CAPÍTULO IX
LA VERJA DEL LOCUTORIO

Así, pues, creí que mi vida iba a tomar otro cariz, pero no tomó el que yo había previsto. No se abrió al amor como pensara yo durante el sosegado regreso a Roma, sino al horror. Puedo fijar la fecha de esta nueva revelación, ocurrida unos meses más tarde, exactamente el 16 de junio.

Aquella tarde, estaba en el convento de San Sixto. Debo deciros que después de la huida de mi marido, se había iniciado el expediente de divorcio y, en espera del fallo, me había retirado a mi querido convento.

Me sentía feliz de haber vuelto a encontrarlo, de llevar en él una vida apacible y protegida por los sones de los clavicordios. En mi celda tenía uno y además un laúd. Me consagraba complacida a ayudar a las hermanas a copiar manuscritos y desleía los colores preparándolos para las hermanas que se dedicaban a iluminarlos, llegando incluso a dibujar por mi propia mano las letras mayúsculas y pintarlas.

El sol se ponía cada día un poco más tarde. El jardín era frondoso, el follaje espeso y estaba repleto de frutas que atraían a los pájaros y las abejas.

La sencillez de mi celda me agradaba. Había vuelto a encontrar el pesado barreño de plata para mi aseo, mi escritorio de concha, mi tintero, mi vaso y mi pequeño reclinatorio infantil.

Me hallaba en un estado ambiguo y agradable. La estancia me encantaba, proporcionándome ocasión de prolongar mi infancia, consagrándome a mis anchas a los trabajos más serios y al mismo tiempo deseando que terminaran, pues esperaba el regreso al mundo para satisfacción de mi alma y de mi cuerpo. No quería a nadie, estaba enamorada solamente de la pasión y del deseo.

Verdad es que las figuras masculinas que veía en mis sueños se parecían más o menos al hombre que, al remplazar una noche a mi marido, había tenido la osadía de besarme. Pero no me causaba ningún sufrimiento estar separada de él. Repito que era feliz. Feliz por la vida que llevaba y por la que, así lo creía yo, me esperaba.

Entonces llegó aquel 16 de junio. Yo me disponía a acostarme. Los sonidos habituales de los pájaros, de la noche y del jardín, penetraban en mi cuarto a través de la ventana. Dentro de mi pesada camisa de tela blanca, corrí a acurrucarme delante de la ventana abierta, pues no rezaba conmigo la regla de las religiosas que no deben mirar al exterior y en el convento era tratada más bien como una princesita de paso que como una penitente. Y entonces llamaron a la puerta de mi celda.

La verdad es que, terminadas las vísperas, Girolama Pichi, la superiora, había intentado hablarme de la fragilidad de la vida y la grandeza de la muerte, pero yo no le había prestado oídos. No había muerto todavía ninguna persona que me afectase mucho, y para mí la muerte era aún una abstracción, algo grandilocuente.

Sin embargo, al ver que la toca de la superiora se encuadraba en el marco de la puerta entreabierta, comprendí que se trataba de algo grave. Me besó, a despecho de la regla, y me ayudó a vestirme, solicitud que no era habitual en ella. Yo no me atrevía a preguntar. En la escalera, musitó una oración cuyas palabras no llegaban a mis oídos. Y al llegar a la puerta del locutorio, me cogió la mano:

—Parece que ha muerto alguien. Creen que está lejos, de vos, pero jamás ha estado tan cerca.

El locutorio estaba mal iluminado por algunas mariposas. El cuadro de Filippo Lippi, que representaba el Santo Entierro, adquiría mayor suavidad que de día. Sus lejanos fondos se ofrecían menos verdes, más azules, encuadrando y dando mayor relieve y más cálida tonalidad a la triste nobleza de los rostros, de las cabezas inclinadas.

Al otro lado de la verja, los hombres que me esperaban estaban silenciosos, vestidos de negro. Nada turbaba el eco que se levantaba en la gran sala, cada vez que mi pie rozaba las losas. La voz de la superiora se elevó tras de mí:

—No le he dicho nada.

Volví la cabeza, pero ella se alejaba ya, sin ruido, con el porte altivo y sereno que era motivo de burla de las alum— nas: «La Madre Superiora cree que anda sobre las aguas.»

