelvas a verlos.
Sonó el aviso que anunciaba el comienzo del segundo acto. Vio que el cielo se abría ante sus ojos, cogió del brazo a Rosana y se alejaron en dirección al primer piso, sin detenerse en despedidas. En el camino seguía pensando en la desagradable escena y no pudo evitar exclamar con rabia:
—¡La muy zorra! —Estaba cabreado e indignado—. Nato male cagna![74]
Ella lo miró extrañada. ¡Nunca lo había oído expresarse de esa manera! Comprendió que aquella mujer lo había herido de verdad. Sin poder explicarse el por qué…, sintió miedo.
—Perdóname. No tengo excusa —rogó, arrepentido de su grosería y falta de tacto hacia ella. Lamentaba que lo hubiera visto descontrolarse de aquella forma—. ¡Vamos al palco!
Una vez sentados pareció algo más calmado. Volvió a disculparse por su comportamiento intentando serenarse y evitar que el incidente arruinara la representación.
—No me gusta esa mujer —dijo ella molesta con la desconocida, rompiendo el embarazoso silencio originado a raíz de su mutismo—. No tiene una mirada limpia.
—¡Es una víbora! Solo piensa en mentir e intrigar, destruyendo todo aquello que no puede poseer...
La orquesta atacó los primeros compases del segundo acto, justo cuando iniciaban la subida del telón. Ella no dejaba de observarlo, aunque parecía interesado en el desarrollo de la obra, adivinaba que en su interior libraba una dura batalla consigo mismo. Por desgracia no sabía cómo ayudarlo. Hubiera dado cualquier cosa por lograr penetrar en su mente y descubrir sus más recónditos e íntimos pensamientos. La música sonaba sin que ella pudiera prestarle atención. Con cruel ironía, el drama parecía haberse trasladado a aquel precioso palco que ocupaban, sin que ella pudiera imaginarse el desenlace final. ¡No soportaba verlo así! ¡Tenía que ayudarle! Instintivamente cogió su mano, besándola con dulzura.
Él retornó de su particular pesadilla, con expresión perdida y distante. De inmediato suavizó la mirada, sonriendo agradecido.
—¡No me gusta verte así! —susurró llena de tristeza—. No sé ni quiero saber quién es esa mujer, pero no puedo consentir que nos arruine nuestra noche. Olvida lo que acaba de ocurrir, por mi parte ya no me acuerdo. ¡Roma nos aguarda! ¿Recuerdas?
Comprendió que estaba cargada de razón. Que no merecía la pena seguir ahondando en lo ocurrido. Rosana se encontraba allí, mirándolo preocupada y brindándole su apoyo. ¿Qué importancia podía tener el resto del mundo si ella estaba a su lado? Acarició y besó su mejilla con dulzura, al tiempo que Violetta suplicaba con desesperación al viejo Germont que no cavara su fosa alejándola del único hombre al que había amado en la vida.
Con sus manos entrelazadas, más serenos y tranquilos, centraron de nuevo la atención en el drama musical que seguía desarrollándose sobre el escenario, dispuestos a disfrutar del espléndido espectáculo a pesar de los inconvenientes que pudieran aparecer.
Llegado el emotivo momento en el que Violetta ruega a Alfredo entre lágrimas que no deje de amarla de por vida, pues ella lo adorará hasta la eternidad y dentro del contexto de una de las frases musicales cargada de mayor lirismo y pasión de la historia de la ópera. Rosana sintió, emocionada, cómo su cuerpo se estremecía, arrastrada por la belleza de aquella música singular. Del mismo modo que la heroína verdiana prometió en su interior amar eternamente a aquel hombre que tenía junto a sí. Nada en absoluto. Nada podría cambiar aquel sentimiento. Llevaba toda la vida esperándolo sin siquiera darse cuenta de ello, pero ahora que lo había encontrado, sabía que no podría olvidarlo jamás. Comprendió que aquel momento era único e irrepetible para ambos y deseaba vivirlo con total intensidad, haciéndolo inolvidable. Sintió cómo también él apretaba su mano con fuerza, emocionado, como si hubiera interiorizado en su mente y leído aquellos ocultos pensamientos y, a su vez, deseara unirse a aquella promesa eterna. Ninguno apartó la vista del escenario, aunque la mente y el corazón permanecieran unidos, ajenos al drama escénico.
