CAPÍTULO XII
«SI ME QUERÉIS, CREEDME»
¿Debo continuar relatándoos mi historia?
Ahora lo sabéis todo.
Estuve delirando mucho tiempo, postrada en la cama. Creía ver pájaros en las cortinas de mi alcoba. Me figuraba estar en Pesaro. Durante muchas noches y unos días que me parecían noches, mi mente se obstinó en una interminable caza del flamenco, en los alrededores de Pesaro. Tomaban parte en ella Gandía y Pedro. Estaban muy contentos y corrían mucho. Yo sabía que iban a morir y pensaba: «¡Es raro que tengan tanta prisa por morir!» Los médicos que acudían al borde de mi lecho a mascullar su mal latín y los cirujanos su mal romano, se mezclaban generalmente a mis sueños. Gandía y Pedro desaparecían constantemente y yo acusaba a Caterinella como si fuera ella la que los hubiese perdido. Caterinella mantenía su rostro glacial en el que ardían sus ojos.
Caterinella no sólo era implacable en mis sueños. Cuando empecé a mejorar y, sin abandonar el lecho, estuve en condiciones de sostener una conversación, puso a contribución un arte consumado para excitar mi curiosidad haciéndose rogar para satisfacerla.
Y con retorcida crueldad me informó que César se había descartado oficialmente del púBlico asesinato de Pedro acusándole de complicidad en el asalto de que habíamos sido víctimas y de haber concebido el loco empeño de matar al Papa. Y mi hermano aceptaba las felicitaciones por el valor que había demostrado ante la puerta de Su Santidad matando a aquel loco con peligro de su vida.
Por la misma Caterinella supe que se había logrado dar con Pantasilea. Durante semanas enteras, se hizo correr el rumor de que se había fugado, y le cargó en cuenta una aventura inconfesable en los medios del hampa romana. Su cuerpo, descompuesto, fue hallado en las redes de un pescador del Tíber.
El horror que produjo tan espantoso crimen, el recuerdo de la hermosa muchacha cuyas manos se habían posado en mi cuerpo tan a menudo, al bañarme y al vestirme, me pusieron al borde de una recaída.
—¡Dios mío! —dijo Caterinella—. La gente de Roma se asombraría si os viese llorar así.
Esperaba que le preguntase las causas de esta sorpresa de los romanos, pero como yo me callé se vio obligada a continuar por si misma:
—Se dice que sois vos quien hizo asesinar a Pedro y a Pantasilea. Os vieron correr detrás de Pedro en los pasadizos del Vaticano y lo vieron pasar después en brazos de dos criados. César habría sido un mero instrumento vuestro. La causa del crimen poco cuesta de encontrar: os habíais enterado de que Pedro os engañaba con Pantasilea. Y los hicisteis suprimir por celos.
Me contó todo esto negligentemente jugando con un largo abanico cuyas plumas colocaba una a una sobre su rodilla, pasando por ellas sus dedos. A cada pluma que la muchacha acariciaba, yo me enumeraba a mí misma los crímenes de que se me acusaba. Uno, tentativa de asesinato de Sforza. Dos, incesto con Gandía. Tres, incesto con César. Cuatro, asesinato de Gandía. Cinco, asesinato de Pedro. Seis, asesinato de Pantasilea.
Me eché a reír. Y al mismo tiempo pensé: «¿Por qué habré nacido?»
—No me importa lo que digan de mí —murmuré.
Y cada vez me importaba menos. La gente diría que me había acostado con uno, que había matado a otro y que había envenenado a todas mis rivales. Y, por fin, un día tendrían que referir mi muerte. Para mí todo habría terminado y no habría más que hablar. En resumen, todos eran demasiado injustos conmigo y muy pesada la carga de las injusticias. Yo ni siquiera sentía deseos de defenderme.
La situación de una persona que no espera ya nada es abrumadora, pero no desagradable. Se experimenta una sensación de poder en el hecho de no esperar nada, de no temer nada, de no sentir interés por nada, cuando sólo se tienen dieciocho años. Yo estaba tan segura del dominio que ejercía sobre mí misma, y de ser tan vulnerable a los acontecimientos, que quedé sorprendida al comprobar que todavía podía afectarme una noticia.
Aparentemente me había convertido en un ser anodino. César, de regreso de un corto viaje, deseaba cumplimentarme.
Lo cité a la hora que más podía estorbarle: era la única forma de molestarle que tenía a mi alcance.
