CAPÍTULO XIX
EL DERECHO DEL MARIDO
A la misma hora, en el castillo de Bentivoglio, los niños de las alquerías vecinas y de los sirvientes del castillo estaban ya emboscados a lo largo del camino.
En el mismo momento en que Rafael se lamentaba interiormente de la anémica palidez del sol de invierno, que se levantaba iluminando tan mal su cartulina como las facciones de su modelo, todos aquellos arrapiezos, vestidos con sus trajes nuevos, deploraban que la bruma, tan frecuente en aquella estación a orillas del Po, les impidiese distinguir el camino más allá del alcance de un tiro de arcabuz.
Y no era porque abrigasen el propósito de recibir a arcabuzazos a los que estaban acechando. Desde la víspera, sus únicos instrumentos consistían en ramas de olivo que, por orden de sus familias, adoctrinadas a su vez por Aníbal de Bentivoglio, habían ido a coger a la colina, al objeto de poder agitarlas al paso de la famosa princesa Lucrecia, que iba a convertirse en esposa de Alfonso de Este, el hijo del poderoso duque de Ferrara.
Ya la víspera, al atardecer, habían montado la guardia al borde del camino donde los encontraba el sol al levantarse, no porque hubiesen pasado allí la noche, sino porque sus padres, desde antes de amanecer, los habían dispensado de ir a guardar las ovejas o traer agua o escarbar la tierra endurecida por el rigor del invierno, empujándolos vigorosamente a ocupar su puesto de honor.
Todos sabían que debían gritar: ¡Lucrecia, Lucrecia!» hasta enronquecer, y que la dama, quizá, desde el fondo de su litera o de lo alto de la silla, este punto no estaba aclarado, les echaría peladillas y hasta quién sabe si algunas monedas.
Los mayorcitos, sentados en el declive, celebraban consejo tallando maderos para convertirlos en caramillos, hondas o bastones, discutiendo vivamente sobre la princesa, a la luz de las palabras que habían sorprendido en boca de sus padres, o en el caso de Lino, el hijo del posadero, en boca de forasteros lenguaraces que, tras haber bebido, al ocuparse de sus caballos, expresaban locuazmente sus opiniones sobre los acontecimientos políticos y juzgaban con autoridad a los grandes de este mundo.
—Sus maridos, en primer lugar —explica Lino—, eran muy numerosos.
—Esto está prohibido.
—¿Qué es lo que está prohibido?
—Tener muchos maridos.
—Creo que los tuvo unos después de otros —otorgó Lino.
—No comprendo lo que estás diciendo... ¿Qué le hicieron a Lucrecia sus maridos?
—Nada. ¿Qué quisieras que le hubiesen hecho los pobres? Fue ella.
—¿Lucrecia?
—Sí.
—¿Y qué es lo que les hacía?
—Los envenenaba, te lo digo yo.
—¿Y qué iba ganando con ello luego?
—Elegía otro y lo envenenaba.
—¿Y a cuántos maridos ha envenenado Lucrecia?
Lino titubeó. El palafrenero a quien debía lo más valioso de su información no había dado una cifra. Su imaginación le inducía a citar algunas, pero dudaba entre diez, ciento o mil, aunque sus gustos le hubieran inclinado a un número más preciso, por ejemplo, doce, como los apóstoles.
—A mí —dijo uno de los más chicos —si quisiera envenenarme la cogería por los pelos. Es como hay que hacer con las chicas.
Lino atajó.
—¿Creéis que sería lo bastante bestia para arrojarnos peladillas envenenadas?
—Sólo envenena a sus maridos. Creo que mató también a uno de sus hermanos, pero a ése con un cuchillo grande. No sé si era hermano. De todos modos, era alguien de su familia.
—Entonces, a nuestro señor Bentivoglio ¿no lo envenenará porque no es de su familia?
—En cambio, al señor Alfonso de Este lo envenenará en cuanto llegue a Ferrara, puesto que es su marido, ¿eh?
—Es probable —admitió Lino.
—¿Y él lo sabe?
—Me sorprendería que no lo supiera.
—Entonces ¿por qué se ha casado con ella?
Lino hizo un gesto que no significaba ignorancia sobre el caso, sino más bien sobre los motivos que inducen a obrar a los personajes, motivos que se ofrecían todavía más absurdos y misteriosos si los personajes eran príncipes.
Sin embargo, para no quedar derrotado, recordó los copiosos detalles que la conversación que había oído unos días antes entre un tratante en caballerías y un aduanero, le había suministrado.
—El último —reveló en tono confidencial—era un español llamado Aragón, y Alfonso de nombre, como el que acaba de desposar. Al parecer, cuando entraron las gentes de palacio, ella estaba con su hermano César en el aposento y Alfonso muerto estrangulado en la cama. Habían dado el golpe juntos. Y recordad al señor Juan Sforza, que pasó por aquí en el tiempo de las castañas el año pasado, y basta Benedetto le puso herraduras a su caballo.
—Sí, lo recuerdo —dijo el más pequeño—. Era todo rojo, hasta su barba y su caballo.
—No. Era un señor como otro cualquiera. Pues bien, hace tiempo, mucho tiempo, por lo menos tres o cuatro años, fue uno de los maridos de Lucrecia. Y ella lo persiguió acompañada de César.
—¿Y por qué?
—Para matarlo, idiota.
—¿Entonces no estaba muerto al llegar con su caballo a casa de Benedetto?
En el alma de Lino se encendió la llama poética. A pesar de que no había visto ni por asomo a Juan Sforza y que sólo sabía su paso por la región por una conversación de posada, declaró con el tono del que está al cabo de la calle:
—Aquel día habló conmigo. Me dijo que sostuviese el caldero en que daba de comer a su caballo. Y en el caldero había solamente oro y perlas que comía el caballo. Entonces me preguntó: «¿Te sorprende esto?» Y yo le dije: «Sí, me sorprende un poco.» Entonces él me dijo: «Escucha, Lino...»
—¿Sabía tu nombre?
—Sí, lo sabía... Y además, si no dejas de interrumpirme, no os contaré la historia.
La amenaza restableció un silencio respetuoso. Y Lino, sin dejar de rascar con su cuchillo el extremo de la pequeña horquilla de madera que esperaba convertir en una honda, prosiguió al desgaire, en el tono negligente de los nobles cazadores que, al calor de la lumbre de su casa, se referían mutuamente recuerdos de guerra.
—Me dijo: «Voy a decirte por qué lo alimento con oro y perlas y rubíes —pues también había rubíes, y peladillas incluso—..., pues porque me salvó la vida. Este caballo es tan veloz que Lucrecia y César, a pesar de sus mil caballos, no pudieron darme alcance. Y aquel día, para que corriese todavía más de prisa, le prometí que si me salvaba sólo lo alimentaría con oro...»
—Peladillas...
—Rubíes...
El coro infantil no tuvo tiempo de acabar con la enumeración del sabroso tesoro de que se alimentaba el caballo de Sforza, pues ya resonaba el clamor levantado por las avanzadillas. En efecto, entre la bruma se divisaban las siluetas de unos caballeros que llegaban al trote de sus monturas.
Los muchachos se arremolinaron y, por la gracia de sus cristalinas voces, el rumor de la cabalgada quedó cubierto en seguida por una cascada de «¡Lucrecia! ¡Lucrecia!», que no cesó hasta que uno de los caballeros, con la mano, les hizo seña de que se callasen, porque se engañaban. Después les arrojó un puñado de monedas, sobre las que se lanzaron luchando a brazo partido.
—En todo caso —dijo el caballero que había arrojado las monedas, a su vecino—, di entusiasmo de los aldeanos tiene trazas de haber sido bien organizado. No esperaba tanto de Aníbal Bentivoglio.
La bruma se había vuelto a cerrar sobre los viajeros que sólo divisaron del castillo en el que penetraban en fila, los muros y los pesados relieves arquitectónicos.
Y, sin embargo, en un extremo del patio, Pietro Bembo, el jefe de la tropa, se detuvo ante un fresco que representaba unas guirnaldas de rosas. Algunas antorchas que ardían todavía, pese a que era cerca de mediodía, los alumbraron dentro de un halo de niebla.
«j Qué alegre debe de ser este lugar en primavera —pensó Bembo—. ¡Y qué tristes son ahora estas flores bajo la bruma! Su rosada frescura adquiere una expresión irrisoria en este baño gris. Es tan bello como doloroso. Los poetas se equivocaron al intentar asustarnos con la imagen de un invierno basada en la descripción de ramas desnudas, sobre las que se posan los cuervos. Sería más cruel y emocionante representar los alegres vestigios de la primavera bajo los achaques del invierno. Estas rosas, por ejemplo. Dentro de la bruma sugieren un sinfín de imágenes; un naufragio, un sepultamiento de rosas. ¿No podría evocarse así el radiante recuerdo de una mujer desaparecida o que os ha traicionado? El resplandor de la rosa, pero entre nuestros ojos y ella, este lento vapor que se posa a gotas en otras tantas perlas que se triturasen, impalpables bajo la presión de los dedos, irreales, lo mismo que el recuerdo querido, y sin perfume como esas rosas pintadas.»
—¡Ah, mi señor Bembo! He bajado a escape la escalera creyendo por lo que mis hombres me han dicho, que vuestra tropa era la de doña Lucrecia. Os he visto contemplando mis frescos. Se dice que componéis vuestros poemas muy de prisa. Os he dejado tiempo para componer uno.
