(Las Catacumbas de San Calixto)
Existe debajo de la Roma actual una ciudad paralela en el subsuelo, que abarca una gran extensión de la metrópoli, que ahora se puede visitar. Esta ciudad subterránea se interna, profundizando en la tierra, mediante largas galerías y angostos pasadizos, alejándose de la superficie hasta más de veinte metros.
El fenómeno de las catacumbas se remonta al siglo II de la era cristiana, teniendo su origen en la antigua prohibición imperial de enterrar restos humanos en el recinto de la ciudad. Los gentiles y patricios romanos optaban por la incineración o bien, en menor medida, construían tumbas en cuevas naturales sobre la superficie, en las afueras de la urbe. El inicio de las catacumbas se encuentra, precisamente, en estas tumbas.
Los cristianos creían en la resurrección del cuerpo en comunión con el alma durante toda la eternidad. A imagen del Cristo resucitado, estos primeros convertidos al bautismo de Jesús, también quisieron que sus cuerpos se mantuvieran intactos, después de la muerte. Con el aumento de los seguidores de la fe cristiana y como consecuencia del despiadado acoso y persecución que debieron soportar durante siglos, estas tumbas al aire libre resultaron insuficientes en poco tiempo. Se contrataron especialistas en la construcción de túneles que labraran la piedra o tufo,[60] material que componía gran parte del subsuelo romano, denominándolos tumbari.[61] Estos expertos trabajadores fueron excavando innumerables pasillos y galerías a lo largo del citado subsuelo romano. Al principio se construyeron una especie de grutas o salas, donde se exhumaba a los distintos miembros de una misma familia. Ante la creciente demanda de espacio se vieron obligados a abrir nichos en las propias galerías, con distintos niveles de altura. En cada uno de estos nichos se colocaba un cuerpo yacente, a lo sumo dos. Este tipo de enterramiento se destinaba a las personas de más baja condición social, manteniendo las salas para las familias adineradas o los mártires y santos que eran enterrados en una especie de santuario subterráneo. Durante trescientos años el auge de las catacumbas fue en aumento, hasta que, con el reconocimiento imperial de la fe cristiana, por parte del emperador Constantino, dejaron de realizarse las persecuciones, pasando a practicarse, nuevamente, el enterramiento en superficie.
Las catacumbas han permanecido durante siglos aisladas del mundo exterior. A partir del siglo V fueron olvidadas por completo, no siendo hasta el XVIII que comenzara a investigarse su creación y evolución a través de la historia. Hoy se conocen más de 150 km de túneles y laberintos, aunque se tiene la certeza de que existen muchos más por descubrir.
Eran cerca de las cuatro y cuarto cuando iniciaron su visita a las Catacumbas de San Calixto. El último grupo ya había iniciado el recorrido, pero lograron entrar sin guía gracias a las influencias de Alfredo. Rosana no era capaz de evitar un cierto nerviosismo ante esta visita, aunque intentaba tranquilizarse repitiendo, una y otra vez, que sería una visita corta y que él estaría junto a ella. No quería que notara su indecisión. Ese pensamiento le infundió ánimo para seguir adelante.
Nada más traspasar la puerta les envolvió un penetrante olor, mezcla de moho, polvo y humedad, que le hizo echarse hacia atrás. Inmediatamente le vino a la memoria la podredumbre y deterioro de los cuerpos en estado de descomposición, no pudiendo evadir una desagradable sensación de náuseas. Él la tomó de la mano, ajeno a cuanto pasaba por su mente, invitándole a entrar, al tiempo que le aconsejaba que tuviera cuidado y se fijara por dónde pisaba, no fuera a tropezar. Según se iban internando en la oscura cueva el intenso olor inicial se le antojaba cada vez más repulsivo y desagradable. La luz exterior iba desapareciendo, en su lugar podían verse lámparas de fría incandescencia artificial adosadas al techo, desperdigadas a lo largo del pasillo, que iluminaban los angostos pasadizos con una tenue y pálida luminosidad; todo ello contribuía a crear un ambiente tétrico, macabro y triste, casi fantasmal.