Titubeé bastante antes de decidir el vestido que elegiría para recibirle. Tan pronto me tentaba un sobrio conjunto espartano, el vestido más liso y descolorido de mi guardarropa, con el pelo recogido bajo una capucha y sin afeites, como prefería un conjunto deslumbrador y una cara radiante, con todas mis joyas, desplegado todo el aparato de mi belleza para demostrar a mi hermano que sus golpes no me habían sometido. Opté por la primera solución, pero una vez lista, cambié bruscamente de opinión. Me quité el vestido oscuro, y Caterinella, ayudada por todas mis doncellas, apenas tuvo tiempo de a justarme un vestido de un satén veneciano color turquesa adornado con franjas de oro batido y pasamanería de oro en las mangas.
—Hacedle entrar —dije.
Sin embargo, me había prometido a mí misma hacerle esperar en la antecámara. Pero cuando supe que estaba allí, respirando a unos pasos de mí, tuve miedo. Y de pronto, me entró una prisa por saber qué podía querer. Al verlo entrar, casi sonreí aliviada. Iba a saber.
La última vez que lo había visto, era empuñando un puñal, sirviéndose de un puñal. Maquinalmente le miré al cinto. No llevaba armas.
—¿Bueno? —le dije.
Yo estaba sentada y le indiqué un taburete. Después desvié la mirada hacia el panorama que se ofrecía en la ventana. La primavera desprendía una frescura picante de los macizos. Las golondrinas revoloteaban por un cielo terso. Los tejados de Roma brillaban.
—No me escuchas —me dijo César.
—Nada me decís. ¿Qué podría escuchar?
Se esforzó en reír.
—Me detestas, ¿verdad?
Yo me creía indiferente y, no obstante, proferí un grito de horror.
—¡Ahorradme este tonol No juguéis a ser buena persona. Creo que el papel de asesino cordial debe pesaros tanto como me pesa a mí.
—Esperaba que habrías reflexionado. Que tu enfermedad y tu soledad te habrían abierto los ojos sobre las imprudencias que has cometido y la necesidad en que me pusiste de cortarlas por tu bien y el de todos.
—¡El bien de todos! ¡Es admirable! ¿Habéis venido simplemente para burlaros de mí? Después de haber matado a mi hermano y de haber matado al hombre que yo había elegido, esperaba que tendríais la suficiente imaginación para no hablarme del bien de todos.
Desvié ostensiblemente la mirada fijándola en la ventana.
César se levantó y contempló Roma, allá a lo lejos, por encima de mi hombro. Su brazo rozó mi espalda y yo retiré mi sillón.
—¿Qué esperas ganar demostrándome tanto odio? —me preguntó.
—Cuando se ve un gusano o una serpiente, no se puede evitar un movimiento de repulsión —respondí sin volver la cabeza—. Con ello no se espera ganar nada. Se hace con la mayor naturalidad.
—¡Bah! —dijo—. No eres tú sola. Me maldicen siempre aquellos por los cuales me desvelo. No comprenden nada.
—¡Pobre incomprendido! —exclamé—. ¿No habréis venido a verme para que os compadezca y enjuague vuestras lágrimas? Pues bien, sabed que si os viera herido no secarla vuestra sangre.
A pesar de mi cólera, seguía sin volver la cabeza hacia él. Adivinaba el peso de su mirada sobre mi nuca.
—Pero llegará un día —proseguí—en que tanto será el odio que habréis acumulado contra vos, que no habrá un pedazo de tierra donde podáis poner los pies.
—Es posible —dijo fríamente—, aunque mis astrólogos me pronostican un porvenir más agradable. Pero si ese día llega, lo aceptaré sin miedo ni arrepentimiento. Habré hecho lo que debía, habré cumplido con mi deber. A veces me es penoso hacerlo y quizá preferiría dejarme llevar por la sensiblería. No tengo tiempo. Más adelante, una Italia fuerte y unida me ofrecerá ocasión de ser bueno, de causar asombro por mi clemencia y él olvido de las injurias recibidas. Me sería fácil. Las injurias no me afectan. Tú me recibes mal, y ya lo ves, no te lo repruebo. Lo que quiero, sencillamente, es que hagas...
—¿Qué quieres que haga? —vociferé.
—Lo que debes hacer —repuso con brusca fatiga—. Nuestra situación es ésta... Somos príncipes de un Estado pequeño perdido en medio de otros estados pequeños. ¿Qué quieres? Y la palabra Italia, que cubre el conjunto solamente es un recuerdo y una esperanza. Existe Francia, existe Inglaterra, pero no Italia. Yo sólo soy un comadrón con unas manos un poco brutales. Me he propuesto unos objetivos sucesivos y es una lástima que tu vida privada, por una fatalidad de la que no se me puede achacar la culpa, siempre se atraviesa en el camino. Era, necesario romper tu primer matrimonio; no tenía ningún interés y había llegado a ser peligroso. Tenía que suprimir a ese pobre Pedro. Los espías de Nápbles no habrían tardado mucho en descubrir su aventura contigo. Y por el momento, mi primer objetivo es la alianza de Roma y Nápoles. La familia De Aragón, que reina allá, hemos de verla mezclada tan intimamente a la de los Borgia, que una gata no diera con sus pequeños si se perdiesen entre ellas. Sancha es ya nuestra cuñada. Ahora necesito que te cases con Alfonso de Aragón. Es cosa hecha. No me ha sido fácil, a causa de la enojosa reputación que te has labrado. Si me he permitido turbar tu soledad es para anunciarte que ha terminado. Estás restablecida y debes abandonar tus aposentos. Es necesario que aparezcas en ciertas recepciones. Y sobre todo que en vísperas de tu boda con el pequeño Alfonso no des la impresión de llevar luto por Pedro todavía. Sería de un efecto deplorable.