—Vuestra Señoría —dijo Bembo—me sugiere sólo el deseo de escribir un día un poema a la gloria de la indulgencia, tanto me conmueve la que os dignáis mostrarme.
Bentivoglio era un individuo apuesto, un poco corpulento que se había ataviado ricamente para aquella circunstancia, pero que resultaba más fácil figurarse a la retrasada moda de su pequeño ducado que a la de las grandes cortes italianas.
—Al aceptar mi hospitalidad, me dispensa un gran honor, doña...
Era uno de los grandes señores que respetan a los artistas y tratan de ser admirados por ellos, menos por su nobleza que por sus cualidades personales de gusto e ingenio. Así, ante Pietro Bembo, el gran poeta veneciano, a la sazón huesped de la corte de Ferrara, quería dar pruebas tanto de independencia de espíritu como de vivacidad. Se atascó.
—Iba a decir Lucrecia Borgia —prosiguió—. Ved lo que puede la costumbre. Para corregir mi error se me han ocurrido las palabras de Lucrecia Sforza, condesa de Pesaro, de Lucrecia de Aragón, duquesa de Bisciglia, cuando en realidad era simplemente Lucrecia de Este, un día duquesa de Ferrara, lo que había que decir. Creo que en una canción griega, la Odisea me parece, una diosa, Minerva si no me equivoco..., a menos que no sea Juno, aparece bajo múltiples nombres para engañar a los mortales. En todo caso, nuestra Lucrecia, si es una divinidad que se burla de los hombres, no logrará engañar a su nuevo marido sin encontrar una réplica, puesto que los Ferrara se precian de descender de Hércules, un semidiós, lo sé bien.
Pero la mitología nos enseña, no lo ignoráis, que existen semidiosas capaces de triunfar sobre las diosas más que a medias.
Se rió, probablemente persuadido de haber dado muestras de impertinencia y de mordacidad con respecto a Lucrecia, sobre la que era de buen tono murmurar en toda Italia, pero, en fin, de haber tejido un cumplido que tenia doble ventaja de satisfacer la cortesía de un amigo de Ferrara, y siendo este amigo un gran poeta y un gran erudito, de haber exhibido algunos recuerdos mitológicos más o menos bien clasificados.
—Doña Lucrecia —repuso Bembo suavemente —llegará esta noche a vuestra morada, monseñor. Al menos así nos lo asegura una carta que nos ha traído uno de sus correos. El duque deseaba enviaros un mensajero y me he ofrecido yo por muchas razones. No conocía vuestro célebre castillo y deseaba tener el placer de pasar en él unas horas, entre las brumas del más hermoso río de Italia, en compañía de uno de sus príncipes más distinguidos. Debo confesaros también que tenía deseos de salir a recibir a doña Lucrecia y encontrarme con ella antes que nadie. Este lugar me parece propicio para verla por primera vez. ¿No está acaso consagrado a la belleza, como la princesa que se dispone a recibir?
Habían penetrado en un alto vestíbulo de paredes pintadas de colores frescos y recubierto de mármol rosa.
—Ésta es una morada muy humilde al lado de la que os acoge como huésped en la actualidad, mi señor Bemba —dijo Bentivoglio con la voz en un arrullo—. Hubiera preferido recibiros por primera vez en primavera, cuando el agua del Po está cuajada de oro.
—No, monseñor, este frío y esta bruma tienen una magia que evoca ciertos cuentos germánicos o bretones. Con sus cabellos de oro. Lucrecia estará en su ambiente adecuado y ya me estoy haciendo una gran idea sobre el embarque de mañana por el río. Sólo faltará Lanzarote.
Los conocimientos de Bentivoglio, muy limitados por lo que se refería a canciones de gesta, le dejaron pensativo sobre la identidad de tal Lanzarote. Guardó un prudente silencio.Al mismo tienpo pensaba que debe ser muy agradable ser poeta, príncipes del espíritu se encuentran en todas partes como en su propia casa, incluso estando en casa de los príncipes de la tierra, al ver la soltura de los ademanes de Bembo, su osado e inteligente semblante qué deslumbraba sin tener que recurrir a su indumentaria, muy sencilla: bajo un manto corto, de anchas mangas, un jubón de terciopelo negro, casi como el uniforme de los letrados, que se abría en un amplio cuadro que dejaba ver una camisa extremadamente fina, sujeta al rededor del cuello formando pequeños pliegues.
—Me pregunto...
Bembo había empezado la frase con una media sonrisa que había estirado sus delgados labios, casi demasiado delgados, pero había puesto fuego en sus negros ojos, que destacaban sobre la extrema palidez de su tez.
—Me pregunto si no nos llevaremos una decepción con doña Lucrecia.
Bentivoglio movió la cabeza sin comprometerse. Aunque ardía en deseos de ello, no quería dejarse llevar a una discusión sobre la extraña boda que había hecho Alfonso de Este, que, después de todo, era su cuñado.
—Supongo —dijo simplemente— que Alfonso de Este lo ha pensado bien antes de casarse. No ignoro que al principio no quería ni siquiera oír hablar de ello y que fue su padre quien le obligó, pero el duque no es hombre que haga las cosas a la ligera. Si lo que ciertas gentes cuentan de Lucrecia fuese verdad no le habría dado su hijo.
Con la mirada imploraba a Bembo que le llevase la contraria, pues en el fondo estaba bastante animado al pensar que iba a recibir a una criatura tan ilustre por sus encantos como por los sombríos dramas en que había tomado parte. Así, con la esperanza de hacer hablar a Bembo, rectificó un poco su juicio.
—Verdad es que la dote era enorme. Tal vez sea la dote lo que ha inducido al duque de Ferrara y a su hijo a pasar por alto ciertos enojosos detalles de la vida pasada de esa joven. Por lo demás, en la época en que vivimos, no hay que otorgar demasiado crédito a las habladurías. ¿Qué pensáis de ello?
—Precisamente, que corremos el peligro de sufrir una decepción —contestó Bembo riéndose un poco.
De pie ante la chimenea, a unos diez pasos, tendía hacia ella sus largas y finas manos para calentarlas. Bentivoglio seguía mirando con curiosidad a aquel poeta de tanto renombre, de quien hablaban las damas en todas las cortes de Italia, por su condición de especialista en achaques del corazón, de la mujer y del amor, y de quien deseaba poder decir en lo sucesivo: «Pietro Bembo... Sí, lo conozco muy bien.» Constató la gracia de su largo cuello, acentuado por el blanco cerco de la camisa y la arista finísima de su nariz aquilina y sólo después se preguntó por qué se reía Bembo y a qué género de decepción aludía.
—Seamos sinceros —prosiguió Bembo, contemplando a su interlocutor con aguda malicia que, en ciertos momentos, iluminaba sus facciones y ahuyentaba toda melancolía de ellas—. Vos y yo hemos oído hablar demasiado de Lucrecia Borgia estos últimos años para no esperar que se nos aparezca, con hilachas de brumas mezcladas a los hilos de oro de sus cabellos, una de esas monstruosas criaturas forjadas por las leyendas, monstruosa por el propio exceso de su belleza y porque el destino se ha encarnizado en reservar una muerte atroz a los seres que se acercan a ella; monstruosa, por fin, por el papel que ciertas gentes le atribuyen en los horrores que llenan su vida. Entonces, sufriremos una decepción sí, en vez de la temible criatura que esperamos, vemos llegar sencillamente una bonita dama que tiembla un poco porque hace frío, algo fatigada por el largo viaje, bonita, pero sin más, que nos de la impresión de que se ha limitado a ser juguete de unos acontecimientos peores que ella, de los que no ha llegado a comprender gran cosa, llevándola, empujada como la tormenta empuja la boya de corcho de un pescador, sin que el corcho tenga nada que ver en el desencadenamiento de los elementos. Y si es así, mi querido señor, nos sentiremos decepcionados.
—¡Decepcionados! No, de ningún modo... Estáis bromeando —exclamó hipócritamente Bentivoglio—. Al contrario, esto estrecharía los lazos de amistades que nos unen con los Ferrara.
—Decididamente, no sois sincero. O bien os engañáis vos mismo. Cualquiera que sea nuestra devoción por los Ferrara, confesad que no nos desagrada encontrarnos de vez en cuando con esos seres que producen un escalofrío.
Los dos hombres se sentaron, poco después, a la mesa, ante una pierna de jabalí, acompañados por el reducido grupo de oficiales que había escoltado a Bembo y los gentilhombres deudos de la casa de Bentivoglio.
La conversación siguió refiriéndose a Lucrecia, pero con la prudencia exigida por el mayor número de comensales.
Después, el señor del lugar mostró a Bembo los aposentos que había hecho preparar para Lucrecia y sus acompañantes. El grueso del cortejo, en efecto, había proseguido directamente la marcha hacia Ferrara y sólo Lucrecia y sus sirvientes se habían desviado para ir por Bentivoglio, con objeto de embarcar allí, siguiendo por el Po, y entrar triunfalmente en la capital del ducado.
El día, que se había levantado tarde, cayó muy temprano. Hacia las tres de la tarde, una niebla blanca, de acolchado espesor, cubrió como un sudario el valle.
Así fue como los oteadores, a pesar de la mucha vigilancia profesional, no divisaron la caravana de Lucrecia hasta el momento en que franqueaba la entrada del castillo.
Se produjo un tumulto.