Alfredo le iba refiriendo cómo aquellos túneles eran un auténtico tesoro para los investigadores, gracias a los frescos pintados en muchas de sus paredes, la importancia de los restos encontrados y, sobre todo, por la información que aportaba aquella forma de exhumación que permitía a los eruditos conocer no solo los ritos y normas funerarias, sino gran parte del modo de vida y costumbres de aquellas gentes, así como la evolución del cristianismo a través de la historia. De vez en cuando paraba, señalando determinado detalle de pintura al fresco o cierta curiosidad de alguno de los innumerables nichos que se multiplicaban, cual enjambre de abejas, en las siniestras paredes de la cueva.
Rosana quería concentrarse en las explicaciones de su amigo, intentando no pensar en el malestar que la agobiaba cada vez con mayor intensidad, forzándose a mirar con pupilas dilatadas aquellas vetustas y agobiantes paredes que parecían desdibujarse minuto a minuto. Pero a cada paso que avanzaban, internándose en el sombrío cementerio subterráneo, sentía que la angustia y el pánico invadían su cerebro. Notaba un sudor helado en la frente, tenía las manos frías y encharcadas, al tiempo que las piernas parecían negarse a mantenerla en pie. Comenzó a ver los objetos que la rodeaban de forma borrosa y desproporcionada, cada vez más alejados e imprecisos. La voz de Alfredo sonaba desdibujada, deformada y apagada…, casi incomprensible. Apenas podía respirar, le faltaba el aire, notó cómo el corazón se desbocaba en una enloquecida taquicardia incontrolada producida por el pánico. Comprendió que iba a desmayarse, a perder el sentido de un momento a otro. Encontró fuerzas suficientes para colgarse de su brazo.
—¡Alfredo! —susurró débilmente, mirándolo suplicante con ojos vidriosos y dilatados—. ¡¡¡Sácame de aquí!!!
Él la miró asombrado sin comprender muy bien qué estaba sucediendo. La vio pálida y temblorosa, apoyándose con desmayo en su hombro, medio desvanecida, sin apenas fuerzas para mantenerse en pie. No perdió ni un segundo preguntando. La sujetó con fuerza y la arrastró, literalmente, hacia la salida de la cueva. Por fortuna no habían andado más de noventa metros desde la entrada, pero le pareció el camino más largo y penoso que había recorrido en su vida.
Cuando lograron salir al exterior se derrumbó en el asiento de la entrada, desencajada, sumida en una extrema palidez, con la mirada extraviada, perdida en una semiinconsciencia involuntaria. Él buscaba nervioso algo que pudiera reanimarla, ella le indicó con torpeza, mediante gestos, que buscara en su bolso el abanico. En pocos instantes comenzó a sentirse mejor. Bebió un sorbo de agua que amablemente le ofreció la mujer encargada de la taquilla y pareció que el líquido elemento, unido al flujo continuo de aire provocado por el abanico que él no dejaba de mover con energía, comenzaron a hacer efecto. Iba recobrando el color poco a poco, el frío sudor desapareció y la fuerza fue retornando a su cuerpo según recobraba el tono muscular. Buscó en el bolso un caramelo y lo colocó debajo de la lengua. Unos minutos más tarde se sentía recuperada de nuevo, gracias a la inyección de glucosa que había actuado con gran rapidez.
—¡Vamos a un médico! —propuso él aún con el susto en el cuerpo, no dejando de observarla, lleno de preocupación, intentando asegurarse de que la mejoría no fuera algo pasajero—. Cogemos un taxi y nos acercamos al hospital.
—No —protestó ella con rapidez—. ¡Ya estoy bien! Ha sido una lipotimia, una bajada de tensión, nada más. De verdad que me encuentro perfectamente. ¡Vámonos de aquí!