—Vamos, quiero presentarte a alguien —dijo cerca de su oído, intentando hacerse escuchar entre los estruendosos aplausos que atronaban el teatro al final del cuadro.
Ella se levantó con desgana, hubiera preferido quedarse en el palco sin salir, de esa forma evitarían volver a vivir una escena como la acontecida hacía una hora. De todos modos no se atrevió a contrariarle y lo siguió. Llegados al vestíbulo, vio a aquella odiosa mujer que se encaminaba de nuevo, con su falsa sonrisa, hacia ellos. Fue Rosana quién aceleró el paso evitando que los alcanzara, él ni siquiera se enteró de su presencia. Atravesaron la puerta que comunica con la zona de artistas, dirigiéndose hacia los camerinos.
—Rodolfo? —llamó dando unos ligeros golpes en la puerta.
—Avanti —se escuchó desde dentro—. Alfredo! Avanti, per favore [75]—Se levantó del sillón en el que estaba revisando la partitura y saludó al recién llegado con un efusivo abrazo.
—Te presento a Rosana Figueras, es española —dijo presentándola a su amigo—. Rosana, este es Rodolfo Munzzoni. Creo que no precisa presentación —comentó dando unas palmadas en la espalda del director de orquesta.
—Encantado Srta. Figueras —saludó besando su mano con galantería y gusto—. Deseo que le esté gustando la representación.
—Naturalmente. ¡Es una maravilla! Nunca hubiera imaginado que pudiera llegar a sentir la música como la he sentido esta tarde. ¡Estoy emocionada! ¡De verdad!
Ambos se miraron sonriendo ante tan efusiva demostración de interés. Ella no salía de su asombro al verse delante de uno de los más afamados directores musicales y comprobar la camaradería existente entre él y su acompañante.
—¿Te has fijado en la falsa entrada del barítono? Mira que hemos ensayado ese aria y, por si fuera poco, ha ido a contratiempo durante siete compases. ¡Luego se creen profesionales! —comentó el músico preocupado y molesto por el error.
—No te preocupes, eso ocurre en cualquier representación, apenas si se ha notado desde la sala. —Lo tranquilizó, si bien era cierto que él no había percibido el descuadre, inmerso como estaba en otros pensamientos.
—De todos modos, está saliendo bastante bien —dijo el maestro sin poder disimular su satisfacción—. Por cierto, en la reunión del lunes quería hablarte de lo de Las Termas di Caracalla. He pensado que convendría reforzar el coro con una escolanía, creo que las voces blancas encajan perfectamente en esa partitura, mejor que el doble coro femenino. Ya sé que quedan aún unos cuantos meses, pero prefiero resolver estas cosas con tiempo. Tienes que echarme una mano, ya sabes lo reacios que son en la Fondazione a introducir cambios, sobre todo si engrosan el presupuesto.
—Me parece una idea excelente. Veré lo que puedo hacer. —Cogió a Rosana del brazo y se encaminó hacia la puerta—. Te dejamos que descanses un rato, falta poco para comenzar el siguiente cuadro.
—Te veré en la cena, ¿no?
—No, no creo —dijo clavando sus ojos en ella—. Tenemos otros planes.
Rodolfo observó a ambos con curiosa mirada durante un instante; extendió la mano a Rosana y abrazó a Alfredo despidiéndose:
—¡Hablamos el lunes!
Fuera del camerino, camino de los asientos, ella no podía dejar de pensar en la reciente escena vivida.
—¿Eres amigo de Rodolfo Munzzoni? —preguntó dudando aún de lo que acababa de presenciar.
—Bueno, digamos que lo conozco. Es un excelente músico, un artista exigente y sincero consigo mismo, comprometido con el arte y una bellíssima persona —explicó él mientras subían las escaleras.
—¿Que lo conoces? ¡Pero si parecíais hermanos! —protestó ella sin creerlo—. ¿Qué poder o influencia tienes tú para que personajes como este te pidan ayuda?
