Se tapó la cabeza con la sábana, intentando acallar aquel horrible sonido que le perseguía de forma constante y dolorosa. Llevó de forma maquinal ambas manos a los oídos taponando los conductos auditivos, con la esperanza de que el molesto ruido se alejara del cerebro. En principio creyó que la idea había surtido efecto, pero su satisfacción no duró mucho, al cabo de unos instantes volvía a martillear insistente y sin piedad.
—¡El teléfono!
Abrió los ojos sobresaltada, descubriendo que el molesto ruido contra el que intentaba luchar, sin ningún éxito en su sueño, no era otro que el timbre del propio móvil.
—¿Sí?
—¿Dónde estabas? Llevo un rato llamándote.
Reconoció de inmediato su voz. Qué agradable resultaba escucharla medio dormida, sumida aún en la pereza y la desgana.
—Estaba profundamente dormida —replicó mientras reía—. Oía el timbre pero creía que era parte de mi sueño e intentaba taparme la cabeza para no escucharlo.
—¿Has dormido bien, mia cara? —Su acento se tornó más personal.
—¡De maravilla!, creo que a los diez minutos de dejarme en el hotel ya estaba soñando. No puse ni la alarma del móvil. Y tú, ¿has descansado?
—¡Como un bebé! Imagínate, he dormido medio vestido encima de la cama, creo que no he variado de posición en toda la noche. Hacía tiempo que no descansaba así.
Ambos rieron felices de comprobar que el avance alcanzado el anterior día, en la mutua relación, había contribuido a relajar tensiones y tranquilizar su espíritu.
—Me gustaría estar ahí contigo bambina y poder desearte los buenos días con un beso —murmuró con ternura.
—Puedes dármelo cuando vengas si sigues deseándolo —insinuó ella.
—¿Es una invitación o una promesa? —preguntó en el mismo tono.
—Ambas cosas, aunque tendrás que ganarlo.
—Acepto el desafío. Te recojo en media hora. Tomaremos un café por ahí.
Ella hubiera querido protestar alegando que en media hora era de todo punto imposible ducharse, maquillarse y vestirse, pero pudo más el deseo de tenerlo cerca y volverle a ver que la lógica.
—De acuerdo, en media hora estoy abajo.
—Ciao amore! —dijo apagando precipitadamente, sin dejar tiempo para la despedida.
—¡Ciao, querido mío! —replicó sonriendo mientras miraba incrédula la llamada cortada.
Faltaban apenas dos minutos cuando apretaba el botón del ascensor de forma insistente, observando el recorrido del mismo en el indicador luminoso, con gesto impaciente y contrariado. Había hecho verdaderos malabarismos para lograr arreglarse en tan poco tiempo, pero el éxito le había acompañado en la empresa y ahí estaba, dos minutos antes de la hora prevista, lista y preparada para iniciar la aventura de su sexto día en Roma. Una vez en el vestíbulo no encontró rastro de él. Se dirigió hacia la puerta esperando verlo en la calle, mas…, ninguna persona aparecía en las cercanías.
«Después de la carrera que me he dado, ahora se retrasa». Debería enfadarse y echárselo en cara cuando apareciera, pero sabía que no podría hacerlo.
—¡Rosana!
Miró a todos lados sin ver a su enamorado por ninguna parte, los pocos transeúntes que deambulaban por la zona seguían su recorrido, sin apenas fijarse en su persona.
—¡Rosana. Aquí!
Siguió con la mirada la dirección de su voz y por fin logró verlo dentro de un precioso coche color mostaza oscuro, con una elegante y llamativa línea deportiva, aparcado enfrente de la calle, haciéndole señas con la mano para que fuera a donde él estaba. Cruzó casi sin mirar la calzada, al llegar vio que estaba hablando animadamente por teléfono, mientras le indicaba que tomara asiento. Unos instantes después cortó la llamada, volviéndose a mirarla con su encantadora sonrisa.
—Perdóname. He estado aparcado en la entrada del hotel hasta la llegada de un microbús con nuevos huéspedes, he tenido que marcharme y colocarme en este lugar prohibido. Si salía a buscarte se hubieran llevado el coche. Intenté avisarte por teléfono, pero me pasaron una llamada urgente que no he podido dejar de atender. ¡Lo siento!