Otra voz dijo:

—Nos hemos permitido insistir con la Madre Superiora para ser los primeros en anunciaros una noticia que requiere de vos mucho valor.

Traté de distinguir los rostros. Para mí eran desconocidos. El hombre que había hablado era gordo y por lo que la luz dejaba ver su tez era violácea.

—Señora —prosiguió al adivinar mi perplejidad—, soy el procurador de Su Excelencia el gobernador de Roma. Su Santidad el papa ha dispuesto que sea yo quien os anuncie la noticia. Su Santidad hubiera preferido dárosla con ciertos miramientos, pero en las terribles circunstancias por que atravesamos deben prevalecer la verdad y la justicia. Vuestro hermano el duque de Gandía ha dejado de existir.

El eco se apoderó de las palabras «ha dejado de existir», que repercutieron por las bóvedas. Al fin del eco, me parecía oír la voz de Gandía. Cuatro años antes había venido a buscarme a aquel mismo convento, con Pantasiles y Caterinella, que yo aún no conocía. Había venido a buscarme en una dorada mañana. Sus cabellos formaban bucles y su actitud era altanera. No cesaba de reír. Su traje gris y oro me deslumhraba. «Vas a casarte*, me había anunciado. Fuera, las muías agitaban sus cascabeles. Yo me había casado. Mi marido había huido; Gandía había muerto.

—No —dije—. No vale la pena.

Valía la pena. Las dos monjitas que la Madre Superiora había mandado para asistirme tuvieron que sostenerme por las axilas, con todas sus fuerzas. Así di unos pasos titubeantes. Tan pronto veía los azules y dorados del Santo Entierro, como detrás de la verja, las negras siluetas, tan inmóviles como los personajes del cuadro, pero muy feas.

—Venid a mi oratorio, rezaremos juntas —me propuso la Madre Superiora, que había vuelto con su paso silencioso. Y añadió:

—En lo sucesivo, no tendréis necesidad de desplazaros o de escribir, cuando queráis hablar con el duque de Gandía. Os bastará arrodillaros. Y veréis, mi querida niña, que la oración es la más rápida y la más íntima de las correspondencias. El duque de Gandía ha dejado de existir. Arrodillémonos, unamos las manos y el duque de Gandía estará con nosotras.

Por fin habían empezado a brotar las lágrimas de mis ojos. Me arrojé en brazos de la Madre Superiora, que quiso llevarme, pero la voz del procurador resonó:

—Permitid, Madre Superiora, que os supliquemos que os retiréis y nos dejéis solos con doña Lucrecia. No hemos terminado nuestra triste embajada.

Sobre las losas chirrió un sillón que me traían. Me encontré sentada ante aquellos hombres fúnebres que seguían de pie al otro lado de la verja. Bruscamente salían las preguntas de mis labios, en forma desordenada. Dudaba de la muerte de Gandía. ¿Dónde había muerto? ¿Cuándo? ¿De qué? ¿Estaban seguros de su muerte?

En el séquito del procurador se elevó un rumor de voces, entre las que me pareció entender que mi hermano se había ahogado. Mi esperanza renació. ¿Habían encontrado su cuerpo? ¿Estaban seguros de que era el suyo? ¡Gandía se ausentaba tan a menudo!

—Señora —repuso el procurador con una voz enérgica que restableció el silencio—, el duque de Gandía, Capitán General de la Iglesia, ha sido asesinado.

Varias personas del séquito se persignaron. Todavía me parece que siento en las palmas de mis manos la frialdad de los brazos del sillón.

—Es mi deber —prosiguió el hombre — haceros un resumen del atestado del descubrimiento del cuerpo. El duque de Gandía no aparecía por Roma y ello provocaba la inquieta solicitud de Su Santidad el papa y la preocupación de todos sus amigos. Las indagaciones ordenadas por el gobernador de Roma dieron por resultado la interpelación de un batelero dálmata, llamado...

—Giorgio —le sopló el hombre que estaba a su derecha.

—...que reconoció que en la noche del 14 al 15 de junio se encontraba en su barca en el Tíber, más allá del puente Ripetta. Estaba encargado de vigilar los tablones amontonados en el ribazo antes de embarcarlos. Oyó ruido de pasos en una callejuela adyacente al muelle. Aparecieron dos hombres y miraron hacia el río...

