6
Una estela dorada rodeaba el puente de Triana al caer la noche. Todo era brillante y mágico, como una escena extraída de alguna historia narrada en las Mil y una noches. Se habían detenido frente a la barandilla, tan cerca el uno del otro que Mónica estaba segura de que él podía leer los pensamientos que le avasallaban la mente. Todo se había vuelto demasiado íntimo desde que ella lo había abrazado en un intento por paliar su dolor, o consumirse con el mismo. Tras separarse, él simplemente la había mirado de una manera demasiado profunda para no sentirse cohibida. Luego habían emprendido el camino de regreso sin apenas cruzar palabra, hasta que se detuvieron frente al puente.
Con los codos apoyados sobre la barandilla, Mónica sintió la necesidad de saber más de él. Tal vez, si descubría todos sus secretos y anhelos, cesaría la voracidad que la acuciaba por todo lo relacionado con Erik.
─¿Por qué te hiciste policía? ─inquirió.
─Desde que tengo uso de razón, siempre quise serlo. Creo que todo estaba relacionado con imitar los pasos de mi padre, porque todos lo admiraban y yo deseaba convertirme en alguien como él. Luego me dí cuenta de que verdaderamente me gusta lo que hago, eso es todo.
Hablaba de ello con total naturalidad, como si fuera una cuestión a la que ya había respondido en más de una ocasión. Mónica se preguntó cuántas mujeres se la habrían formulado antes que ella.
─¿Te pudo preguntar qué le sucedió?
Erik asintió tranquilo. Durante niño, su recuerdo lo había estremecido, pero siendo adulto tan solo sentía respeto y devoción por su padre.
─No estaba de servicio cuando sucedió. Mi padre me había llevado al cine, y cuando regresábamos en medio de una riada, el coche que iba delante derrapó por el puente y se cayó al río con una mujer y su hija dentro. Mi padre saltó al agua y consiguió rescatar a la pequeña. Luego volvió a por la madre, pero ninguno de los dos logró regresar ─le relató. No fueron las imágenes de la noche en la que acompañaba a su padre y él le pidió que fuera valiente y sostuviera la mano de aquella niña empapada las que acudieron a su mente, sino el instante en el que el féretro descendió bajo tierra, advirtiéndole que nada volvería a ser lo mismo.
Había sido duro crecer sin un padre al que adoraba, pero todo fue más llevadero con la dulzura de su madre, que jamás se dejó vencer por las adversidades. Al cabo de los años, su padrastro y el nacimiento de su hermano consiguieron encauzar su vida, y ahora el aciago destino regresaba para desbaratarla de nuevo.
─¿Sigues en contacto con esa niña? ─lo sorprendió aquella pregunta.
Nadie se la había formulado antes. Generalmente, todos se quedaban en la parte superficial de la historia, sin palabras para profundizar en lo que había sucedido después. En lo complicado que le resultó sobreponerse al dolor de haber obedecido la orden de su padre: contemplar el agua desde la barandilla sin soltar la mano de aquella niña.
Dejarlo morir.
─Lo siento si ha sido una pregunta inoportuna ─se excusó, al percibir su malestar.
─No es eso ─negó él─. Nadie me lo había preguntado antes. Sí, sigo en contacto con ella. De hecho, se convirtió en una buena amiga. Ahora vive en Los Ángeles, está casada y soy el padrino de su hijo.
Aflojó los nudillos alrededor de la barandilla, pues atrás había quedado el tiempo en el que su odio por la muerte de su padre estuvo a punto de consumirlo.
─Sabía que eras un buen tipo, Erik. Pero a veces me sigue sorprendiendo lo que descubro cada vez que ahondo un poco más en ti.
Él no comprendió a lo que se refería, por lo que ella continuó.
─Seguir en contacto con esa niña dice mucho de ti. Yo no sé si habría sido capaz, ¿Sabes? Creo que tenerla cerca me habría...
