CAPÍTULO XVII
EL RAYO DE CÉSAR
Aquella velada debía acabar en lluvia. No me enteré de las consecuencias de la querella de mi cuñado con los dos muchachos que habían perseguido a su mujer con demasiado ahínco. Sólo vi que tenían miedo. Para éste era halagador y hasta me alegró por él.
Pero Micheletto estaba junto a mí, con el rostro cansado del hombre a quien acaban de despertar. Mi presencia era necesaria en el ejército. Nos disponíamos a asaltar Imola.
A la una de la tarde me hallaba en Roma y Su Santidad se dignó recibirme.
A las dos estaba en el camino de Florencia. A las tres por poco si nos ahogamos, mi escolta y yo, bajo una de esas lluvias torrenciales que suelen descargar en esta estación.
Con los despachos secretos en el bolsillo, el ruido de mis armas y la respiración entrecortada por el viento y el agua, me consideraba muy dichoso. No me disgustaba haber aprovechado las pocas horas pasadas en Roma, sacudiendo la sosegada dicha con el soplo de la tempestad que siempre acompañaba mis pasos.
Durante algunos meses las tormentas fueron victoriosas. Hubiera acabado por conquistar Italia entera si, después de tres afortunados asedios, los franceses no me hubieran retirado las tropas que me habían prestado. Debían atender a sus propias dificultades en el Milanesado apenas conquistado, pues corrían el riesgo de perderlo otra vez.
Me desazonaba un poco separarme de las tropas con las que tanto había ensanchado los Estados del Papa. Nos entendíamos mejor que al principio. En contacto con ellos, había aprendido el arte militar. Y mi valor, en vez de presentarse como antes, por estados alternativos de fulgor y depresión, había adquirido el jaez parejo que caracteriza al ejército francés.
Me había acostumbrado al orgullo pendenciero de los gascones, al bárbaro apetito de los suizos, a las befas de los parisienses y, despechado, contemplaba como se alejaban con sus cañones demasiado pesados y sus armaduras de hierro.
Mis reducidas tropas se dispersaron al mismo tiempo, pues estaban formadas por mercenarios de todas las razas: bandidos españoles, campesinos dálmatas expulsados de su tierra por los turcos, rufianes incorporados en los puertos, galeotes escapados de oscuros naufragios... Con ellos se dispersaban también el rebaño de mujeres, prostitutas unas, raptadas otras al final de un asedio, que nos seguía, aumentando cada vez más, y hasta monjes, poetas, músicos, cambistas y esa variedad de mercachifles que se encuentran en los campamentos.
Dirigí hacia Roma los pocos regimientos que podíamos mantener a sueldo y me puse a mi vez en marcha.
A despecho de mi pesar, estaba contento de mí. Había ganado vina guerra limitada y la situación política se presentaba buena. De dondequiera que soplase el viento, sólo podía henchir mis velas. Ninguna novedad podía inquietarme seriamente. Yo tenía la ventaja de ser la única persona que podía prever las cosas con justeza en medio de gentes que se hacían la guerra. Esto en mis manos constituía un valioso triunfo, lo mismo si los franceses ganaban la partida en el Milanesado como si la perdían, si los españoles intervenían en Nápoles o se quedaban quietos, si Venecia se movía o se callaba.
Me apresuré a llegar a Roma. Hacía frío todavía. Yo cabalgaba en la bruma con los restos de mis tropas, aumentados con algunos suizos y gascones, y esperaba encontrarme con el cardenal Juan Borgia.
En lugar de ello, una mañana me enteré que había muerto de fiebres al salir a recibirme. Inmediatamente corrió el rumor de que yo le había hecho envenenar. No protesté. Bueno era que en Roma, donde me disponía a entrar con el prestigio del vencedor, inspirase yo un poco de miedo. El pretendido envenenamiento aconsejaría calma a aquellos de mis adversarios que durante mi ausencia habían levantado cabeza.
Poco antes les había ofrecido materia de meditación con la rápida muerte de Juan Cervillón.
Es verdad que aquel hombre no me gustaba, pero aun en el supuesto que le hubiese tenido afecto no hubiera podido salvarle. Lo pensé en vano, sabiendo que su ejecución me indispondría aún más con Alfonso, que no dejaría de convencer a Lucrecia de mis malas intenciones con respecto a él.
Pero Cervillón había cometido dos crímenes: había tratado de convencer a Alfonso de Aragón de que abandonara Roma para reunirse en Nápoles con su familia amenazada, lo que hubiera dado a los franceses la impresión de que una fracción de los Borgia se declaraba contra ellos y mantenía con Nápoles una correspondencia regular por medio de la cual, obrando gustosamente como un espía, informaba a Federico de Aragón sobre el número exacto de nuestras tropas, de las de los franceses, de las posiciones ocupadas y de las intenciones que revelaban sus movimientos. A ello añadió dos faltas: se jactó de haber intentado convencer a Alfonso y tuvo tan poco cuidado con su correspondencia, que no sólo yo, sino hasta los franceses se enteraron de ella, y los consejeros de Luis XII Louis de Villeneuve e Y ves d'Allégre me amonestaron vivamente por ello. Es cierto que debí haberle mandado detener por el prefecto de Roma. Sin embargo, un proceso público me hubiera causado un sinfín de contratiempos, obligando, entre otras cosas, al Vaticano a declarar oficialmente su hostilidad contra Nápoles, lo que hubiera sido una imprudencia o, por lo menos, una actitud prematura.
Así las cosas, mandé a Micheletto a Roma con un veneno eficaz. Para mayor seguridad, le había recomendado que machacara un diamante y arrojara el polvo en el ve. neno. Este procedimiento si resulta caro de por sí, es eficaz en general y no deja el rastro que, por más que se diga, dejan todos los venenos.