—¿Dónde está?-gritaba Bentivoglio descendiendo la escalinata de honor, rodeado por un enjambre de gentil— hombres no menos atareados.
Los guardias saludaban al azar. Por las grandes puertas abiertas entraba una cohorte abigarrada lanzando exclamaciones de gozo provocadas por el calor reinante en él lugar, que contrastaba deliciosamente con el riguroso frío del camino.
—,Mí sombrero! ¡Mi sombrero! —gritaba Bentivoglio. Por deferencia a Lucrecia había decidido que durante las pocas horas que se alojaría en el castillo se hallase como en su propia casa, como exigía la cortesía. En este caso, él debía conservar su sombrero en la mano, como si fuese un visitante en su propia morada.
—¿Quereis que os preste el mío? —propuso sonriendo don Ferrante, el hermano de Alfonso de Este, que mandaba la escolta de Lucrecia.
—¡Ah! ¿Sois vos? No os había reconocido —suspiró Bentivoglio—. ¿Dónde está doña Lucrecia?
El joven se volvió profundamente hacia un grupo de mujeres que franqueaba el umbral, escoltadas por una ola de niebla que fue a lamer las paredes del vestíbulo.
Desorientado por la curiosidad, Bentivoglio buscaba torpemente el rostro de Lucrecia entre los cuatro o cinco que se ofrecían a sus ojos. Intrigado, perdió tiempo contemplando a una extraña muchacha de hermoso rostro moruno, engreída como una figulina, dentro de su rígido manto de tejido de oro.
Tuvo don Ferrante que cogerle de la mano y conducirle hasta un inmenso manto de satén marrón, forrado de armiño, cuyo borde estaba muy sucio de barro. El manto arropaba una mujer cuyo rostro se ocultaba tras un velo doblado a la romana, que se decidió a levantar al oír que le estaban presentando al dueño de la casa.
—Señora —murmuró Bentivoglio, sorprendido al sumergirse bruscamente en el lago extrañamente pálido de aquellos célebres ojos que le miraban.
No obstante, logró formular el cumplido que llevaba preparado recobrando incluso su aplomo a medida que hablaba. Y luego,, la presentó con la soltura de un gran señor a los principales gentilhombres de su casa.
Hizo después una pausa y Lucrecia, con un leve movimiento, indicó el deseo de pasar un momento a sus aposentos con objeto de cambiarse los húmedos vestidos que llevaba.
Bentivoglio se inclinó nuevamente excusándose de retenerla.
—Señora —repuso—, es para mí una gran satisfacción presentaros al más ilustre poeta de Venecia... j qué digo, de
Venecia...! De Italia, de Europa, el señor Pietro Bembo.
Al inclinarse Bembo observó las facciones de Lucrecia, que hasta aquel momento habían permanecido completamente inmóviles, se animaban entonces por un instante.
—He leído vuestras obras, señor —dijo Lucrecia—. Me habéis hecho soñar. Y me gustan los sueños que os debo porque habéis cantado muy bien la tristeza del amor y de la muerte, es decir, tal como yo los prefiero.
Bembo no tuvo tiempo de contestar, pues Lucrecia, al darse cuenta de que estaba faltando a los deberes de la cortesía contestando con mayor extensión a Bembo que al dueño de la casa, se volvía hacia Bentivoglio.
—Gracias por la acogida que me dispensáis. Esta mansión es muy hermosa.
—Es una residencia veraniega —replicó Bentivoglio, con fingida modestia—. Se siente desolada de ofrecerse a vos por primera vez bajo tan ruin cielo.
—No ignoro que es vuestra damas jocunditatis, pero no me desagrada que haya sabido recibirme con melancolía.
—A fe mía —exclamó Bentivoglio, algo cohibido por la pronunciada inclinación de la joven desposada por la tristeza, la melancolía y la desesperación—, esto es debido sin duda a que poseéis un gusto tan poético, como nuestro Bembo que, al llegar hace poco, me hizo los mismos cumplidos.
A pesar de esta alusión, Lucrecia no se volvió hacia Bembo. Alzó su pesada falda de amazona, indicando nuevamente con el ademán su deseo de subir a sus aposentos y, con objeto de dar por terminado el intercambio de cortesías, se limitó a añadir:
—Me ha conmovido también el recibimiento que me han dispensado vuestros campesinos, al borde del camino. Los pobres quizá esperaban peladillas, pero no he traído.
—No temáis, señora —dijo Bembo—. Volveréis a encontrarlos mañana en el embarcadero y procuraremos que no os falten peladillas.
Pero ya Lucrecia, regogiéndose el amplio manto, empezaba a subir por la escalinata.
A pesar de que la negligencia de Lucrecia en contestar a Bembo hubiese pasado desapercibida entre la confusión reinante, el poeta veneciano sintió que se ruborizaba. La indiferencia de los espectadores no atenuaba el efecto de la humillación de que se sentía víctima, producida por su exagerada sensibilidad. «¿Por qué he adquirido el hábito de frecuentar a los que son más grandes que yo? —se preguntó—. Yo podría ser, como mi padre, gobernador adjunto de la ciudad de Venecia, o la Iglesia me hubiera confiado gustosamente uno de esos puestos que le ahorran a uno tener que rendir cuentas a nadie y proporcionan al menos el placer de estar al frente de personas de talento.»
Se preguntó si debía subir a su habitación para cambiarse de ropa antes de la cena y luego, en un arranque de malhumor, decidió que su atavío era lo bastante bueno para enfrentarse con una aventurera.
En espera de la solemne entrada en el salón del festín, el joven Bembo fue a pasear su despecho hasta el borde de la niebla que bañaba el patio. A la luz de la antorcha que un criado llevaba tras de él, volvió a ver el fresco y se encogió de hombros. Ya no se sentía poeta, en absoluto.
En aquel momento se daba cuenta de que por la mañana, cuando al llegar había admirado aquella red de rosas pintadas, se había complacido inconscientemente en mezclarlas con la imagen de la que todavía era una desconocida Lucrecia, convertida ya en su espíritu en una rosa punzante y venenosa. Se había encaprichado, atraído por el cebo de sus venenos y el misterio que la envolvía. En la conversación sostenida con Bentivoglio, había procurado hacerle hablar mal de ella para tener ocasión de defenderla vivamente. Cuando ella había hecho alusión a sus poemas, se había sentido estremecer de placer, no tanto por vanidad como porque, un instante, había presentido uno de esos milagros que hacen la fortuna de los poetas: el encuentro de Beatriz, de Laura, de la mujer cuya mirada basta para inspirar una obra. Pero después la mirada se había desviado con hiriente desdén.
A su vez, Bembo desvió la mirada de las rosas, despidió al criado, y volvió a entrar en el vestíbulo.
Sus celos le hacían sentir animosidad hasta contra el pobre Bentivoglio. Lucrecia le había dirigido palabras amables y, guiado por su mala fe, Bembo se preguntaba si no le había sonreído incluso en forma algo incitante. Luego tuvo que confesarse que el rostro de la mujer había permanecido impasible, pero esta constatación, lejos de apaciguarle, le llevó a pensar que con ella había tratado de disfrazar sus pensamientos hacia Bentivoglio.
En este punto, un destello de lucidez cruzó por su mente. Se preguntó si no había sido más bien con respecto a él, a Bembo, que Lucrecia había disimulado. ¿Acaso no había tenido ella, al verlo y oír su nombre, un arranque casi amistoso? ¿Y no fue luego, sin duda tras haber reflexionado, cuando afectó no prestarle ya atención?
Estaba seguro de que una mujer cuya reputación daba pasto a las peores habladurías y que se disponía a reunirse con su nuevo marido, estaba obligada, en presencia de un huésped por quien se interesase vivamente, a guardar mayor reserva aún que si se tratase de una muchacha. Y por otra parte, ¿había mucha diferencia entre ella y una muchacha?
La víspera se había enterado de la edad exacta de Lucrecia, en una conversación con el duque de Ferrara: veintidós años. Y sin embargo, hacía ya muchos que, por toda Italia, un pérñdo rumor se había apoderado de su nombre. Pero la cosa se explicaba porque Lucrecia se había casado con Juan Sforza a los trece años y medio, con Alfonso de Aragón a los dieciocho y hacía ya casi diez años que la maledicencia pública encontraba pasto en la vida de una mujer, cuyo nombre estaba asociado con demasiada intimidad al de César Borgia para esperar que no le alcanzasen las salpicaduras.
En resumen, pasando de uno a otro extremo, Bembo llegó a la conclusión de que la indiferencia que Lucrecia le había demostrado era afectada y que su presencia le había interesado. Entonces tuvo un arranque de gratitud y presa de remordimiento, quiso ir a ponerse un traje de ceremonia. Era demasiado tarde.
Al ajetreo de criados llevando platos, sillas y manjares había sucedido una fila de gentilhombres y oficiales que esperaban a Lucrecia para sentarse a la mesa. A Bembo solamente le quedaba tiempo de ir a ocupar su puesto en el cortejo, cosa que hizo, colocándose tan mal que la elevada estatura de un oficial de la gendarmería le ocultaba la escalera al pie de la cual se había prometido presenciar el descenso de Lucrecia.
Hasta que estuvo en la mesa no logró verla. Estaba al otro lado, no demasiado lejos de él, pero sí lo bastante para que si cambiaban algunas palabras tuvieran que hacerlo en voz alta, cosa que por anticipado le afligía.
