CAPÍTULO XIV
EL BALCÓN SOBRE ROMA
El gran maestro de ceremonias, Burkhart, movía la cabeza con una satisfacción que raramente se reflejaba en su semblante ceñudo. La ceremonia oficial se había desarrollado exactamente de acuerdo con el protocolo previsto. Más aún, el horario había sido respetado.
—¡La cinta! —refunfuñó de pronto—. Ya me extrañaba que todo hubiera ido bien hasta el final.
En efecto, los invitados habían sido detenidos a la entrada del gran salón y se agolpaban en masa taponando la puerta. Los hombres se alzaban sobre la punta de los pies para ver mejor. Hubo risas y miradas azoradas porque ciertas damas, imitando a Sancha, se habían hecho levantar del suelo para ver si Lucrecia cortaba la cinta.
«Cuando se celebró el primer matrimonio —pensaba Burkhart—, se estropeó la severidad de la ceremonia con la historia de la miel. Ahora es el cuento de la cinta. Esto solamente se hace entre labriegos... Y aún entre los labriegos más retrasados de Nápoles. Como si una boda fuese una reunión alegre.»
Un grito estentóreo saludó a Lucrecia en el momento de acercar las tijeras a la cinta para cortarla. Estaba sonriente. Los extremos de la cinta eran sostenidos por un grupo de jóvenes gentilhombres.
—Cortad bien por la mitad —aconsejó Alfonso de Aragón que sonreía también.
Los invitados sólo veían de Lucrecia los rubios cabellos cuajados de perlas, desparramados por su manto de seda violeta. Cuando iba a cortar, se destacó de su traje la manga blanco y oro.
—No, no cortéis por la mitad —gritó Toma so Albanese—. Hay que cortar a ciegas, con los ojos cerrados.
—Y luego —dijo otro —se comparan los dos pedazos. La longitud del de la derecha significa el tiempo que la desposada amará a su marido; la del de la izquierda, lo mismo aplicado al marido.
Lucrecia detuvo las tijeras al borde de la cinta. «Soy una estúpida por ser tan supersticiosa. Es una cinta que no significa nada.»
—Cortad y acabemos de una vez —dijo Burkhart que había logrado colocarse en primera fila de los jóvenes—. Esto perturba el orden, todo el mundo se atropella. El orden del cortejo se ha alterado... y esto no figuraba en el programa.
«Es precisamente lo que me encanta —pensó Lucrecia—. Esto es lo primero que hacemos que no me recuerda la estúpida ceremonia con Sforza.»
Y cortó al azar apoderándose vivamente de los dos pedazos antes de que hubieran podido compararlos, los entremezcló, hizo un ovillo con ellos y se los puso en la manga.
Se oyeron aplausos, gritos y preguntas.
—¡Ya está bien! —tartajeaba Burkhart—. Y ahora avanzad...
Los de las últimas filas seguían preguntando:
—¿Qué ha hecho?
—¿Dónde están las cintas?
El príncipe De Aragón estaba fascinado por la elegancia de los ademanes de Lucrecia. Era extraordinaria la límpida palidez de sus ojos, en aquel rostro que el gozo teñía con la fiebre de un transparente rubor. Y se sentía orgulloso de ello porque se sabía el autor.
Por la mañana, Lucrecia había aparecido con aspecto fatigado. Los ojos consumidos y el ademán parvo y febril de la persona que no ha dormido y está sumida en la angustia. Había titubeado antes de mirar a Alfonso de Aragón.
Y cuando leyó sobre su rostro que él la creía, que nada alteraba su amor, comprendió que se había producido el milagro. Un solo instante había bastado para convertirla en la frágil imagen de la dicha.
—Vamos —vociferaba Burkhart—, avanzad, por favor... Restableced el orden. No es tan difícil.
Los gritos que cubrieron su voz no eran precisamente de alegría. Se oyó pedir socorro. Otras voces repetían: «¡Mueran ¡¡Mueran!»
—¡Lo que faltaba! —murmuró Burkhart—. ¡Esto pasa de raya! Mi ceremonia está fracasando...
«Presenta mal cariz su ceremonia», pensó el príncipe de Aragón llevándose la mano al cinto. A pocos pasos vio a César que ordenaba cachazudo:
—¡Vamos, mis bravos, calma!