—Tengo el honor de que me considere su amigo —dijo sonriendo, abriendo la puerta del palco y dejándola pasar—. En cuanto a mi influencia, tampoco es tanta, por mi trabajo me relaciono con muchas personas y a través de la Fondazione intento ayudar, a nivel de mis posibilidades, en cualquier proyecto artístico que me proponen y considero que merece la pena.
—¿A organizar un acontecimiento como este, llamas tú poca influencia? Todos te vitorean como el héroe de la noche y me quieres hacer creer que no has hecho nada. ¿Hay alguien a quien no conozcas? —preguntó tomando asiento en su butaca.
—¡Sí, a ti! —afirmó sentándose a su lado—. Y te aseguro que eres la única persona en el mundo a quien me gustaría conocer de verdad.
Sonrió agradecida por el precioso elogio, pidiéndole que le explicara el argumento de aquel cuadro que estaba a punto de comenzar.
—«Alfredo, dolido en su orgullo y hombría y loco de celos, le arroja en público el dinero ganado a su rival en el juego, como pago a sus servicios amorosos. —Hablaba quedamente, resumiendo con rapidez lo más significativo de la escena—. Violetta, no pudiendo soportar el desprecio por parte del hombre al que ama con locura, decide abandonar la vida festiva y lujuriosa y encerrarse en la soledad y el dolor».
Paró de hablar en el instante en que daba comienzo el segundo cuadro en Casa di Flora. De esta escena lo que más llegó a emocionarle fue el concertante final: la visión de aquella mujer hundida, vituperada por el hombre amado que se mueve entre el loco sentimiento de los celos y el amor y compasión hacia su enamorada. Aplaudió entusiasmada cuando cayó el telón, pidiendo enfervorecida una nueva aparición de los intérpretes encima del escenario.
—Veo que el veneno de la ópera comienza a hacerte efecto —sonrió satisfecho—. Ya te dije que era cuestión de escuchar y dejarse llevar por la música.
—¡Es maravilloso! Pensar que siempre creí que la ópera era una forma de arte pasada, casi decadente y ahora me parece tan viva. ¡No lo puedo creer!
—Me alegro de que lo sientas así. Para mí también es muy especial, no hay un solo acontecimiento importante en mi vida que no tenga relación con el recuerdo de alguna ópera. ¿Quieres que salgamos? —preguntó levantándose del asiento.
—No —repuso con rapidez—. Quedémonos aquí.
—Como quieras. —Se apoyó en la barandilla—. ¿Te he dicho que estás preciosa? —Comentó tras un instante de silencio en el que estuvo observándola con interés creciente—. Ese vestido parece diseñado ex profeso para ti; cuando te vi esta tarde no pude reaccionar ante la sorpresa. Anoche te dije que te pusieras guapa pero lo cierto es que estás fascinadora.
Ella sintió que sus mejillas se encendían de placer por el comentario. Su coquetería femenina resultó ampliamente halagada con aquellas palabras. Nunca lo había dudado, pero ahora tenía la seguridad de haber acertado con aquella compra, a pesar del gran desembolso que había supuesto para su ajustada economía, aunque todo precio le parecía poco como pago por su forma de mirarla en aquel preciso instante.
—También tú estás muy elegante, solo hay que ver cómo te miran las mujeres cuando pasas a su lado.
—¿De verdad? No me he fijado. —Se acercó y rozó su frente con los labios—. Yo me fijo en otras cosas, ragazza. Ven, hablemos ahí detrás. —Se sentaron en el fondo del palco, apartados de las miradas curiosas de los pocos espectadores que aún se mantenían en sus butacas a la espera del inicio del último acto de la ópera.
—¿Te gusta entonces mi vestido? —insistió ella en un arranque de coqueta vanidad.
—Sobre todo contigo dentro. —Jugaba con los sueltos rizos que caprichosamente le caían sobre la frente y alrededor del cuello.
—¡No seas tonto! Dime, ¿te gusta? Es importante para mí, sobre todo después de lo que me ha costado. —Necesitaba su aprobación para no sentirse tan culpable por el dispendio económico que había supuesto tal compra. Tenía que convencerse de que había merecido la pena.
Él comprendió la importancia que aquel asunto tenía para ella.
—¡Estás deslumbrante!, eres un auténtico placer para la vista. ¿No te has dado cuenta de la forma en que te miraban todos, incluso el propio Rodolfo?
