9

 

 

 

La máscara continuaba en el mismo escritorio sobre el que la había abandonado. En general, era un hombre ordenado, pero los últimos acontecimientos lo habían puesto nervioso. Todo estaba revuelto en la habitación, desde los papeles dispersos por el suelo hasta los instrumentos que utilizaba para torturar a sus víctimas. Todo, a excepción de aquella máscara sobre la que ella había posado sus labios.

Una sacudida de excitación le recorrió el cuerpo.

Se dejó caer sobre la silla, agarrándose el cabello. Tirando de él con fuerza para hacerse daño a sí mismo por haber errado por segunda vez.

─¡Tú! ─gritó fuera de sí.

Señaló la fotografía de un hombre pegada en la pared, rodeada del resto de personas que alguna vez en la vida se habían burlado de él. Tan solo dos estaban tachadas. La venganza contra la tercera mujer debería esperar, pues el haber acudido a la policía había alterado sus planes. Debía ser prudente, pero lo cierto era que tarde o temprano se vengaría de aquella devota furcia. De ella y de todos los demás.

Había un hombre en el centro. Su décima víctima. El final de su obra de arte.

─Subinspector Erik Rodríguez ─murmuró con desprecio.

Lanzó un dardo puntiagudo que acertó sobre el ojo derecho del hombre. Maldito fuera él y el resto por haberlo hecho sufrir. Todos tenían la culpa, pero la venganza sería su salvación. Había esperado veinticinco años para iniciar su obra de arte.

Veinticinco largos años, sollozando por las noches debido a los abusos sufridos.

Tomó lápiz y papel para escribir una carta a la que sería su víctima número diez. Su víctima favorita. Pues el subinspector Erik Rodríguez poseía todo lo que él había deseado, incluida la atención de aquella deliciosa mujer rubia que pronto sería suya.

La venganza era una plato que se servía frío... y lleno de sangre.

***

 

Si te doy una oportunidad, me enamoraré de ti.

¿Qué cojones significaba aquello?

A su cabeza acudía siempre la misma frase, martirizándolo. Mientras permanecía sentado a su lado dentro de aquella sala de espera, deseó preguntarle por qué demonios sería tan terrible que ella se enamorara de él.

Se sentía dolido, pese a que se empeñaba en mantener una expresión inescrutable y distante. Deseaba ayudarla, pero la conmoción que las palabras de Mónica le habían producido persistían en su humor.

No quería enamorarse de él. Al parecer, aquello le causaría más dolor que placer.

Tras aquella sinceridad tan aplastante, había tenido tiempo de ver la cámara destrozada en un rincón de la habitación. La cámara con la que lo había fotografiado. No pudo evitar preguntarle por lo sucedido a su preciado objeto, y ella se había mostrado muy nerviosa.

 

─La rompí en un arrebato ─respondió.

A Erik le pareció que mentía.

─Me resulta muy extraño que rompieras algo a lo que le tienes tanto aprecio.

─¡He dicho que la rompí! Me arrepentía de haberte hecho una fotografía, ¿De acuerdo?

 

Desde entonces no se habían dirigido la palabra, y Erik se sentía confuso. No podía comprender que una mujer se mostrara a veces abierta y otras reacia a su contacto. Su parte orgullosa le decía que ella estaba burlándose de él, pero su instinto rechazaba aquella hipótesis. Había percibido su dolor y su pánico.

¿De qué tenía miedo Mónica? Tal vez, la explicación a su comportamiento se debiera a un factor externo... o a una tercera persona.

No era estúpido, y su trabajo lo había enseñado a ser observador. La otra noche no le concedió importancia a aquel gesto tan corriente, pues su enfado no le había permitido ir más allá. Pero ahora, pensativo, recordaba el instante en el que mientras él charlaba con sus compañeros de trabajo, Mónica había observado la pantalla de su teléfono móvil y su gesto había cambiado. Acto seguido había echado a correr.

Una tercera persona.

Estaba profundizando en aquella hipótesis cuando la recepcionista entró en la sala de espera.

─Mónica Laguna, la doctora la está esperando en la consulta ─le informó la mujer.