¿Desconfió Cervillón de lo que se le proporcionaba? ¿Era experto en venenos y se había prevenido contra sus efectos con ayuda de boticarios? Lo cierto es que como no acababa de morirse, Micheletto, nervioso, lo mató a estocadas, con ayuda de algunos mercenarios, en una calle muy oscura, en el momento en que Cervillón salía de casa de su sobrino Pignatelli. La víspera, Micheletto había sido visto en Roma y el crimen me fue imputado al momento.
¿Y qué querían que hiciese? ¿Felicitar a un hombre que, con sus extravagancias comprometía toda mi política? Hasta entonces, Cervillón había sido hábil manteniendo equilibrada la balanza entre Nápoles y Roma y sacando provecho de este compromiso permanente. La balanza se había inclinado. A fe mía que no iba a entristecerme por un asesinato, en los días en que veía caer a mi alrededor a los soldados. Pero, en la calma de Roma, era un acontecimiento.
Creo que al matar a Cervillón evité tal vez una grave crisis y salvé la vida a muchos hombres, pero esto no me será jamás reconocido. La gente es así. Felicitan a un general cubierto con la sangre de sus soldados y se estremecen a la vista de un político que se permite apartar un obstáculo por necesidad.
A medida que me acercaba a Roma, me irritaba la reputación atroz que tenía entre el público, tras haberme divertido en ello. Gracias a mis esfuerzos, había crecido Roma, la misma Roma que me maldecía.
Decidí no decepcionar al público y ofrecerle un personaje a la altura de la leyenda. Dominaba a las tropas y tenía en mi poder los restos del pobre cardenal Juan. Decidí que su entierro fuese uno de los más suntuosos que se hubieran visto. Puesto que la muchedumbre no se prestaba a rendirme los honores del triunfador a que tenía derecho, al hacerles inclinar la cabeza ante el cadáver les obligaría al mismo tiempo a inclinarla ante mí.
Aquella noche yo hubiera querido ser espectador para verme pasar. En Roma anochecía. Las calles eran azules. Un Tíber gauco se desperezaba lentamente bajo los puentes llenos de una muchedumbre silenciosa.
En la puerta del Pueblo me esperaban los prelados y los altos funcionarios. Quisieron rodearme y yo les obligué a mantener las distancias. Me proponía marchar solo. En medio de aquella abigarrada multitud de los prelados de rojo, a unos pasos de mi hermano Joffre, con un aspecto de paje como nunca lo tuviera, y de Alfonso de Aragón, demasiado bello, avanzaba yo lentamente midiendo los pasos de mi montura, vestido sencillamente con un traje de terciopelo negro, en el que sólo relucía un collar de oro.
Delante de mí rodaban cien carros fúnebres. Había dispuesto a mis lanceros pontificios en filas de cinco, con los suizos y los gascones y ciento cincuenta escuderos vestidos a costa mía de terciopelo oscuro, tocados con unas plumas más negras que las tinieblas en sus gorros y en sus cascos. Nada de tambores ni pífanos, nada de trompetas. Sólo el silencio. Me precedía el féretro. La muchedumbre no estaba muda, estaba aterrada.
En el momento en que yo entraba en el Vaticano, estallaron irnos fuegos artificiales. Nada de colores; sólo llamaradas de oro y plata. Bajo la luz un haz de fuego, reconocí a Lucrecia en una ventana. Nos miramos. La noche volvió a caer entre ella y yo.
Sólo el día siguiente oí hablar de ella a mis informadores. Era con respecto a su marido. Me dijeron que estaba muy afectado por la muerte de Cervillón. Pocos días antes se había atrevido a preguntar al Padre Santo si podría ir de caza. Como el Papa se mostrase sorprendido de que él se creyera en el caso de pedirle permiso, Alfonso repuso
insolentemente: «Perdón. Creía que era un rehén.» Se sabía que mandaba, por medio de sus propios guardias, los informes a Nápoles que faltaban desde la muerte de Cervillón.
Lucrecia, que sólo veía por sus ojos, no perdía ocasión de excitar a los cardenales contra mi diplomacia. Hablaba al Papa. Éste, que ya titubeaba, la escuchaba alarmado. En el momento en que toda nuestra fuerza consistía en que los franceses creyeran que los ayudaríamos contra Nápoles y en que los españoles creyeran que les echaríamos una mano para conquistarla por su lado, no podíamos mantener relaciones amistosas con la familia reinante en Nápoles, que, de todos modos, estaba condenada. Esto fue lo que le dije claramente al Papa.
—Los Aragón son un buque que hace aguas. No tenemos por qué jugar a favor ni en contra de ellos. Lo que hemos de hacer es ignorarlos.
La discusión duró una noche entera y por fin lo convencí. El día siguiente me presenté en casa de Lucrecia.
—No quiero ver a tu marido —le dije—, porque es un joven furioso, no un político. Sus actos obedecen a un sentimiento familiar que lo excusa y al odio que siente contra mí y que yo le perdono. Pero es necesario que esté quieto. Puesto que estáis los dos persuadidos de ser la pareja más feliz del mundo, no os metáis en mis asuntos. Las personas felices no se entretienen en prender fuego a un polvorín. No me interrumpas. No he venido a discutir contigo sobre el porvenir de Italia. He venido a advertirte. Cuento contigo para convencer a Alfonso, pues de lo contrario puede ocurrirle una desgracia. Y yo te prevengo para que procures evitarla.
Lo que le decía era justo. Por toda respuesta, Lucrecia, con las mandíbulas apretadas, me preguntó: —Bueno, ¿qué te he hecho yo? Tanta ceguera me sacó de mis casillas. Estaba perdonando a su marido y ella me miraba con los ojos fuera de las órbitas, horrorizada.
—¡Cuidado! —le dije—. La estupidez se paga con la vida.