—Es verdad que a algún diplomático y político se le notaba cierto aire de lascivia en la mirada —bromeó ella riendo.
—Eso lo da el cuerpo diplomático. Recuerda que yo he sido agregado durante diez años. Algo se me habrá pegado. —Besaba su desnudo cuello en tanto hablaba, sin preocuparse por ser observados.
Ella se apartó algo sofocada, recriminándolo por su falta de consideración, a la vez que le recordaba que estaban en un lugar público, a la vista de cientos de personas y que debía aprender a comportarse con corrección. Alfredo hubiera deseado protestar, pero la entrada del director en la sala y la consabida ovación del respetable, le impidió hacerlo. Rosana hizo intención de levantarse e ir al asiento delantero; él la sujetó con suavidad, diciendo:
—¡Quedémonos aquí!
Ella no se resistió, deseaba tanto como él alejarse de las indiscretas miradas del resto de asistentes. Se sentó dócilmente a su lado, contemplando el escenario desde el nuevo enclave. Lo cierto era que, en aquel lugar, podían seguir sin esfuerzo el transcurso de la escena, con la ventaja de quedar, en la práctica, ocultos al resto de la sala.
—No me has contado qué ocurre en el último acto —preguntó sotto-voce a su acompañante, intentando no molestar en un momento en que el pianissimo de la orquesta permitía escuchar el más leve sonido emitido dentro del gran salón.
Él acercó los labios a su oído para evitar que sus palabras se escucharan más allá del lugar que ocupaban.
—«En este tercer acto Violetta está sola, abandonada por todos y enferma, con una tuberculosis en fase terminal. Solamente pide a Dios que Alfredo sepa perdonarla algún día el mal que le hizo».
El volumen orquestal iba creciendo poco a poco en intensidad. Nuevos instrumentos fueron incorporándose paulatinamente, dificultando la audición de cualquier otro sonido que no fluyera del foso orquestal, a pesar de ello, él continuó la descripción sin apartarse de su oído.
—«El padre, enterado de la gravedad de su enfermedad, se compadece y cuenta al hijo el sacrificio a que la obligó. Él corre arrepentido al lecho de muerte implorando el perdón. Violetta lo perdona, muriendo en sus brazos».
Rosana notaba cómo la emoción iba envolviéndole, si bien, no podría precisar si era debido al triste y fatal desenlace de la trama de la ópera o al suave y excitante roce de sus sensuales labios alrededor de su mejilla y oreja.
—¡Qué triste! —pudo murmurar—. ¿Por qué las óperas siempre tienen finales tan trágicos?
—Porque reflejan la vida misma —contestó con irónica amargura—. Únicamente tienes que cambiar el decorado y la vestimenta y encontrarás penas, alegrías, odios y pasiones tal y como estamos acostumbrados a ver a diario a nuestro alrededor. ¿Conoces a alguien que no haya sufrido? La realidad es siempre infinitamente más trágica y cruel que cualquier ópera escrita, al menos aquí nos la venden enriquecida con el ropaje del arte.
La función continuaba. Intentó seguir el ritmo escénico, pero era inútil, su mente y cuerpo estaban prendidos de las continuas caricias que él no cesaba de regalarle mientras hablaba. Ella, de igual modo, sentía la necesidad de aquel contacto físico, estaba embriagada del olor de su cuerpo, el cálido aliento le producía escalofríos y las caricias de su boca la enajenaban, alterando sus sentidos.
—¡Alfredo! —gimió en un suspiro.
—¡Vida mía! —susurró él buscando a ciegas sus labios.
Ninguno de los dos sabría precisar la duración exacta de aquel primer beso. Un instante o tal vez toda una vida. Daba lo mismo. Había ocurrido y eso era lo único que importaba en verdad. Desde que se conocieran habían intuido que llegarían a este punto en el que ahora se encontraban. Era inevitable, como lo había sido su inesperado encuentro del Vaticano. Nada en aquel insólito romance tenía semejanza con la realidad, tal vez, porque ellos mismos vivieran tan alejados de ella. Eran dos almas afines que evolucionaban al unísono, como si de un solo ser se tratara, aunque alejados por miles de kilómetros el uno del otro. Ambos eran artistas, no solo en la práctica, sino de espíritu y entendimiento; el arte era para ellos la piedra filosofal en la que nutrirse y regenerarse, su razón de ser y vivir. Consecuentemente, también sus emociones y pasiones se encuadraban fuera de la rutina y la normalidad.