Ella se incorporó con gesto adusto, pero el brillo carmesí de su boca le indicó a Erik que estaba nerviosa. Le rozó la mano para infundirle ánimo.

─Todo saldrá bien ─le dijo.

Si ella lo escuchó no dio muestras de ello, pues siguió a la mujer como si se tratara de un robot. Parecía abstraída de la realidad.

¿Qué ocultas, Mónica? Sea lo que sea, te prometo que lo descubriré

 

Iba allí obligada, así que aquella mujer que la recibió con una sonrisa profesional no debía esperar a una jovencita displicente que deseaba contentar a sus padres. Cuanto antes acabaran con aquello, antes podría largarse de allí.

Su psicólogo habitual no había efectuado ningún avance en ella, pese a que Mónica obedecía las pautas que él le marcaba. Tenía que admitir que siempre le había resultado un hombre antipático, por lo que mostrarse soberbia con él le otorgaba cierto placer.

En el fondo detestaba a los hombros, desde su maldito padre hasta su acosador. Así que encontrarse con una mujer en lugar de con el típico psicólogo de rostro distante la desconcertó. Detestaba que la tomaran por sorpresa, y Sara lo sabía. Debía ser ella quien manejara la situación, y Sara lo sabía. Fuera de sus reglas se sentía perdida y asustada, y Sara lo sabía.

Maldita seas, Sara Santana. Te juro que esta es la última vez que acato tus estúpidos consejos.

─Buenos días, señorita Laguna ─la mujer le tendió una mano que ella estrechó, pero cuando quiso soltarla, la condujo hacia un sofá de dos plazas en el que tomó asiento a su lado. La cercanía de aquella terapia la desconcertó─. Mi nombre es Marta, y desearía que nos tuteáramos.

─Si te sientes mejor así, no hay problema ─su voz destiló desdén.

Marta no perdió la sonrisa. Desplegó un cuaderno repleto de anotaciones sobre sus rodillas, y frunció los labios al comprobar algo que había llamado su atención.

─He estado charlando con tu psicólogo habitual, un tipo de lo más... correcto ─dijo, buscando la palabra adecuada.

Imbécil era el término con el que ella lo habría descrito. Detestaba aquel aire de autoridad que él trataba de imponerle, pues aquel tipo presuponía que su trastorno se debía a un motivo frívolo por el que ella trataba de concederse cierta importancia.

─Quiero que sepas que mis métodos no son los habituales ─la informó. Mónica afloró una mueca. Había escuchado aquella patraña tantas veces que empezaba a resultarle divertida. La psicóloga no se percató de su escepticismo─. Si aceptas mi ayuda, dejarás de tomar antidepresivos y la sinceridad entre nosotras será fundamental.

─No tomo antidepresivos ─la corrigió.

El rostro de Marta no se alteró. Al parecer lo intuía.

─En las notas que me ha pasado tu psicólogo habitual, determina que padeces bulimia nerviosa purgativa. Te ha prescrito varios fármacos antidepresivos a los que dice que te resistes.

─Ir grogi no es mi estilo.

Le pareció que Marta sonreía, o tal vez fue un espejismo.

─Trabajas en una revista de moda.

Mónica empezó a divertirse. Ahora era el momento en el que aquella licenciada le diría que el frívolo mundo textil era la causa de su trastorno.

─Sí.

─Pero el trastorno empezó cuando cumpliste trece años. Y estudiaste historia, sin embargo.

Monica asintió, tensa como una vara. No le agradaba lo que implicaban las palabras de aquella psicóloga, pues controlaría la situación mientras Marta caminara por la parte superficial de su historia.

─Todo trastorno alimentario tiene una causa, un porqué. Si logramos identificar el motivo de tu desorden alimentario, erradicarlo será más sencillo. La bulimia nerviosa es una patología en la que la persona se autoinflinge daño a sí misma. Al contrario de lo que opinan ciertos psicólogos, la búsqueda de la perfección física no es más que una de las muchas causas que pueden propiciarla.

─Tengo mi diario de comidas, podría echarle un ojo por si he hecho algo mal ─le ofreció Mónica, inquieta ante el curso que habían tomado los acontecimientos.