─¿Hecho culparla de lo sucedido? ─anticipó su comentario ─. No voy a negar que en un principio fue así. Me decía a mí mismo que si aquella niña desconocida no se hubiera cruzado en nuestro camino, mi padre seguiría con vida. Pero entonces sucedió algo que me cambió la vida ─se detuvo para tomar aire, pues no había vuelto a hablar de ello con nadie─. Una semana después de que mi padre falleciera, mi madre me llevó a casa de aquella niña. Antes de entrar, me dijo que yo había perdido a un padre al igual que aquella niña a su madre. Que si quería superar lo sucedido, tenía que empezar por dejar de culpar a todo el mundo de la muerte de mi padre. Ella siempre ha dicho que vivir sin odio es más fácil y nos hace más felices. Solo seguí su consejo.
Lo contempló con creciente interés.
─¿Y qué pasó después?
─Aquella niña tenía un padre que al igual que mi madre había perdido a alguien. Creo que se enamoró de mi madre en cuanto la vio, pero no reunió el valor para decírselo hasta que transcurrieron diez años. Ahora es mi padrastro y el padre de mi hermano.
Mónica escuchó la historia algo sorprendida por lo bien que él se había tomado una situación en principio inverosímil, hasta que comprendió que la felicidad de su madre jugaba un papel primordial en la suya propia.
─Ahora lo sabes todo de mí ─le susurró al oído, sobresaltándola.
Ella asintió.
─¿Qué es lo que escondes, Mónica? ─le preguntó sin rodeos.
Ella ahogó una risilla nerviosa.
─Demasiado para contar en una sola noche ─lo esquivó, si bien era cierto.
Ocultaba tantos temores y secretos que no sabía por donde empezar. Tampoco podía.
─Tienes todo mi tiempo, porque contigo nunca será tiempo perdido.
Mónica se estremeció.
─¿Te conformarías si te digo que no sólo depende de mí? ─necesitó hacerle entender.
Porque pese a que pretendía fingir lo contrario consigo misma, en realidad jamás había dependido de ella. La verdad condenaría a alguien a quien amaba por encima de todo, y no estaba dispuesta a ello.
─No, la verdad ─respondió resignado─. Sabes que puedes confiar en mí, ¿Cierto?
Ella rehuyó su mirada. Llevaba años sin confiar por completo en alguien.
─Apenas nos conocemos, y no sabes nada de mí.
─Me es suficiente para mantener mi palabra ─le aclaró muy seguro. Se aproximó a ella para rozarle la frente con los labios─. Daría lo que fuera por desterrar esos demonios que te atormentan, porque no sé lo que escondes, pero sí que me gustaría que dejaras de estar a la defensiva.
─Tengo motivos y no te gustaría conocerlos, te lo aseguro ─respondió con impotencia.
─Cuando una mujer es tan bella como tú, no puede ocultar nada tan terrible ─la contradijo. Ante un argumento tan banal como halagador, ella quiso contradecirlo, pero él la detuvo con sus siguientes palabras─: pero lo más importante es que me fío de mi instinto, y me dice que no te deje escapar, Mónica. Porque me vuelves loco.
Ella cerró los ojos, estremecida. Irritada consigo misma por querer doblegarse y abrirse ante él. Por ser tan crédula.
Apretó las manos entorno a la barandilla y sacudió la cabeza.
─Por Dios, sólo soy una chica guapa. Me lo han dicho tantas veces que ha dejado de tener su encanto. Y créeme, algún día conocerás a alguien mejor que yo. No es tan difícil ─su voz destiló rabia.
─Lo eres, maldita sea. Pero cuando estoy cerca de ti no eres una chica guapa más. Eres esa mujer llena de secretos que necesito desvelar. La que me ha dado el abrazo más extraño y reconfortante de mi vida, y la que sonríe haciendo que todo lo demás deje de existir. No sé qué es lo que tienes, pero del mismo modo que sé que no tiene nada que ver con tu belleza, te aseguro que voy a descubrirlo.
Mónica respiró aceleradamente.
─Bésame.
La atrajo de la cintura de forma tan brusca que ella entreabrió los labios para recibir un beso que la devastó. Mónica enredó las manos en su nuca, se colocó de puntillas y se dejó llevar. Gimió contra la boca de él, y susurró su nombre en un delirio de placer que fue incapaz de contener. Extasiado, Erik deslizó las manos hacia los delgados brazos, como si al sujetarla a ella pudiera sostenerse a sí mismo.
Tal vez fuera así.
─Me gusta que me beses como si no hubiera un mañana ─musitó ella.