Se inclinó, me cogió rudamente el mentón y me miró a la cara.
—A fuer de sincero, tenía la intención de apoyar mis razones en un argumento al cual eres más sensible. Quería decirte que necesitabas salir porque tenías mal semblante. No es verdad; estás radiante. Indudablemente, eres la criatura más hermosa que he visto en mi vida.
Seguía teniendo mi barbilla en su mano. Yo cerré los ojos con una expresión de hostil repulsión que había copiado de Caterinella.
—¿Creéis que vuestros cumplidos me agradan? —pregunté.
—Los cumplidos del más ruin de los hombres agradan siempre, hasta a la más hermosa de las mujeres. Alegra esa cara, ¡qué diablos! Te he desembarazado de Sforza y me lo has reprochado, pero supongo que cuando estabas en los brazos de Pedro ya no lo sentías tanto. Y por lo que se refiere a Pedro, tú no le querías. Te gustaba. Te habías interesado por él. Era el primero. Bien, no será el último. Un día te dirás, con asomo de tristeza: «Era un muchacho encantador, el pobre Pedro.» Mira, lo que me ha chocado siempre en las personas que se precian de sensibles, es la comodidad con que logran olvidar. Da asco ver la facilidad con que los hombres se consuelan de sus grandes dolores. No hablo sólo de los amantes. Durante la guerra contra los franceses pude ver a un viejo herrero que se quería matar sobre el cadáver de su hijo, que había muerto abrasado en el incendio del pueblo. Se lo impidieron. Ordené que le sirvieran la cena. Lloraba y gritaba, pero comió. {Comió! Lo que significaba que quería seguir viviendo, pese a que su hijo había muerto y su razón había desaparecido. ¿Sabes por qué quiero a los artistas? Porque son los únicos seres capaces de una total desesperación. Corta las manos del Pinturiccio. Y morirá de veras. Los hombres son deleznables como los perros. Por esto prefiero servir a las ideas. Tengo el sentido de lo inmortal. Tú estás pensando: «¡Qué hermosos dientes tenía Pedro!» De todos modos, al envejecer, se le hubieran desprendido de las encías. En cambio, dentro de diez siglos, si cada uno de nosotros cumple con su deber, Italia seguirá siendo tan hermosa, más hermosa aún.
Retrocedió unos pasos, como un pintor ante su cuadro.
—Tú y Roma estáis hechos una para otra, destacáis una sobre otra. El pequeño Alfonso de Aragón tiene suerte. Y a propósito, dentro de dos meses aproximadamente estará aquí. Exijo, pues, que desde ahora empieces a hacer tu vida normal. No quiero que parezca que le doy una enclaustrada. Mañana iremos a una partida de caza. Pasado mañana, Sancha da un baile y vas a ir. Y así sucesivamente hasta el día de tu boda. Después, haz lo que te plazca. Haz el favor de ocuparte de tu ajuar. Exijo que sea magnífico, digno de nosotros. Te están arreglando nuevos aposentos. Da las órdenes oportunas. Te comunicaré la suma de que dispones.
No contesté y fingió tomar mi silencio como Una aquiescencia.
—Otra cosa —prosiguió—. Vas a cazar y a bailar, pero solamente en las ocasiones que yo te diga. Te ordeno que no acudas a ninguna diversión por propia iniciativa. Hay que concretar más. Hasta tu boda, tu conducta debe ser límpida como un brillante. Nada de amoríos, ni de pasiones, ni de aventuras. No quiero ocultarte que mis hombres te vigilarán y me tendrían al corriente. Después de tu boda, si el pequeño Alfonso no te satisface, haz lo que quieras. Sólo te pido unos mese de prudencia, pero no los pido: los exijo. Vamos, hija mía, no seas tonta. Tal vez un día te veas reina de Nápoles.
César iba de un lado a otro del aposento. Yo le sentía entregado a su imaginación. Si me veía reina de Nápoles, ¿de dónde se veía él emperador? A sus labios asomaba una sonrisa implacable y juguetona.