—Amore mio!
La estrechaba con fuerza contra él, temeroso de que fuera a desvanecerse, como si de un frágil pajarillo se tratara, arruinando aquel sublime momento.
—Rosana. T´amo tanto bambina mia...![76]
Ella lo contempló en medio de la penumbra que los rodeaba, distinguía el brillo de sus hermosos ojos que la miraban con una mezcla de ternura, agradecimiento y concentrada pasión. Acarició el adorado rostro, al tiempo que musitaba en su oído extasiada de emoción:
—¡Mi amor! ¡Te quiero como jamás imaginé que se pudiera llegar a querer!
Él selló aquella confesión con sus labios, fundiéndose en un sabroso y ardiente éxtasis amoroso que los introdujo en un mundo de delicias y placeres desconocido hasta aquel momento y al que solo unos pocos afortunados mortales tienen acceso.
El final de la ópera los despertó de su breve y efímero idilio de amor. El teatro se venía abajo, demostrando su entusiasmo, enfervorecidos por la espléndida representación que acababan de brindar: cantantes, director y orquesta. Todo eran vítores, bravos y ensordecedores aplausos. El gran público premiaba así el buen hacer, el genio y la profesionalidad, que de todo se había repartido generosamente aquella tarde, de los distintos intérpretes que habían intervenido en tan magistral versión de “La Traviata” de Giuseppe Verdi.
—¡Vámonos!
Salieron del palco, encaminándose hacia el vestíbulo a gran velocidad, casi con precipitación. Él no deseaba tener ningún encuentro inoportuno que interrumpiera su recién nacida intimidad. Quería llevársela fuera de allí, lejos de todos, a un lugar apartado donde pudieran sentirse solos, libres de miradas indiscretas y comentarios mordaces. No deseaba que nadie contaminara el maravilloso momento recién vivido, necesitaba mantener intacta la unión que acababan de experimentar junto a la perfecta comunión de aquel primer beso.
Luigi los vio aparecer por la puerta de entrada y acercó el coche con rapidez y destreza. Subieron al auto sin apenas haberse cruzado con nadie, exceptuando los empleados del teatro que, en ningún momento, pensaron entorpecer tan precipitada carrera. El resto de asistentes a la gala seguía en sus asientos premiando, de buen grado, a intérpretes y organizadores; a todos menos a él, que se alejaba a gran velocidad del abarrotado teatro, llevando a su lado la única recompensa que realmente deseaba.
—¿Dónde quieres que vayamos? ¿Te apetece cenar algo?
—Apenas tengo hambre —repuso ella reponiéndose aún de tan veloz salida. Vamos a algún sitio tranquilo.
—¿Quieres… que vayamos a mi casa? —preguntó tras unos instantes de silencio e indecisión.
Alzó la vista y lo miró. Se entabló entre ellos una conversación ausente de palabras en la que se cruzaron preguntas sin respuestas, promesas compartidas, súplicas anhelantes, deseos largamente contenidos y no pocas pasiones.
—Sí.
Su voz apenas se escuchó, la timidez le obligaba a no mirarlo a los ojos, intentando ocultar su turbación.
—Podemos ir a otro lugar —besó de nuevo con exquisita suavidad la bella nariz—. No quiero que te sientas incómoda.
Rosana hizo un gesto negativo con la cabeza y se acurrucó apretándose contra su pecho.
—Luigi, a casa.
El hombre no había podido evitar ser testigo involuntario de la escena que se venía desarrollado detrás de él. Visiblemente emocionado giró a la derecha, encaminándose al apartamento de Alfredo. Tenía en gran aprecio a su jefe, llevaba más de diez años a su servicio y lo conocía bastante a fondo. Al conducir un coche te haces partícipe de infinidad de detalles y secretos en el día a día que, unidos y entrelazados, llegan a configurar una vida.