─A mí me gusta besarte como si pudiéramos hacerlo todos los días de nuestra vida.
Mónica se mordió el labio, demasiado maravillada para obligarse a escuchar a su conciencia. No, no le daba la gana. En aquel momento quería soñar a su lado... mejor aún, ¡Quería vivirlo a su lado!
Suspiró embelesada, junto a él, contemplando el río. Erik la miraba de reojo.
─Esta ciudad tiene algo, ¿Sabes? ─observaba el reflejo dorado de la luz sobre el río, y Erik estuvo seguro de que no había nada más bello que la felicidad reflejada en los ojos verdes de Mónica.
─A mí me gusta más desde que estás tú.
Ella se giró sorprendida, esbozando una sonrisa sincera y nerviosa, señal de que el comentario la había halagado e inquietado. Puede que estuviera hecha a los cumplidos que cualquier extraño podía dedicarle, pero en su gesto Erik advirtió algo que lo dejó traspuesto: no estaba acostumbrada a las demostraciones de cariño sinceras.
─Qué tonto... ─bromeó, enmascarando su nerviosismo.
Erik le apartó el pelo de la cara con ternura.
─Así que los tontos dicen la verdad...
Descubrió que cada vez que se inquietaba, mordisqueaba su labio inferior, por lo que cesó de mortificarla con comentarios que afloraban de él sin preverlo. Al percatarse de que se abrazaba a sí misma, se colocó detrás suya para arroparla.
─Tienes frío.
─No me acostumbro. A veces refresca por las noches, pero de día hace un calor horroroso ─se excusó.
Le frotó los brazos mientras le besaba el cuello.
─¿Mejor?
Ella cerró los ojos.
─Ni te lo imaginas.
Suspiró.
No te haces a la idea de lo maravillosamente bien que me siento. Me quedaría aquí contigo toda la vida, porque me encantas.
Sentía el pecho duro y cálido de Erik contra su espalda, y el contacto del cuerpo masculino proyectaba en ella las sensaciones más deliciosas y reconfortantes. Las que hablaban de cariño, ternura y un para siempre que le acariciaba el alma. Quería creer que con él sería posible desterrar el pasado que la atormentaba para construir un futuro que solo le perteneciera a ella. Y si le pertenecía a ella, tal vez fuera precipitado admitirlo, pero deseaba elegirlo a él. Descubrirlo a él.
Si no podía ser, al menos necesitaba soñarlo.
Cerró los ojos para evadirse, pero los abrió al percibir que Erik se apartaba de ella para saludar a dos personas que se había encontrado por sorpresa. Reconoció el rostro de una de ellas como la mujer morena y bonita que siempre contemplaba a Erik con algo cercano a la adoración. El hombre que la acompañaba la miraba con una mezcla de simpatía y curiosidad, mientras que la mujer lo hacía con recelo y un rechazo inequívoco.
─Así que esta es la razón por la que no podías salir a tomar una copa con nosotros ─el desconocido la evaluó de arriba a abajo, pero Mónica sólo percibió un interés amigable que no la hizo sentir incómoda─. He de reconocer que mi compañía no debe serte tan grata como la de esta belleza.
Mónica sonrío agradecida por el cumplido. La otra mujer esbozó una mueca agria que se esforzó en disimular como pudo.
Erik le pasó un brazo alrededor de la espalda, acercándola hacia sus amigos.
─Mónica, estos son mis amigos y compañeros de trabajo.
─Es una forma muy educada de decir que es nuestro jefe ─bromeó el hombre.
Erik ignoró el comentario.
─Él es Gonzalo, y ella es Martina.
Quiso estrecharles la mano, pero el hombre fue más rápido y le plantó dos afectuosos besos en cada mejilla. Por el contrario, Martina la recibió con una sonrisa tirante.
─Encantada de conoceros
Martina la evaluó con descaro.
─Me suena tu cara ─insinuó.
Mónica sabía a lo que se refería, por lo que optó por hacerse la ingenua.
─Lo dudo; soy de Madrid. Si te conociera lo recordaría ─se excusó.
Martina la señaló con un dedo insidioso.