Me dediqué a explicarle mi idea y traté de hacerla entrar en razón diciéndole que la política era un juego apretado y peligroso en el que se jugaba la suerte de millares de vidas humanas y, lo que era más grave, de la civilización. Le demostré que no podía tolerar que su marido comprometiese el éxito de la diplomacia romana, ya de por sí muy complicada sin que los aficionados impetuosos se mezclasen en ella.
—Entonces ¿por qué quisiste mi alianza con los Aragón? —me preguntó.
—Los tiempos eran otros —repliqué pacientemente—. En política ocurre como en los trajes. Si está nevando no vas a vestirte como si, en pleno agosto, te dispusieras a ir a comer a la orilla del mar. Hubo un momento en que Alfonso de Aragón representaba una alianza feliz. Ahora estorba. Y con todo, ya ves que ni siquiera intento romper vuestro matrimonio. Solamente te pido que trates de persuadir a tu marido de que haga lo posible para pasar inadvertido, en vez de llamar la atención por sus intrigas y sus palabras.
—¡Claro...! Todo lo que tú haces es política y lo que hacen los demás es intrigar.
Aquel día me armé de paciencia de veras. Creo que ella sabía que yo tenía razón, pero no quería escucharme.
—¿Y Sforza? —me echó en cara—. Fuiste tú quien me casó con él. Después fuiste tú quién decidió que había que asesinarle.
—No lo decidí yo. Fueron los acontecimientos, unos acontecimientos más potentes que yo. Tú gozas de todas las ventajas de una princesa, pero olvidas que la grandeza es un oficio. Impone obligaciones y no siempre se puede obrar de acuerdo con el corazón.
Me interrumpió:
—¿Y Pedro Caldés?
—Al verte al lado de Alfonso, no se tiene la impresión de que lamentes la medida, algo extrema, que me obligó a tomar por sus imprudencias...
Sonreí.
—... por el momento que eligió —proseguí—. Si ahora tuvieras un amante, no me estorbaría. Claro que supongo que no lo vas a tener...
Como si no hubiese oído mi interrupción, prosiguió:
—Tú no asesinaste a Pedro por razones políticas, sino porque creías que lo quería.
—Lo asesiné, como tú dices, porque necesitaba salvar tu reputación, en vísperas de tu boda con Alfonso de Aragón, que a la sazón me era necesaria.
—Lo mataste porque creías que me quería. Y a Sforza no lo mataste por lo ocurrido en la posada. Renunciaste a matarlo al saber que entre él y yo no había ocurrido nada.
—Renuncié a matarlo —dije sosegadamente— porque al enterarme de que eras virgen, el divorcio era posible. Era una solución más económica y más elegante. Pedro cometió la equivocación de estropear precisamente esa virginidad. Si se hubiera sabido antes su existencia, el divorcio resultaba imposible.
Me esforzaba en dominarme para resistir a la exasperación que se iba apoderando de mí. No ignorando que la lógica no siempre basta tratándose de mujeres, me enternecí y quise cogerle la mano. La retiró con verdadero horror. Se levantó, apartó su sillón con la rodilla y empezó a retroceder sin apartar sus ojos de mí, como el hombre desarmado que trata de batirse lentamente en retirada ante un lobo.
Lo que yo no quería comprender, resultaba entonces claro. Lucrecia hacía suyas las acusaciones del pueblo. Insinuaba que solamente los celos me habían empujado a descargar mis golpes sobre los hombres que la rodeaban. Me entraron deseos de zurrarla. Y ya me anticipaba el gusto de los puñetazos con los que impondría silencio a su hermosa boca, pero había que evitar el escándalo. Me encogí de hombros, saludé a mi hermana y desde la puerta, sin volverme, le aconsejé que meditase sobre mis advertencias.
Entonces la oí murmurar:
—Ahora estoy segura. Tú mataste a Gandía.
Yo estaba ahí, en el marco de la puerta. La fuerza de mi respiración me asombró a mí mismo. Mis escuderos me contemplaron desde la antecámara. Cerré la puerta tras de mí.
El exceso de rabia me trajo una calma súbita. «¿Quién soy? —me pregunté—. ¿Cómo es una persona? ¿Cómo la ven los demás o cómo se ve a sí misma? ¿Son los actos o las intenciones lo que cuenta?»
El mes siguiente fue apasionante y movido. Me olvidé de Lucrecia y de su marido, demasiado ocupado en persuadir a los cardenales de que votaran un nuevo impuesto que me permitiese mantener unas tropas algo sólidas. Todos los días me veía obligado a escribir a Venecia, Milán, París y Madrid. Cada semana recibía embajadores extranjeros y daba fiestas en su honor. Yo bajaba al ruedo a luchar contra los toros. El pueblo de Roma recordará el toro al que, de un solo tajo, le cercené la cabeza. Yo tenía lágrimas en los ojos. Si había asestado un golpe tan diestro era porque la fiera acababa de traspasar a mi perro Pompeyo de parte a parte.
Fui a enterrarlo por mis propias manos a una legua de Roma. Había llegado el calor. Recuerdo el regreso a la ciudad por la cual cabalgaba solo por una vez, pues no quise hacerme acompañar para una ceremonia que hubiera parecido risible a mis guardias.
Al pie del castillo de Sant Angelo vi a mis tropas haciendo maniobras. Por las calles discurría una muchedumbre de peregrinos. Habían venido para el Jubileo por decenas de millares, procedentes unos hasta de Escandinavia y otros de Asia. Hablaban en todas las lenguas y en las encrucijadas se saludaban en latín. Las prostitutas que, al parecer, intentaban atraerlos por la noche, les exhortaban en latín. Habían aprendido lo suficiente para aquella circunstancia.
Yo me alegraba de ver a toda aquella gente. Cada uno aportaba su óbolo y el tesoro del Vaticano crecía. Podría emplearlo en la fundación del ejército de mis sueños. Y pensaba que con ello no se le desviaba de su fin. La defensa del palacio de San Pedro, era al mismo tiempo la de las artes y la civilización. Mi corazón se alegraba.
