La Città del Vaticano

 

(La Ciudad del Vaticano)

 

 

 

Se incorporó sobresaltada al escuchar la alarma del iPhone; miró el teléfono, marcaba  las 7:00. A través de las cortinas de la entreabierta ventana podía verse un cielo nítido, sin rastro de nubes. Medio aturdida aún a causa del profundo sueño, se levantó perezosamente del lecho dirigiéndose al cuarto de baño murmurando entre bostezos:

 

—No debí trasnochar tanto, estoy muerta de sueño. Tengo que darme prisa.

 

Después de una breve ducha que acabó de disipar su pereza, buscó en el armario ropa cómoda y apropiada a la actividad que tenía programado desarrollar esa mañana. Escogió un pantalón vaquero y  una amplia blusa estampada en tonos marrones y verdes con pinceladas amarillas. Como calzado eligió unos cómodos y desgastados deportivos que utilizaba en sus desplazamientos.

 

Antes de salir de la habitación escribió un mensaje al grupo de amigos, allá en Galicia, comentándoles brevemente el viaje y la maravillosa impresión sentida la noche anterior en la Piazza Venezia. Guardó el aparato en el bolso y salió alegre de la habitación, dirigiéndose a la cafetería del hotel para tomar el desayuno.

 

Después de comer un par de tostadas y beber su segundo café, pidió por teléfono un taxi, dirigiéndose a la puerta del establecimiento para aguardar su llegada. Tras cinco minutos de espera vio aparecer el coche.

 

—A la Ciudad del Vaticano, por favor —indicó al chófer mientras cerraba la puerta del vehículo.

 

—Molto bene, signorina.[10]

 

Durante el trayecto iba fijándose en cuanto aparecía a ambos lados de las distintas calles que atravesaban. El tráfico, a esa hora punta de la mañana, era bastante denso lo que le brindó la oportunidad de observar con mayor detalle los edificios y monumentos del recorrido.

 

Roma no tiene grandes distancias entre sus lugares más  turísticos, veinte minutos más tarde bajaba del taxi en plena Plaza de San Pedro. La aglomeración de turistas en los alrededores era considerable, podían apreciarse largas filas de personas de todas las edades, lenguas y credos, esperando pacientes llegar a los controles de entrada del mayor templo del mundo cristiano, la magnífica Basílica de San Pedro.

 

Rosana había decidido, al planificar aquel viaje, que la primera visita sería a los Museos Vaticanos, verdadero monumento a la pintura renacentista y una de las principales atracciones turísticas de la ciudad. Por tanto, dio la espalda a la abarrotada plaza y se dirigió a los edificios anexos a la Basílica, donde se encuentran ubicados los museos pontificios propiamente dichos.

 

Siempre con la guía instalada en el teléfono a mano, siguió la ruta indicada. Lo cierto es que no habría necesitado información alguna; el trasiego de visitantes a esa primera hora de la mañana era tal que, fácilmente, hubiera arribado a su destino aun sin las numerosas indicaciones colocadas a lo largo de todo el recorrido.

 

De nuevo, al igual que ocurriera en la plaza, encontró un gran número de personas ante las puertas de entrada. Esperó paciente su turno, aprovechando el tiempo para organizar la visita de acuerdo con las detalladas y precisas indicaciones de la guía turística digital.

 

Cuando logró pasar al interior quedó admirada de las dimensiones del vestíbulo, así como de la organización que se apreciaba en el museo: controles de acceso, puntos de información en, prácticamente, todos los idiomas, vigilancia y seguridad, servicios diversos...

 

Llevaba trabajando quince años en diferentes museos municipales y estatales españoles, ejerciendo en la actualidad como restauradora de arte en el Museo Provincial de Pontevedra.  Debido a ello, conocía gran parte de las medidas y normas seguidas en la mayoría de estos edificios. Había visitado y colaborado con varios de ellos a lo largo del territorio nacional, algunos tan importantes como el Museo Thyssen o el Museo del Prado en Madrid. Pero todo aquello que ahora contemplaba lo superaba.

 

Sonrió pensando en su pequeño y querido museo gallego. ¡Qué lejos se encontraba y qué falto de medios comparado con aquel espléndido despliegue!