─Oh, ya lo sé ─continuó en sus trece. Mónica supo que iba a dejarla en evidencia, por lo que se preparó para recibir el comentario mordaz de una mujer que sin duda estaba colada por Erik─. Tú eres la loca de la terraza, ¿Verdad? La que le tiró la copa a Erik a la cara y huyó de allí como si se la llevara el diablo. Menudo espectáculo montaste.
Mónica sintió deseos de abofetear a aquella entrometida, pero logró contenerse. A su lado, Erik parecía más divertido que preocupado por la situación.
─No sabía que tuviera que ofrecerle explicaciones a su guardaespaldas.
Gonzalo soltó una carcajada, y Martina la atravesó con la mirada.
─¿Así es cómo saluda la gente de Madrid, tirándose una copa a la cara? ─bromeó el hombre, para distender la tensión.
─Me gustan las mujeres apasionadas ─dijo Erik.
Todos se echaron a reír, a excepción de Martina, que continuó con la expresión agria. Los dos hombre siguieron bromeando, y Mónica se apartó hacia un lado al recibir un mensaje de texto. Al contemplar la pantalla, se sintió enferma.
Tienes cinco minutos para alejarte de ese estúpido policía antes de que convierta tu vida en un jodido infierno. No me pongas a prueba.
D.
El teléfono se le cayó al suelo, por lo que se agachó para recogerlo e introducirlo dentro del bolso con mano temblorosa. Se le nubló la vista al contemplar a los dos hombres riendo, y de pronto, la distancia que la separaba de Erik se le hizo eterna e inalcanzable. En un arranque de pánico, incapaz de razonar con claridad, aterrada por las terribles consecuencias que sucederían si no acataba la amenaza, se dio la vuelta y echó a correr hacia el final del puente. Ni siquiera escuchó a Erik gritar su nombre, pues aceleró los pasos y cruzó un callejón desierto. Mareada por su propio miedo, resbaló en un adoquín y estuvo a punto de caer al suelo, pero logró mantener el equilibrio al pegar la espalda contra la pared. Entonces, una mano la aferró por el brazo.
─¡Suéltame! ─bramó fuera de sí.
De inmediato, la mano se deslizó por su codo hasta romper el contacto. Mónica se giró hacia el rostro encendido de Erik, que sin duda había emprendido una carrera acelerada par alcanzarla.
─Erik...
No estaba preparada para enfrentarse a su recriminación, por lo que alargó las manos para interponerlas entre ambos cuando él intentó tocarla. Dolido por su injustificado rechazo, él la contempló como si fuera una verdadera histérica.
─¿Se puede saber por qué demonios te has largado de esa manera? ─inquirió furioso.
Ella apartó la mirada, temerosa de que él leyera su pánico.
─Tengo que irme.
─¿Qué te tienes que ir? ¿Así, sin más? ─inquirió perplejo.
Se llevó las manos a la cabeza para mecerse el cabello, como si tratara de encontrar un motivo razonable a su inexplicable comportamiento.
─Quiero irme al hotel, Erik. Así que aléjate de mí ahora mismo ─insistió con dureza.
Porque si no lo hacía, aquel maldito hombre que la acosaba sería capaz de hacer cualquier cosa, incluso atacar a un hombre por el que ella empezaba a sentir demasiado.
─Es evidente que quieres irte ─respondió asqueado. Su expresión destilaba una creciente decepción que Mónica era incapaz de soportar─. Tan sólo dime por qué.
─¡Porque me da la gana, porque he cambiado de opinión, porque no te soporto, porque sí! ─explotó agobiada.
Tenía que marcharse antes de que él los encontrara, o de lo contrario...
─Tendrás que mentir mejor, cariño.
La agarró de los hombros para pegarla hacia su cuerpo. Ella retrocedió con la necesidad de apartarse, pues sabía que Erik no era como los demás. Con él no le serviría aquella consabida regla impersonal de “si te he visto no me acuerdo”, pues no podía quitarse de la cabeza lo que ni siquiera había probado, por lo que con mayor seguridad sería peor poner remedio a un deseo que la consumía. Le daba miedo necesitarlo. No solo en su cama, sino también en su vida. Quizás para siempre.