—Un solo hombre —rectificó respetuosamnete el hombre de la derecha.

—Uno o dos, no importa —exclamó el procurador, encolerizado—. El caso es que habiéndose asegurado el individuo que el lugar estaba desierto, desapareció. Volvió a pie al frente de un insólito cortejo. En primer lugar marchaba un caballero y tras él dos hombres que tiraban de un caballo. El batelero, que se había agazapado en su barca, vio que atravesado en el caballo había algo que tomó por un fardo, pero después distinguió unas piernas que colgaban, oscilando al paso de la montura.

—Era un caballo blanco —precisó el hombre de la derecha.

—Llegados al ribazo, los hombres dieron vuelta al caballo, que quedó con la grupa del lado del río. El caballero dijo: «Vamos», o algo parecido. Los hombres sujetaron el cuerpo, lo hicieron deslizarse del caballo, lo cogieron por las muñecas y los tobillos, lo balancearon para tomar impulso y lo arrojaron al agua. El caballero preguntó: «¿Ha ido al fondo?» Uno de los hombres contestó: «Sí.»

—Hay que observar que el batelero, en sus declaraciones ha introducido alguna modificación. En la primera, la respuesta del hombre había sido: «Sí, monseñor.»

—Tenía la intención de ponerlo de manifiesto —exclamó el procurador, muy enojado—. No estoy aquí para disfrazar la verdad. En su primera versión parece que el batelero, efectivamente, declaró que uno de los desconocidos había llamado «monseñor», al caballero. Pero como el citado batelero llama monseñor a cualquiera, incluidos los empleados de mi escribano, no tiene nada de extraño que este hábito haya deformado en su memoria la frase que oyó. Es un dálmata, un esclavón que ha venido a Roma a probar fortuna. El resto de las declaraciones no ofrece interés. Según dijo, el caballero se inquietó porque algo flotaba sobre el agua. «Es su manto», aclaró uno de los hombres. Y cogiendo unas piedras las arrojó sobre el manto hasta hacerlo hundir. Esta escena tuvo lugar exactamente en la desembocadura de la gran cloaca de Roma. El batelero no se creyó obligado a denunciarla. Al reprochárselo, dijo que como los hombres no habían tocado su madera, no había prestado mayor atención. Desde que vigilaba sus cargamentos, no era la primera vez que veía arrojar cuerpos en el Tíber.

—Era la segunda —dijo el hombre de la izquierda.

—La quinta —dijo el de la derecha.

—Ordenamos unas pesquisas en el río —prosiguió el procurador—. Las redes de los pescadores dragaron horas y horas. Por fin retiraron... Debéis perdonarme la crudeza de los detalles, señora... Retiraron un cuerpo cubierto de barro y tan gris, que tuvieron que lavarlo y fregarlo hasta que pudo aparecer el jubón dorado, bordado de perlas, por el que pudo ser reconocido el duque de Gandía. Tenía nueve heridas en todo el cuerpo, una de ellas, mortal, en la garganta. Sus pies y sus manos estaban atados. No habla duda de que se trataba de un crimen que se había cometido en Roma, entre el puente Ripetta y la villa Coelius donde el duque de Gandía había comido en casa de doña Vanozza, vuestra madre, en compañía de vuestro otro hermano, monseñor César Borgia. Respetuosamente interrogado, monseñor César Borgia nos contestó que en efecto había salido de la villa en compañía del duque de Gandía. Éste fue interpelado a la salida en voz baja por un hombre enmascarado que había aparecido ya durante la comida. Entonces el duque de Gandía se separó de César Borgia y de su escolta, hizo dar un caballo al enmascarado y partió con un palafrenero por toda escolta. Este palafrenero ha sido hallado, incapaz de hablar a causa de unas graves heridas en la garganta. El odioso atentado no tenía por objeto el robo pues el cadáver del duque de Gandía tenía todas las joyas. Yo había recobrado un hilillo de voz:

—¡Cómo! — balbuceé—. Si no han sido ladrones, ¿quién ha podido ser?

—Esto es lo que nos estamos preguntando —replicó el procurador severamente—. Su Santidad daría la vida por saber el nombre del asesino. Estamos aquí porque pensamos que alguna revelación de vuestra parte puede orientarnos.