 

Un niño pasó corriendo junto a ella llamando a gritos a su madre en un perfecto inglés, al tiempo que la empujaba atropelladamente, diciendo:

 

Sorry...[11]

 

Todo allí tenía tintes internacionales, los letreros, los mapas, las guías impresas y digitales, los indicadores, la megafonía y…  sobre todo, las personas. Parecían haberse dado cita, en aquel gran vestíbulo, ciudadanos de todos los países del planeta. Asistía a una curiosa mezcla de chinos, japoneses, indios, estadounidenses, alemanes, sudamericanos, franceses... Resultaba extraño imaginar que algún país no tuviera ese día un representante en la Ciudad Papal, tal era el número y la diversidad de viajeros que se concentraban en sus instalaciones.

 

Dejándose llevar por la marea humana que le rodeaba, comenzó el recorrido siguiendo las indicaciones de los letreros que iba encontrando en cada una de las salas.

 

Según visitaba las diferentes estancias su admiración e interés iban en aumento. No solo los grandes maestros de la pintura y la escultura se hallaban representados en aquellas paredes; otros muchos artistas, menos favorecidos por la fama, habían dejado su huella para la posteridad en cada rincón del recinto. Siempre creyó tener amplios conocimientos históricos de la pintura universal, pero ahora se daba cuenta de lo ignorante que podía llegar a ser, abrumada por tanta obra desconocida. Numerosas creaciones aparecían ante su asombrada mirada, sin que ella pudiera identificar el autor y, en ocasiones, ni tan siquiera la escuela a la que pertenecían, muchas de aquellas pinturas ni aparecían reseñadas en las guías turísticas. 

 

Iba de un lado a otro de las salas, embebiéndose de la estética y plasticidad que rezumaban aquellas valiosas obras. No quería perderse nada, intentaba grabar en la memoria el mayor número de detalles de cada una y así poder disfrutar en el futuro con su recuerdo.

 

Su exaltación llegó al clímax cuando se encontró en la Sala de la Signatura, frente a dos creaciones tan monumentales como «La disputa del Sacramento»[12] y «La Escuela de Atenas»[13], del incomparable Rafael. Mucho había leído en los tiempos de estudiante sobre esta última pero, ante ella, olvidó todos los conocimientos y análisis anteriores, dejando que la obra la envolviera con aquella fragancia de tierras y pigmentos enmohecidos por el paso de los años; permitiendo que los colores penetraran a través de su retina, transmitiendo al cerebro la  maestra combinación creada, quinientos años atrás, por un genio del pincel llamado Rafaello Sanzio.

 

En especial, analizó con mayor detalle el fresco de «La escuela de Atenas». Fue reconociendo cada uno de los personajes allí inmortalizados, desde Miguel Ángel (Aristóteles) a Da Vinci (Platón) o el propio autor, sin olvidar al resto de los grandes pensadores griegos. Todo el cuadro rebosaba armonía y equilibrio, nada se hallaba colocado al azar, todas las imágenes representadas tenían su lugar y su función estética en el incomparable conjunto de la obra. Las últimas restauraciones habían logrado  extraer la viveza del colorido original, eliminando los restos de barnices y productos menos naturales que anteriores restauradores fueron depositando erróneamente.

 

El resto de las pinturas ubicadas en las denominadas  Cuattro Stanze di Rafaello[14] le parecieron  admirables de igual modo, aunque ninguna le produjo una impresión tan intensa como «La Escuela...». Cierto que las últimas reflejaban una mayor participación en el trabajo de sus  ayudantes, aunque siempre bajo la atenta dirección crítica del maestro.

 

No llevaba una hora y media de recorrido y ya se sentía mareada ante la contemplación de tanta obra maravillosa. Tomó asiento para descansar los doloridos pies mientras consultaba y cotejaba datos en la información contenida en su teléfono. Eran las once y media y apenas había visitado cinco o seis salas. Decidió ir directamente a La Capilla Sixtina, quería acabar el recorrido de los Museos Vaticanos antes de la hora del almuerzo. Por tanto, debía continuar la visita de inmediato.