─Sí, las pautas de alimentación son básicas en la terapia. Me consta que sueles seguirlas, pero tu verdadero problema son los atracones que intentas disimular con vómitos y ejercicio intenso ─determinó, desechando el cuaderno que Mónica le ofrecía─. Me gustaría probar algo contigo.

─Tú eres la psicóloga ─contestó con sequedad.

─¿Te relajas con facilidad? ¿Te cuesta conciliar el sueño por las noches?

Mónica pensó en sus constantes pesadillas, que la desvelaban cuando el sueño había conseguido vencerla.

─Yo... no sé. A veces, supongo.

Marta se incorporó para dejarle espacio en el sofá.

─Túmbate.

Mónica se echó con los ojos abiertos como platos.

─Sería conveniente que cerraras los ojos.

Hizo lo que le ordenaba tras soltar un suspiro.

─Respira tranquila, inhala y exhala el aire. Coloca ambas manos sobre el vientre y siente como se llena de aire. Inhala y exhala. Inhala y exhala.

Mónica comenzó a impacientarse. La sensación de permanecer con los ojos cerrados junto a una completa desconocida le provocaba náuseas, pese a que trató de relajarse. Se removió sobre el sofá mientras escuchaba las indicaciones de Marta.

─Respira hondo y profundo. Inhala, exhala... ─la voz de Marta era firme y cálida─. Aprieta tus puños y nota la tensión en tus manos y antebrazos ─transcurrieron cinco segundos hasta que volvió a hablar─. Ahora libera la tensión y relájate, comprobando la diferencia. Inhala, exhala... inhala, exhala...

Sintió el hormigueo placentero que le recorría los antebrazos. En realidad, se sentía relajada y en paz al liberar la tensión acumulada. Los segundos transcurrieron y repitió la acción con sus biceps, triceps y hombros.

─Inhala y exhala... tú eres la dueña de tus emociones. Libera la tensión; inhala y exhala... ─Mónica expulsó el aire por la nariz, destensado los hombros─. Inclina la cabeza hacia delante para tocar tu pecho con la barbilla, y mantén la posición durante varios segundos.

Al hacerlo, Mónica sintió una presión incómoda en la garganta. Todo se volvió oscuro y deprimente. Recordó las manos de él, aferrando su garganta hasta que le faltó la respiración. Aquella conocida sensación de asfixia, la sensación de sentirse vulnerable... la tensión...

Me asfixio, me asfixio... ¡Aire!

─¡No! ─gritó.

Abrió los ojos de par en par y se incorporó de golpe, abrazándose sus rodillas. Marta no hizo comentario alguno. Se alejó para ofrecerle espacio y regresó al cabo de unos segundos con un vaso de agua que Mónica devoró.

─Tienes problemas para relajarte ─determinó, colocándole una mano sobre el hombro. Mónica se apartó de su contacto, molesta por la cercanía de aquella extraña que había acertado de pleno─. Recuerda que tú eres la dueña de tus emociones. Nadie puede hacerte daño aquí ─señaló su cabeza con un leve toquecito.

Le pidió que se colocara frente a un espejo de cuerpo entero en el que Mónica se vio reflejada. Vestida con aquel mono color champagne, su cabello resaltaba sobre los pálidos hombros.

─¿Qué ves cuando te miras al espejo? ─le preguntó. Como si intuyera su respuesta, se apresuró a añadir─: la verdad.

Mónica contempló a la mujer de rasgos afilados. Los ojos verdes proyectaban tristeza y temor, y el delgado cuerpo poseía unas curvas suaves y atractivas. La boca curvada en una sonrisa cínica, impertinente hacia sí misma. Ladeó la cabeza, incapaz de mirarse durante más tiempo.

─Es... confuso.

─¿Qué ves? ─insistió Marta.

─Es atractiva... pero no me gusta.

─¿Por qué no?

─Es débil. Por muy hermosa que sea, es débil.

Marta susurró a su oído.

─¿Qué ha hecho para ser débil... o qué no ha hecho?

Percibió el aliento cálido de la mujer en el lóbulo de la oreja, provocando que se estremeciera.

─¡Deja de acercarte a mí de una puñetera vez! ─rugió.

Aquel grito histérico provocó que Marta retrocediera.