Apenas hubo salido, entró Caterinella. La eché. Sólo tenía ganas de llorar. Y no era de pena, era de rabia, porque César había dado en el clavo al sospechar que mi luto por Pedro no me entraba muy adentro. Desde hacía unas semanas me empeñaba en sufrir sin lograrlo de ningún modo. Me ocurría lo mismo que unos meses atrás, cuando me había empeñado en querer en Sforza sin éxito. Durante todo el invierno había intentado consagrarme al dolor que me causaba la muerte de Pedro, pero había sido en vano.
La escena a que había asistido me daba escalofríos de terror cuando pensaba en ella. Me trastornaba el recuerdo del horrible asesinato, pero no estaba desesperada ni mucho menos.
Así llegué a preguntarme si los Borgia estábamos tarados y no teníamos corazón. Hasta aquel día no comprendí entre los bruscos sollozos que sacudían mi cuerpo, ceñido por un magnífico traje, que no había querido de veras a Pedro. Lo había preferido, deseado, disfrutado. Pero aquello no era amor. Y lloré amargamente, al pensar que tenía dieciocho años, que todo el mundo estaba de acuerdo en que era muy hermosa y que no sabía lo que era el amor.
Obedecí a César. Volví a aparecer en las recepciones, las partidas de caza, los bailes y las cenas. Los modistos, doblados bajo el peso de las telas, volvieron a recorrer el camino de mis aposentos y, con ellos, los orfebres. Y la razón no era tanto la preparación de la inaudita serie de vestidos destinados a mi ajuar como la de que quería aparecer hermosa, pronto, en seguida. Para esto hacía desvalijar Roma y por mí acudían los mercaderes de Florencia, Nápoles y Venecia. Y pensaba ingenuamente que frecuentando muchas relaciones, se me ofrecía la oportunidad de encontrar el amor. Cada vez que me presentaban un hombre, pensaba: «Quizá será él.»
Pero no lo era nunca.
Llegué a mudarme de ropa diez veces al día, menos por coquetería que por superstición. En el momento de disponerme a partir para asistir a un baile, creía con una fe irresistible que el vestido leonado que me había puesto, me traería mala suerte y, en cambio, que el de satén blanco me haría encontrar al hombre de mis sueños. Por esta misma razón, una noche ordené a los portadores de mi palanquín que dieran media vuelta y volví a mis aposentos para que los peluqueros, llamados a toda prisa, cambiasen los hilos de perlas que ornaban mi pelo, por una redecilla de hilo de oro y rubíes.
Las semanas desfilaban vertiginosamente y mi nerviosismo aumentaba. Mis doncellas soportaban mis caprichos como los de una loca. A veces, en público, me sobresaltar ba si alguien me hablaba. Hasta Caterinella llegó a mirarme asustada. Y yo pensaba que se acercaba la fecha de mi boda y que estaba perdida. Porque me había forjado un sueño consistente en huir de Roma con el hombre amado. Nos iríamos a vivir muy lejos, fuera del alcance de César, en Alemania, y hasta en un país berberisco. Lo que ocurría era que no quería a nadie.
César me mandaba regalos a menudo, telas, caza y hasta algún collar de granos horadados conteniendo esencias y perfumes que me agradaban por su novedad, porque eran raros. Yo mandaba la caza al convento de San Sixto, distribuía ios vestidos entre mis doncellas y regalaba los collares a Caterinella.
César se me hacía presente de otro modo. Un joven maestro de ceremonias me traía el plan de la tarde y de la noche. Yo ni siquiera le daba los buenos días, ni me dignaba decirle una palabra. En mi desesperación atribuía el fracaso de mis aspiraciones amorosas a la dependencia en que me tenía mi hermano y a la imposibilidad de vivir a mi modo y elegir mis propias relaciones.
Los demás vivían a su albedrío. Yo veía a César, a las mujeres jóvenes del Vaticano y a los señores de la Corte que vivían sin otro freno que el temor que mutuamente se inspiraban.
—Mañana...
—¿Qué pasará mañana?
El momento fue terrible. Caterinella sabía que iba a asestarme un golpe y a pesar de su carácter de fierecilla, procuraba amortiguarlo.
—Lo sabíais, ¿verdad? Si no hubiera sido mañana, habría sido la semana próxima.
Comprendí. Sin embargo, esperaba todavía y a pesar de las pocas posibilidades de escuchar una respuesta negativa, pregunté:
—Mañana llega Alfonso de Aragón, ¿no es eso?
—Sí, señora.
Yo había visto que unos carpinteros elevaban en las calles arcos de triunfo. Pero me decía aún: «Todavía no está aquí. Quizá no llegue.»