 

Entrar en la Capilla no resultó fácil. Numerosas personas se amontonaban en la puerta, en un confuso revolotear humano. Algunos guías turísticos agitaban desesperados sus carteles, paraguas o banderitas; todo servía para llamar la atención del grupo que les seguía, a la vez que gritaban intentando hacerse oír en medio del constante barullo: “Follow me, please![15], “Suivez-moi, s´il vous plaît![16], “Bitte, folgen Sie mir![17]... A su lado, una madre agobiada buscaba afanosa a su pequeño, oculto entre el enjambre tumultuoso de visitantes. Un grupo de viajeros japoneses bloqueaba la puerta de acceso a la gran sala, afanados  en retratarse con estudiadas y antinaturales poses, uno detrás de otro, sin darse cuenta del caos que originaban. Los vigilantes del museo intentaban, por su parte, poner orden y concierto a semejante situación, despejando la entrada e informando reiteradamente sobre la prohibición de realizar fotos en el interior.

 

Apenas entró en el recinto, Rosana, sintió el influjo del mágico lugar. Durante mucho tiempo había soñado con el momento de contemplar in situ[18] los frescos que decoraban las paredes de La Capella Sistina.[19] Desde los primeros años de estudiante aquella bóveda, que ahora admiraba atónita con expresión embobada y sorprendida, había sido su máximo referente.

 

La plasticidad visual de la imponente composición, el dominio anatómico de las formas, la belleza de líneas, la personalidad en la mezcla de colores, la ductilidad y delicadeza de los gestos de ambas manos en los protagonistas de la celebérrima «creación de Adán», así como la expresividad de sus rostros... Todo el conjunto irradiaba maestría, elegancia y perfección.

 

Por un momento se olvidó del gentío que le rodeaba, de los comentarios de asombro emitidos en mil idiomas diferentes del resto de visitantes, de los empujones, de las apreturas, del calor intenso que momentos antes le agobiara. La influencia misteriosa de aquel admirable conjunto pictórico, la envolvió con su belleza y perfección, embelesando sus sentidos y haciéndole traspasar el concepto espacio-tiempo durante unos breves instantes.

 

Miguel Ángel pintó estos murales con la técnica del “buon fresco”[20], o lo que es lo mismo, sobre yeso y cal húmeda sin secar, dentro del espacio de una “giornata”,[21] al deberse terminar necesariamente en tal período de tiempo, evitando así el secado de la pared. Todas las pinturas de La Capella Sistina fueron realizadas con igual técnica por el artista. Rosana conocía este detalle a la perfección, tal vez a causa de ello, el olfato pareció percibir los olores propios de pigmentos y temple, unidos a la diversidad de tierras que conformaban aquella amplia gama de colores, todo ello entremezclado con el olor terroso y cálcico del yeso y la cal sin terminar de fraguar.

 

Michelangelo recibió con temor el encargo de semejante obra por parte del Papa Julio II, allá en los inicios del siglo XVI, creyendo en principio que se trataba de una cruel  trampa preparada por sus rivales y enemigos con la intención de verlo fracasar, por lo que rechazó en un principio tan ambicioso ofrecimiento. Era escultor y arquitecto. La empresa le intimidaba, creyendo no lograr estar a la altura. ¿Que pretendía el Máximo Pontífice al hacerle tan disparatada proposición? Él había aprendido la técnica del fresco en la lejana “bottega” del maestro Ghirlandaio, allá en Florencia, aunque nunca había realizado, hasta el momento, un trabajo de tal envergadura e importancia. ¡He aquí lo razonable de sus dudas! No sabemos si por perseverancia de Julio II, que jamás tuvo intención alguna de permitir su regreso a Florencia, o tal vez por la propia intuición del artista, la ejecución de la obra siguió adelante, permitiendo a la posteridad admirar una de las maravillas pictóricas más impresionante de todos los tiempos.