En desquite, la podía contemplar a sus anchas. Veía henchir a cada uno de sus ademanes sus ahuecadas mangas de azul suave y moverse la tela de su vestido de terciopelo blanco abollonado con aplicaciones de palmas de hilo de plata. Hablaba de vez en cuando y Bembo admiraba el raro arco de sus labios. Cuando bebía, Bembo contemplaba resbalar sobre sus hombros la trenza blandamente anudada de sus cabellos. Cuando inclinaba la cabeza, él quedaba fascinado por el movimiento del diamante solitario que, sujeto por un hilo, adornaba su frente.
No oía sus palabras, ahogadas por el crepitar de los leños que, en las chimeneas, iluminaban y calentaban a la vez el salón, el rumor general de las voces, el chisporroteo de los blandones en las paredes, el rumor de los pasos de los criados y el tintineo de los platos y cubiletes de plata.
Al final de la cena, Bembo no había tenido todavía ocasión de cambiar una sola palabra con Lucrecia, cuando, habiendo recaído la conversación sobre la costa del Adriático, Bentivoglio, apoyado por don Ferrante de Este, se puso a elogiarla haciendo gala de un patriotismo local no demasiado amable para el resto de Italia. Lucrecia, lejos de molestarse, dijo gentilmente:
—Ferrara debe ser una ciudad muy hermosa, estoy segura. Debe de respirarse en ella un aire semejante al de Venecia, menos violento que el de Roma, menos cargado, más sutil. Lo respiré en la costa, en Pesaro...
Al pronunciar el nombre de Venecia, se había vuelto hacia Bembo y su mirada significaba: «A vos os dedico mis palabras, a vos que sois el poeta de aquella ciudad.» El joven se sintió tanto más turbado cuanto que había creído que Lucrecia no se había dado cuenta de su presencia y no sabía siquiera el lugar que ocupaba en la mesa. Pero su mirada se había posado en él sin vacilar, lo que demostraba que, sin aparentarlo, se había asegurado de su presencia.
—...en Pesaro —prosiguió ella—, en la época en que... El embarazo y la curiosidad que reflejaban todos los rostros la habían detenido. Se sabía que la época a que no temía hacer alusión era la de su matrimonio con Juan Sforza, y aquella evocación traía la de su resonante divorcio con el pretexto de su virginidad y la réplica de su marido acusándola de disoluta y, lo que era peor, de incestuosa.
Así, pues, habían bastado unas palabras anodinas para que toda la concurrencia quedase de pronto fascinada por la leyenda de Lucrecia. Al mismo tiempo, flotaba en el ambiente la prudencia con que hasta aquel momento ella había apartado de la conversación la menor alusión por inocente que fuese, que pudiera ofrecer pasto a la curiosidad de los comensales.
—En la época en que el otoño se acerca. ¿Es esto lo que habéis querido decir, señora? —dijo Bembo.
Les comensales quedaron admirados de la ingeniosa salida que había sacado a Lucrecia de una situación embarazosa, desviando hacia una estación una frase desdichada que aludía a una época de su vida. Lucrecia, sin aparentar agradecérselo, se limitó a dar su aprobación con calma.
—En otoño, sí. Por la mañana iba a una playa del Adriático bordeada de cañaverales. Tal vez parezca una tontería lo que voy a decir, pues, a primera vista, el cielo parece igualmente repartido por encima de todos los paisajes, pero jamás lo he visto más grande que allí, sobre aquel mar, en aquella costa tenue, a flor de agua.
—Esto es verdad en Venecia —dijo Bembo—. En las perspectivas que de ella ofrecen, nuestros pintores ponen más cielo que los demás. Nuestros palacios forman una sutil espuma entre el cielo y el agua, una espuma que en ciertas horas del día parece una nube. Y muy astuto tiene que ser quien distinga lo que en el paisaje corresponde al mar o al cielo.
—Vuestros dux han elegido, pues celebran cada año la boda de Venecia con el mar y no con el cielo —dijo Bentivoglio.
Encantado por su dardo, Bentivoglio se echó a reír, complacido, invitando con ello a los demás a imitarle para evitar que su ocurrencia pasara inadvertida.
—Los dux tienen sus buenas razones para obrar así —refunfuñó don Ferrante, que, como todos los Ferrara, envidiaba la flota veneciana, su riqueza y su genio comercial—. Y es que su fortuna procede del agua y no del aire, que yo sepa.
—Hasta el momento, al menos — tronó Bentivoglio, que insistía en brillar aún—. Hay un ingeniero cuyo nombre no recuerdo bien... ¡Ah, sí...! Leonardo de Vinci, que pretende haber descubierto un mecanismo gracias al cual, sentado como quien dice en una carreta, se podrá volar por el cielo, como los pájaros.
Los criados seguían ofreciendo platos, pero los comensales habían terminado ya su copioso ágape. Las llamas, cuidadosamente alimentadas, iluminaban con sus reflejos los costados de los cubiletes y los rostros. El calor era sofocante.
Lucrecia, con los ojos fijos en el mantel, parecía no seguir la conversación. Se limitaba, diligente, a subrayar con una fría sonrisa, cualquier ocurrencia ingeniosa.
—¿Se dan aquí en otoño, como en Pesaro —preguntó bruscamente—, esas ráfagas nocturnas de viento que tanto me gustaban? ¿Y el paso de las aves salvajes que regresan antes del invierno, al país del preste Juan o de Marco Polo? Recuerdo que se nos echaron encima los regimientos franceses, un día que estábamos cazando el flamenco bajo la lluvia.
Se hizo un silencio. Los comensales parecían preguntarse si Lucrecia había aludido a su vida pasada otra vez, involuntariamente, o con deliberado propósito de demos, trar que, en el momento en que se disponía a reunirse con su tercer esposo, no se creía obligada a echar un velo sobre sus recuerdos.
Bentivoglio, más político, hasta creyó incluso ver una amenaza en aquella evocación de los franceses que, enemigos a la sazón de los Borgia, eran en aquel momento sus aliados. Dando rienda suelta a su imaginación, se preguntaba si Lucrecia no se había propuesto intimidarlos al recordarles que, por medio de su hermano César, estaba respaldada por los franceses, y que éstos, que ya habían alcanzado una vez las orillas del Adriático, podían volver a ellas en una forma más asentada y por más tiempo.
En cuanto a Bembo, observó solamente que los dos recuerdos que se le habían escapado a Lucrecia procedían de su primer matrimonio y que en la conversación nada había sacado a relucir de su más próximo pasado: el tiempo que fue la mujer de Alfonso de Aragón. Con una intuición que le asombró, se persuadió de que el amor de Lucrecia había sido Alfonso y que la herida había sido profunda.
Doña Lucrecia se había levantado. Se excusaba de retirarse tan pronto a sus aposentos, pero habiéndola prevenido su huésped que debían embarcar a las cinco de la mañana, antes de clarear el día, tenía prisa por irse a acostar.
—Debo confesar —añadió — que acostumbro levantarme más bien a las once que a las cuatro.
Siguiendo su ejemplo se habían levantado todos. Lucrecia se despedía inclinando la cabeza a todos lados.
A pesar del rechinar de los sillones y taburetes, Bembo oyó el susurro de su traje con tan fervorosa atención que hasta creyó distinguir el deslizante rumor de su pelo y el roce imperceptible de su gorguera. Pasó a bastante distancia de él, pero en el surco de su paso respiró su perfume. Ella se alejaba, azul, blanca y oro. Las llamaradas de la gran chimenea se reflejaron en sus joyas y su pelo.
Bembo contempló su desaparición como se contempla una puesta de sol.
La ausencia de Lucrecia quebró la animación de la velada. Hubo unas tentativas de música y de canto. Algunos jugaron a las cartas. Otros se fueron a admirar los últimos cuadros adquiridos por Bentivoglio. Nadie se atre» vía a hablar de Lucrecia y todos pensaban en ella.
Después, uno tras otro, los invitados empezaron a desfilar hacia sus aposentos.
Bembo estaba demasiado nervioso para poder conciliar el sueño. Se preguntaba: «¿Es que la quiero?» Contempló el salón que había quedado ya casi desierto y que le parecía extraordinario porque Lucrecia había estado en él unas horas. Vio la larga mesa, el mantel arrugado, cubierto de follaje, los cubiletes derramados, las pirámides encentadas de frutas confitadas, las botellas conteniendo aún restos de vino rojo. Alrededor, se ajetreaban varios criados. Eran los restos de un festín presidido por la mujer en la que iba a pensar toda la noche.
En el momento de abandonar el salón para dirigirse a la escalera, Bembo se cruzó con un grupo de oficiales entre los cuales reconoció al de mayor graduación por haberlo visto en Ferrara. Sus vestidos chorreaban agua. Se frotaban las manos y parecía que la chimenea les atraía irresistiblemente.
Al mismo tiempo le llamó la atención un rápido ruido de pasos en la escalera. Se volvió:
—Dejadme, dejadme —gritaba el hombre dirigiéndose a Bentivoglio, que se había precipitado a su encuentro—. No me habéis visto.
Bembo se había quedado de una pieza al reconocer en el viajero del traje mojado, al señor Alfonso de Este, hijo del duque de Ferrara y esposo de Lucrecia. El joven príncipe lo reconoció a su vez, y le lanzó, sin dejar de subir la escalera precipitadamente:
—Mañana por la mañana. El deber me llama...