Pero él estaba cerca. Lo odiaba con mis cinco sentidos. Imaginaba su piel, en aquel momento. Dentro de pocos días tendría el derecho de acercarla a la mía. Sabía que tenía un año menos que yo. Me figuraba un bobo pagado de sí mismo, con aires de pisaverde, orgulloso de ir a Roma y de empezar una carrera política del brazo de una esposa, cuya reputación, en la propia Roma, hacía de ella un modelo de vicio. Y él no podía ignorarlo.
La llegada de mi prometido desvanecía mis ridiculas esperanzas. De pronto me juzgué la más estúpida de las mujeres por haber creído que podía encontrar en tres meses al hombre ideal, como se encuentra una baratija.
Me resistía al deseo de tomar un licor fuerte para ahuyentar mis propios pensamientos. Lo que había que hacer era defenderse, sola y lúcida. Renunciaría al amor. Desde el primer día pondría de manifiesto a mi marido mi deseo de considerarle un asociado con el que se establecen relaciones de lealtad. Este sería el punto de partida. Y me dedicaría a organizar mi vida al margen de él y del amor.
Me gustaban los poetas y los traería a mi corte. Encargaría a pintores jóvenes la decoración de mi palacio de Santa María del Pórtico. Escultores y orfebres acudirían a mostrarme sus proyectos. Ordenaría excavaciones en los emplazamientos de los templos antiguos. El arte y las ideas podían ocupar mi vida.
Este plan me calmó un poco y mi último día transcurrió como si nada hubiese de ocurrir. Incluso prohibí que vinieran a hablarme de los preparativos, de los detalles de indumentaria y de las ceremonias.
—Ya ha llegado —me dijo Caterinella a última hora de la tarde.
Añadió que se había escabullido de su escolta y del destacamento de honor que se le había mandado para recibirlo. Le juzgué hipócrita.
Me enteré de que estaba fatigado y que se había negado a recibir a nadie «Se hace el interesante», pensé.
No tenía ninguna prisa por saber más de él. Me era indiferente. Al cabo de dos noches, sería suya. Bien, pero trataría de pensar en otra cosa.
—No me hables más de él—le dije a Caterinella.
Recuerdo que una abeja grande zumbaba alrededor del pelo de la muchacha sin que ella se inquietase.
—Tal vez no le gustaré —murmuró—. Si quiere que prescindáis de mí, prometedme...
—¡Déjate de sensiblerías! —corté, encolerizada—. Debes saber que no tengo intención de dejarme gobernar por él como por Sforza. Entonces tenía catorce años. Y además, no sólo he envejecido cuatro años, sino muchos más, porque he visto muchas cosas. Mientras sienta inclinación por ti, permanecerás a mi lado.
Y añadí con dulzura:
—Y es probable que la sienta siempre. Además, ¿por qué has de desagradarle? La cosa, por otra parte, no tendría ninguna importancia. Háblame de otra cosa...
La llegada de... de una de mis mejores amigas puso fin a este desliz sentimental. A pesar de que me ha causado un sinfín de contratiempos, aprecio mucho a esta muchacha. César y Gandía se habían peleado por ella, enamorados los dos con un amor ilícito. No es mi intención hablaros más de ella y me sería muy desagradable pronunciar su nombre delante de vos. Ya os he dicho que si se me acusa de incesto en Roma, es por culpa de ella, pero es la última en preocuparse por ello, burlándose de los rumores que circulan y haciendo sólo lo que le pasa por la cabeza, que por otra parte es maravillosa.
Confieso que siempre le he envidiado su sensualidad insolente, su osadía voluptuosa y el deseo de vivir que pone de manifiesto en cada una de sus imprudencias. Pero aquella noche la recibí mal. Pensé que habría conseguido ver a mi futuro marido y vendría a transmitirme, con la brutal franqueza que le distingue, las impresiones del joven Alfonso sobre Roma, sobre mí y su boda.
—Estoy cansada —le dije—. Estás hermosa y eres adorable, pero esta noche tengo ganas de acostarme y ni siquiera deseo hablar.
—¡Oh, Lucrecia! —murmuró con semblante desolado—. Esta noche te necesito tanto...
Se explicó. Es una muchacha, es inconsciente, como os he dicho, y éste es uno de sus atractivos. La noche de la llegada de mi marido me pedía a mí que la ayudase fingiendo una salida con ella. Tenía una cita en Roma y contaba conmigo para que al anochecer la acompañase por el jardín. Fingiríamos un paseo soñador. Luego se escabulliría por tina poterna.
—Hazlo por mí —me suplicaba.
Le hice observar que después de la llegada de mi marido, César habría extremado la vigilancia. Me buscaba un conflicto al bajar por la noche al jardín, incluso acompañada por ella.
—No —objetó inocentemente—. Entre los amigos con los que voy a reunirme está César.