El vehículo penetró en el interior de un antiguo edificio restaurado de seis alturas, ubicado hacia la mitad de la renombrada Via del Corso. Salieron a un precioso y cuidado patio que hacía las veces de antesala al edificio en sí. Se dirigieron al ascensor, subiendo directos al sexto piso. Todo el interior estaba reformado y remodelado con un elegante aire clásico aunque no exento de cierto estudiado minimalismo, en busca del equilibrio entre la sobriedad y la elegancia. Abrió la puerta y dejó pasar a Rosana.
Lo primero que apreció ella al traspasar el umbral fue un enorme ventanal que, sin persianas ni cortina alguna, permitía la visión de gran parte de la ciudad que, en aquellos momentos, semejaba a un descomunal nacimiento, sembrado de diminutas bombillas rutilantes. Él encendió las luces y solo entonces pudo apreciar que el citado ventanal cubría en su totalidad la fachada de la casa, recordando a un inmenso escaparate corrido que almacenaba detrás de sus vitrinas la milenaria y espectacular Città Eterna. Hablar de asombro sería quedarse corto. Le faltaron las palabras ante tamaño espectáculo. Sin moverse del quicio de la puerta recorrió con la vista la enorme sala abierta y diáfana que conformaba el salón. La exquisitez y el buen gusto habían tomado posesión de aquel lugar; por dondequiera que mirara podían verse, diseminadas sin orden ni concierto aparente, numerosas reliquias artísticas, dignas de exponerse en cualquier museo del mundo. Vasijas y loza de la época etrusca e imperial; estatuillas y lujosos escarabajos de la cultura egipcia; bustos y estatuas de mármol y alabastro de épocas posteriores; un par de capiteles y un resto de columna medieval medio oculta en algún rincón; cuadros renacentistas y barrocos de diversos estilos y autores; fragmentos de retablos del siglo XVI y XVII... Igualmente, adornaban algunas paredes acuarelas y óleos de artistas de épocas más recientes, incluso le pareció reconocer algún legado de Monet y Dalí.
—¿Tengo que sujetarte? —bromeó a sus espaldas.
—¿Algún día dejarás de asombrarme? —preguntó ella a su vez, sin tener absoluta seguridad de que aquello que tenía ante sí no formara parte de una fantástica alucinación.
—Tal vez no —respondió con gesto serio—. Pasa, ponte cómoda. Voy a preparar una copa y algo de comer.
—¿Te ayudo?
—No, echa un vistazo a la casa y luego me dices qué te parece. —Se quitó la chaqueta y la corbata arrojándola encima de uno de los sillones—. ¡Vuelvo enseguida!
Ella en tanto, se dedicó a contemplar algunas de aquellas joyas. Cerca de la entrada, sobre un esbelto pedestal de alabastro, se erguía el busto de Publio Escipión, según indicaba una pequeña inscripción del frontal algo deteriorada por los siglos. La talla, en mármol negro pulido, resultaba magnífica, de un gran realismo, perfección y belleza. No dudó ni por un instante que la pieza fuera original, por lo tanto podría decirse que contemplaba una obra datada hacia el 200 a.C. No lejos de ella, aparecía colgado sobre un original y grueso cordón de seda, un óleo de gran tamaño representando una hermosa Madonna con el niño en brazos. La mirada de la madre observando al pequeño reflejaba una enorme tristeza, como premonición anticipada del futuro sufrimiento reservado a ambos.
—Pleno manierismo italiano —aclaró Alfredo asomando la cabeza—. Es un Pontorno, un excéntrico para su época. ¿Te gusta?
—¡Es precioso! La triste expresión y el realismo de la cara de la virgen se aleja un poco de los patrones renacentistas, aunque tiene una mirada tan hermosa que otorga una extraña personalidad al lienzo... —Quedó cortada al comprobar que estaba hablando sola—. ¿Dónde estás?
—En la cocina, ya salgo. Estoy terminando. Sigue hablando, te escucho.
Cruzó al otro extremo del inmenso salón para observar más de cerca un precioso óleo figurativo moderno, de colores cálidos e impactantes, que interpretaba el bello momento del atardecer, instantes antes del ocaso. El autor había sabido plasmar con marcado realismo y belleza la huida del astro rey, en tanto que, en un segundo plano, aunque más cercanos al espectador, se difuminaban centenares de edificios y tejados que marcaban el punto de ruptura entre el lineal plano del horizonte y la diversidad de formas irregulares de las cercanas construcciones. Envolviéndolo todo, una especie de nebulosa gigante entrelazaba ambos motivos conduciéndolos a una fusión perfecta.