De regreso al Vaticano anduve vagando a lo largo de una galería. Contemplaba las nubes rodar por el cielo y en ellas busqué mi perfil. Eran de un hermoso azul tenebroso, con crestas azufradas y largos surcos lívidos, como las sabe pintar Giorgione.
Las nubes resonaron. Eran tan pesadas que el estrépito casi ininterrumpido de su trueno parecía ser el ruido de su rodar y los relámpagos que salían de sus entrañas, esas chispas que surgen bajo los cascos de los caballos demasiado cargados o demasiado presurosos. Siempre me han gustado las tormentas. Abría los ojos, feliz de dejarme deslumhrar. Respiraba el olor de pradera infernal que precede a la tormenta tras un tiempo seco durante muchas semanas. Y me incliné sobre la balaustrada para sentir las gruesas gotas golpearme el rostro.
Entonces, por un instante, vi una Roma encarnada en toda su extensión, de un rojo sulfuroso. Tuve que cerrar los ojos. Y Roma tembló. Nunca he oído grito semejante al que proferí. El retumbar del trueno me ensordeció. Y el mugir tonante no cesaba. Yo había quedado petrificado como si el aire me hubiera tomado bajo su brazo y me impidiese avanzar. Luego el abrazo se aflojó. Ya no era el ruido del rayo: era un horrible derrumbamiento de piedras que resonaba.
Las losas temblaron dos veces de nuevo bajo mis pies. La gente corría por los pasadizos. Se oían esos gritos de mujer que no me impresionan porque los he oído hasta la saciedad, provocados por tonterías, porque las violan o porque les da miedo un ratón. Pero los alaridos de los hombres me dieron miedo. Creí encontrarme en el campo de batalla.
Atravesé la sala de guardia que estaba desierta y encontré a mis escuderos al pie de la escalera.
—¡El palacio se viene abajo! —exclamaban.
A todo evento, les traté de imbéciles, pero unos guardias cubiertos de polvo con los que me crucé en medio de la escalera me dijeron que un rayo había caído en nuestros aposentos y que tres plantas se habían hundido.
Mi primer pensamiento fue para mí. Afortunadamente.
no había ido a mi cuarto y, en espera de la audiencia que me había concedido Su Santidad con motivo de la festividad de San Pedro, había matado el tiempo paseando a lo largo de la galería.
El segundo pensamiento fue por el Papa. Jamás volveré a subir una escalera tan de prisa como aquel día. Al llegar, vi columnas de polvo henchidas por un aire violento que penetraba por las ventanas y por la porción de techo que se había hundido. Solamente se veían montones de cascotes y un erizamiento de vigas. Tapices colgados mostraban sus jirones bajo un cielo negro, azotado por la lluvia, que el rayo seguía iluminando.
—Me he librado de milagro — tartajeaba el cardenal de Capua, cuyo suntuoso vestido escarlata estaba roto y manchado—. El Padre Santo me recibía. Una ráfaga de aire más fuerte abrió la ventana. Yo me dispuse a cerrarla. Y lo que me protegió fue el alféizar. Al volverme, el techo se había venido abajo.
—Pero, ¿dónde está? —vociferé.
—Allí —me dijo simplemente mostrándome una pirámide de cascote.
Me lancé hacia las primeras piedras para intentar despejar el trono en el que el Papa debía estar aplastado. Siguiendo mi ejemplo y a los gritos de furor que lancé, todos se pusieron a la tarea, hasta las camareras. Cogí por los hombros al cardenal de Capua para obligarle a trabajar.
Después llegaron guardias y obreros. No recuerdo cuánto tiempo duró el horrible trabajo. Lucrecia se había reunido conmigo. Joffre que, como todos, debía ser recibido aquella noche por el Padre Santo, se incorporó a la partida y en mi estado medio demencial, sonreí al pensar que era la primera vez que servía para algo.
De pronto apareció el Papa a nuestros ojos. Su cabeza estaba inclinada. Su torso estaba todavía oprimido entre dos piedras. Todos gritaron:
—Ha muerto.
¿Es porque, después de todo, soy su hijo, que supe que vivía aún?
Me lancé hacia él como un águila. Percibí su aliento. Y me dijo con imperceptible voz:
—Era la festividad de San Pedro. ¿Tú crees en los signos, César?
Fue al gritar. «¡Vive!», cuando Lecrecia me besó.
Apenas trasladado al lecho, la fiebre se apoderó de él, con su cortejo de delirios. Los médicos no respondían de su vida, a pesar de que sus heridas eran leves. Al ir a acostarme vi en mi pañuelo huellas de su sangre.
Yo ocupaba la cámara verde en los aposentos reservados a los embajadores. Por la noche me despertaron. Algunos clérigos supersticiosos habían hecho cundir la alarma por los arrabales de Roma. Los peregrinos rezagados oraban en las encrucijadas sobre las losas todavía húmedas por la tormenta. El pueblo bajo se había encerrado en las casas con los postigos cerrados. Se decía que Dios había elegido la festividad de su primer vicario para descargar un golpe sobre el que lo traicionaba.
Tuve que repartir dinero y amenazas. Provistos de ello, mis hombres se adentraron por las oscuras calles de la ciudad para dar la vuelta a la opinión alabando el milagro. Decidí que se trataba de un milagro, puesto que en un lugar en donde se había precipitado el rayo, derrumbando los muros, el vicario de Dios no había sido alcanzado.
Me informaron también de que Lucrecia y Alfonso no abandonaban la cabecera del Papa, «con el pretexto de cuidarle».
Reflexioné. Yo sabía que no era un pretexto, que Lucrecia le quería y, que como hija afectuosa que era, estaba contenta de poder ser útil. Sin embargo, sospeché que lo aprovecharía para influir sobre el debilitado ánimo de un anciano enfermo que la quería mucho.