La miraba incrédulo, asustado y preocupado, sin creerse del todo tan pronta mejoría. Ella se levantó sonriendo para demostrarle que estaba recuperada del todo y fue hacia la salida del recinto. Se alejaron del lugar en busca de un coche que los llevara al centro de la ciudad. Ya en el taxi la abrazó con mimo, al mismo tiempo que reclinaba su cabeza sin dejar de acariciarla con suavidad para tranquilizarla, como lo hiciera un padre con la niña que se despierta asustada en medio de la noche. Estaba preocupado y aturdido, aún tenía grabada en la mente la expresión de pánico reflejada en su rostro. Volvía a verla allí abajo, desmadejada, con la mirada perdida en el vacío, a sentir el peso de su cuerpo carente de fuerzas, próximo a derrumbarse. Aún ahora notaba cómo temblaba entre sus brazos.
Pararon en plena Vía del Corso, junto a las galerías de Alberto Sordi. Al menos allí estarían protegidos del intenso calor que a esa hora castigaba las transitadas calles de la ciudad. Se sentaron en uno de los cafés que abundan en este conocido centro comercial y pidieron due cappuccini y una botella de agua mineral helada.
—¿No quieres que nos acerquemos a un doctor? —preguntó solícito—. Puedo llamar a mi médico y...
—Estoy perfectamente, de verdad. No te preocupes —dijo ella mientras apretaba su mano sonriendo, intentando tranquilizarlo—. Siento mucho haber dado este espectáculo. No he podido evitarlo.
—Lo sé, pero... ¡Me has asustado! ¿Padeces claustrofobia?
—No. Ha sido un ataque de ansiedad que no he podido dominar y me ha provocado, como reacción, una lipotimia —explicó ella—. Hacía mucho tiempo que no me pasaba, casi me había olvidado de ello.
—¿Te ha ocurrido otra vez? —Se interesó.
—En dos ocasiones, hace muchos años.
—Ha sido por mi culpa. ¡No debí llevarte a aquel lugar! —Admitió moviendo la cabeza, culpándose a sí mismo—. Tenía que haber supuesto que alguien tan sensible como tú se impresionaría de este modo. No pienses que eres la única, no es raro ver durante las visitas a las catacumbas a personas con reacciones similares a la tuya. De hecho, aconsejan que no las visiten individuos demasiado impresionables o con lesiones cardíacas importantes. ¡He sido un completo estúpido!
—No, tú no tienes la culpa —atajó ella—. Yo quise ir. Quería demostrarme a mí misma que había superado mis miedos. Con sinceridad, creía que eran algo anclado en el pasado. Por desgracia, como has podido ver, no es así.
La camarera los interrumpió al traer el servicio pedido. Los cappuccini estaban primorosamente decorados en su superficie con dos corazones entrelazados que nadaban sobre la espumosa crema. Le habían hablado mucho de la calidad y exquisitez de esta variedad de café que, hasta el momento, no había tenido oportunidad de probar.
—Ya ha pasado todo. No le des mayor importancia —intentaba alejarle de sus recuerdos—. Lo importante es que estás bien.
—¡Alfredo! —no quería mirarlo—. ¿Recuerdas la pregunta que me hiciste anoche sobre si deseaba hablar? —Él asintió con un ligero gesto de cabeza—. Creo que este es un buen momento para hacerlo. —Obtuvo el silencio por respuesta.
»Todo comenzó hace más de quince años. Por entonces tenía veinticuatro primaveras, vivía independizada de mi familia, feliz y despreocupada, centrada en mi trabajo y los amigos. Solíamos reunirnos los antiguos compañeros de la Universidad un sábado al mes, para cambiar impresiones, contarnos las novedades de nuestras vidas y disfrutar de la mutua compañía; todo ello acompañado de buena comida y abundante bebida.