 

Recorrió las diversas paredes de la sala examinando cada una de las afamadas obras: «Escenas de la vida de Moisés»,[22] «Escenas de la vida de Jesucristo»[23] y el extraordinario «Juicio Final»,[24] con sus figuras musculosas y viriles un tanto torturadas. El efecto de la inclinación hacia el observador, del plano de la pared, intimidaba un poco, otorgando sensación de poder a la figura central del Salvador. Los numerosos desnudos allí reflejados le dieron en su día a Miguel Ángel no pocos disgustos. Sus enemigos y detractores intentaron obligarle a cubrirlos, alegando que la pintura  no era propia para un lugar sagrado. Voces poderosas dentro de la Iglesia le condenaron por inmoral y obsceno, solo el Papa Julio logró acallarlas al asegurar que los frescos permanecerían tal y como los creara el artista. Esta corriente de censura se conoció en su momento como «La campaña de la hoja de parra».

 

Encontró en todas estas magistrales pinturas infinitos motivos de estudio y admiración. Hubiera necesitado meses, seguramente años, para apreciarlas y valorarlas, dudando que sus conocimientos actuales fueran suficientes para realizar tan complejo análisis.

 

—¡No puede uno dejar de admirarlo! Non è vero?[25]

 

Se volvió sorprendida dudando si la pregunta iba dirigida a ella.

 

—Disculpe, no pretendía importunarla. No he podido evitar observar con qué atención y concentración ha ido examinando cada una de las joyas aquí encerradas. Visito muy a menudo este lugar y nunca había visto a nadie demostrar un  interés como el suyo.

 

Ella sonrió mientras decía:

 

—Es cierto, estoy impresionada por tanta belleza. Desde mi entrada al museo no he dejado de sorprenderme, pero el contenido de esta sala me ha desbordado. Si la pintura tuviera que tener un altar, considero que este sería el lugar más apropiado.

 

—Estoy totalmente de acuerdo con esa opinión —expresó el desconocido sonriendo, a la vez que extendía su mano en señal de saludo—. Mi nombre es Alfredo Menotti. Espero que disculpe mi comportamiento; le aseguro que no suelo entablar conversación con desconocidos de manera habitual y mucho menos en un lugar como este. Fue su especial expresión y concentración las que me hicieron fijarme en Vd.; deduje su origen gracias a los mapas y folletos que sostiene en la mano.

 

Rosana observó con curiosidad al individuo que tenía ante sí. Era alto y bien formado, vestía un sport elegante, no exento de buen gusto, llevado con indolente naturalidad. Su cabeza lucía una ensortijada y amplia cabellera morena con algunos incipientes cabellos plateados en las sienes que le imprimían carácter. La nariz pudiera haber sido inspiración de muchos escultores griegos en la lejana época helénica. Al hablar mostraba una blanca y hermosa dentadura que resaltaba con el moreno de la tez. Los ojos, de un verde intenso, sobresalían del resto de las facciones, con una mirada viva, aguda e inteligente.

 

—¡Rosana Figueras!

 

El sonido de su propia voz le despertó de sus reflexiones. Tendió la mano al desconocido devolviendo el saludo y dirigió la vista de nuevo hacia la bóveda.

 

—¡Da pena alejarse de este lugar! —exclamó con sincera tristeza—, pero he de continuar el recorrido si quiero alcanzar a ver lo más importante.

 

—¿Qué ha visitado hasta el momento? —preguntó su apuesto desconocido.

 

—He seguido el recorrido oficial hasta las Cuatro Estancias de Rafael, a partir de ahí me vine a visitar la Capilla Sixtina.

 

—Si admite mi consejo, no debería dedicar mucho tiempo a seguir ese recorrido organizado, solo lograría cansarse física y mentalmente. Por lo que parece es la primera visita que realiza a estos museos.

 

Ella afirmó con un ligero movimiento de cabeza sin poder evitar un estúpido sentimiento de culpa.