No era difícil adivinar que no iba a reunirse con cincuenta personas, sino con César a solas, y el diablo sabe en que zahúrda. Pese a mi indulgencia por ella, no me hacía ninguna gracia cubrir las calaveradas amorosas de César. Me negué, tajante, y se fue.
Cuando volvió, yo estaba acostada. Con una adorable mala fe simuló haber entendido que yo había accedido a acompañarla hasta el jardín y que la negativa en el último momento era desleal.
—Pero ya ves que estoy acostada, desvestida...
—Échate un manto encima de la camisa, y bastará. Es el uniforme ideal para una muchacha que va a soñar en un jardín. Y hasta es más verdadero, más natural.
Y echándose a reír me arrancó a la fuerza de la cama. Yo me eché sobre los hombros el primer manto que me vino a mano. Al llegar a los jardines, el regocijo de mi compañera había vencido mi mal humor. La belleza de la noche acabó de dispersarlo.
Me besó bajo un bosquecillo de pinos.
—¡Buenas noches!
—Es a ti a quien hay que deseárselas —contesté, sin poder evitar una sonrisa ante su voluptuoso ardor.
Desapareció entre las sombras de un sendero angosto. Oí sus pisadas unos instantes. Después, lentamente, emprendí el regreso a palacio.
No tenía prisa en volver. Hacía calor. El aire circulaba imperceptiblemente entre las cargadas ramas. Reinaba un vasto silencio. A veces sorprendía un leve crujido y me daba la impresión que era la hierba al crecer. Pero después una fuga estremecida en la maleza, un alboroto de alas en una rama, me recordaban que estaba rodeada, a pesar de la nocturna serenidad del jardín, de pequeños animales que trataban de proteger sus vidas y atentar contra la del vecino, o a entregarse al amor, o escapar a una amenaza. En pocas palabras, era un resumen de los dramas que se desarrollaban un poco más allá, tras la fachada del palacio.
Por la parte de Roma se elevó un clamor que acabó de convencerme de lo difícil que resulta aislarse del tumulto de las pasiones humanas. Recordé que las fiestas que se celebraban por mi boda empezaban aquella noche. El populacho debía estar divirtiéndose con los fuegos artificiales, o la instalación de una orquesta o una lluvia de peladillas o de confeti: «Estas gentes me odian, pero les gustan mis peladillas», pensé.
Me apoyé en el tronco de un árbol. Ante mí, la pálida avenida huía entre macizos de arbustos, que me recordaron los jardines del convento de San Sixto. Allí había sido feliz y mis sueños de adolescente volvieron a mi memoria.
Había leído muchos libros de mitología. Un bosque, el parque más pequeño, el más exiguo jardín, me parecían entonces misteriosamente poblados de ninfas hermosas como yo y de jóvenes soñadores dormitando en un rincón de césped de una fuente.
Incluso oía manar la fuente. Su chorro irregular parecía contar una historia o desgranar un poema. Di unos pasos. Hubiérase dicho la ilustración de mi mitología. El pequeño dios estaba allí, con la cabeza inclinada, una mano en el borde de la fuente y la otra lánguidamente extendida siguiendo la curva de su cadera. Respiraba profundamente, como alguien que sueña. Al acercarme a él llegué a temer que pudiera despertarle el susurro de mi camisa.
La claridad difusa del agua acariciaba su rostro. Era muy hermoso. No creo que me agradase por la armonía de los rasgos porque, en mi turbación, me aferraba a considerar mejor lo que se podía tomar por imperfecciones: la frente excesivamente abombada, la fatiga de sus párpados, el mohíno relieve de sus labios y de su barbilla.
De pronto tuve miedo. No oía su respiración. Ahora pienso que el murmullo del agua debía cubrir vuestro aliento, pero en mi turbación no me detuve a reflexionar y exhalé un grito y tendí la mano.
Cuando uno recuerda sólo ve a los demás en el recuerdo y no se ve a sí mismo. Pero éste está fresco aún, transcurridas apenas veinticuatro horas, y me resulta fácil verme como un personaje de un cuadro, con mi blanca camisa asomando por debajo del manto violeta. El joven está de pie delante de mí. No tengo idea de lo que nos dijimos. ¿Llegamos a hablar? ¿Recordáis las palabras que nos dijimos? Sólo me queda el recuerdo de vuestra mano en la mía. ¿Cuál era la mano que sujetaba a la otra? Tal vez fui yo quien retrocedió.
Y es que una mujer, al contrario de lo que creen los hombres, es la primera en adivinar la gravedad de un movimiento y el alcance que puede tener. En resumen, sólo habíamos intercambiado anodinas palabras y yo estaba ya intentando aprestar mis pensamientos para defenderme.