»Un día se presentó Yago a la cita mensual con un compañero de trabajo, desconocido por todos, con el que mantenía una buena amistad desde hacía ya unos años. Se llamaba Javier, aunque todos comenzamos a llamarle Javi. Era un buen mozo, alto y de facciones agraciadas. Las muchachas del grupo comenzaron a mirarlo rápidamente con ojos ávidos de conquista. Se mostraba alegre y charlatán como pocos, siempre tenía el chiste fácil o la frase ocurrente preparada para rematar cualquier tema que pudiera surgir en la conversación general. Fue muy bien aceptado por todos. A raíz de aquella visita siguió frecuentando el grupo, llegando a considerarlo con el tiempo como un integrante más.
»Desde el principio me demostró que su interés por mí sobrepasaba los límites de la amistad y la camaradería. No tenía reparo alguno en reconocerlo delante de todos. Me agasajaba de continuo y presumía de mantener una correspondencia por el momento inexistente. De esta suerte, todos daban por hecho una futura relación entre nosotros. Todos excepto Yago, que en más de una ocasión tuvo algún altercado con él, no sé aún por qué motivos, aunque sin mayores consecuencias. Lo cierto era que resultaba difícil enfadarse con Javi, siempre reconocía sus culpas y errores con humor y humildad, si bien es cierto que no se esforzaba en absoluto en enmendarse cara al futuro. Yo no había tomado una decisión, me gustaba estar con él, me hacía reír y olvidarme de los problemas cotidianos, pero siempre había creído que sentiría algo distinto cuando llegara el momento de enamorarme de un hombre.
»Por aquellos días se produjo la súbita muerte de mi padre, de forma repentina, a causa de un infarto fulminante. Aquello me afectó enormemente, quedé hundida y destrozada. Siempre había estado muy unida a él, era su rapaza, la niña de sus ojos. La pérdida fue un tremendo golpe para mí. Todos los amigos y conocidos me dieron su apoyo en un principio, pero mi dolor duró más que su amistad. Yo no tenía ánimo para seguir asistiendo a las reuniones y, con el tiempo, todos fueron olvidándose de mí. Todos menos Yago y Javi. Ellos continuaron a mi lado, ayudándome y apoyándome en aquellos momentos tan difíciles de mi vida. Javi venía a menudo a hacerme compañía después del trabajo y, poco a poco, fui acostumbrándome a su presencia; si un día faltaba notaba que algo no andaba como debiera, echaba de menos su alegría, el optimismo que irradiaba su persona. Al cabo de unos meses decidimos vivir juntos en su apartamento del centro de Santiago. Nuestra relación se alargó durante más de tres años en los que me sentí tranquila y relativamente feliz a su lado. La vida apenas cambió para nosotros, seguimos frecuentando los mismos amigos, con igual ritmo de vida que antes de conocernos, solo que ahora estábamos juntos.
»Todo se truncó la tarde del diecinueve de abril. Estaba retocando la policromía de un pequeño ángel regordete, recuperado del antiguo retablo de una oscura iglesia lucense, cuando sonó el móvil. Creí que sería Javi que venía a buscarme:
«—¿Srta. Figueras? —preguntó una voz desconocida—. Soy el teniente Gutiérrez de la Guardia Civil. ¿Conoce Vd. a D. Javier Carvajal? —Inmediatamente comprendí que algo no iba bien, él debería estar ya esperándome a esa hora en la puerta del museo».
«—Sí, lo conozco —repuse asustada».
«—Siento comunicarle señorita que este señor ha sufrido un grave accidente con la moto esta tarde en la AP-9. Ha sido arroyado por un turismo que se dio a la fuga y del que, por desgracia, no tenemos señas, al no existir testigos del accidente. El herido se encuentra ingresado en el hospital provincial de Pontevedra».
»Continuó hablando durante un tiempo, aunque no recuerdo nada de lo que dijo. Me quedé sorda, solo podía escuchar una y otra vez: «ha sufrido un accidente... ha sufrido un accidente... ha sufrido un...». Mi siguiente recuerdo fue el verme rodeada de todos los compañeros de trabajo que se afanaban por intentar que volviera en mí. ese fue mi primer desvanecimiento.