 

—Si me lo permite puedo indicarle algunas obras que no debería dejar de conocer antes de marcharse. Una de ellas es el «San Jerónimo» de Leonardo, una de mis preferidas, aunque se trata de apenas un bosquejo, tiene la fuerza y el realismo propio del genio fiorentino. Bien merece una visita. Por otro lado, muchas de las esculturas que estos muros albergan deberían ser admiradas, aunque sea brevemente. Respecto a la famosa biblioteca, en mi modesta opinión, sería mejor que la dejara para otro momento si va apurada de tiempo. Otro tema es el referente a los museos egipcio y etrusco, con piezas magníficas, pero, por desgracia, requieren demasiado tiempo, si bien no está de más dedicarles un rápido recorrido. Como broche dorado debería descubrir la famosa escalera helicoidal de Giuseppe Momo, dado que por desgracia, hoy por hoy, la original renacentista de Bramante no se encuentra abierta al público.

 

Rosana no dejaba de mirarlo asombrada en tanto hablaba. Los amplios conocimientos que demostraba aquel individuo la tenían fascinada. Parecía encontrarse en su propia casa. Pensó que tal vez fuera un guía, pero desterró la idea de inmediato contemplando su distinguido porte y la forma erudita y culta de expresarse.

 

—Agradezco mucho su información —balbuceó torpemente. ¿Hacia dónde debo dirigirme entonces? —preguntó extendiendo el arrugado plano.

 

—Si está de acuerdo, para mí sería un honor servirle de guía, de otro modo le resultaría algo complicado encontrar las distintas salas que acabo de proponerle.

 

Sintió como se ruborizaba halagada ante el galante ofrecimiento, aun así intentó oponer una leve resistencia.

 

—¡No quisiera molestarlo!

 

—No es ninguna molestia, al contrario, estaré encantado de ser su cicerone. ¿Nos vamos?

 

Siguió al improvisado guía hacia la salida no sin antes dirigir una última mirada a la bóveda que así le había fascinado.

 

Fueron directos a la Pinacoteca Vaticana, lugar donde se encuentra el mencionado cuadro de Da Vinci[26], «San Jerónimo». Rosana conocía su existencia, aunque no lo hubiera estudiado nunca con detalle.

 

—Como puede observar es apenas un boceto, un estudio, más cerca del dibujo que de la pintura elaborada. El tono casi monocromo del lienzo, la expresión facial y el dramatismo de la postura, nos recuerda un lejano parentesco con la escultura helenística —informó el desconocido guía—. Imagino que conocerá la desafortunada historia de este cuadro. Es un verdadero milagro que podamos contemplarlo en este momento.

 

Ella asintió, recordaba vagamente cómo la obra había sido dividida en dos tablas, recuperándose una de ellas, tras largos años desaparecida, de manos de un revendedor romano que la utilizaba como tapa de un cofre. La segunda mitad tardó unos años más en descubrirse, habiendo sido usada por un zapatero como asiento de escabel.

 

—¡Con qué escasos medios logra plasmar Leonardo la tensión y el patetismo del personaje! —comentó en voz alta él, expresando un pensamiento—. Casi es de agradecer que esté inacabada, con toda seguridad al terminarla hubiera dulcificado su dolorida expresión, restando dramatismo y garra a la escena.

 

Tuvo que darle la razón. El verdadero valor de aquel cuadro no se encontraba en la técnica empleada ni la maestría innegable del dibujo. Aunque lo más importante, lo que resultaba verdaderamente personal y único, era la expresividad del conjunto, la forma en que supo plasmar el artista  el profundo sentimiento y la mística sobriedad del santo en medio de su acto penitencial.

 

Después de observar unos cuantos cuadros de la galería con mirada rápida, sin detenerse demasiado en los detalles, entre ellos varios Tiziano, un par de Veronese y algún que otro Caravaggio, decidieron salir al exterior a beber algo y descansar los ojos y la mente tras aquel pequeño maratón artístico.

 

Llegados al Patio de la Piña, uno de los que conforman los Jardines Belvedere diseñados por el arquitecto Donato Bramante,[27] por encargo en su día del Papa Julio II, él preguntó qué le apetecía beber.

 

—Coca-Cola light, por favor.

 

Mientras el inesperado acompañante se alejaba en busca de las bebidas, Rosana intentó reorganizar sus pensamientos. El giro que habían tomado los acontecimientos hasta ese momento la tenía confundida. Reflexionó cómo había buscado la soledad en aquel viaje, no aceptando la compañía de los amigos y ahora permitía a un completo desconocido, no solo que participara de sus experiencias, sino que le organizara el itinerario y marcara el ritmo a seguir.