─No quieres ser perfecta ─decidió maravillada. Mónica notó la humedad que resbalaba por su mejilla, por lo que se la borró de un manotazo─. No tiene nada que ver con tu aspecto, no en ese sentido. Eres consciente de que eres hermosa.

─Creí que la terapia duraba veinte minutos, tengo prisa... ─murmuró esquiva.

─Hay ciertos factores de riesgo que explican la bulimia, factores desencadenantes... ─Mónica se colgó el bolso al hombro. No quería escucharla. Ya no─. El bulling, las exigencias familiares... ─comenzó a enumerar. Mónica caminó hacia la puerta, pero Marta la persiguió─, la sobreprotección de los padres, el abuso sexual.

Clavó los ojos en Marta, incendiada por el odio.

─He dicho que tengo que irme ─bramó.

─El abuso sexual de la infancia es un factor desencadenante. Quieres castigarte a ti misma, a tus curvas porque crees que son ellas las que te hacen parecer atractiva a tu abusador. Pero tú no eres la culpable.

─Adiós.

Se giró, sintiéndose tan indispuesta como enferma.

─¿Qué te han hecho, Mónica? ─le preguntó sin tapujos.

Ella huyó despavorida de la consulta, pero la voz de Marta la persiguió.

 

¿Qué te han hecho?

Nada de lo que pueda escapar

 

Mónica corría hacia la salida en el instante que Erik salió del servicio. Tropezó con su cuerpo y dio un traspiés, pero él logró sujetarla por los antebrazos antes de que perdiera el equilibrio. La mirada escrutadora que le dedicó provocó que ella agachara la cabeza, reacia a ofrecer explicación alguna.

─Veo que tienes un poco de prisa.

─La consulta ha finalizado.

─No me has entendido. Me parece que ibas a marcharte de aquí sin mí ─la censuró.

Ella se hizo la ofendida, pero lo cierto es que en su ataque de pánico, ni siquiera se le había pasado por la cabeza avisar a Erik.

─Uhm... iba en tu búsqueda ─lo esquivó. Entonces decidió ser honesta─. No voy a volver a visitar a esa psicóloga, así que no tendrás que acompañarme de nuevo. Tu labor como espía ha finalizado.

Aquella definición logró sacarle una sonrisa, respuesta contraria a lo que ella esperaba.

─Estoy aquí porque me da la gana ─resolvió despreocupado─. Sara me lo ha pedido, pero he sido yo quien ha tomado una decisión. ¿Ha ido mal la consulta?

─Todo va mal, y quiero que me dejéis en paz. Todos, incluido tú.

─No cuentes con ello.

Erik tomó nota mental de aquello. Todo era un término muy alarmante para referirse a los entresijos de su vida. Mónica se mostraba esquiva y a la defensiva cada vez que alguien le tendía una mano, y él iba a averiguar el motivo.

─Podríamos almorzar juntos. Conozco un restaurante en el que sirven los mejores boquerones en adobo de toda Sevilla ─la invitó.

─¿Te resulta buena idea invitar a almorzar a una persona que sufre un trastorno alimentario cuando te ha dado largas repetidas veces?

─Cuanto te beso no me esquivas, si es lo que me estás preguntado ─contestó sin perder la paciencia. Contempló el rubor que teñía las mejillas de ella, y percibió aquella conocida sensación por la que necesitaba cuidarla. Descubrirla─, y sí; me parece una idea estupenda compartir un agradable almuerzo con una mujer que me encanta.

Le encantas.

Tuvo que esforzarse en exceso para aparentar indiferencia.

─No me parece buena idea ─determinó. Por supuesto que no lo era. Siél los descubría, su ira calcinaría todo lo que encontrara a su paso, incluido a Erik─. Tú y yo... lo nuestro...

─No hay nada que calificar como nuestro, si es lo que te preocupa. Descuida, no voy a pedirte matrimonio tras un breve almuerzo ─pese a sus palabras, no había acritud en ellas.

Por supuesto que entre ellos no existía nada. Ella jamás se atrevería a insinuar tal hecho. Lo que la preocupaba era queél ─su maldito acosador─, se tomara aquella extraña amistad demasiado enserio, ofreciéndole alguno de aquellos ultimátum violentos que tanto disfrutaba.