Su espalda chocó contra la pared, y Erik pegó el cuerpo a las curvas femeninas. Sus manos accedieron por los brazos delgados y pálidos. Era escuálida, como una estatua moldeada con barro dorado. Se sintió más débil que nunca. Entre aquellos brazos era consciente de que estaba expuesta a unas caricias que la transportaban a la gloria.
─Te deseo ─gruñó él, molesto porque así fuera. Sus dientes mordieron el labio inferior de ella antes de encontrar su boca en un roce suave y caliente. Mónica tembló, y la boca de Erik subió como una caricia anhelante hasta posicionarse sobre la frente femenina. Sus labios sellaron la piel y hablaron contra ella, con una voz ronca y pesada─. Pídeme que te toque y no pararé de hacerlo, Mónica...
Mónica apartó el rostro, a punto de echarse a llorar. Logró contener su llanto para responderle con voz monótona.
─No voy a pedirte tal cosa.
─De acuerdo.
Erik se apartó de ella con una frialdad que la desoló.
Será mejor que me odie por los motivos equivocados.
─Al menos dime por qué te largas, maldita sea. Tengo derecho a saber si he hecho algo que te haya molestado.
─No has sido tú ─atajó, para quitárselo de encima.
Pero él no se detuvo, pues volvió a la carga.
─¿Ha sido por el comentario de Martina?
─¡Sí! ─mintió.
Él abrió los brazos, como si tratara de hacerla entrar en razón. De pronto los dejó caer a ambos lados de su cuerpo.
─Ella solo... ─frunció el entrecejo, mosqueado─. Eso es una gilipollez.
─Muy bien, soy una gilipollas. Y ahora lárgate con tus puñeteros amigos ─insistió, mirando de reojo hacia uno y otro lado de la calle desierta con ansiedad.
Se me acaba el tiempo..., vamos Erik, no me mires así, por favor...
─¿Eso es lo que quieres? ¿Qué me largue con mis amigos y me olvide de ti? Porque te aseguro que en este momento cualquiera sería una mejor compañía que tú, Mónica.
─Especialmente Martina, ¿No?
No supo por qué dijo eso. Algo se removió en su interior al percibir el sabor amargo de los celos, pese a que tenía que separarse de él.
─No eres la clase de mujer que se volvería loca de celos ─él la estudió desconcertado─. Dime que no. Porque, con lo bien que lo hemos pasado, yo...
─Déjame en paz ─lo interrumpió con brusquedad.
Erik asintió, apretando la mandíbula de una manera que le rechinaron los dientes.
─Te llevo al hotel ─se ofreció.
─No, no quiero.
─¡Maldita sea! ─rugió, asustando a Mónica─. Tan solo trato de ser amable contigo. ¿Por qué cojones me lo pones tan difícil?
─Lo sé, yo...
La agarró de la mano con cierta violencia para arrastrarla hacia una calle concurrida, donde la soltó para llamar a un taxi con un potente silbido. El taxi se detuvo frente a ellos, y Erik abrió la puerta para que Mónica se sentara en el asiento de atrás.
─Sé que mi comportamiento no tiene justificación, pero créeme cuando te digo que será mejor que no volvamos a vernos.
Él torció una sonrisa.
─¿Qué te hace pensar que quiero volver a verte?
Cerró la puerta del taxi y echó a caminar con las mano metidas en los bolsillos. Mónica estuvo segura de que no había nada que pudiera hacerle más daño que aquella última frase.
***
No se aclaraba. ¿Había sido un sueño o una pesadilla?
Tirada en la cama de su habitación, cavilaba sobre la segunda opción mientras sonreía con tristeza al afirmar la primera, pues en realidad debía admitir que había sido un sueño precioso hasta que se dio de bruces con su asquerosa vida.
¿A quién pretendo engañar? Me maquillo el rostro y me subo a unos tacones de veinticinco centímetros para encontrarme con un hombre que jamás será para mí. Fue un espejismo maravilloso mientras duró, pero un espejismo al fin y al cabo.
Sostenía la cámara de fotos encima del rostro. En la radio de la habitación sonaba I put a spell on you.
Lo de escuchar canciones tristes para regodearse en su miserable existencia siempre funcionaba con ella, pero nunca lo había intentado al mismo tiempo que contempla un rostro como aquel en la pantalla de su cámara. Uno que le trasmitía paz, amor, rabia... que la consumía. Y sin embargo, allí estaba. Contemplándolo.