Creo que murmuré: «¿Y qué queréis que sepa yo de este asunto», o algo por el estilo.

—¿Debo entender —repuso el procurador— que no sabéis nada de los sujetos que han podido cometer el crimen ni los motivos que hubieran podido inducirlos a ello?

—¡Claro que si!

Al otro lado de la verja se elevó un murmullo tan vehemente que, a pesar de mi abatimiento, le presté atención. El procurador y sus auxiliares discutían. Sostenía el primero que mi declaración bastaba y pretendían los otros que yo debía ser sometida a un largo interrogatorio. Estaba tan persuadida de no poder facilitar ninguna aclaración a la justicia que me levanté diciendo con una voz altanera que en primer lugar me sorprendió a mí misma: —Esto es todo lo que tengo que declarar, señores.

Mis palabras fueron subrayadas por un momento de silencio y después se reanudó la discusión. El asesor de la izquierda, que había insistido en que uno de los asesinos había pronunciado la palabra «monseñor» al que los mandaba, acercó su rostro a la verja.

—Señora, debéis hablar para evitar otros crímenes —prosiguió—. Roma está harta ya de vivir bajo el imperio de la arbitrariedad. Los ciudadanos esperan que se hagan respetar las leyes. Un crimen impune supone una perspectiva de otros diez. No os haremos firmar nada, señora. Habladnos francamente. ¿Acaso os molesta hablar ante tantas personas? Estos señores están dispuestos a retirarse. Hablaréis únicamente delante del procurador y dr. mí.

—¡Vuestra insistencia es un insulto que inferís a doña Lucrecia! —exclamó el procurador—. No tiene nada más que decirnos. Dejémosla con su dolor.

—¿Verdaderamente no tenéis nada que decirnos? ¿No recordáis algún hecho? Vos misma os hacéis preguntas, decidnos cuáles son. Rechazáis algunos recuerdos. No lo hagáis. Tal vez os decís: «¡No es posiblel» Vaciláis antes de acusar, fundada en vagas e increíbles sospechas. Pero nosotros indagaremos y comprobaremos, señora. La confianza que depositéis en nosotros, no será causa de ninguna injusticia. Y puedo aseguraros que, por una vez, los culpables si son varios, o el culpable, si es uno solo, por elevada que sea su posición, aunque sea uno de los principales personajes de Roma, será castigado, porque este crimen es demasiado horrible y demasiado conocido para que la justicia use de sus acostumbradas lenidades. ¡Un nombre, señora! ¡Pronunciad un nombre! Y nos iremos en seguida. Más tarde os diremos si era él o no era él.

—¡No, no es él! —grité.

Al oír mi propio grito, se me puso carne de gallina.

Los hombres de negro retrocedieron, incluso el que se obstinaba en hacerme hablar. Llegado al final, él también tenía miedo. Con las manos abiertas me conminaron para que me callara, dispuestos a taparse los oídos. La torpeza que yo había cometido involuntariamente equivalía a una acusación, pues sobre ese «él» nadie se engañaba. Todos, sin excepción, habían pronunciado en silencio el nombre de César.

Me irrité tanto más por ello cuanto que, ni por un instante, había admitido el fratricidio. Y si había pronunciado la torpe denegación era precisamente por que me indignaba que las preguntas formuladas por el asesor de la izquierda tendían a hacer recaer las sospechas sobre mi hermano. Había insistido sobre el «monseñor», en el hecho de que el culpable podía ser uno de los primeros personajes de Roma. Sin aparentarlo, se me había incitado a meditar sobre otro detalle: Gandía había salido con César de casa de mi madre.

Así, a pesar de la antipatía que experimentaba contra el procurador, le estuve agradecida cuando se puso a insultar a su asesor, que, confundido, se callaba, con la cabeza baja.

Cuando el procurador anunció que la delegación iba a regresar a Roma, se oyó un murmullo. Después de haber pronunciado unas palabras en voz baja, se acercó a la verja con una expresión compungida solicitando con los ojos que me acercase a mi vez. Yo lo hice.