Anduvimos paseando. No sé si fue por casualidad o por malicia vuestra, pero mi cadera chocaba con vuestra mano a cada paso. Yo sentía un incontenible deseo de que esta mano me ciñese el talle. No deseaba más. No creáis que cedí sólo a una ráfaga de deseo.
Reflexionaba rápidamente. Vos érais un desconocido. Un extranjero en el Vaticano. Pronto supe que formabais parte del séquito del príncipe Alfonso. Esta circunstancia me hizo pensar que la única manera de protestar aún contra la tiranía que se me imponía con esa boda forzada, era entregarme a un desconocido que me agradaba, en la noche de un jardín que parecía hecho para guardar gratos recuerdos. Y hasta el ejemplo de la mujer que acababa de acompañar me daba ánimo; El peligro que suponía ceder a un desconocido, junto a las propias paredes del palacio, a irnos pasos de los espías de César, a unos minutos de los aposentos de mi prometido, todo ello hubiera excitado la risa de aquella mujer, habría constituido un aliciente, habría puesto un destello en su mirada. Incluso el temor de encontrarse con el seductor en una recepción romana la hubiera estimulado.
Os he dicho que no quiero ocultaros nada. Debéis saber que, cuando nos detuvimos y, arropados por la noche y la sombra, nos acercamos el uno al otro, en mi mente hubo cálculo y lascivia. Estaba decidida a desafiar las amenazas de la gente por un rostro que me agradaba y una venganza que no me desagradaba. Si no me hubieseis tomado entre vuestros brazos creo que os hubiera tendido los míos.
Querido, tenéis que creerme, pues os digo lo bueno y lo malo. Cuando, entre la cascada de mi pelo, mi cabeza se refugió contra vuestro pecho, no pensaba ya en César ni en mi boda, ni en buenas o malas razones. De pronto, había dejado de pensar. Os deseaba y esperaba de vos algo más que la satisfacción de la desazón que me doblaba las rodillas. Una sola frase repercutía insistentemente en mi cabeza: «Esto existe.» La gran congoja que con tanto detalle describían los libros que había leído y que tanto me había hecho dudar, existía. No era sólo vuestro cuerpo lo que anhelaba cuando rodamos sobre la hierba. Era, no sé cómo decirlo... era la dicha.
Sin duda es de mal gusto volver a hablaros de Pedro, pero las confesiones acostumbran a ser de mal gusto. Dejadme con la ingenuidad de creer en la fuerza de la verdad. A Pedro no le había pedido más que un ejercicio violento de mi cuerpo, un tumulto fulgurante de emociones y si me había decepcionado un poco creo que era sencillamente porque no le quería. Entre sus brazos, no me había abandonado el fascinado recuerdo de los caballos en la puerta de la posada. Entre los vuestros se borró por completo de mi mente aquella cruda escena.
Dicha es una palabra que significa mucho para una mujer. A partir de aquel momento, la esperaba de vos. Nos cobijaba una noche que se pagaba de sí misma. César y Alfonso habían dejado de existir. Solamente existía vuestro aliento. No me entregué a vos, me entregué a mí misma.
Tuve una iniciativa audaz cuyo recuerdo me molestó luego. Pero en aquel momento, cuando os mostraba las zonas más ávidas de mi cuerpo en vibración, mi pudor no sufría en modo alguno, ni sufría la pureza del amor que sentía por vos. ¿No usa el pincel el pintor más inspirado? Poseemos cuerpos que nos sirven para interpretar el amor, y me pareció natural guiaros en tal interpretación hasta el punto de lograr que, cuando de nuevo nos poseíanos, mi dicha fuese enteramente armoniosa.
El alba se me apareció como un veredicto. Arrancándome de vuestro lado, me arrancaba de mí misma. Eché a correr. Quisisteis seguirme y os lo prohibí. Nos miramos ya lejos el uno del otro. Y al mismo tiempo que os rogaba que no me reconocieseis si me volvíais a encontrar, sentía deseos de volver a vuestro lado y deciros simplemente: «Soy Lucrecia Borgia. Mañana van a casarme con un hombre que no conozco. Sólo sé que le odio. ¿Queréis que intentemos huir juntos?»
Ésta fue la idea que me hizo huir tan de prisa. Era el plan con el que había soñado tantas veces. Y precisamente era con vos con quien no podía llevarlo a cabo. Quería huir con vos porque os amaba y porque os amaba no podía exponeros a la atroz persecución que dos horas después habría emprendido César contra nosotros.
Había que ceder. Una vez en mi cuarto me eché en la cama. Después me planté de un salto en la ventana con la esperanza de veros otra vez.
Cuando Caterinella entró en mi aposento, yo estaba tendida, con los ojos muy abiertos. Profirió un grito. Yo os había creído muerto en la fuente. Ella creyó que yo estaba muerta sobre mi lecho.