Qué injusta era la vida al colocar en su camino a una persona a la que deseaba con todas sus fuerzas, pues cada parte de su piel palpitaba por él. Qué injusta por brindarle un momento de esperanza que sólo dejó espinas; las de un recuerdo placentero que no volvería a experimentar.
Observó el perfil de Erik y supo que había hecho bien en tomarle aquella fotografía. Porque nadie podría arrebatarle un recuerdo como aquel.
Y mientras tanto, Annie Lennox cantaba:
You know I can´t stand it
You´re running around
You´d know better daddy
I can´t stand it because you put me dow
Por supuesto que había tomado la decisión adecuada al fotografiarlo, porque al fin y al cabo; ¿Qué la hacía pensar que él querría volver a verla?
***
Las burbujas de aire se disipaban en el río salpicado de lluvia mientras las gotas de agua le empapaban el flequillo. La mano pequeña, húmeda y fría deslizó los dedos alrededor de los suyos, aferrándose a él. Ambos contenían la respiración con los ojos clavados en el agua, como si de una vez por todas, los cuerpos fuesen a emerger a la superficie para desterrar todos sus temores.
Pero no sucedió.
─Tranquila, todo saldrá bien ─le dijo a la niña.
La pequeña se apretó contra él. Mechones rubios se pegaban a su rostro empapado y lloroso, confiriéndole un aspecto frágil.
Clavó los ojos en el río cuando una zapatilla roja flotó en el agua, provocando que su mundo infantil se derrumbara para siempre.
Adiós, papá.
Soltó la mano de la niña de golpe, demasiado aturdido para continuar fingiendo. La pequeña sollozó, pero en sus oídos el llanto resonó como un sonido lejano parecido al rumor del agua. Un ráfaga de viento helado le golpeó la espalda hasta calarle los huesos, pero no lloró. No consiguió hacerlo pese a que sentía que un millón de esquirlas lo habían destruido por dentro.
Entonces se miró las manos y comprendió que aquellas extremidades ya no eran las de un niño, sino que pertenecían al adulto en el que se había convertido.
En un arranque de lucidez, se giró hacia la pequeña, descubriendo desconcertado la presencia de Mónica. Flotaba sobre sus pies, a escasos centímetros de él, con dos lágrimas silenciosas discurriendo por sus pálidas mejillas. Todo en ella resultaba aterrador y quebradizo, por lo que alargó una mano para borrarle la lágrima que acariciaba su pómulo. El cuerpo de Mónica fue azotado por el vendaval, alejándola de él. Erik gritó su nombre y echó a correr en su dirección, pero entonces ella se detuvo frente a la barandilla, con una sonrisa que auguraba las peores intenciones. Entre hechizada y fascinada ante la idea, clavó los ojos en el fondo del río.
Él contempló como pasaba primero una pierna y luego otra por encima de la baranda hasta colocarse de puntillas sobre la estrecha plataforma.
Lo recorrió un estremecimiento.
─No lo hagas ─suplicó con la voz ahogada.
Ella se llevó un dedo a los labios, ladeó la cabeza, estiró los brazos como un pájaro libre y se dejó caer. Erik se lanzó hacia ella, pero su mano apenas consiguió rozar los dedos femeninos mientras contemplaba como Mónica se adentraba en la oscuridad, envuelta en una nebulosa inalcanzable y lúgubre.
─¡Mónica! ─gritó, despertándose de aquella pesadilla.
Se inclinó en la cama, sentándose sobre el colchón. Se frotó el rostro con ambas manos. Todavía respiraba de manera entrecortada a causa de la conmoción. Hacía años que no soñaba con la muerte de su padre. De pequeño, aquella pesadilla lo había perseguido una y otra vez, torturándole con un recuerdo que lo destrozaba. Pero jamás había aparecido ninguna presencia en aquel sueño, sino que era él, a solas en el puente, el que terminaba despertándose agazapado en los brazos de su madre.
¿Qué significaba la presencia de Mónica? ¿Por qué se había arrojado al puente? ¿Por qué había sido incapaz de salvarla?
Olvídala.