─Ni siquiera tendríamos que salir del edificio ─concedió, señalándole la cafetería situada en el interior─. Podemos tomar algo rápido.

─Al final me voy a creer que te gusta pasar tiempo conmigo.

─Es por tu pelo ─dijo, enredando un espeso mechón en uno de sus dedos─. Me vuelve loco.

Mónica escrutó el interior del edificio para comprobar queél no los había seguido. A Erik no le pasó desapercibido aquel gesto. Al parecer, ella buscaba ─o mejor dicho, temía─ encontrarse con alguien.

─Una cosa rápida ─le hizo prometer.

Él asintió mientras seguía sus pasos apresurados, que los situaron en una mesa alejada del inmenso ventanal que llenaba la estancia de luz. Mónica ojeó la carta, decidiéndose por una ensalada César y agua mineral cuando la camarera le tomó nota.

Al comprobar el gesto de Erik, se cruzó de brazos.

─No hagas eso ─le pidió.

─¿El qué? ─preguntó con total inocencia.

─Examinar todo lo que como. Las salidas con Sara se convirtieron en un verdadero infierno por lo mismo.

─Lamento haber hecho algo de lo que ni siquiera he sido consciente ─protestó él.

Ella exhaló aire, algo más calmada.

─He sido yo. No es tu culpa. Estoy acostumbrada a que todo el mundo juzgue lo que ingiero, lo cual es muy molesto.

─De acuerdo. No abordaremos el tema si tú no estás cómoda ─concedió él─. ¿Cuándo te marchas de la ciudad?

─En tres semanas.

─¿Ese tono implica alivio o tristeza?

─No lo sé, tal vez ambas cosas. Hay ciertos problemas que me tienen preocupada ─hizo un gesto con la mano para que él no le preguntara─. Aunque esta ciudad es preciosa. Creí que no me gustaría, pero siempre encuentro algo digno de fotografiar con mi cámara.

─¿Te refieres a esa que has roto?

Formuló aquella cuestión para comprobar la veracidad de su afirmación, y se alarmó al distinguir la sombra oscura que se cernía entorno a su rostro.

─Todos cometemos estupideces de vez en cuando ─respondió de forma esquiva.

La camarera depositó la comida sobre la mesa, y antes de marcharse, le dedicó una fugaz mirada coqueta a Erik. Como todos los hombres, él no fue consciente de que intentaban ligar con él.

─Te echaré de menos si te vas ─dijo él de pronto.

Una sensación reconfortante le acarició el vientre. No estaba habituada a que nadie la echara en falta, pues su vida estaba repleta de gente que iba y venía, sin quedarse demasiado ni formular preguntas incómodas. Tal vez estaba harta de tanta mutabilidad.

─Claro que me iré, Erik ─respondió, haciendo referencia a la segunda parte de su frase.

Él atrapó sus manos por encima de la mesa, como si con aquel gesto pudiera convencerla de lo contrario.

─Sé que es una locura, pero me gusta estar contigo.

─A mí también ─se le escapó.

No podía contenerse cuando estaba a su lado.

Erik le acarició los nudillos sin decir nada. En el local sonaba Close to you, the Carpenters. Recordó los besos compartidos en aquel parque, las risas y las palabras que no se atrevieron a decirse.

Mónica curvó los labios en una sonrisa.

─La música nos persigue.

Él le dio un leve tirón, hasta acercarla a su boca.

─Soy yo el que te persigue a ti. Deja de huir.

A ella se le aceleró la respiración.

─Soy práctica. Cuando me marche, no quiero echarte de menos.

─Pues no te vayas ─le pidió él.

─Erik...

─No te vayas ─insistió, rozándole los labios─. Deja que yo cuide de ti.

Así de sencillo.

Mónica trató de soltarle las manos, pero él se lo impidió. Frotó su boca contra la suya, en un roce tan anhelante como cálido. Quería demostrarle que a su lado todo sería distinto. Que no tenía por qué temerlo.

─No sabes lo que dices ─musitó.

─Confía en mí.