Llamé a Micheletto y le ordené que movilizara mis guardias. En lo sucesivo, un número mayor de ellos debería seguir mis pasos. Le di órdenes para transmitirlas a los jefes de mis reducidas tropas en la ciudad. Después, de pie, delante de la ventana, frente a un cielo que había recobrado su pureza y brillaba cuajado de estrellas, me puse a soñar, sin intentar disipar mi angustia. Cada hora recibía noticias de Su Santidad, que no eran demasiado buenas. Por todos lados me asaltaban motivos de alarma.
Poco antes del amanecer, cinco cardenales se habían reunido para tratar de la elección de nuevo Papa. Durante la noche, Burkhart había discutido públicamente con sus ayudantes sobre el protocolo que debía adaptarse para él entierro del Papa. No creían en el milagro, pues había circulado el rumor de que el Papa había muerto y yo lo ocultaba en interés mío.
Sobre la ciudad se elevaba una aurora roja y gloriosa. Yo pensé: «En este momento basta un hombre ambicioso que me odie, bien considerado por las gentes principales de Roma y de las cortes extranjeras para que, si además es simpático y de gustos violentos, pueda ponerse al frente de la multitud fanática y obligarme a defenderme desde la ventana de mi aposento con un arcabuz en la mano.»
Entró Micheletto y le dije:
—¿Cuál es mi precio?
—Monseñor...
—Deja tranquilo a «monseñor». Quiero saber exactamente lo que valgo en tu consideración. ¿Qué suma te bastaría para traicionarme? Judas pidió treinta dineros, pero creo que tú serías más exigente. Si me traicionaras por menos de cincuenta mil ducados me sentiría vejado.
Me di cuenta de que obraba como un bobo al descorazonar a mis servidores dejándoles ver que me consideraba en mala situación y que ello les daba ocasión de ganar dinero y honores volviéndose contra mí. Traté de reírme y lo maltraté. Micheletto permaneció impávido. Al cabo de un momento me dijo:
—Por más deseo que tuviera de traicionaros, no podría. Mi nombre se ha visto demasiado mezclado al vuestro cada vez que en Roma ha ocurrido algún suceso criminal. Es demasiado tarde para apartarme de vos. En cuanto a saber si lo deseo, es otro cantar. Los deseos irrealizables, no tienen ninguna importancia. Y puesto que navegamos en el mismo barco, permitidme que os dé un consejo. En primer lugar, os ruego que tengáis la misma calma que yo.
—Tengo calma.
—No. Después haced algo. Las gentes creen que el Papa ha muerto. Nuestro espía Beppo acaba de traerme el borrador de una carta que el embajador de Venecia remite a sus amos. Afirma que Su Santidad ha fallecido y ha llegado el momento de que Venecia intervenga en Roma. Siguiendo su ejemplo, los demás embajadores se van a mover. De modo que, si no somos barridos por unos disturbios populares, dentro de poco tendremos que entedér— noslas con dos o tres ejércitos que acudirán a darse la batalla en Roma con el pretexto de asegurar el orden y la legalidad durante la elección del nuevo Papa. No soy hombre de Estado, pero esta situación me parece mala.
De pronto palideció y me lanzó:
—Enseñadles el Papa o estamos perdidos.
—Su Santidad se encuentra demasiado mal como para...
El día naciente iluminó el rostro de Micheletto. Con sus mejillas, en las que destacaban los costurones de las cicatrices y la fatiga que deslucía sus ojos me dio miedo por un instante, como debía darlo a los demás.
—Os creíais fuerte, monseñor —dijo al fin—. Pues bien, no lo erais. No sé quien dice que la luna refleja los rayos del sol. Así, toda vuestra fuerza procedía del Papa. Muerto él, no somos más que un soberbio buque sin quilla. No os habéis preparado como era debido para semejante golpe. Es una lección. Puesto que no ha muerto, os lo repito, señor, enseñadlo.
Era un buen consejo. Una hora más tarde envié recado a Paolo Capello, el embajador de Venecia. En la escalinata le dije con mucha naturalidad que mi padre estaba disgustado por no haber podido recibirlo la víspera, como estaba previsto y que estaba apenado por el pequeño hundimiento producido por un rayo y había tenido que acostarse.
Persuadido de que el Papa había muerto, el embajador me contemplaba con curiosidad. Se preguntaba por medio de qué truco de los míos podría salirme del apuro. Le hice sentar y me fui corriendo al aposento del Papa. Lucrecia,
Sancha y algunas otras mujeres se ajetreaban alrededor de unas pócimas. Yo me fui derecho a la cama.
—Santidad —le dije en voz baja—, es necesario que recibáis al embajador de Venecia. Se dice que ayer quedasteis aplastado. Ese hombre desmentirá los rumores di— fundidos para hacer dudar de nuestro poder en Roma y del futuro de la Iglesia.
Después, de un salto, me fui, regresé con el embajador y disfruté de su asombro.
Me quedé asombrado de la presencia de ánimo del Papa. El hombre que yo acababa de ver, deshecho, buscando el aire para respirar con la boca entreabierta, con su moreno rostro chupado y macilento hasta el punto de haberme recordado uno de los terribles retratos de astrólogos de Durero, sonreía ahora sin esfuerzo y se chanceaba en latín y en francés y hasta en un dialecto veneciano que yo ignoraba.
El embajador, convencido, lo felicitó por haber escapado a la muerte, admitió él mismo la tesis del milagro y se limitó a deplorar que los efectos de la divina Providencia no se hubieran extendido a los tapices y cuadros cuya destrucción era de lamentar. Congratulaciones, buenos deseos, agradecimientos, Venecia por aquí, Roma por allá, y henos de nuevo en los corredores.