Se esforzó en conciliar el sueño, pero le fue imposible. Pese a que se había prometido a sí mismo que lo sensato era apartar a aquella complicada mujer de su vida, algo le advirtió que ella tenía problemas.
¿Qué iba a hacer? ¿Olvidar a la primera mujer que lograba transmitirle algo más que un deseo carnal y primitivo, o ir a por ella pese a que Mónica tratara de apartarse de él?
***
Se despertó sobresaltada. En la calle llovía a mares, y la tormenta de verano había logrado desvelarla, pues desde los trece años tenía miedo a los rayos. Sin duda, que tronara el día que su vida cambió para siempre tenía mucho que ver con aquel temor poderoso que la invadía en las noches de tormenta.
La ventana estaba abierta de par en par, por lo que se destapó para cerrarla. Antes de hacerlo, una extraña sensación la impelió a buscar con la mirada la cámara depositada sobre la mesita de noche, y lo que descubrió provocó que gritara con todas sus fuerzas.
La sombra masculina se deslizó hacia ella, engulléndola. Mónica tembló de la cabeza a los pies, consciente de lo que sucedería en pocos segundos. Las lágrimas le atenazaron la garganta y el corazón le latió desbocado, produciéndole una punzada dolorosa en el pecho.
─¿Cómo has entrado? ─su voz sonó como un susurro quebrado.
Aquella era una pregunta estúpida, pues él siempre conseguía encontrarla.
Mónica advirtió que él estaba más cabreado que de costumbre. Las líneas cenicientas de su rostro así lo demostraban, al igual que la sonrisa malévola y torcida que sólo ofrecía para ella. A los demás les regalaba un rostro impecable y unas maneras cuidadas que lo hacían parecer un perfecto caballero.
Él era un monstruo.
Percibió el leve destello de la pantalla de su cámara, que él aferraba por el cordoncillo. No supo lo que la llevó a desafiarlo, pues siempre se había mostrado sumisa y conciliadora. Tal vez, la necesidad de salvaguardar algo bello de las garras de aquel chacal, o la intención perversa que descubrió en él al contemplar la fotografía de Erik.
Se arrojó contra él, atacándolo con uñas y dientes para arrebatarle lo que le pertenecía. Deseaba aquel recuerdo para ella. Debía protegerlo.
Antes de que lograra alcanzar el preciado objeto, la gigantesca mano le abofeteó el rostro con fuerza, lanzádola boca arriba sobre el colchón. Jadeó mareada, paladeando el sabor metálico de la sangre. No logró recomponerse cuando el cuerpo pesado del hombre se cernió sobre el suyo, inmovilizándola por completo, provocando aquella sensación de terror y asfixia que la embargaba al sentirse indefensa, expuesta a sus repulsivas atenciones.
Con inusitada calma ─había realizado aquello miles de veces─, él le acarició el pómulo derecho. Luego acercó la boca a su rostro, lamiendo el cuello de Mónica hasta provocarle una arcada que trató de controlar. Él no deseaba aquel tipo de comportamiento en ella, y su furia no se haría de rogar.
Rodeó el delgado cuello femenino con una mano, mientras con la otra zarandeó la cámara frente al rostro de Mónica. Los ojos llameantes y desquiciados encontraron los suyos, increpándola en silencio mientras el oxígeno abandonaba su cuerpo.
─¡Prefieres a ese madero gilipollas antes que a mí! ¿Verdad? ─exclamó enloquecido.
Mónica envolvió sus manos alrededor de la de él, sacudiendo la cabeza. Mintiéndole en un intento por sobrevivir.
Él hombre no cernió su agarre, pero comenzó a besarle el rostro con violencia. Frotaba su cuerpo con la mano libre, susurrándole cosas lascivas al oído que Mónica era incapaz de razonar. Le pesaba todo el cuerpo, y sintió que todo sería más llevadero si le profesaba sus atenciones a una Mónica moribunda que se alejaba de aquel mundo miserable para siempre.
Se estaba ahogando. El pecho le ardía, como si alguien la hubiera apuñalado. Los párpados le pesaban y a su alrededor la envolvía una nube borrosa que se hacía cada vez más oscura. Todo se apagaba, excepto la cámara de fotos en la que Erik posaba solo para ella.