Un criado portador de un candelabro le precedía. Bembo vio como se detenía en lo alto de la escalera ante una gran puerta esculpida.
—¿Es ésta? —preguntó Alfonso.
—Sí, monseñor.
No sólo era Bembo el que contemplaba la irrupción de Alfonso en las habitaciones de Lucrecia. Los oficiales y gentilhombres que rodeaban a Bentivoglio, habían levantado la cabeza, todos sin excepción. Sus rostros expresaban una burlona socarronería.
Sólo a Bembo se le cortó la respiración y sintió que la saliva se le agolpaba en la garganta al ver que el heredero de la corona de Ferrara, después de haber llamado a la puerta golpeando con el puño por pura fórmula, la empujaba y la cerraba inmediatamente tras de sí.
Lucrecia muda de asombro, contemplaba al fornido mo—cetón que había entrado de aquel modo. Avanzaba por el aposento como si estuviese en su casa. Su manto dejaba un reguero de agua sobre la alfombra de Oriente.
Se lo quitó y lo arrojó al desgaire sobre un escabel.
—¿Dónde creéis estar, señor? —dijo Lucrecia—. ¿Con qué derecho habéis entrado aquí?
Estaba sentada ante la chimenea en la que ardía un fuego vivo, vestida solamente con su camisa de noche y un manto de fino tejido de oro, que se había echado sobre los hombros. Caterinella, que sólo llevaba puesta una camisa, estaba sentada en un taburete, con las piernas cruzadas, y peinaba a Lucrecia.
Había interrumpido su ademán y contemplaba al intruso con sus grandes ojos de gato. En la mirada de Lucrecia, dirigida asimismo hacia el joven, había una despectiva hostilidad. Divertido de ser el blanco de aquellas miradas, Alfonso de Este se reía con un asomo de burla bastante vulgar.
—Me asisten más derechos de los que hacen falta para penetrar en vuestros aposentos, señora. Vuestra casa es la mía. ¿No me reconocéis? Creí que os habían dado mi retrato. Y hasta he hecho acuñar una medalla, que me costó muy cara, para que mis hermanos os la entregasen en mi nombre.
«Tiene ojos de cerdo», pensó Lucrecia. Se incorporó y contestó con un tono frío:
—Llevo veintisiete días de camino, señor, para reunir—me con vos. Nos hemos casado por poder y tenéis sobre mí todos los derechos. Pero, si no me equivoco, mañana me espera una entrada triunfal en Ferrara. Un pueblo entero se ha desplazado para asistir a nuestra boda mañana, señor. Permitid que os muestre mi sorpresa al encontraros hoy aquí
—Sorprendida y maravillada, a juzgar por vuestro semblante.
—¿Por qué no hablar con franqueza? —propuso Lucrecia dejándose caer muellemente en el sillón—. Vuestro padre os ha obligado a casaros conmigo. Podéis creerme si os digo que, por mi parte, he sufrido una presión más intensa aún que la que ha acabado por vencer vuestra resistencia...
Lucrecia terminó su frase mentalmente: «Estoy sufriendo las consecuencias del gran error que cometí al no morir al mismo tiempo que el hombre querido. A partir del momento en que, a pesar de haber desaparecido la única razón de mi vida, seguí viviendo, me exponía a pasar por las pruebas más desagradables, por ejemplo, a que un insignificante Alfonso de Este, hecho un asco por la lluvia y pagado de sí mismo, se presente en mi habitación a reclamar el derecho de acostarse conmigo.»
Se recobró y concluyó simplemente:
—En resumen, somos una pareja de casados contra su voluntad. Invitas invitam conjungit.
—¿Qué decís?
—Es latín —se excusó Lucrecia—. Significa, poco más o menos, que se casó con ella contra su voluntad y contra la voluntad de ella. Y ya que hemos, llegado a esto tratemos de ver claro. Tengo algo que proponeros. Por nuestro matrimonio poseéis todos los derechos sobre mí, por supuesto, pero no me queréis más de lo que os quiero yo a vos, y sólo hace cinco minutos ni siquiera me conocíais. ¿No podríamos dejar las cosas como están? Si os conformáis con no tocarme podréis tener la seguridad de que, en cambio, ninguna mujer se consagrará a vuestros intereses como lo haré yo, dispuesta a morir por vuestro bien si es preciso.
Alfonso no pudo contener la risa:
—No os pido tanto. La carrera que acabo de darme bajo la lluvia no tiene por objeto vuestra muerte. Me he casado con vos a costa de mi honor, pues, ya que estamos jugando el juego de la sinceridad, poco os costará imaginar el asco que he sentido al pensar que un nombre de la reputación del vuestro se incorpore a mi familia. ¿Sabéis que el duque de Ferrara hace remontar nuestra genealogía hasta el propio Hércules? Y yo no soy como mi padre; no entiendo nada de esto ni me importa. De todos modos, si dudo de que Hércules fuese mi abuelo estoy seguro, en cambio, que desde hace siglos no ha entrado mujer alguna en mi familia a la que la opinión pública atribuyese tantas faltas y tantos crímenes como se os atribuyen a vos...Con motivo o sin él, no me importa. Lo cierto es que por razones de Estado y engolosinado por vuestra dote, mi padre me ha obligado a casarme con vos y que el hecho está consumado. Ahora bien, la única compensación de un asunto que ofrece tantas desventajas, incluida la de convertirme en cuñado de un demonio como César Borgia, era vuestra hermosura. Italia entera lo repetía. Me he cerciorado de ello y me dispongo a aprovecharme y no sólo contemplándoos. Será mi compensación.
Mientras hablaba había fijado su mirada en el escote redondo de la camisa de Lucrecia que, maquinalmente, se cubrió el pecho con las holgadas mangas de su manto.
—No es esto precisamente —exclamó Alfonso.
Negligentemente la cogió por el talle con una mano. Con la otra y la brusquedad de un palafrenero, apartó el manto.
—¡Así! —dijo.
—Estáis en vuestro derecho —dijo Lucrecia.
La glacial insolencia del tono de la mujer hizo perder los estribos a Alfonso. Tiró de la camisa rasgando un buen trozo desde el galón de oro del cuello. Después retiró la mano y permaneció inmóvil, trastornado y confuso ante el espectáculo de los maravillosos senos tan altos y redondos que no parecían formar realmente parte del cuerpo de Lucrecia, sino haber brotado en él, como dos hermosos frutos.
Ella no hizo nada por ocultad su desnudez. Esperaba impasible, con los labios apretados, como quien se ha clavado una espina en el pie y espera estoicamente que se la quiten.
Excepto sus manos, que se crispaban asidas a los brazos del sillón, no se movió tampoco cuando, con un asomo de encendida sonrisa, Alfonso se puso a acariciarle los senos.
Con las mandíbulas contraídas, ella se repetía que no debía pensar en nada. Era su castigo por no haber muerto con Alfonso de Aragón y tenía que aprestarse a soportarlo.
Unos meses antes había decidido llevar un cilicio para que su supervivencia al ser querido no fuese más que un lamento, pero Caterinella, horrorizada al ver la piel tumefacta se lo arrancó. Lucrecia había renunciado a aquel tormento comprendiendo que el verdadero cilicio que iba a llevar era el de la sucesión de los días en que se vería privada de su marido y entregada a los innobles vaivenes de la vida.
Las caricias de Alfonso le desgarraron el corazón en primer lugar. Luego sublevaron su carne por la brutalidad de los contactos. Pronto el grosero amasamiento le fue tan insoportable que su boca se abrió para gritar y, no que—riéndolo hacer, se sorprendió a sí misma salmodiando:
—Tenéis derecho... Tenéis derecho... Tenéis derecho...
—¡Claro que sí! —gritó el joven cuyos pequeños ojos se habían encendido en un vivo destello—. Evidentemente para respetar el protocolo debía haber esperado a mañana...
Al hablar, la había soltado. Ella se dominó en el acto.
—Esto es, efectivamente, lo que os reprocho... Pero tenéis razón, puesto que hay que pasar por ello, cuanto antes mejor.
—Me estáis comparando a un purgante...
Ella prosiguió la expresión de su pensamiento sin tomar en cuenta la indignación de Alfonso:
—Constituís una realidad contra la que nada puedo —dijo—. Sólo deseo que sepáis que no me poseéis a mí. Dispondréis de mi cuerpo a vuestro antojo. Esto es todo.
—Bien, con esto me basta —rugió Alfonso riendo groseramente—. Para mí el amor es esto: la batalla de dos cuerpos. El alma se la dejo a los poetas, deseándoles que Ies haga muy buen provecho.
Retrocedió hasta la chimenea, muy satisfecho de lo que él creía una frase ingeniosa. Insistió:
—Un Bembo, sí, poco me costaría creer que se estremecería de dolor si una dama le concediese su cueipo negándole el alma. Pero nosotros, los príncipes de Ferrara, somos gentes que gustamos de la buena vida, trabajadores y animosos, duros ante la fatiga y nada complicados.
De pronto, su rostro se sosegó. Le cohibía el cerrado semblante de Lucrecia que, inmóvil en su sillón, con el seno descubierto, mantenía los ojos cerrados.