Lo cogí del brazo con familiaridad. Simulaba tener el mejor humor y le hablaba, en tono frivolo, de ciertas inversiones que contaba hacer en Venecia. Me dio las gracias por la confianza que yo demostraba tener en su república y, luego, dejando aparte el tono protocolario que había mantenido hasta entonces, acercó su rostro al mío y, como quien constata un hecho, murmuró:
—Habéis tenido suerte.
Desconcertado, creí o fingí creer que me felicitaba por no haberme encontrado en mis aposentos en el momento de ser alcanzados por el rayo. Me dejó creer que caía en el lazo y luego repuso:
—Habéis tenido suerte de que las paredes hayan respetado la vida de Su Santidad. Muerto el Papa, no duraríais ni cuatro días, mi querido amigo.
—¿Cuatro días?
—Cuatro días de sangre y sudor. Lo raro es que ni en Roma ni en otras partes, nadie haya medido vuestra flaqueza. Además, anoche, en las embajadas lo mismo que en las zapaterías, lo primero que se les ocurrió pensar a todos, al correr el falso rumor de la muerte de vuestro padre fue: «Entonces, se acabó César...»
—Pero...
—Y todo el mundo se daba cuenta, asombrado, de que no contáis con nada para defenderos. Hasta los propios soldados franceses que están en Roma habrían contempla» do impasibles como os degollaban, porque habéis acabado por inquietar hasta a su rey y, después de todo, no le hubiera causado ningún enojo desembarazarse de vos. Para nosotros, los venecianos, se presentaba una bonita ocasión de volver a restablecer un poco de orden en vuestras últimas conquistas romañolas y asegurarnos contra las nuevas usurpaciones que, según se dice, proyectáis. De modo que no nos oponemos al proyecto...
—¿Un proyecto?
—Ciertas cabezas bien asentadas sobre los hombros han concebido un proyecto. Me decepciona vuestra ignorancia. ¿Lo ignoráis de veras?
Mi confusión pareció divertirle. Después dijo:
—Se trataba simplemente, con objeto de permitir al Sacro Colegio reunirse y elegir sin coacción al nuevo Papa, un nuevo Papa que no fuese amigo vuestro, de confiar los poderes que ejercéis actualmente a alguien más bien visto que vos. Se había llegado al acuerdo, pues, de nombrar capitán de la Iglesia a un joven príncipe que ofreciese la ventaja de agradar a todo el mundo, perteneciente a vuestra familia, lo que salvaba las apariencias, que os detestase lo bastante para ser una garantía, y que descendiera de un linaje verdaderamente real, para poner a Roma a cubierto de las ambiciones de un aventurero.
Acabábamos de llegar al patio. Llamé a un jardinero y le reproché seriamente no haber tomado las disposiciones necesarias para cuidar los naranjos de mi padre, perjudicados por el granizo de la víspera. Y después dije:
—Perdonad, pero mi padre está enamorado de su jardín. ¿De qué estábamos hablando?
Me había permitido el lujo de dejar a un embajador lo bastante desorientado por mi indiferencia, pero en realidad acababa de obtener una victoria sobre mí mismo. Ahora bien, se trataba menos de dominarse uno mismo que a los demás. Y eran los demás, precisamente, los que se me escabullían.
No ignoraba los motivos que tenía aquel hombre para informarme. Como buen veneciano, no se preocupaba más por mí que por mis enemigos y sólo buscaba que en Roma hubiese disturbios. Esperaba que perdería mi sangre fría. Conozco a los venecianos y sé que les gusta el río revuelto. Sin duda las calles de su ciudad les inclinan a este gusto. Debía, pues, hacer buen uso de su advertencia, pero pensándolo dos veces.
Lo más urgente era lanzar a Micheletto en pos de noticias. Lo primero que yo quería era que me confirmasen que el embajador había aludido exactamente al pequeño Alfonso de Aragón. En Roma no veía yo a ningún otro príncipe que respondiese a las precisiones dadas.
Pasé una tarde nervioso. Por el lado del público, la alarma parecía haber pasado. Con su acostumbrada versatilidad, el pueblo alababa a Dios por haberle conservado su Papa y los comprometidos en el complot remitían su proyecto para más adelante.
Pero yo no quería que hubiera un más adelante. Paseando de un lado a otro de mis aposentos, me repetía que mis esfuerzos sólo debían apuntar aun fin: impedir que volviesen horas como las que acababa de vivir. Tenía que ser lo bastante fuerte, a corto plazo, para sobrevivir a la muerte de mi padre.
Por la noche apareció Micheletto. Su informe fue breve. Confirmaba el de Paolo Capello. Por primera vez un veneciano había dicho la verdad. Se trataba, en efecto, de Alfonso de Aragón.
—¡De buena nos hemos librado! —dijo Micheletto.
Me dio algunos informes complementarios. De todo ello se deducía que Alfonso no había intrigado en modo alguno para hacerse con el puesto que «las cabezas sensatas» le habían destinado. Incluso lo había rechazado. Sin embargo, me detestaba y, al ofrecérsele una ocasión de vengar a Cervillón y servir a su familia napolitana haciendo presión sobre la política pontifical, preveía que hubiera acabado por aceptar. Incluso su reserva podía explicarse por el hecho de conocer mejor que los demás el estado real de la salud del Papa.
—¿Cómo se encuentra Su Santidad? —me preguntó Micheletto.
—Creo que va mejor. Pero sigue débil, y seguirá están—dolo mucho tiempo... Hasta dentro de unas semanas no estará en condiciones de gobernar.
Un criado había entrado para encender los candelabros. En el aposento reinaba ya la oscuridad. Recuerdo la escena con mucha precisión. El rostro de Micheletto apareció a la luz de las velas, con su larga nariz afilada, su boca redonda entreabierta, como si se dispusiera a hablar. Esperó la salida del criado.