—Señora —murmuró en voz baja—, mis colaboradores creen que la exclamación que habéis proferido es susceptible de ser divulgada y comentada, aunque sea por una indiscreción, que no hay que descartar, de uno de nosotros. Este asunto es grave, muy grave. Ese «él» al que habéis aludido deberíais nombrarlo. Sin embargo, escuchadme bien. No estáis obligada a pronunciar el nombre que se os ha ocurrido a la ligera. Sin duda, sería más conveniente acusar a un extranjero. Dentro de un momento os voy a pedir en voz alta que me digáis en quién estabais pensando. ¿Por qué no me contestáis: «En Ludovico el Moro»?

—Pero, señor —balbuceé—, esto sería mentir...

—¿Preferís tal vez los Orsini? Esos príncipes romanos odian mucho a la familia Borgia, que les ha arrebatado el poder en Roma y pueden haber llegado hasta el crimen. Hace poco, un Orsini, bastante mal sujeto por cierto, fue

asaltado y muerto en unas circunstancias que siguen en. vueltas en el misterio. Su familia acusa a los Borgia. ¿No se habrían vengado en vuestro hermano?

Yo murmuré, desamparada:

—No lo sé.

—Puedo citaros otros nombres sospechosos: Guidobal—do de Montefeltre, el duque de Urbino, Juan Galeazo Sforza, Ascanio 'Sforza—..., Juan Sforza.

El hombre me recordaba a Francesco, uno de mis sastres, cuando me ofrecía paños para elegir. Le dije firmemente:

—No sé nada, y ya basta.

—¿Habéis oído? —dijo dirigiéndose a los asistentes —>. Doña Lucrecia no sabe nada y desea que nos retiremos para consagrarse a su dolor.

Pero el lívido asesor de la izquierda había recobrado una expresión enérgica.

—¿No podríamos rogar a doña Lucrecia que jurase ante el Cristo que no sospecha de nadie?

Se elevó un rumor. Las mariposas se agotaban. Mis negros visitantes se confundían en la oscuridad. Después me pareció que se abrían sus filas ante otro rumor más sordo, tan apagado que no provocó ningún eco.

—¿Ante el Cristo únicamente? ¿Y por qué no ante nuestra Santa Madre la Virgen? Esto sin tener en cuenta que no faltan otros santos en el paraíso que bien se podrían mezclar a esta bribonada para hacer mayor peso.

Era la voz de César Borgia. Vi su silueta que avanzaba lentamente. Llevaba un traje oscuro y un arma brillaba débilmente entre los pliegues de su capa.

—¿Cómo os llamáis, buen hombre? —dijo dirigiéndose al asesor de la izquierda.

El interpelado contestó en voz tan baja que no pude oírle.

—Alberto. ¡Bonito nombre...! Sin embargo, me parece que el que lo lleva tiene mal semblante. Al parecer, estabais tratando de impresionar a la princesa, interrogándola además sobre sus opiniones cuando vuestro cometido era simplemente comunicarle una triste noticia. Gracias

a Dios, existe esta verja. De otro modo, tal vez no os hubierais privado de maltratarla.

—¿Yo? ¿Maltratar a doña Lucrecia? — balbuceó Alberto.

—¿Vais a desmentirme? ¿Después de haber ofendido a mi hermana me ofenderéis a mi?

El funcionario retrocedía para tratar de fundirse con la negra tropa que retrocedía a su vez. César se calmó con una rapidez terrible:

—No os asustéis, amigo. Ha sido una broma. Señores, os felicito por el talento y el rigor desplegado en las investigaciones sobre el asesinato de mi pobre hermano. Está bien. La Madre Superiora me ha autorizado para hablar con mi hermana a solas. Si, como creo, vuestra misión ha terminado, tened la bondad de esperarme un instante. Regresaremos juntos a Roma.

Los hombres salieron, uno tras otro, en silencio.

—¿No has dicho nada? —me preguntó César.

—No sabía nada.

—Eres una buena muchacha. Pero debes comprender que con las mujeres hay que andar con cuidado. Hay tantas que sin saber nada dejan entender que lo saben todo, que un hombre de buena fe tiene sus buenas razones para inquietarse en tan grave asunto. Comprenderás que la más anodina palabra salida de nuestros labios adquiere un valor enorme. Antes de hablar hay que pensarlo bien.

Yo no le escuchaba ya. Acariciaba silenciosamente mi pena.

—¿Te han preguntado —murmuró—si había sido...?