—Vamos, vamos —prosiguió—, no os atormentéis ni hagáis un drama de este matrimonio. Sólo de vos depende que seáis dichosa en Ferrara. Yo necesito una mujer dócil que asegure mi descendencia, que sepa presidir las recepciones y no provoque ningún escándalo. Hasta hoy el escándalo ha sido vuestro clima habitual. No sé si tenéis en ello arte ni parte, o si el mal procede simplemente de vuestro hermano César. Esto me da lo mismo. Me propongo, sencillamente, que en lo sucesivo ceséis de dar pábulo a la pública curiosidad. En Ferrara estaréis tranquila; allí no hay intrigas, ni vino envenenado, ni las calles son degolladeros, como en Roma. Puesto que sois mi mujer, nos haremos el amor de vez en cuando, pero exijo que prescindáis de grandes declaraciones y alambicadas protestas como las ridiculas que acabáis de hacerme. Esto sentado, os dejaré vivir a vuestro antojo. Evitaréis interesaros por mi vida privada. Por supuesto, tendré amantes, pero esto no debe causaros ninguna inquietud. Son pescaderas y planchadoras que jamás pondrán los pies en la corte ni tratarán de suplantaros de ningún modo. Para que no quede sombra alguna, no esperéis de mí brillantes conversaciones, a las que quizás os habéis acostumbrado en Roma. Llegué a saber unas palabras de latín y de griego, que me apresuré a olvidar. En cuanto a la pintura, sólo me gustan los retratos que guardan parecido con el modelo. Si toco la viola es sencillamente para conservar la agilidad de los dedos. Es cierto que a veces escucho música. Es que me he dado cuenta de que facilita la digestión. No soy de esos hombres que vibran por el arte y las bellas letras, como por desgracia Italia los produce en cantidad excesiva desde hace un siglo. Aún a riesgo de irritaros, os diré que prefiero la compañía de los carreteros, zapateros, albañiles, amojonadores y pirotécnicos a la de los poetas y filósofos. Una hermosa joya me deja indiferente; no así una buena herramienta. Quizá no ignoráis que en Ferrara somos los primeros fabricantes de artillería del mundo. En pocas palabras, mi pasión es la metalurgia. Vuestro hermano César oree que el porvenir está en manos de los que, enamorados de la civilización del pasado, han logrado imponerla a los bárbaros a fuerza de intrigas tan sutiles como crueles. Yo creo que el futuro pertenece a la industria. Cada día descubrimos nuevas herramientas. Esto es lo que por lo que respecta a mí constituye la maravilla del espíritu y la razón en virtud de la cual un cerrajero que me viene con un invento que modifica la fabricación de las llaves, me anima mucho más que un poeta que ha dado con una nueva forma de versificar. En fin, ya veis que pocos temas comunes de conversación tendremos, aparte el interés que nos demostraremos por nuestra respectiva salud. Esto nos evitará la pena de disputarnos. Así, pues, todo irá bien. Sonreídme, comportaos como una buena esposa y tranquilizaos. El breve discurso que acabo de haceros será el último.
Había hablado balanceándose acompasadamente ante la chimenea, con las piernas separadas, los pulgares en las vueltas de sus amplias mangas, con una media sonrisa, para indicar que era sensible al imprevisto que suponía aquella profesión de fe, ante una mujer con los senos al aire. Por su parte, Lucrecia había conservado la indiferencia y el pudor de una estatua.
—¿Qué ocurre? —preguntó—. Ya sé que sois poetisa, helenista, purista y todo lo que se quiera, y hasta podéis opinar en arquitectura. Sé que la música no guarda secretos para vos, y de no haber sido una princesa, vuestro arte de cantante os hubiera permitido conquistar la celebridad. Sé que guiáis a pintores y escultores en la decoración de los aposentos y que inventáis dibujos para las telas, formas para los trajes, diseños de joyas cuyos modelos se discuten tanto en la corte de Francia como en la de Madrid. Sé todo esto, pero, ¡qué diablo!... en Ferrara podréis dar rienda suelta a estos gustos. No seré yo quien os anime a ello, pero tampoco seré quien os lo impida.
Y todos los ingenios que mi rusticidad apartaba formarán una corte tan brillante como la de Roma. Entretanto, yo pasaré el tiempo en las fundiciones y, a fin de cuentas, los dos seremos felices.
Lucrecia volvió a abrir los ojos.
—Estoy muy fatigada, señor —dijo con indiferencia—. Mañana tendré que levantarme a una hora desacostumbrada para mí. Quisiera dormir y dormir sola. Si os retiráis me haréis un gran favor. Y dejaremos esta... entrevista para mañana por la noche, como estaba previsto. De este modo dispondré de un día entero para prepararme a ella.
—¿Para prepararos? Estáis bien así, os lo aseguro.
Y muy hermosa. No mentían vuestros retratos. ¿Queréis saber lo que he pensado al veros? Que sois más hermosa aún de lo que dicen.
—Sin duda me he expresado mal —murmuró Lucrecia recogiendo sobre su pecho la ropa rasgada—. Quería prepararme moralmente a...
—¿A la prueba que os espera? ¿No pretenderíais acaso jugar a las primerizas? Y como supongo que a pesar de vuestro aplomo ni siquiera se os podría ocurrir, debo creer que desde el momento en que necesitáis prepararos a pertenecerme es que no soy vuestro tipo. Me jacto, en efecto, de no parecerme en nada a ese tipo de libertino turbio que es el único que debe ser de vuestro gusto. Pero además, vuestro gusto me es por completo indiferente. En cuanto a esperar a mañana, estáis bromeando. ¿Os figuráis acaso que he cabalgado toda la tarde bajo la lluvia para aguantar el mal humor, las lecciones y las afrentas de una Lucrecia Borgia?
Se lanzó sobre ella y la asió como un descargador que se pelea en el puerto.
El sillón cayó de espaldas. Lucrecia y él, enlazados como dos luchadores, rodaron junto a la chimenea, sobre la aforaba.
El manto de Lucrecia se había deslizado y ella se estaba debatiendo protegida sólo por la fina camisa, cuya rasgadura se agrandaba a cada movimiento. Alfonso había cerrado su mano sobre la ondulante cabellera, como se sujeta el oleaje de una cascada. La echaba hacia atrás, manteniéndole la nuca contra la alfombra. Había logrado con la otra mano inmovilizarle las dos muñecas y la aplastaba con su cara pegada a la de ella. Se miraban tan cerca que las largas pestañas de Lucrecia rozaban la mejilla de Alfonso.
Del rostro demasiado cercano de su asaltante Lucrecia sólo distinguía por otra parte, unas manchas confusas de color y de luz. Al sentir la boca de él contra la suya, intentó imaginar, en lo borroso de los detalles que veía, que Alfonso sólo era un fantasma de una pasajera pesadilla. Para soportar lo que iba a ocurrirle, tenía que persuadirse de que no era verdad. Se ahogaba, con el cuerpo inmovilizado por el peso del hombre y los brazos y la cabeza clavados en el suelo.
Enloquecida de horror y de rabia, Lucrecia hizo una lúcida observación: se asombró de lo que le costaba soportar el peso de aquel hombre y recordó lo liviano del cuerpo del ser amado. Sentía que las lágrimas se agolpaban a sus ojos. La boca de Alfonso le resultaba insoportable y la mordió.
Él echó la cabeza atrás, soltando la cabellera y las muñecas de la mujer.
Lucrecia, apoyándose en los codos, trató de apartarse, pero Alfonso empezó a pegarle. Con los párpados entornados por la ira y los labios manchados de sangre, la estaba abofeteando. A cada golpe la cabeza de Lucrecia chocaba contra la alfombra. A través del zumbido que la ensordecía, oía los insultos que con voz jadeante le prodigaba Alfonso.
El hombre se cansó de pegar. Trituraba el torso de Lucrecia entre sus rodillas, descargaba todo su peso sobre las muñecas de ella y la miraba con una expresión de ira concentrada y sus mejillas carnosas relucientes de sudor. Le soltó una mano para abofetearla una vez más.
—¿Te gusta esto? —jadeó—. Debías haberlo dicho antes. ¿Era esto lo que querías? Bien, si te gustan los golpes, quedarás servida conmigo... A mí me gusta darlos.
Y para demostrarlo, le dio otra bofetada. Entonces ella le cogió la mano y la mordió con tanto furor que su cuerpo se puso tenso como una cuerda. Por más que Alfonso sacudía el brazo, como un hombre cogido en una trampa, ello no aflojaba los dientes. Se aferraba cada vez más sin soltar su presa. El sabor de la sangre en la boca le hizo aflojar las mandíbulas.
Medio muerta, dejó caer la cabeza sobre la alfombra. Las llamas de la chimenea, demasiado próximas le quemaban la piel. Se ahogaba esforzándose en recobrar el aliento y tragarse las lágrimas. Alfonso, que seguía agazapado encima de ella como una bestia, se frotaba silenciosamente la mano herida. Tácitamente se había establecido una tregua.
—Se dice —dijo por fin Alfonso, con voz enronquecida — que mandábais asesinar a los amigos que os disgustaban por vuestro hermano César. Privada de ese hombre tan hábil, os defendéis bastante bien con los dientes. Enhorabuena. Me gustan las mujeres enérgicas. Pero una vez hecha la demostración, quizá podamos acabar por consumar nuestro matrimonio en forma menos tumultuosa.
Lucrecia se calló.
—Como gustéis, querida... Entonces será una violación. No me desagrada, al contrario.
Chocarrero, miraba a Lucrecia con una mirada libidinosa mientras se desabrochaba el cinto y el jubón de flexible piel.