—No te preocupes. —Lo tranquilizó sonriendo, recordando el injusto enfado por su falta de puntualidad. No comprendía cómo lo hacía, pero al final siempre resultaba encantador.
—¿Qué hay del desafío de esta mañana bambina? —La miraba sonriendo con el brazo apoyado en el cabezal del asiento—. He venido por mi premio.
—Sabes que tienes que ganártelo —dijo intentando ponérselo difícil.
Él la abrazó, mientras le susurraba al oído.
—¿Cómo debo ganármelo? —la insinuante voz, unida a la sensualidad de sus caricias acabó con su pobre resistencia.
—Así... —Era incapaz de negarse teniéndolo tan cerca. No sabría decir si aquel beso formaba parte de la amorosa aventura nocturna o anunciaba el inicio de una nueva etapa en la reciente relación.
—¿Estás bien? —preguntó sonriendo al ver la expresión de su cara.
—Si sigues besándome así voy a dejar de estarlo de un momento a otro —replicó sofocada.
—Tenía que comprobar si aún existe química entre nosotros.
—¿Y a qué conclusión has llegado? —preguntó siguiéndole la broma.
—No estoy muy seguro. Creo que deberíamos repetirlo para evitar posibles errores.
Hizo intención de besarla de nuevo pero ella se zafó, escurriéndose de su abrazo y señalando el volante al tiempo que preguntaba:
—¿A dónde iremos hoy?
Él no pudo por menos de reconocer la eficacia de su táctica evasiva, riendo divertido en tanto se abrochaba el cinturón y ponía en marcha el motor. Diez minutos más tarde habían salido del casco antiguo propiamente dicho y se dirigían al sudeste de la región de Lazio. Alfredo le explicó que había planeado ir a Tivoli, apenas a treinta y un kilómetros de Roma; pensaba que le gustaría conocer Villa Adriana, la magnífica ciudad construida por Adriano hacia el siglo II y cuyos restos se conservan en un estado más que aceptable. También visitarían Villa d'Este, la suntuosa residencia renacentista y sus espléndidos jardines y centenarias fuentes. Ella no tuvo nada que objetar al improvisado programa, desde que se conocieran había dejado que él tomara la iniciativa en la organización de las visitas y excursiones. ¿Cómo podría ser de otro modo? Amén de ser romano de nacimiento, dominaba la ciudad como la palma de su mano, sin hablar de los amplios conocimientos que almacenaba de todas las maravillas encerradas en ella que, a su juicio, eran difícilmente superables. Se acomodó en el asiento y disfrutó del precioso paisaje que atravesaban a gran velocidad.
—Este coche ¿también pertenece a la Fundación? —preguntó mientras observaba con atención el interior del fabuloso vehículo.
Todo en él era lujo y elegancia, desde el precioso salpicadero, construido con madera de raíz de olivo pulida y barnizada con semejanza al cristal, hasta los comodísimos asientos anatómicos calefactados, forrados de suave cuero color chocolate negro, sin olvidar el original volante que recordaba, por su forma y tamaño, los utilizados en las grandes carreras de rallies profesionales. Podría considerarse un coche inteligente dadas la infinidad de prestaciones de que parecía estar dotado: navegador de última generación, sistema musical cuadrafónico envolvente, sensores de movimiento, cámaras delantera y trasera para facilitar el estacionamiento...
—¿Es un coche de empresa?
—¡No! —exclamó divertido ante la pregunta—. La Fondazione solo puede comprar Mercedes o BMW, los Lamborghini quedan fuera de su jurisdicción. ¡Este es mi coche!
—No podías comprarte un Peugeot o un Audi, como todo el mundo. ¡No señor! Tenía que ser un Lamborghini. —Su crítica estaba cargada de cínica ironía—. Luego te ofende que te llame snob. ¿Cuántas personas viven en Roma que tengan un Lamborghini como este?
—Vas a conseguir que me sienta culpable —dijo evadiendo la respuesta—. Es un capricho que siempre, desde pequeño, había deseado. Jamás creí llegar a conseguirlo, por eso, cuando se presentó la ocasión, no lo dudé. ¡Mea culpa! —Se acusó afligido.
—Lo peor del caso es que lo encuentro fascinante. Temo que me estés contagiando tu excéntrico esnobismo.
Se miraron, rompiendo a reír al unísono. Algunos minutos más tarde aparcaban en los alrededores de la milenaria Villa de Adriano.