—¿Si había sido quién? —pregunté maquinalmente.

Estábamos casi a oscuras. A través de la verja no distinguía las facciones de César.

—Si había sido yo —dijo con voz ahogada.

Súbitamente me invadió una cólera cuyas causas no hubiera sabido explicar.

—No me han preguntado si habías sido tú —grité— ¡Al contrarío!

—¿Al contrario? —preguntó apaciblemente.

—Al contrario, tenían un miedo mortal de oír tu nombre de mis labios. Tenían tanto miedo que se encogían dentro de sus capas. Se morían de miedo.

—¿Han pronunciado mi nombre?

Hirviéndome la sangre, me callé.

—Sin duda te habrán dado una versión tergiversada —prosiguió—. Seguro que tienen miedo de acusarme. Prefieren que el golpe venga de más arriba. Jamás se atreverían a acusarme, pero empujarían con gusto la carreta que me condujese al cementerio. Estoy estorbando a esa chusma formulista. No habrán dejado de decirte que fui la última persona que vio a Juan. Pues bien, esto es falso... Primero nos separamos y después despidió a su escolta.

Se hizo un silencio.

—No fui el último —repitió obstinadamente.

Tras la verja, yo lo veía andar como un animal enjaulado.

—¿Qué otras cosas te han dicho? La historia del «monseñor», ¿no es así? En Roma anda de boca en boca, ¡Como si en Europa sólo a mí se me llamase «monseñor»! El más insignificante cura de pueblo que ha ganado dinero vendiendo vino o indulgencias se hace llamar monseñor. Los posaderos llaman monseñor a todo el que lleva zapatos... Te habrán dicho que el espía, el batelero dálmata, había reconocido mi voz.

—No.

—¡Vaya! Al menos no se han atrevido a contarte esa mentira. ¡Es mentira! Nunca ese miserable ha reconocido mi voz. ¡Nunca! ¿Comprendes? Bueno, contesta, di algo.

—¿Por qué? Tú mismo te haces las preguntas y tú mismo las contestas.

—Bien, trata de contestar tú. ¿Por qué tenía yo que matar a Juan? ¿No es un hermano un amigo que Dios nos da?

—Para cualquier otro hombre que no seas tú, sí.

—Entonces ¿soy un monstruo?

—No lo sé, no sé nada... Pero recuerdo las palabras que pronunciaste el día que decidiste la muerte de Juan Sforza. ¿Las recuerdas tú? Estabas con ese hombre de sem blante receloso, ese Maquiavelo. Y dijiste que el asesinato no te daba miedo. Recuerdo hasta la frase: «Un hombre asesinado evita la pérdida de diez mil soldados.»

—En política, así es. Pero del hecho de armar mi brazo para hacer ejecutar a Sforza por una razón de Estado, no puedes deducir que un motivo privado de rivalidad lo haya podido armar contra mi propio hermano.

—Eres tú quien habla de rivalidad, no yo.

—Hablo de rivalidad porque sería el único móvil de un acto así. Las opiniones de mi hermano no estorbaban mi política. El único móvil podían haber sido los celos. ¿Y de qué podía estar yo celoso? En Roma hay caicos más brillantes que el que yo ocupo, pero todo el poder real está en mis manos. No sólo este crimen no me beneficia en nada, sino que me perjudica. Mis enemigos, es decir, los de los Borgia, lo aprovechan para intentar derribarme. Sería una semana grande para ellos: Juan, duque de Gandía, muerto. César Borgia en prisión, acusado de su asesinato. Su Santidad el papa Alejandro Borgia abatido por la desesperación. ¿Qué quedaría de nosotros? Joffre tiene la edad de un paje, y hasta los gustos, y tú, repudiada y en un convento. Se acabaron los Borgia. Esto es lo que quieren. Sueñan con ello en Milán, en París, en Venecia, y con ellos, sus amigos los enemigos de los Borgia, los traidores de Roma. Nos odian porque nuestros proyectos son ambiciosos. Y son ambiciosos porque nos hemos hecho cargo del futuro de Roma y su espíritu y porque no reparamos en medios para alcanzar este fin. En compensación, ellos estiman que todos los recursos les son lícitos, a pesar de la mezquindad de sus deseos, que consisten en conservar sus privilegios. Y esperan que nos ahoguemos en la sangre de uno de los nuestros, asesinado con el único objeto de desesperar o derribar a los supervivientes.