La voz de un joven rompió aquel momento que los alejaba del resto de la gente. Ella se apartó de él, sobresaltada por la presencia de dos personas que se acercaban hacia ellos. El joven corrió hacia Erik y se fundió con él en un abrazo, mientras la mujer se mantenía a una distancia prudencial, consciente de que acababan de interrumpirlos.

─¡Erik! ─su hermano volvió a abrazarlo, pero esa vez contempló con curiosidad a la mujer que lo acompañaba.

─Alberto, mamá ─se incorporó para estrechar a su madre entre sus fornidos brazos.

─No quería interrumpiros ─se disculpó azorada.

─No tiene importancia ─la excusó Mónica. Se incorporó para saludarla.

─Mamá, Alberto, ella es mi amiga Mónica. Mónica, ella es mi madre Trinidad, y mi hermano Alberto. ─los presentó. Se sintió halaga al recibir el beso cariñoso de ambos ─estábamos almorzando, pero podéis uniros.

─De verdad que no quiero molestaros, hijo. Veníamos de la tercera planta para recoger unas pruebas de tu hermano cuando os hemos visto, pero ya nos íbamos.

Mónica se hizo a un lado para ofrecerles un sitio.

─No es ninguna molestia, se lo aseguro.

Trinidad le dedicó una sonrisa de agradecimiento.

─¿Eres la novia de mi hermano? ─le preguntó Alberto sin tapujos.

Mónica se echó a reír.

─Alberto hijo, eso no es de tu incumbencia ─lo censuró su madre.

─No, solo soy su amiga.

Alberto puso cara de fastidio, e inclinándose al oído de su hermano le susurró algo que todos pudieron oír:

─Pídeselo, es muy guapa y simpática ─le aconsejó como si tal cosa.

Erik se echó a reír.

─Lo sé.

Al ver que todos trataban de evitar el tema, Alberto continuó.

─Mi hermano no es mal partido. Es subinspector, tiene algo de mal genio pero es buena gente. Y además tiene una moto enorme.

─Tú me ves con buenos ojos.

─Sólo dice la verdad ─concedió Mónica.

Durante una hora, charlaron de manera distendida mientras daban cuenta de un copioso almuerzo. De vez en cuando, Erik la descubría con los ojos clavados en el ventanal, buscando a alguien. Cada vez que lo hacía, parecía aliviada de no encontrar lo que buscaba.

Mónica descubrió que la familia de Erik era agradable y sencilla. Al cabo de unos minutos, ya la habían invitado a su casa para que contemplara las fotografías en las que Erik no era más que un niño desgarbado y flacucho.

─Me resulta difícil de creer ─admitió ella.

─Que no te impresione. De constitución siempre fue un chiquillo delgado y de poca chicha. El gimnasio y el trabajo han hecho milagros en mi hijo.

─No hay nada como el amor de una madre ─se hizo el ofendido.

Mónica soltó una risilla.

─Apuesto a que tu siempre fuiste así de linda ─la halagó, sin un ápice de falsedad.

─Gracias.

─Sólo digo lo que pienso ─le palmeó la mano con cariño─, aunque mi hijo siempre ha tenido muy buen gusto. No creo que mi opinión le influyera demasiado.

─Sabes que tu opinión es importante para mí.

Trinidad le dedicó una mirada cómplice a Mónica.

─Los hombres siempre te dicen lo que quieres oír, pero Erik consigue que quieras oír lo que él te dice. Mi chico siempre ha sido muy sincero.

Mónica lo miró de soslayo.

─Puedo decir que lo es.

En ese momento sonó su teléfono móvil, por lo que se excusó para contestar. En cuanto lo hizo, recibió los chillidos histéricos de Elena , que parecía encontrarse al borde de un ataque de nervios. Habló de manera tan atropellada que Mónica solo logró atisbar algunas palabras sueltas que fueron suficiente para alarmarla.

─Tranquilízate. No entiendo lo que me estás diciendo.

─Me he metido en un lío, tan solo quería ser de utilidad ─sollozó.

Mónica se temió lo peor.

─¿Dónde estás?

─En la construcción de las Termas.

Intuyó que aquella joven había cometido una estupidez.

─Llegaré en cinco minutos ─colgó.