»Al llegar al hospital me informaron de la gravedad de su estado, se encontraba en coma y el diagnóstico era muy grave, los médicos no creían que pudiera salir con vida y si, por una extraña casualidad, lograba burlar a la muerte, quedaría tetrapléjico. Luchó durante cuatro semanas por retornar a la vida, pero, en aquella ocasión, su burla se volvió contra él, no pudiendo superarla.
Alfredo no había perdido detalle de aquella desgarradora narración. No sabiendo que hacer ni decir, la miraba ensimismado, empatizando con su dolor, sintiendo cómo un nudo se formaba en su garganta. Se acercó, abrazándola con ternura, en un gesto protector. Ella sonrió tristemente al decir:
—El día del entierro asistí al cementerio acompañada por Yago. Siempre me habían impresionado aquellos lugares, pero aquel día sentí pavor. Cuando descorrieron la losa del sepulcro familiar e introdujeron el féretro, comenzó a darme vueltas la cabeza, al tiempo que un frío sudor inundaba mi cuerpo. Miré a mi alrededor y solo pude ver la dolorida imagen de su madre que miraba con silenciosa y triste resignación por última vez a su hijo, sin una lágrima, sin una queja... ¡No pude soportarlo! Fue Yago quien me sacó de allí según me enteré más tarde. Ese fue mi segundo desmayo. Al día siguiente devolví a la agencia de viajes los billetes de avión y de hotel que habíamos encargado para nuestro viaje de aniversario a Roma.
Dejó de hablar y, por un breve e indeciso instante, un profundo silencio pareció envolverlos, como si la galería entera hubiera paralizado su febril actividad en señal de respeto y luto por la pasada tragedia. Fue una vana sensación. La vida continúa y no permite más que una sola y única parada, eso sí..., sin retorno.
—¿Comprendes ahora cómo no eres culpable de nada? La visión de la muerte me ocasiona una reacción tan brusca que desequilibra mi sistema nervioso, provocando un ataque de ansiedad que desaparece cuando lo hace el motivo que lo origina.
Lo miró a la cara sonriendo, esperando que aquel relato le liberara de su sentimiento de culpabilidad. Lo cierto era que se encontraba tranquila, como si, por fin, se hubiese logrado quitar un enorme peso que le venía agobiando desde hacía mucho tiempo. Nunca hubiera creído que podría relatar aquellos tristes sucesos con la serenidad con que lo había hecho aquella tarde.
—Mia piccolina! ¡Cuánto has debido sufrir! —exclamó él aún impresionado ante su triste historia. Ella apoyó la cabeza contra su pecho, perdiéndose en la protección de aquel tierno abrazo.
Disfrutaron de unos instantes de intimidad, en los que ambos se obsequiaron con espontáneas caricias, breves y dulces palabras y sonrisas y arrumacos, cual si de dos adolescentes enamorados se tratara. Fue ella quien percibió que estaban siendo centro de las miradas del resto de clientes y no pudo evitar que sus mejillas se tornaran como la grana. Apartó a Alfredo, no sin cierta brusquedad, indicándole con la mirada el espectáculo que estaban proporcionando a la galería. Él también intentó recomponer su compostura, aunque de mal grado, maldiciendo en sus adentros a aquellos entrometidos curiosos que habían interrumpido aquel delicioso instante. Pasado el primer bochorno, se miraron rompiendo a reír al unísono, él dejó 20 € encima de la mesa y salieron presurosos y sonrientes del local.
La tarde iba muriendo con perezosa lentitud, cediendo terreno a la suave y tranquila noche romana. El sol apenas era ya visible, próximo a su ocaso, oculto tras la enmarañada selva de edificios que estructuran la zona comercial de la ruidosa ciudad.