—Mejor que mejor —dijo con una breve sonrisa.
Yo creí que se felicitaba de la mejoría de la salud del Papa y me sorprendió que hubiese adoptado su expresión de ave de presa para ofrecerme tan banal cumplido. Olvidaba que Micheletto no habla si no tiene algo que decir o que sólo lo hace así cuando hay interés en no decir nada y, sin embargo, hay que hablar.
—Su Santidad quiere a doña Lucrecia —prosiguió—, y doña Lucrecia quiere a Alfonso de Aragón. Por esto, aun a pesar de sus intereses, Su Santidad protegerá siempre a monseñor de Aragón. Y por esto resulta excelente que Su Santidad se vea impedido de ocuparse de los asuntos durante algunos días.
Otro tal vez no hubiera comprendido el razonamiento de Micheletto. Pero hacía mucho tiempo que trabajábamos juntos para que su estilo resultase oscuro para mí. Micheletto estaba contento de que el Papa estuviese apartado de los asuntos porque contaba con que yo lo aprovecharía para suprimir a Alfonso. No dudaba de que yo estaría de acuerdo y sólo esperaba los detalles de la ejecución. Con el borde de la uña rascaba apaciblemente la mancha de cera de una vela que le había caído sobre una de sus flotantes mangas.
Contemplé sus manos con horror. Yo he matado a menudo, es cierto. Pero cuando lo hago lo hago airado, o al menos arrebatado. El malestar que me causa estar delante de Micheletto procede de la calma, del método con que prepara y ejecuta lo que, con su estilo, llama un «asunto».
Yo me escuché preguntarle, de un tirón:
—¿Qué es lo que amas tú en la vida, Micheletto?
Su mirada no expresó ni siquiera sorpresa. No comprendía la pregunta. Era como si le hubiese hablado en una lengua extranjera que él ignorase.
Yo mismo estaba avergonzado de mi debilidad. Hasta entonces, nuestras relaciones habían sido las de un amo y un sirviente, unidos por una complicidad de armas y de intrigas. Nunca debió ocurrírseme la idea de interesarme por su salud. Ahora bien, aquella noche, conmovido por todo lo ocurrido desde la víspera, tenía los nervios de una mujer. Me hubiera gustado tener a mi lado a alguien que me quisiera. A falta de esto, intenté por primera vez hablar con Micheletto.
Le hubiera querido explicar que él era para mí algo inexplicable. Yo arrastraba riesgos y a veces responsabilidades horribles, pero era por mi gloria y la de Roma. Regularmente yo me sentía pagado por la embriaguez del éxito. Él permanecía siempre en la sombra con los dedos un poco ensangrentados aún. ¿Qué finalidad le guiaba? ¿Qué alegrías retribuían tantos preparativos funestos, tantos recuerdos de gritos ahogados con una mano mientras con la otra se asesta el golpe?
Y me daba cuenta de que Micheletto no sentía inclinación por nada. No bebía, contemplaba asombrado como los demás jugaban a las cartas, sólo había leído libros de esgrima o de halconería y las solas palabras sobre arte que habían salido de sus labios, las pronunció al ver «Una cortesana en el bafio», del Verrochio: «No comprendo cómo pueden pagarse mil ducados por el retrato de una mujer con la que uno podría acostarse por diez.» Además,
Micheletto no era muy aficionado a las mujeres. General» mente las tomaba por fuerza y sin mirarlas a la cara.
—Tengo que ir a ver si Su Santidad duerme bien —dije cobardemente, para acabar la entrevista.
—Os esperaré, monseñor.
—No has dormido mucho la noche pasada...
—Dormiré mañana, monseñor. Terminaremos esta noche, ¿no es así?
Ni siquiera me tomé la molestia de fingir que no comrendía. Con él era inútil. Me dirigí a la puerta y dije desenvueltamente:
—Estas cosas no se improvisan. Volveremos a hablar del asunto.
—Entonces os espero, monseñor, para que volvamos a hablar.
En el momento de cerrar la puerta, dije todavía por debilidad: —Sí.
Por otra parte, hubiera demostrado la misma debilidad despidiéndolo.
Hubiera sido aplazar una decisión que, razonablemente, era inevitable.
Como había dicho que iba a informarme del estado de mi padre cuando lo que en realidad quería era desembarazarme de Micheletto, tuve que hacerlo.
Lo encontré sumido en un pesado sueño. Su tez parecía aún más oscura entre la blancura de las sábanas, entre la púrpura y el oro de su lecho, iluminado tan sólo débilmente por el lejano candelabro, alrededor del cual dos mujeres ayudaban a un boticario a triturar una droga en un mortero. En el aposento flotaba un vago olor de incienso y de medicamentos. En el otro extremo de la estancia, un cubiculario leía un libro de horas. Reinaba calor y sosiego.
Unos cortinajes estaban entreabiertos sobre un gabinete contiguo, más débilmente iluminado aún, y, maqui— nalmente, en el momento de retirarme eché una ojeada. —No te muevas —decía Lucrecia. Mi hermana, vestida de blanco lino y seda pálida, estaba sentada sobre un escabel. Una mesita le separaba de Alfonso, que, sentado, se inclinaba hacia ella tendiéndole la mano. Y ella, curvada sobre aquella mano, repetía:
—Vamos, no te muevas.
De momento creí que le estaba leyendo las rayas de la mano, y al pensar que estaba trabajando en balde, pues un hombre abandonado a Micheletto no tiene futuro, se me encogió el corazón. Después comprendí que le estaba sacando una astilla. Y el cuidado, que tan tiernamente la absorbía, me conmovió por su irrisoria significación: ella estaba sacando una astilla a un hombre en cuyo cuerpo se iban a hundir muchos puñales.
—¡Era lo que faltaba! ¡Clavarte una astilla yendo a huronear por los montones de maderas...! Ya la veo. Te ha penetrado muy adentro, ¿sabes?