Se volvió hacia Erik para despedirse, él ya se había puesto en pie.

─Tengo que irme.

─¿Trabajo? ─inquirió.

La preocupación que halló en su mirada la alarmó a su vez. Él no debía mirarla como si pudiera solucionar todos sus problemas con algo de buena voluntad. En pocas semanas, se marcharía de aquella ciudad para apartarse de su influjo, pero mientras tanto, conseguir que Erik dejara de inmiscuirse en su vida ─con todo lo que ello conllevaba─, le estaba resultando harto difícil.

─Sí, algo así. Una de mis reporteras se ha metido en problemas. Espero que no sea nada grave.

─Puedo acompañarte.

Comprobó que estaban lo suficiente apartados de su familia para responderle.

─No eres mi ángel de la guardia.

─El día que me encuentre la aureola te lo haré saber.

Mónica decidió ser grosera. Si con ello conseguía hacerlo desistir de su empeño, se daría por satisfecha.

─Lo he entendido ─se cruzó de brazos con aire fanfarrón─. Eres el chico bueno de la familia, ¿No? ─sintió que Erik clavaba los ojos en ella con furia y una clara advertencia que desoyó─. Y yo soy tu jodida obra de caridad. Algo por lo que colgarte una medallita en el pecho.

Sin dejarse amilanar, la agarró del antebrazo para arrastrarla hacia la salida, lejos de la mirada curiosa que les dedicaba su familia. Quería creer que las palabras de Mónica escondían una segunda intención, pero lo cierto es que el dardo envenenado había obrado su efecto.

─No has entendido una puñetera mierda ─le soltó con aspereza.

─¿Ah, no? ─se mofó ella.

─Hago esto porque quiero ─extendió las manos a ambos lados de su cuerpo para hacerla entender─, porque me da la gana. Porque me preocupo por ti.

─Pues preocúpate por tu madre.

Mónica se llevó las manos a la boca al comprender lo que acababa de decir. Las palabras habían escapado de sus labios antes de que lograra medirlas. No fue su intención dar a entender tal cosa, pero al escuchar el comentario, supo que había cometido un terrible error.

─¿Sabes? Tienes razón ─le habló con voz distante y fría─, no soy tu jodido ángel de la guardia. No soy nada, ¡Y me alegro!

Lo agarró de la camiseta cuando él caminó furioso de regreso a la cafetería.

─Lo siento mucho.

Ni siquiera se volvió a mirarla, pero su voz desveló sus verdaderos sentimientos.

─Te miro y me pregunto donde está la mujer divertida, inteligente y espontánea que me conquistó ─admitió resignado─. Estoy cansado de perseguirte sin vislumbrar la sombra de lo que vi en ti ¡Vamos, sé sincera por una maldita vez! Dime que me equivoqué. Que la encantadora chica que conocí en aquel balcón solo forma parte de un espejismo. Entonces me daré por vencido y no trataré de recuperarla.

─¡Aquel día fui yo misma porque sabía que no volvería a verte en la vida! ─explotó sincerándose.

Erik la contempló atónito. Para él, sin embargo, aquel encuentro avivó el deseo de volver a verla. Y si nunca contactó con Mónica fue porque sabía que con una mujer como aquella jamás tendría suficiente. Lo querría todo.

─¿Qué soy entonces; una distracción pasajera hasta que regreses a tu vida jodidamente perfecta?

─Un problema.

Aquella maldita palabra fue un golpe bajo para su orgullo.

─¿Sabes? ─escupió rabioso─. Acabas de admitirlo. En realidad soy ese que no puedes quitarte de la cabeza.

La dejó allí plantada, pese a que se moría de ganas por arrastrarla consigo en su moto lejos de la ciudad y de todo lo que la aterrorizaba. Había reaccionado de tal forma dolido por su rechazo y sus palabras mezquinas, aunque sabía que la mujer que hablaba solo trataba de apartarlo de él a cualquier precio.

¿Por qué?

Mientras la observaba pedir un taxi, supo que no la dejaría marchar hasta que desentrañara aquel secreto que ella se empeñaba en proteger con celo. Su intuición le decía que Mónica estaba en peligro, y él había decidido salvarla.