 

No pudo explicar el porqué, pero no le preocupaba en absoluto. Se sentía a gusto, estaba feliz, disfrutando enormemente de la visita. Había algo en aquel hombre que le infundía confianza y seguridad. Su esmerada educación, los conocimientos de que hacía gala sin ninguna petulancia, su propia persona y, sobre todo, aquella avasalladora personalidad, le parecían suficientes argumentos para seguir adelante.

 

Se acercó distraída a observar la curiosa escultura esférica colocada en el centro del patio.

 

—«Esfera con esfera» de Arnaldo Pomodoro[28]. Fue un regalo del artista al Papa Juan Pablo II en 1990. Observe  —informó a su espalda Alfredo, al tiempo que empujaba la enorme bola haciéndola girar sobre sí misma—. Con estas roturas intencionadas, el autor quiso representar el destrozo que las bombas, arrojadas en la controvertida contienda, efectuaron en su pequeño pueblo natal durante la Segunda Guerra Mundial.

 

—Impresionante, como todo lo que he visto hasta el momento. —Tomó el refresco que le ofrecía su acompañante, dirigiéndole una mirada de agradecimiento. Sintió una dolorosa punzada en la planta de los pies—. Estoy agotada, tengo las piernas cansadísimas.

 

—Sentémonos un rato a descansar en aquellos escalones.

 

Fueron hacia la escalera repleta de turistas que, al igual que ellos, intentaban reponer fuerzas al abrigo de la bienhechora sombra del edificio, protegiéndose de los rayos solares que, a esa hora del mediodía, eran proyectados con intenso ardor.

 

—Aún no me has explicado la razón por la que hablas tan bien el español. —Rosana era consciente del cambio que aquel comentario originaba, con él rompía la barrera del formalismo verbal en que se había desarrollado su relación hasta el momento, dando pie a una mayor familiaridad y camaradería.

 

Él la miró complacido, contestando:

 

—Estuve hace 12 años en España. Concretamente residí dos años y medio en la capital, durante el tiempo que fui agregado cultural de la Embajada Italiana en Madrid. Allí aprendí vuestro idioma, aunque reconozco que mi acento italiano sigue delatándome. Nuestra lengua es por naturaleza musical, no solo cantamos en la ópera, también lo hacemos al hablar —bromeó.

 

—Siempre me ha gustado escucharlo —comentó ella riendo—, cierto que cuando habláis suena a música. Lástima no poder entenderlo, es un idioma muy dulce. —Advirtió su curiosa mirada—. ¿Hablas otros idiomas? —preguntó cambiando de tema, algo azorada.

 

—Alguno. Debido a mi profesión tengo conocimientos de alemán, hablo inglés, portugués, francés y me defiendo  con el ruso.

 

Abrió desmesuradamente los ojos al tiempo que exclamaba:

 

—¡Impresionante! Siempre he deseado poder dominar varios idiomas. Me encanta viajar, aunque considero que uno de los inconvenientes de salir al extranjero es la ignorancia del idioma del país que visitas. Por desgracia, mis conocimientos se reducen al español, gallego por nacimiento y escasas nociones de inglés.

 

—¿Eres gallega? —preguntó con curiosidad mientras apuraba su cerveza.

 

—Sí, nací en Santiago de Compostela. En la actualidad resido y trabajo en Pontevedra capital. 

 

—No conozco Galicia, aunque durante mi estancia en Madrid me la recomendaron muy a menudo. Creo que es una tierra muy bella, con paisajes espléndidos y una gastronomía sorprendente.

 

—En eso no te han engañado —explicó entre divertida y orgullosa—. El «terruño»[29] se mete en  el corazón, provocándote lo que allí llamamos «morriña», que se podría traducir como un sentimiento de añoranza o nostalgia. Todos los gallegos llevamos una pequeña «parceliña»[30] de nuestra amada tierra en lo más hondo del corazón. Nunca dejamos de sentirla,  por muy lejos que nos encontremos.

 

La mirada del hombre reflejaba cierta admiración.