Pronto Lucrecia entrevió entre sus párpados entornados el busto desnudo del hombre.
Empezó a arrastrarse imperceptiblemente, apartando en primer lugar las caderas del cerco de Alfonso que, demasiado ocupado en desnudarse, no le prestaba casi atención. Por supuesto, ella sabía que tarde o temprano tendría que reconocer los derechos de su nuevo marido. Pero había dejado de razonar. Luchaba para poder evitar aquel instante. La idea de encontrarse de nuevo sola en aquel aposento y de poder llorar tranquilamente acurrucada en su lecho, le parecía el colmo de la felicidad. Se proponía, una vez hubiese logrado deslizarse fuera del alcance del hombre, apoderarse de uno de los candelabros, acercar la llama a una de las cortinas y prenderle fuego, lo que le hubiera proporciando el respiro que necesitaba.
—¡Alto ahí! ¡No tan de prisa! —exclamó Alfonso.
Sin darle tiempo a levantarse y echar a correr, la había sujetado por los tobillos y la arrastraba como un saco hacia él.
Caída en el suelo, contemplaba en aquel momento, muda, el cuerpo del joven desnudo, de blanca piel, cuyos largos y finos cabellos oscilaban sobre los hombros. «Ya está —pensó—. Esta vez no puedo escapar.»
Alfonso no dejaba de mirarla mientras la arrastraba hacia él, con la boca entreabierta y los ojos inyectados. La camisa de la mujer se había subido hasta la mitad de los muslos. Sujetándole por los tobillos, él le había abierto las piernas. Contemplaba, con el corazón latiéndole fuertemente, aquel cuerpo de una blancura y una suavidad estremecedoras. Ya no la miraba a la cara, sino la turgente fuga de aquella piel nacarada que la penumbra de la camisa envolvía en el punto en que alcanzaba el arco de las piernas. «No hay un alma que valga esto», pensó golosamente Alfonso.
Sentía latir su sangre como una tormenta. Respiró profundamente, luego se inclinó, cogió el borde de la camisa | la rasgó de arriba abajo.
Lucrecia, extenuada, desesperada, con los ojos cerrados, no se movía.
Entonces con un gesto pausado, un poco solemne, él separó los dos paños de la camisa y pensó en los imbéciles que excavan la tierra con la esperanza de exhumar antiguas estatuas romanas mutiladas. Y pensar que había quien sudaba sangre y agua para apartar montones de tierra sucia y darse el gusto de tocar la fría superficie de un busto de Venus enfurruñada con el mentón resquebrajado cuando existe el vertiginoso placer de rasgar simplemente una fina tela y dejar al desnudo una carne ardiente, tan suave a la vista como a la palma de la mano, que respira, que se estremece, que es toda ella mórbida redondez excepto los desnudos senos tensos y que es toda matiz, desde la blancura del vientre a las rosas de las mejillas, del moldeado azul de un codo a los chorros de oro de sus cabellos que, esparcidos, surcaban como arroyuelos el cuerpo hasta las caderas.
Del mismo modo que hay una voluptuosidad en abstenerse de beber cuando se tiene mucha sed, Alfonso, inclinado sobre Lucrecia, enloquecido de deseo, atraído por el calor de aquel cuerpo, pensando sólo en sumergirse en él, se obligó unos instantes a permanecer inmóvil.
Hubiera querido que Lucrecia viviese. Su actitud inerte lastimaba su placer. Incluso hubiera preferido la furiosa combatiente de unos momentos antes. Con la yema del dedo, empezó a acariciarla, siguiendo los meandros de los cabellos por el pecho de la mujer.
Ella apretaba los labios. Electrizado por sus propias caricias, Alfonso las prosiguió hacia los hombros hacia la comba de las caderas, hacia el suave nacimiento de los muslos. Contemplaba a Lucrecia respirar cada vez más intensamente. Después sus labios se relajaron. Los muslos intentaban cerrarse, pero el insolente pecho erecto se ofrecía a las caricias. Hasta el vientre de la mujer se ahuecaba.
Entonces se tendió encima de ella, pero sin apoyarse, de modo que su pecho rozaba sólo el botón de los pechos de Lucrecia, y sólo un instante su vientre rozaba el de ella, y el surco que se había abierto entre las rodillas de la joven, lo iba ensanchando lentamente, a fuerza de sedosas presiones.
Un estremecimiento más violento que los anteriores recorrió el cuerpo de Lucrecia. Su cara se proyectó hacia delante. Abrió los ojos límpidos que habían palidecido espantosamente.
—¡No! —aulló—. jEsto no! ¡No! La proximidad de aquel cuerpo que era casi suyo confirió una especie de poder de adivinación a Alfonso. Comprendió que lo que le separaba de Lucrecia era el recuerdo de otro hombre y que ella, si había acabado por aceptar la idea de ser poseída por él, estaba decidida a que el acto no fuese para ella sino una tortura; que en aquel momento se rebelaba contra el involuntario placer que provocaba en su cuerpo las caricias que él le prodigaba. Esto era lo que había querido decir hacía un instante al anunciar a Alfonso que le negaba su alma, que con todas sus fuerzas deseaba que el placer quedase para siempre proscrito de sus abrazos. Y tras un momento de estupor, era la desesperación lo que sentía en los brazos de Alfonso, en el momento en que se insinuaba el placer en su cuerpo a pesar de ella.
Y fue ella la que, para poner fin al preludio a que su temperamento cálido no le permitía resistir, intentó obligar a Alfonso a poseerla en el acto, para cerrar el paso a la voluptuosidad sin darle tiempo a invadirla: lo atrajo audazmente. Él no resistió. Sólo a duras penas había retrasado hasta entonces el asalto.
Lucrecia profirió un alarido. ¿Sentía que era más grave ser poseída, incluso sin voluptuosidad, que gozar con algunas caricias? Profería alaridos y sus gritos azotaban el deseo de Alfonso, que multiplicaba la cadencia de su cuerpo. Dejaba que las uñas de la mujer le desgarrasen la espalda. La contenía como a una enemiga. Había pasado una mano por debajo de ella y apretaba su grupa suave y cálida, sosteniéndola como un yunque, cuando él solo no era ya más que el ritmo encendido de una fragua. Sus labios aplastaban los de Lucrecia. La pequeña boca resistía
como si, desde el fondo de su desastre, la mujer pusiera lo que en ella quedaba de resistencia en el ardor con que cerraba el único lugar de su cuerpo del que Alfonso no se había apoderado. Y él mismo fingía batirse en retirada para que la boca de Lucrecia, al verse libre, pudiera volver a aullar de nuevo y a salmodiar aquel: «¡No, no, no!» que ya no significaba nada.
Caterinella escuchaba también aquellos «¡No, no, no!» Los gritos de Lucrecia que hacía rato oía desde la pieza contigua a la que se había trasladado, la habían hecho levantar.
Había llamado sin obtener respuesta y había empujado la puerta, y en aquel momento miraba sin que su fisonomía expresara ningún interés, ninguna emoción.
Los dos cuerpos se retorcían entre los pliegues ondulantes de la alfombra, aparecían cobrizos por la tormenta de llamas que ardían precisamente por encima de ellos en la chimenea. A pesar de los rojos resplandores, la satinada blancura de los hombros y los muslos de Lucrecia contrastaba con el cuerpo rubio, pero oscuro, de aquel joven musculoso, demasiado redondeado y bañado en sudor. El cuerpo de la mujer se arqueaba en su voluntad de rechazo, de asco, mientras que bajo la piel de Alfonso los músculos empujaban, ávidos de estrechar, de atraer, de retener, de aplastar.
La ola del pelo de la mujer se había soltado alcanzando los restos rasgados de su camisa que yacía a dos pasos de ella. Detrás de ellos un sillón patas arriba y más lejos, encima de otro sillón, un bonete y un manto seguían goteando tranquilamente.
Fuera, la lluvia golpeaba cadenciosamente la ventana con un rumor crepitante, que subrayaban las lejanas ráfagas de viento en el valle del Po.
El cuerpo de Alfonso había rodado al lado del de Lucrecia. Ésta, liberada, se mantenía en la misma posición en que la había dejado Alfonso. Tenía aún los puños cerrados, los hombros recogidos, el vientre tenso, pero sus piernas habían quedado abiertas, vestigio del don que había hecho a pesar de ella.
Alfonso quiso acariciarla con un vago ademán. Ella lo rechazó secamente y siguió inmóvil. Su rostro, con los ojos cerrados, los labios unidos, fascinaba a Caterinella que, temiendo, con todo, ser vista, cerró la puerta con sigilo y volvió a acostarse a tientas.
Fingió que se despertaba sobresaltada cuando, pocos minutos más tarde, oyó que su dueña le llamaba.
Lucrecia le esperaba en la espaciosa habitación. El sillón estaba de nuevo sobre sus patas. Del paso de Alfonso, que al irse había recogido su gorra y su manto, sólo que—daba el testimonio de unas gotas de lluvia sobre la alfombra.
Lucrecia se había arropado con su túnica dorada.
—Mi pobre Caterinella, mucho me temo que esta noche no puedas dormir. Son más de las dos y debemos levantarnos a las cuatro. Yo no tengo intención de acostarme. Y cuento con tu ayuda...
Había entreabierto su manto. Caterinella pudo ver las contusiones que había observado ya pocos minutos antes, cuando Lucrecia estaba en brazos de Alfonso. Por pura fórmula fingió una discreta sorpresa que expresó alzando las cejas.