Decidieron ir directamente al barrio de Trastevere donde tenían planeado cenar. El coche los dejó a la entrada, luego de cruzar el puente de Sixto, lo que les permitió disfrutar de un agradable paseo recorriendo algunas de las típicas calles del famoso barrio. Rosana se admiró del gran número de turistas que, a esas horas, visitaban aquellos lugares algo alejados del centro turístico. Él sonrió, diciendo no sin cierto aire de orgullo:
—Es uno de los rincones más bonitos e interesantes de la ciudad, un barrio bohemio con especial encanto. Aquí puedes encontrar no solo turistas, sino residentes. Los romanos somos bastante «juerguistas» y este barrio ha sido siempre, y sigue siendo, punto de reunión de familias y amigos que buscan pasar unas horas agradables en buena compañía y, por añadidura, comer bien y barato.
—Me recuerda un poco al casco antiguo de Pontevedra, allí también se llenan sus calles de personas que abarrotan bares y restaurantes, con igual finalidad que aquí en el Trastévere. ¡Si algo está extendido en Galicia es la cultura a la buena mesa!
—Estoy seguro que me gustaría vuestra cocina. ¡Me encanta el marisco! —comentó relamiéndose de placer con el simple recuerdo de una buena mariscada—. En Madrid me aficioné a comerlo.
—Cuando vayas a Pontevedra te llevaré a O´Grove, es un pequeño pueblecito pesquero donde se come el mejor marisco de la ría de Arousa... —No había finalizado la frase, cuando se dio cuenta de su error.
No debía haber mencionado aquello. Desde un principio había existido un acuerdo mutuo por el cual quedaba prohibido hablar del futuro. Lo cierto era que ninguno de ellos lo había planteado abiertamente, pero existía. Ambos evitaban hablar y, tal vez, pensar en el futuro, sabían que su relación se cernía a la breve estancia de Rosana en Roma, por lo cual primaba vivir el día a día de forma intensa, sin pensar en el mañana.
—¿No tienes hambre? —preguntó él cambiando de tema, intentando romper lo embarazoso de la situación.
—¡Muchísima! Sería capaz de comerme un cordero —exageró riendo mientras se frotaba el estómago.
—¿A qué esperamos? ¡Vamos a cenar!
Se dirigieron a la pizzería Dar Poeta Trastevere, situada a unos cien metros del lugar en que se encontraban. Es este un pequeño local, de ambiente familiar, que se encuentra medio escondido en las pintorescas calles del citado barrio. Cuando llegaron estaba al completo, no había una sola mesa libre ni en la terraza exterior ni en el reducido espacio interno. Alfredo dejó un momento a Rosana en la calle y se dirigió hacia la cocina buscando al dueño.
—Bruno. Come stai?[62] —preguntó al verlo ante el horno, afanado en la cocción de cuatro o cinco pizzas a la vez.
—Caro Alfredo! Gioia vedere![63] —exclamó el sudoroso cocinero, al tiempo que lo abrazaba efusivamente.
—Vorrebbe mangiare qualcosa[64] —dijo señalando a Rosana que miraba la escena, entre divertida y curiosa, desde la entrada del local.
—Subito, amico![65]
Se dirigió a la terraza sin siquiera quitarse el blanco delantal embadurnado de harina, con manchas de tomate y aceite, comenzando a recolocar a los comensales que, sorprendidos por la inoportuna interrupción, hacían hueco con desgana, si bien, ninguno protestó. Claro es que tampoco hubiera servido de mucho, pues Bruno los hubiera echado inmediatamente del restaurante sin ningún miramiento. En Italia, el mesero es dueño y señor de su propio establecimiento.
Ella sintió una enorme vergüenza; no sabiendo dónde mirar se escudó detrás de Alfredo hasta que colocaron la mesa y tomaron asiento, con lo que los ánimos fueron calmándose. Él la miraba divertido.
—Esto es normal en Italia, bambina.
—¿También aquí utilizas tu famosa tarjeta como con el Papa? —preguntó con ironía.
Él soltó una risotada.
—No. No es necesario. Bruno y yo somos amigos desde hace más de veinte años. ¿Elijo por ti? —preguntó sin dejar de reír. Ella asintió con la cabeza mientras ojeaba los alrededores del establecimiento.