 

—En cuanto a la comida... Tenías que probar una buena mariscada para comprenderlo.

 

Rieron a la vez el comentario. Alfredo miró el reloj al tiempo que se levantaba.

 

—Son casi las dos. ¿Qué tenías planeado para esta tarde?

 

—Pensaba visitar la Basílica de San Pedro y su famosa plaza.

 

—¡Estupenda idea! ¿Me permites un instante? —preguntó mientras sacaba el móvil y marcaba en el teclado.

 

—Carlo? Sono Alfredo. É Giovanna lá?...[31]

 

Rosana se alejó a una distancia prudencial dejándolo hablar en privado. Contempló el amplio patio donde se encontraban. El día era espléndido, el sol brillaba con toda intensidad y el cielo semejaba un inmenso manto, ni una sola nube enturbiaba su azul infinito. Recordó la última semana en Pontevedra, antes del viaje, donde las nubes no habían dado tregua al astro rey, ocultándolo por completo día tras día.

 

No tardó en reunirse con ella.

 

—¿Dónde te apetece comer? —preguntó con aire decidido.

 

Rosana quedó algo cortada, sin saber qué responder.

 

—Llamaba a mi despacho —explicó él—, he solucionado un pequeño asunto que tenía pendiente. Estoy libre hasta mañana a las 8:00. ¡Roma nos aguarda! Andiamo?[32] —preguntó, ofreciéndole el brazo con galantería.

 

Se sintió halagada y feliz. Cogió su brazo repitiendo alegremente:

 

—Andiamo!

 

Recorrieron antes de salir algunas salas del Museo Etrusco y Egipcio sin pararse en pequeños detalles; también atravesaron la sala de los mapas. Alfredo parecía conocer la historia de todas y cada una de las piezas encerradas en el inmenso Vaticano. Ella no salía de su asombro, nunca le había gustado ser dirigida  en los viajes, pero aquel guía valía su peso en oro.

 

Ya al final del recorrido, explicó:

 

—Aquí tienes la famosa escalera helicoidal diseñada por el arquitecto y pintor Giuseppe Momo[33] en los años treinta. Su secreto consiste en que la conforman dos escaleras en doble espiral, una de subida y otra de bajada, según desde donde mires puede dar la sensación de no tener fin. Ya  en el Renacimiento Da Vinci y Bramante diseñaron escaleras de este tipo. Esta, en particular, ha servido como inspiración a F. Lloyd Wright[34] en el museo Guggenheim de Nueva York.

 

—¡Es verdad! —exclamó Rosana acercándose y mirando hacia abajo. Estaba ilusionada como una niña ante un nuevo juguete—. ¡Es preciosa! Mira que bajorrelieves decoran la barandilla. Tengo que hacer una foto —añadió sacando del interior del bolso el teléfono.

 

Tomó varias instantáneas de las imágenes allí representadas, así como otras de la panorámica de la famosa escalera.

 

—¿Has visto? El efecto de la bóveda acristalada es impresionante. ¡Espera! —Siguió almacenando en el móvil todo aquello que le pareció relevante.

 

Alfredo reía, viéndola contorsionarse, intentando captar ángulos cada vez más inverosímiles. Cruzado de brazos esperó pacientemente a que terminara el improvisado trabajo fotográfico.

 

Cuando volvió a su lado, se sintió algo avergonzada. Había dejado que le dominara la excitación que le producía la contemplación de cualquier forma de arte. Siempre ocurría lo mismo, le costaba controlarse. Como decía su amigo Yago:

 

Anna, cada vez que entras en un museo te desmelenas.

 

—¡Lo siento! —se disculpó un tanto incómoda—. Me ocurre siempre, no puedo remediarlo.

 

—¿Sentirlo, por qué? ¡Eres fabulosa, transmites tanto entusiasmo y vitalidad! Eso es lo que me llamó la atención dentro de la Capella Sistina. Tú no contemplas el arte, lo vives, lo asimilas hasta el punto de hacerlo tuyo. ¡Hasta hoy, no había conocido a nadie con esa capacidad!

 

Bajó la vista con timidez, aunque interiormente agradeciera  sus palabras. No estaba muy segura si debía sentir orgullo o vergüenza frente al halago, pero, en el fondo, le llenó de satisfacción.