Corté secamente su discurso:

—Si eres inocente, César, te compadezco. Eso debe de ser atroz.

No contestó. Yo oía su respiración.

—No lo sabes todo —prosiguió midiendo sus palabras—. En Roma hay personas que han encontrado los motivos que me hubieran llevado a atar las manos y los pies de Gandía y asestarle nueve puñaladas antes de arrojarle al fango del Tíber. Esas personas divulgan una innoble acusación que Juan Sforza lanzó contra nosotros el mes pasado.

—¿Contra nosotros?

—Contra ti, contra Gandía y contra mí. ¿No lo adivinas...? No, no puedes imaginártelo. Habíamos aprovechado tu estancia en el convento para ocultarte semejante horror. Juan Sforza asegura que entre tú y yo... y entre tú y Gandía había...

—¿Qué?

—Relaciones criminales. ¿No comprendes? Un doble incesto, en fin.

Yo había olvidado la palabra incesto pronunciada por Juan Sforza durante su crisis de furor. Me volvió a la memoria sin escandalizarme. La seguí interpretando como una preferencia otorgada a un hermano sobre el marido. Pero, de pronto, una luz deslumbradora se hizo en mi mente. Después había tenido la revelación en la sala de la posada, con el espectáculo de los caballos. Había comprendido en qué consistían las relaciones normales entre marido y mujer. En un instante sentí el horror del crimen de que se me acusaba.

A pesar de la oscuridad quise ocultar mi cara. Mis manos se crisparon sobre mis mejillas que las lágrimas enfriaban. Me cubrí los ojos para no ver la sucesión de imágenes que me asaltaban: el semental alzado sobre sus patas traseras, tenso, dispuesto a lanzarse sobre la yegua sometida, y después las siluetas de Gandía y de César... y yo.

Para arrancar de mí esta horrible asociación, exclamé con una voz aguda que ni yo misma reconocí como mía:

—¡Tú tienes la culpa ¡

César no esperaba este reproche. Se callaba. No sabía ni siquiera donde estaba. Como una loca, aullé en la noche:

—¡Sí, tú tienes la culpa! Ahora lo recuerdo, Juan Sforza me lo dijo entonces, pero yo no sabía qué era esto...

—¿Qué te dijo?

La pregunta, pronunciada con una voz ahogada, procedía de mi izquierda. Volví la cabeza hacia el lugar de donde procedía la voz y avancé un paso hasta tocar la verja con la frente.

—Me dijo que había ido a verte para suplicarte. Tú estabas con Nicolás Maquiavelo y la puerta de tu despacho estaba abierta. Sforza os oyó hablar. Maquiavelo te reprochaba el perjuicio que podía causarte tu incesto. Y tú no lo negabas; al contrario, te jactabas de ello. Luego, si hay un culpable, ése eres tú. ¿Qué ignominia has tramado para comprometerme?

—¡Es falso¡ —aulló César.

Pero al mismo tiempo que él protestaba, yo grité:

—¡Lo recuerdo todo! Sforza te oyó. Y aun cuando me pregunto qué provecho podías sacar de una afirmación tan repugnante, me parece bastante hipócrita por tu parte atreverte a venir ahora a quejarte a mí. ¡Eres un monstruo!

Con un gran asombro por mi parte, me contestó casi riéndose:

—¡Ah, ya, ya entiendo ahora! Y añadió, con alguna perplejidad: —No se trataba de un incesto tan grave como... como si la causa hubieras sido tú. La persona en cuestión es... es una... pariente. Si tú quieres, una hermana, pero no de nuestra misma sangre.

—¿Quién es? —pregunté, impresionada. Titubeó. Después de haberle prometido que me callaría, me dijo el nombre de una mujer. Yo proferí un grito de desesperación en respuesta. Se empeñó en defenderse y defenderla. Después no se privó de acusar a Gandía de haber sido el primero en desviar a aquella joven desposada de sus deberes, de haber sido el primer incestuoso. Ahora no tiene ya importancia y ese nombre no cuenta en mi recuerdo. No lo pronunciaré.

Tan horribles precisiones habían devuelto el aplomo a mi hermano.