Unos minutos más tarde, había puesto al fuego un barreño de agua a calentar y había preparado la bañera de Lucrecia y destapado múltiples frascos de leche suavizante, ungüentos de hierbas y perfumes.
Lucrecia se dejó lavar y friccionar sin abrir la boca. Apenas si, al pasar Caterinella sus dedos por las contusiones y preguntarle si le dolía, contestaba negativamente. Lo más corriente era decirlo moviendo la cabeza. Y como Caterinella nunca había sido habladora, el silencio más profundo reinaba en la estancia. Allí sólo había dos mujeres mudas, una desnuda y dolorida abandonándose a los tiernos y expertos cuidados de la otra.
No obstante, una vez, cuando la morita acabó de peinarla, a Lucrecia se le escapó un quejido.
Interrumpió las excusas de Caterinella para preguntarle:
—¿Dónde está el cofre de las sortijas?
Caterinella se lo dio. Lucrecia lo abrió dejándolo a su alcance, al borde de una mesita. Luego se sentó para ponerse las medias con ligas de rosetones de plata.
—No quiero estas ligas —dijo—. Son adecuadas para montar a caballo. Hoy es día de gran gala y me voy a poner las de oro y coral.
La penumbra invadía el aposento, pues los candelabros estaban agotándose y desprendían solamente una luz parpadeante mientras que el montón de cenizas del hogar, que desprendía todavía calor, había perdido sus reflejos. Caterinella, inclinada sobre un cofre de viaje, manoseaba medias y pañuelos buscando las famosas ligas.
Alrededor de las dos mujeres seguía reinando el silencio. La lluvia había cesado, como suele ocurrir hacia el alba.
El fuego no crepitaba ya, y hasta el guardia cuyos pasos lentos y regulares, a lo largo del corredor, acompañados por el golpear de la alabarda oía Caterinella desde hacía horas, se había detenido.
No obstante, Caterinella había quedado en suspenso, sin acabar su gesto. Sabía que algo ocurría. Volvió la cabeza, con los nervios en tensión.
Lucrecia conservaba una actitud juiciosa en apariencia, en un rincón del aposento oscurecido todavía por el terciopelo verde prensado, sobre el que estaba echada. Caterinella veía mal, más allá del alto lecho de baldaquino que ocultaba a su dueña, lo que ésta podía estar haciendo, sentada al lado de la mesita, recubierta de seda violeta, sobre la que destacaba, deslumbrador, el cofrecito de marfil.
Caterinella dio un salto. Al echar a correr hacia su dueña, se pisó el borde del vestido y el estrépito de su caída y el sofocado grito que exhaló, detuvieron el gesto de Lucrecia. Al levantarse, la morita vio que tenía en la mano la gruesa sortija que acercaba a su boca en el momento en que la caída de la doncella le había sobresaltado.
—¡Señora! —gritó.
Se arrojó sobre Lucrecia creyendo que se vería forzada a luchar para arrancarle la terrible sortija que había identificado muy bien como la que contenía una píldora de veneno. Lucrecia se dejó quitar la joya mortal, con aire atontado.
Caterinella cerró la presilla con precaución y miró a su dueña.
—Ya estaría casi todo acabado —murmuró Lucrecia.
Y añadió:
—Es lo único que puedo hacer...
Estaba muy hermosa entre los pliegues de su larga camisa, con el casco de oro de su cabellera. La tristeza que reflejaba su semblante le confería una nobleza que no tenía antes. Caterinella observó lo mucho que había cambiado. El ingenio y la alegría que antes prestaban alas a su rostro habían cedido el paso a una misteriosa languidez que le sentaba bien. Tenía los ojos bajos, mirando el suelo aquellos ojos blancos y azules, más suaves aún por el círculo malva de las ojeras que los envolvían.
Lucrecia se había acercado con vacilante paso a la ventana y apoyaba la frente contra el cristal.
—Cuando murió Alfonso —dijo con una voz que recordó a Caterinella la Lucrecia de trece años —creí ingenuamente que la pena me mataría. Al despertar, por la mañana, me decía: «No he muerto aún.» El día que comprendí que no moriría de pena y que mi cuerpo seguiría viviendo, debí haberme envenenado. No pude, porque lloré demasiado. Y ahora no puedo porque he recobrado demasiadas fuerzas. Cuando me has interrumpido estaba vacilando, preguntándome si debía tomar el veneno contenido en esa bolita. Quizá lo hubiera tragado, quizá no. Esto me recuerda los tiempos de mi infancia, cuando tenía que tomar un medicamento. Me decía: «Hay que tomarlo. Acabemos de una vez.» Pero todo mi ser se rebelaba.
Tras la violencia ejercida sobre sí misma, Lucrecia se estaba relajando. Las palabras se atropellaban en sus labios, las lágrimas brotaban de sus ojos. Sus rodillas se doblaron. Caterinella la sostuvo y la acompañó hasta la cama, cuyas sábanas, que Alfonso no había usado, estaban aún cuidadosamente estiradas.
—Mejor hubiera sido ser siempre niña —sollozó Lucrecia—. ¿Por qué abandoné el convento de San Sixto?
En su delirio se contradecía, pues acto seguido gritaba que su vida había empezado al encontrar a Alfonso de Aragón. «¿Por qué no maté a César y me suicidé inmediatamente?», repitió varias veces.
—Evidentemente, si sólo pensáis en monseñor De Aragón, lo que os ha ocurrido hace un momento debe ser bastante desagradable —repuso por fin Caterinella con voz un poco lejana—. Lo que está pasando tenía que ocurrir.
—He alimentado hasta el fin la esperanza de que se conformaría con no tocarme.
—Fingíais esperarlo. En el fondo sabíais muy bien que vuestro nuevo marido no tenía por qué privarse de un derecho tan natural. En rigor, si hubierais sido contrahecha... Y además quiere asegurar su descendencia. ¿Habéis podido creer por un momento que accedería a vuestra poco amable petición? Bueno, ahora, ya está hecho. Tratad de ordenaros una vida. Nunca volveréis a sentir la pasión que concebisteis por monseñor De Aragón. Nada me cuesta creerlo, pero aún hay hombres agradables. Coméis, bebéis, luego queréis vivir. Lo confesáis vos misma. No os acobardéis, pues. No sois la primera mujer que ha sufrido una gran desgracia.
En los labios de Caterinella se dibujó una sonrisa.
—Si estuviera en vuestro lugar empezaría por vengarme del patán que os han dado por marido. La música, el cultivo de la inteligencia, el placer, no os apartarán del duelo que os acompañará siempre, pero os ayudarán bastante a soportar la vida. Y no seréis vos la única... Yo no había nacido para prepararos un baño. Si irnos corsarios no me hubiesen raptado siendo muy niña, otra hubiera sido mi vida en un palacio que todavía recuerdo... Y no me quejo, ya lo veis, pues a pesar de tantas desventuras, no soy demasiado desgraciada, gracias a vos.
Lucrecia se levantó y la acarició. Las dos se miraron en silencio.
—Vísteme —dijo por fin Lucrecia—. Ya es hora.
Por los corredores del palacio se oía el ir y venir de la gente. Los caballos, ensillados ya, piafaban entre la niebla del patio.
Los hijos de los labriegos esperaban a orillas del río sosteniendo hachones encendidos en sus enrojecidas manos.
A través de la oscura niebla vieron avanzar unas antorchas que desprendían un halo a su alrededor. Reconocieron la mancha blanca del caballo de Lucrecia, cubierto hasta las rodillas y se pusieron a gritar: «¡Lucrecia! ¡Lucrecia!»
Ella se apeó. Tuvieron tiempo de ver la llamarada de su pelo de oro volando sobre su manto violeta y el destello de uno de sus chapines al franquear la pasarela.
La orilla volvió a sumirse en la oscuridad y, en cambio, se iluminó la barcaza amarrada a pocas brazas. Los palafreneros no se daban punto de reposo manejando los caballos, lujosamente enjaezados, que iban a halar la embarcación hasta Ferrara.
—¡Eh, muchachos!
Lino llegó el primero. Un caballero vestido de negro, al que un doméstico alumbraba, bostezando, le tendió un saco enorme.
—Son peladillas, que debes compartir con tus camaradas. Os las regala doña Lucrecia.
La embarcación había empezado a deslizarse por el río. Una raya desteñida anunciaba el amanecer en el horizonte que la corriente reflejaba, acuchillada. En la popa de la embarcación se oyeron los acentos preludíales de un pífano.
Una música triunfal debía escoltar a Lucrecia hasta Ferrara. Pero los gritos de los muchachos ahogaban la música.
—¿Qué les pasa? —preguntó Lucrecia volviéndose hacia la orilla, que se alejaba lentamente.
—Vuestras peladillas...
A pesar de haber reconocido la voz de Bembo, no volvió la cabeza.
—Ayer —prosiguió el poeta —lamentasteis no podérselas ofrecer. Esta noche las ha ido a buscar un correo. Y yo lo he acompañado, porque no tenía sueño.
Lucrecia siguió escuchando.
—Esos gritos de alegría en el fondo de esta noche y de la niebla —dijo por fin—resultan extraños. Parece algo imposible.
—No hay noche que no tenga su fin ni bruma que no ceda al sol —repuso Bembo—. Entonces, la alegría no nos causa ya miedo.