—¿Qué te parece? —Estaba a espaldas de ella.
—¡Es maravilloso! Hermoso e impactante. ¿De quién es?
—De un loco y un soñador. —La cogió atrayéndola hacia él, mientras depositaba un ligero beso en el desnudo hombro—. ¿Cenamos?
Ella acercó la cabeza para poder leer con más claridad la firma del pintor.
—A. Menotti. —Se volvió entre asombrada y emocionada—. ¡Lo has pintado tú!
—Alguien tenía que hacerlo —sonrió—. El motivo es tan antiguo como el hombre, la naturaleza y la creación humana, tan solo varía la personal visión a la hora de combinarlos —explicó intentando restar importancia a aquel pequeño descubrimiento.
A ella se le saltaron las lágrimas de alegría y emoción; cada minuto que pasaba en su compañía crecía su admiración hacia él. Aquel cuadro que ahora contemplaba no era trabajo de un simple aficionado sino de un auténtico artista. Llevaba toda la vida rodeada de arte y había desarrollado un sexto sentido para discernir entre lo genial y lo mediocre. Aquello se encuadraba sin la menor duda en el primer apartado. Se colgó de su cuello y lo besó emocionada, mientras, él, intentaba liberarse del abrazo con suavidad diciendo:
—Hasta los artistas bohemios comen de vez en cuando. ¡Estoy muerto de hambre! ¿Quieres cenar en la terraza?
Fueron hacia la inmensa pared acristalada que abrió sus puertas de inmediato, gracias al sensor de presencia, invitándoles a contemplar el espléndido espectáculo nocturno de la tan afamada, cantada y alabada Bella Roma! Rosana se acercó a la original barandilla, toda ella de robusto cristal, que servía de separación entre la terraza y el vacío, contemplando a vista de pájaro la impresionante panorámica. Pensó que no existían palabras, en el idioma común, para describir aquel alucinante paisaje aéreo; respiró hondamente, deseando que la brisa nocturna aliviara en parte la emoción que sentía en su interior. Él la abrazó por detrás susurrándole al oído:
—¡Te brindo Roma a tus pies. Amore!
—¡Tanta belleza llega a doler! Me recuerda la otra tarde, arriba de la cúpula de Miguel Ángel. Llevabas razón, esta forma de arte tiene vida propia.
Permanecieron unos momentos contemplando unidos la iluminada ciudad sin decir palabra alguna. Un pensamiento cruzó su mente:
—¡El cuadro del salón está inspirado en esta vista! —exclamó satisfecha como quien acaba de descubrir algún oculto misterio.
—Brava! Tienes ojo de artista, pero... yo sigo teniendo hambre. Toma —metió en su boca un pequeño canapé de foie y la llevó hacia la mesa donde se hallaba preparada y lista la rápida e improvisada cena, compuesta de una tabla con distintos tipos de paté de diferentes sabores y texturas y otra con variados y olorosos quesos, desde el Camenbert al Gorgonzola. Nueces, uvas e higos frescos, servían de acompañamiento.
—No conseguirás callarme —masculló con la boca medio llena, sentada en el elegante sillón—. ¿Por qué no me has dicho que eras pintor? ¿Cuándo pensabas contármelo?
—¡Tal vez nunca! —Comprendió al momento que no había estado acertado—. ¿Quieres uvas? —Le mostró una pequeña fuente cargada de dulces y dorados granos de uvas moscatel, con la esperanza de desviar su atención del infortunado comentario.
Rosana rechazó el ofrecimiento mirándolo seria y extrañada, no comprendiendo su respuesta. ¿Qué problema podría tener para ocultar que era pintor? ¡Un excelente pintor! Ella lo consideraba un artista ¿Por qué ocultarlo?