 

—Vamos —apremió él cogiéndola de la mano y conduciéndola escaleras abajo—. ¡Nos quedaremos sin comer!

 

Una vez fuera del recinto de los museos marcharon, en dirección opuesta a la Plaza de San Pedro, en busca de algún restaurante cercano. La mayoría estaban repletos debido al flujo continuo de turistas y lo avanzado de la hora. Eran casi las tres de la tarde y si querían visitar la Basílica después no podían alejarse demasiado del lugar. Por fin encontraron un local que tenía algunas mesas libres, se sentaron y pidieron vino y agua mineral.

 

—¿Qué te apetece? —preguntó entregándole la carta.

 

—No tengo idea. Anoche no conocía ningún plato y acabé tomándome un sándwich.

 

—¿Vienes a Roma a comer sándwich? —Soltó una carcajada.

 

—No te burles —protestó mohína—. Al menos sabía lo que comería.

 

—Está bien, elegiré yo. ¿Te gusta la pasta? ¿Carne o pescado?

 

—Creo que no deberíamos comer demasiado, si no luego nos entrará pereza a la hora de seguir la visita.

 

—Tienes razón. ¿Te parece un filete a la plancha y algo de ensalada?

 

—¡Perfecto!

 

—Per favore perdere! [35]—llamó a la camarera—. Due filetti alla griglia e insalata.[36]

 

—Subito signore![37]

 

—No he estado en mi vida aquí —aclaró con aspecto preocupado, echando un rápido vistazo alrededor—. Espero que la comida sea decente.

 

—No te preocupes —lo tranquilizó ella—. Estoy hambrienta, pongan lo que pongan estará delicioso.

 

—Por lo que veo eres un comensal agradecido —se burló.

 

—¡Desgraciadamente! No imaginas lo que sufro cuando salimos a comer los amigos fuera de casa. Sobre todo los dulces. ¡Son mi perdición!

 

—¿No me digas que te obsesiona el peso? —preguntó, escanciando el vino en las copas—. Tienes un tipo estupendo. ¡No deberías preocuparte!

 

—Mis sacrificios me cuesta mantenerme, no creas. Si no fuera por mis sesiones semanales de gimnasio, las rutas en bicicleta y el control diario en la comida, seguramente necesitaría un par de tallas más.

 

Él sonrió.

 

—Creo que exageras. ¡Mira, ya traen la comida!

 

La camarera colocó una fresca y colorida ensalada en el centro de la mesa para compartir y dos jugosos bistecs guarnecidos con patatas y unas verduras salteadas. Rosana notó cómo sus jugos gástricos entraban en función a la vista de las viandas.

 

—¡Hummmm...! Tiene un aspecto estupendo y... ¡está buenísimo! —masculló, saboreando el filete—. ¿Ves como no debías preocuparte?

 

Él sonrió ante aquel entusiasmo probando a su vez la carne. Hubo de reconocer que estaba sabrosa y tierna.

 

—Y tú… ¿practicas algún deporte? —preguntó ella mientras probaba las setas que servían de acompañamiento al plato.

 

—Juego al golf, algo de pádel y, al igual que a ti, me entusiasman los recorridos en bicicleta. Siempre que puedo y el tiempo lo permite, recorro la campiña romana. Amén de esto, tengo un pequeño gimnasio en casa y todos los días dedico un tiempo a mantenerme en forma. 

 

No tardaron mucho en finalizar la comida. Decidieron no tomar postre para evitar sentirse demasiado pesados y ganar tiempo. A la hora de abonar la cuenta le pidió que pagaran a medias como siempre hacía con sus amigos, pero él se negó en redondo:

 

—Roma es mi ciudad. Soy tu anfitrión y no permitiré que pagues. ¿Qué pensarían mis antepasados? —Su expresión mostraba una cómica dignidad.

 

—Pero... —intentó protestar ella.

 

—No se hable más —atajó con enérgica jovialidad—. Debemos darnos prisa, la Basílica cierra a las siete y aún hay mucho que ver.

 
8 Días en Roma
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