El lugar tenía un ambiente encantador, pleno de tipismo y sabor tradicional, con sus rústicas y sencillas mesas cubiertas por aquellos manteles de burda tela a cuadros rojos y blancos que, en tantas ocasiones, había visto aparecer en innumerables películas italianas. La terraza estaba colocada dentro de la propia calzada, la cual, apenas permitía el tránsito rodado, confundiendo en uno solo a comensales, vehículos y peatones.
No tuvieron que esperar mucho hasta ver aparecer de nuevo al dueño del Dar Poeta con dos enormes platos: uno contenía una apetitosa pizza margarita con una más que generosa ración de queso mozzarella, embadurnada con rojo y brillante pomodoro y decorada con olorosas y coloridas hojas de albahaca o basilico en su superficie. En la otra mano portaba una, no menos suculenta, pizza calzone de jamón y queso con huevo en el interior, envuelta en su propia masa y sellada. Ambas estaban recién salidas del horno de piedra y despedían una exquisita fragancia, mezcla de hierbas aromáticas, pomodoro, masa de pan caliente y sabroso queso fundido. Rosana notó que su apetito se disparaba a la vista de semejantes manjares.
Al poco, trajeron una botella bien fría de vino Chianti Superiore, uno de los preferidos por Alfredo. Ella apenas habló durante la cena si no fuera para alabar la exquisitez de los ingredientes alimenticios de cada plato, la dulce frescura y suavidad del vino o el agradable e informal ambiente del restaurante. Estaba entusiasmada con todo aquello.
Él sonreía feliz, disfrutando de su entusiasmo, aunque sin poder olvidar algunos de los tensos momentos vividos a lo largo del intenso día. De todos modos, no quería pensar en nada que no fuera aquel presente inmediato; deseaba disfrutar de su alegría, de aquella enorme capacidad de asombro que hacía que todo pareciera interesante a su lado, de su ilusión por las cosas más insignificantes que, para la gran mayoría, pasaban desapercibidas. En esencia, quería disfrutar de ella misma, tal y como era, tímida, sensible, un tanto alocada e increíblemente encantadora.
Finalizada la cena, no tardaron mucho en levantarse de la mesa. La afluencia de parroquianos era continua y apenas podían moverse en la reducida terraza. Él le propuso volver dando un paseo hacia el centro, e ir a tomarse un helado a la Gelateria della Palma cerca del Panteón. Rosana estuvo de total acuerdo, entusiasmándose con la idea.
Al pasar por el puente Garibaldi pararon a contemplar la isla Tiberina, cuya leyenda atribuye su formación a los sedimentos de arena y restos depositados por el río sobre el cadáver del malvado y odiado rey «Tarquino el Soberbio», arrojado a las turbulentas aguas por el propio pueblo romano. Esta isla fue muy mal considerada en la antigüedad, siendo destinada como cárcel para delincuentes peligrosos durante largos años. Posteriormente se construyó un gran Templo en honor de Esculapio (dios griego de la medicina). En la actualidad alberga el Hospital de San Juan de Dios, centro médico muy considerado en Roma.
—No creo tener tiempo para visitarla —comentó Rosana con tristeza.
Alfredo no dijo nada, la abrazó atrayéndola cariñosamente hacia él, acariciándola en silencio.
«¿Por qué no se paraba el reloj? —pensó—. ¿Por qué aquellas vacaciones no se hacían eternas? Notaba el calor que aquel cuerpo despedía junto al suyo, sentía la férrea presión de sus atléticos brazos que la protegían y se embriagaba con sus caricias. ¿Cómo era posible que aquel hombre tan especial y maravilloso pudiera estar interesado en ella, una simple y sencilla mujer de provincias?».
—Alfredo —susurró acariciando los férreos brazos que la rodeaban—. Aún no me has contado nada de tu vida. ¿Has tenido algún compromiso sentimental…?