—De verdad que no llego a comprenderte. —Estaba algo enfadada y confusa—. ¿Por qué te infravaloras de continuo? Solamente hace cuatro días que te conozco, pero sé de ti lo suficiente como para considerarte un hombre extraordinario, fuera de lo común. Todo en ti es perfecto, tan perfecto que, a veces, tengo miedo. Tu vasta cultura, tu porte y educación, tu alegre carácter extrovertido y socializador... Tienes unos trabajos de élite que millones de personas envidiarían, eres independiente, libre de ir y venir donde más te plazca, con una posición económica que solo unos cuantos elegidos pueden permitirse. Vives rodeado de amigos que te admiran, respetan y quieren. ¿Qué más necesitas para ser feliz?
—¡A ti! —Su triste sonrisa reflejaba una muda súplica.
—¡Vida mía! —Se acercó besando sus labios con dulzura—. Sabes que seré tuya eternamente. Nada, ni nadie podrán impedirlo. ¡Te lo prometo!
Comprendió toda la sincera entrega encerrada en aquella promesa, también él hubiera deseado prometerle amor inmortal... Se unieron en un largo y profundo beso, dejando en libertad infinidad de sentimientos retenidos durante tanto tiempo. La noche les pertenecía, tan solo la luna asistió, como mudo testigo de aquel dulce y excitante juego amoroso, bañándolos, con velada indiscreción, en su blanca y sensual luminosidad. No les molestó su silenciosa presencia, estaban unidos, lejos del mundo. Intercambiaron promesas y juramentos, sazonados de tiernas y ardientes palabras entrelazadas con no pocos sabrosos besos y abundantes y fugaces caricias.
Un cercano reloj comenzó a anunciar la llegada de la medianoche con acompasadas campanadas largas y perezosas, parecía haber despertado de un torpe sueño para cumplir tan rígida e inmutable misión, recordando el imparable paso de las horas.
—Es tarde ragazza —dijo con la mirada perdida, acariciando distraído los rizos de su peinado—. Tienes que descansar. Debemos irnos.
Ella no se movió, estaba acurrucada con mimo contra su pecho. Se sentía tan segura y protegida entre sus vigorosos brazos. No deseaba abandonar aquel mágico lugar. ¡No se movería!...
Comprendió que era una tontería, una chiquillada. Él tenía razón, como siempre, las emociones vividas en aquel maravilloso día les pasarían factura al día siguiente, a no ser que otorgaran a su cerebro y cuerpo el merecido descanso.
—Pero no hemos cenado apenas —objetó, buscando atrasar con ello la marcha. Tomó un pequeño trozo del cremoso queso brie que aún quedaba en la tabla y se lo metió en la boca, sin hacer caso de sus protestas—. ¿No estabas muerto de hambre?
—¿Pretendes que coma o que me ahogue? —refunfuñó entre risas al tiempo que trituraba a duras penas la comida que ella le iba introduciendo atropelladamente—. ¡Espera!, voy a abrir el champagne. —Tomó de la cubitera térmica una botella de Dom Pérignon cosecha del 49—. ¡La reservaba para un momento especial!
El corcho saltó con fuerza, elevándose con el impulso para luego caer al otro extremo de la extensa terraza, entre dos amplias macetas que albergaban sendas píceas que actuaban de separador natural; contribuyendo a dar frescor y belleza, junto al resto de los árboles y plantas que configuraban la flora de aquel pequeño jardín urbano. Juntaron sus copas y bebieron con deleite el exquisito vino francés.
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Sería cerca de la una de la madrugada cuando Rosana introducía la tarjeta para abrir la puerta de la habitación; un cuarto de hora más tarde dormía plácidamente con una dulce sonrisa dibujada en el semblante. ¡Tal vez apareciera Alfredo en su sueño!...
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Cerró la puerta, empujando descuidadamente con el pie, mientras se despojaba de la chaqueta y desabrochaba, con gesto cansado, los botones de la camisa. No encendió la luz, marchó directo a la terraza y se sirvió una última copa de champagne. Aún se mantenía fresco y burbujeante. Saboreó el delicado néctar en silencio mientras contemplaba, con ojos soñadores, la abandonada y silenciosa ciudad dormida. Caminó a la habitación y se dejó caer en la cama sin acabar siquiera de desnudarse. Unos instantes después el sueño había invadido su mente, procurándole, por fin, el descanso que durante cuatro días le venía negando.