—Ya lo ves —repuso con la tierna entonación de que sabe servirse cuando lo requiere la ocasión—. La acusación lanzada contra nosotros por Sforza, si puede excusarse en parte por un malentendido, no deja de probar que la gente sólo espera una ocasión para calumniarnos. Yo soy el blanco de todos los envidiosos y los cobardes. Yo aguanto a pie firme, con los dientes apretados. Pero ¿qué sería de mí si en mi propia familia se hiciera caso de las acusaciones de mis enemigos? Dime que no sospechas de mí, que no crees que yo he asesinado a mi hermano menor, el duque de Gandía. Esa gente horrible me hace mucho daño porque al ponerme en trance de defenderme me quita tiempo para llorarlo.

Con la punta de los dedos me había cogido un hombro, a través de la verja. Yo no acertaba a comprender lo que César quería. Logró cogerme una mano y pasarla un poco a través de los barrotes. Toqué una superficie rugosa. Comprendí que era su mejilla y me di cuenta de que estaba húmeda. César lloraba.

Sus pasos se amortiguaron en la noche del locutorio. Yo me dirigí hacia la otra puerta.

Estaba tan nerviosa que proferí un grito de terror al tropezar con el sillón en que me había sentado al comienzo de la horrible audiencia. El estrépito causado por el sillón al chocar contra las baldosas resonó ampliamente, mezclado con las últimas notas de mi grito. «Voy a volverme loca», pensé al oír el eco que, después de haberse amortiguado, volvía a crecer con una profundidad y un estruendo que me hicieron estremecer.

Empuñé el pomo de la puerta como el náufrago se aferra a una tabla. En la galería brillaba un candelabro. Respiré y después me detuve, transida otra vez. Oía gritos y carreras hacia la gran escalinata de mármol. Los gritos se sucedían, uno se elevaba al cesar otro. Hubo un clamor lamentable. «¿Estaré soñando?», me pregunté estrechando el candelabro como si fuese el viático.

Sin pensar me había puesto a correr hacia la escalera. Estaba a punto de llegar allí cuando una blanca silueta, que de momento no reconocí, me alcanzó. Yo proferí otro grito.

—¡Mi niña...! ¡Mi pequeña...!

Era la hermana Girolama Pichi.

—No miréis. Es muy triste. Vamos a rezar las dos por él.

Me desasí de ella de un salto y eché a correr hacia la rampa. Me asomé.

Debajo de mí yacía un cuerpo sobre las losas de la planta baja. Si hubiera estado de pie, con su pierna izquierda doblada y los brazos extendidos, se le hubiera tomado por un bailarín. A pesar de aquella actitud, vi la mancha de sangre que se desprendía de él al resbalar hasta una de las ranuras del mármol por la que se deslizó.

Reconocí la voz de mi hermano, que gritaba:

—¿Qué ocurre?

Yo no lo veía, pues debía estar bajando por la escalera entre la primera galería y la planta baja. No reconocí a los hombres que rodeaban el cuerpo, pues, vistos desde arriba, no me dejaban ver más que sus gorros y sus cabellos. Pero uno de ellos, que se había inclinado, levantó la cabeza hacia mi hermano. Era Micheletto, que le gritó:

—¡Una desgracia, monseñor ¡Maestro Alberto, el asesor del procurador, se ha caído desde el segundo piso. Y no creo que podamos hacer nada por él.

Los negros empleados que estaban cerca del cuerpo trataban de retroceder discretamente. El terror los aplastaba con su peso.

Bajé la escalera. Mi hermano permanecía inmóvil bajo las bóvedas del zaguán. Al verme surgir con el furor de un perro de caza, se turbó. Se le escapó una palabra:

—Cállate.

—Tú lo has hecho matar —le dije en voz baja—porque estaba encargado de la investigación contra ti, ¿no es así? Si lo has matado, es que has matado a nuestro hermano.

César me contempló gravemente y después dijo:

—Hay tres hipótesis. O ese desventurado se ha caído de verdad, por accidente. O uno de mis hombres lo ha ayudado en un exceso de celo, que yo castigaré. O yo había dado la orden... Pero he podido dar esta orden en defensa propia, sin ser culpable de la muerte de Gandía. Me acorralan. Culpable o inocente, me defiendo.