Se arrepintió al momento de haber formulado aquella pregunta. Él cesó en las caricias de inmediato al tiempo que sus músculos se tensaban y cambiaba la expresión del rostro. La mirada se tornó fría y esquiva, evitando mirarla directamente a los ojos; hasta su voz, cuando al fin se decidió a hablar, sufrió un fuerte descenso de más de cuatro tonos hacia el grave. Ella se asustó de tan brusca reacción pero no quiso hacer ningún comentario que empeorara la tensa situación que su estúpida pregunta acababa de crear. Al cabo de unos segundos de silencio, que se le antojaron eternos, le oyó decir con sequedad:
—Lo hubo hace algún tiempo. —No quería dar mayores explicaciones, pero comprendió que algo tendría que decir, que ya no era posible seguir callando. ¿Por qué había tenido que formular la temida pregunta justo en aquel momento? Hubiera deseado alejarse de aquel lugar, pero sabía que no podía huir, dejándola allí sola, sin una explicación—. Hace ocho meses que he salido de una relación bastante conflictiva para mí. Lo pasé muy mal en un principio, pero a día de hoy ya lo he superado y ahora es parte del pasado.
Rosana notó el esfuerzo que realizaba por aparentar sereno, escuchó en su voz la profunda tristeza que aquello le originaba y vio su arrogante mirada desvanecida en el recuerdo del pasado. Se maldijo mil veces a sí misma por haberlo conducido a semejante estado. Fue hacia él y lo abrazó, como queriendo protegerlo de algún mal oscuro y desconocido, aunque no por ello menos peligroso.
—¡Perdóname, por favor! —suplicó emocionada—. No era mi intención apenarte. Fue simple curiosidad femenina—. Sus hermosos ojos no eran capaces de contener las lágrimas sin evitar que se desbordaran.
Él enjugó aquellas lágrimas con sus labios musitando muy quedamente:
—Amore mio!
Ella no necesitó traducción.
——————
Luego de tomar un sabroso helado en la que él consideraba la mejor heladería de toda Roma, se encaminaron despacio hacia el hotel. Ninguno deseaba dar fin al paseo, pero ambos comprendían en el fondo que necesitaban el descanso; el día había sido largo e intenso, con emotivas situaciones que, inevitablemente, habían puesto a prueba su resistencia.
Antes de llegar a la entrada, la abrazó diciéndole:
—Recuerda que mañana vamos a la ópera. Te llamaré para decirte a qué hora paso a recogerte —sonrió besándola mientras decía—. Ponte guapa. ¡Vas a ser la envidia y la admiración de todos!
Ella sonrió, agradeciendo el halago e hizo intención de marcharse, pero cambió de opinión. Rozó con leve suavidad sus apetecibles labios con los suyos, en un breve y frágil beso, exento de sensualidad, aunque rebosante de ternura. Él sintió cómo un escalofrío recorría su cuerpo, debiendo hacer grandes esfuerzos para no exteriorizar la pasión que comenzaba a consumirlo.
«Mio amore! —pensó viéndola marchar».
——————
Media hora más tarde jadeaba sudoroso corriendo, a buen ritmo, sobre la cinta ergométrica instalada en el pequeño gimnasio. Necesitaba quemar el exceso de adrenalina acumulada en su cuerpo; de otro modo, le hubiera resultado imposible conciliar el sueño. Tenía los nervios deshechos, las experiencias vividas durante el día habían desequilibrado su control nervioso. Primero en el Palatino, seguido de la emotiva escena de la comida, la angustia vivida en las catacumbas o el inesperado relato de la muerte de su compañero sentimental. Por si todo ello no fuera suficiente la tan temida escena del puente Garibaldi. ¿Por qué había tenido que preguntar? ¿Por qué remover las tranquilas aguas del relajante olvido?
Paró la máquina y se dio una larga ducha fría que contribuyó a relajar el cuerpo, aunque no así su espíritu. Abrió la gran ventana de su habitación aspirando en profundidad el fresco aire nocturno, mezclado con el intenso perfume de rosas, violetas y jazmines que abundaban en la amplia y cuidada terraza. Dirigió sus ojos al cielo.
—Dio. Aiutami!...[66]