Ella esgrimía las pinzas, muy seria, sacando la punta de la lengua. Él la dejaba hacer de buen grado. En su rostro se reflejaba una divertida aprensión, más fingida que real, con el solo objeto de impacientar a Lucrecia.
—¡Ay!
—¿Te he hecho daño?
Ella había alzado hacia él sus hermosos ojos pálidos, que la inquietud había agrandado aún más. Alfonso sonrió.
Ella sonrió a su vez.
—Has gritado adrede. Te crees muy gracioso, y no sar bes que acabaré por hacerte daño si sigues sin estarte quieto.
—Aprovecho la operación —contestó tiernamente Alfonso —para intentar sentir el latir de tu pulso en la muñeca con mi dedo.
De nuevo se encontraron sus ojos.
—¿Y habréis adelantado mucho, señor, cuando hayáis encontrado mi pulso...? ¿Sabéis que os arriesgáis a dejar un dedo en este juego?
Todo el cuerpo de Alfonso se había movido. Lucrecia, impaciente, apartó la pinza exclamando:
—¡Oh! Así no se puede.
—Te juro que no es culpa mía. Este animal ha logrado por fin clavarme sus uñas en la pantorrilla. Hace rato que lo estaba intentando.
Efectivamente, a sus pies, runruneaba un gatito. Lucrecia se inclinó bajo la mesa para verlo. Admiré su hermosa nuca rubia, que había quedado al descubierto, arrastrando el torrente de su pelo. El gato se había refugiado en los entresijos de la mesa. Alfonso se inclinó a su vez para verlo, de modo que Lucrecia y él se vieron en la penumbra, entre las patas del mueble, doblados uno y otro en una posición bastante incómoda que no parecía fatigarles. Se susurraban cosas, en tono tan bajo, que no las pude oír.
En aquella penumbra vi cómo sus manos se unían, como si no lo hicieran bastante a la luz. Lucrecia se incorporó la primera, anunciando que ya estaba bien de risa y era tiempo de acabar con la astilla. Alfonso volvió a tenderle la mano.
—Vaya... Se ha ido sola —exclamó Lucrecia, asombrada.
Alfonso no pudo contener la risa.
—¡Oh, qué bobo eres! —suspiró Lucrecia—. Me has dado la otra mano. Y estás que no cabes en ti de orgullo por tu gracia, ¿eh? Bueno, pues no hay razón para ello.
Y así riendo, en el tono bajo al que uno se acostumbra cuando se cuida un enfermo, adoptó una actitud de aplicación para apuntar con su pinza. Luego, sin duda descontenta de la luz, la levantó hasta cerca de la llamita del candelabro.
Con ello, sus cabezas se habían acercado. Su serio semblante aumentaba la ternura de Lucrecia y el perfil de Alfonso quedaba dorado por una luz que subrayaba el enérgico trazo del arco de sus cejas, el abultamiento de su boca burlona y reforzaba, como el rasgo de un grabador, la fina silueta de su mentón. Era bello, no podía decir lo contrario. Inclinado hacia delante, se destacaban su espada, su estrecha cintura y unas piernas largas, graciosamente replegadas, que el gato atacaba de nuevo.
Lucrecia y Alfonso eran tan bellos el uno como el otro. Y la decoración acababa de favorecerles, pues, inclinados hacía la vela y como atraídos por la lucecita vacilante, destacaban mejor sobre la turgente sombra que bañaba el resto de la pieza.
Di un paso para alejarme, asombrado del tiempo que había perdido contemplando aquella escena tan íntima que ninguno de sus héroes había advertido mi presencia a posar de que mi cabeza salía bastante de la colgadura.
Me retuvo una exclamación de Lucrecia.
—¡Ya está!
Y agitaba triunfal mente su pinza en cuyo extremo debía de estar prendida la minúscula astilla.
—!Ah, me siento aliviado, señor cirujano! —dijo Alfonso sonriendo—. No obstante...
—¿Qué? ¿Te duele aún?
—Es mucho decir que me duele, pero...
—Voy a decirte lo que vas a hacer. Así que hayas vuelto a casa, y exijo que te vayas a las once, despertarás a Caterinella para que te dé la pomada rosa que uso yo cuando me doy un corte. Y con ella no sentirás dolor alguno.
Alfonso se había levantado ágilmente. Dio la vuelta con presteza a la mesa y la tomó por las espaldas y yo lo vi, bajo los rubios cabellos, buscar la nuca:
—En espera de la pomada, señor cirujano, creo que no me sentarían mal unas caricias. Me aliviarían.
Lucrecia se reía con ternura.
Se disputaron la pequeña pinza que ella conservaba todavía en la mano. Él se apoderó por fin de ella y le arrancó un cabello sobre el que ambos se pusieron a soplar. Estaban uno en brazos de otro y aquel hilo invisible les obligaba a hacer graciosos movimientos, parecidos, incomprensibles a la dorada luz de la llama.
—De todos modos, no olvidarás el bálsamo, ¿eh? —murmuró Lucrecia.
—Mañana.
—No, mañana, no... No quiero que vuelvas a pasar otra noche aquí en vela. La noche pasada no has dormido nada. Y la anterior estabas cazando. Sería absurdo. Vete a las once, te lo suplico. Haz que te acompañe Tomaso Albanese, yo no le necesito. Si todo marcha bien, volveré a casa de madrugada.
Y añadió más bajo aún: —Iré a despertarte en tu cama. Entre los dos hubo un instante opresivo. Se miraban muy cerca uno de otro, con los labios entreabiertos.
En aquel momento detrás de mi resonó una tos. Lucrecia, alarmada, rechazó a Alfonso para levantarse y yo, sin esperar, presa de una especie de miedo, atravesé el aposento de mi padre y huí...