Pensé en la muerte. No ignoro que en Roma se dice que los Borgia son muy hábiles en materia de venenos. Por unas horas lamenté ser menos ilustrada que César sobre el particular.
Mientras me vestían tuve que apoyarme dos veces en mis doncellas. ¡Qué irrisión! Me disponía a saludar con gran pompa al prometido extranjero cuando pertenecía enteramente al hombre que había desaparecido al amanecer. Y en la ceremonia yo iba a representar mi papel por segunda vez, después de haberme desembarazado del pobre hombre que había sido héroe de la primera. «Estoy actuando en un ballet; no en mi vida», me dije.
La puerta acababa de abrirse. Ante mis ojos brillaba el salón del Papagayo. Los dignatarios, muy solemnes, se aprestaban a inclinarse a mi paso como habían hecho cuatro «ños antes. César me ofrecía la mano acompañando mi entrada. Ni siquiera nos mirábamos. En el corredor, había tenido la osadía de preguntarme, con tono de buen muchacho orgulloso de llevar a su hermana menor al himeneo: «¿Estás contenta?» Yo le contesté: «Eres un infame.» Y aparecimos, los dos muy ataviados, sonriendo porque había que sonreír, como un símbolo de la solidaridad de los Borgia.
¿Os ha sucedido alguna vez ver un salón al revés, con el techo en vez del suelo? Así vi yo el salón del Papagayo. Mis ojos habían tropezado con vuestro rostro. Por un instante creí que érais un dignatario del séquito del príncipe, pero la posición que ocupabais no me dejó lugar a dudas. Mi corazón cesó de latir. Mi mano se crispó sobre la muñeca de César. Era la primera vez en mi vida que pensaba en Dios para agradecerle algo. Me sentía henchida de gozo y de gloria.
Os contemplé. No era posible fingir indiferencia hasta aquel punto. No era indiferencia, sino asco lo que brillaba en vuestros ojos.
En el corredor, al volver a mis aposentos, me apoyé en el hombro de Caterinella como una vieja. Mis tentativas de hablaros, de ahuyentar de vuestros ojos la condenación que me hería mortalmente, sólo habían obtenido una negativa que ni siquiera era cortés.
Yo debo ser de esas mujeres que no se desaniman fácilmente. Al volver a mi aposento, ni siquiera me senté. Seguía viendo vuestros ojos y me pareció adivinar. No sólo estabais asqueado, sino desesperado.
Entonces por primera vez maldije mi reputación. Si prestabais oído a los rumores, a las historias de desenfreno, de incesto y de crímenes, era un horror para vos sufrir al descubrir que la mujer que habíais querido la noche anterior era la licenciosa criminal que, con la muerte en el alma, os disponíais a llevar al altar. Nuestra unión nocturna debía de ser una aventura más de la infame Lucrecia. Aquello no era amor, era prostitución.
«Bien —me dije—. Lucharé hasta el fin. Porque sería demasiado estúpido, a fin de cuentas, darme por vencida. A quien odia él no es a mí, sino a una falsa imagen. Yo le haré conocer la verdad.»
Caterinella oyó mis órdenes y sonrió. Esta clase de escapadas que se salen de lo corriente la encantan.
Y yo me hacía daño en las manos a fuerza de apretarlas en espera de la respuesta. ¿Aceptará?
Cuando, desde mi ventana, os vi salir acompañado de Caterinella, creí que había ganado. Por otro camino me he adelantado llegando antes a la iglesia. Por fin he oído vuestros pasos. No tenía prisa por llamaros, pues estaba rezando. Le pedía a Dios el valor de no ocultaros nada. No entraba en mis cálculos remplazaría por la de una Lucrecia angelical. Ahora conocéis mis faltas y mis errores. Pesadlos.
Le he pedido también a Dios que me otorgase el poder de convicción suficiente para ser creída en todo. Mañana Dios me contestará por medio de vuestro rostro. Esta noche no quiero volver a veros. No quiero arrancaros una aquiescencia por sorpresa. Reflexionad. Si deseáis romper el compromiso y huir de Roma, y yo puedo ayudaros, os lo he dicho ya, lo haré. Pero si mañana os veo aparecer en medio de los envarados cortesanos, con sus trajes de ceremonia, movilizados por la boda de Lucrecia, de esta zorra de Lucrecia..., sí, si veo que me miráis a los ojos francamente, entonces comprenderé que mi amor ha vencido.
Hay algo que es lo que más temo. Os amo con locura, mi querido Alfonso. Y vos, ¿no me habréis seducido ayer para matar el tiempo? Me parece que vuestro rostro no pudo engañarme..., pero no tengo más que dieciocho años y me he engañado ya en muchas cosas. Tal vez ni siquiera me queréis.
Pero tal vez me amáis y me creéis.