Burkhart lo apostrofó rudamente:
—¿Vais a intervenir de una vez, monseñor? Ya lo estáis viendo. Vuestros escuderos han atacado a los de doña Sancha. Detenedlos...
—Es lo que estoy haciendo —dijo amablemente César.
Temblándole las manos, Burkhart se precipitó hacia Sancha.
—Señora, sed razonable, llamad al orden a vuestras gentes.
—De acuerdo. Soy la primera en deplorar que mi guardia se pelee con la de César. Se está encanallando.
No obstante, la pelea alcanzaba tanta brutalidad que el pánico empezó a cundir y muchos invitados se precipitaron hacia la puerta del salón. Burkhart, corriendo hacia el cardenal Ascanio Sforza, le suplicó que interviniera y, perdiéndole el respeto, lo empujó en medio de los combatientes. Uno de ellos profirió un grito. Acababa de recibir una estocada en un brazo. AI verse ensangrentado, dio un salto hacia atrás y, tropezando con el cardenal, lo arrastró en su caída.
—¡Auxilio!
Era tí cardenal que, creyéndose gravemente herido, no se levantaba.
—Es un asco organizar una ceremonia —vociferaba Burkhart cuyos gritos, estimulados por el furor, lograban dominar el tumulto.
Alfonso de Aragón quiso llevarse a Lucrecia al otro extremo del salón que aparecía cuajado de colgaduras doradas, pero Lucrecia sonreía y miraba. Y, sin embargo, a pocos pasos de ella, unos hombres jadeantes sostenían sus espadas en las manos. En las baldosas se veía una mancha de sangre.
Alfonso de Aragón se encolerizó. «Después de todo, es mi boda —pensó—, y esas gentes se permiten estropearla.» Buscó con la mirada a Tomaso y a Cervillón y sus escuderos.
—Esos palurdos seguramente quieren enseñarnos cómo se celebra una boda en Roma-gritó dirigiéndose a ellos—. Vamos a enseñarles cómo se limpia un establo en Nápoles.
Había sacado su puñal y se lanzó hacia los combatientes.
—Quedaos quieto —gritó Cervillón precipitándose tras él.
Pero Alfonso de Aragón acababa de ser detenido en seco por un paso adelante dado por César.
—Por si lo hubierais olvidado, os recuerdo que la librea de mis escuderos es blanca y gris. Os lo digo porque por descuido no acometáis a uno de ellos.
—Voy a acometer a quien me plazca, a los vuestros como a los demás si se obstinan a dar un espectáculo que no creo adecuado en mi boda.
El príncipe se había puesto terriblemente pálido. Sus labios temblaban llenos de ira. Había pronunciado su respuesta tomando aliento varias veces. Ya no se las había con los escuderos, sino con el hombre que las revelaciones de Lucrecia y Sancha le habían hecho odiar.
Y añadió:
—¿Me dejáis pasar, sí o no?
Al decir esto había levantado ligeramente el antebrazo y su puñal brilló.
César bajó los ojos hacia el arma. Después, con un movimiento progresivo, se llevó la mano al cinto. Conservaba su rostro falsamente tranquilo, pero sus ojos se habían reducido, sus aletas se habían contraído y su labio inferior, bruscamente bajado, se había fruncido ocultando sus blancos dientes.
Los combatientes se habían detenido y sólo se oía su jadeo. Alfonso de Aragón creyó que era para asistir a su duelo con César. Pero César retrocedió un paso e inclinó la cabeza. El príncipe de Aragón se volvió. El Papa avanzaba gravemente, con su noble rostro sereno y profundamente refinado. Dos veces extendió la mano. Estaba bendiciendo.
Después de volvió. «Tiene el porte de un hermoso navio», pensó el príncipe Alfonso.
—Otra ocasión se presentará —dijo César en voz baja—. No es tiempo perdido. Esto abre el apetito. Por desgracia, creo que antes del festín tendremos que soportar una comedia y un ballet. El ballet, bien, me gusta. Pero creo que en el mundo no hay nada más aburrido que las comedias que se representan en el Vaticano.
Y tomó familiarmente a Alfonso de Aragón del brazo, que sólo entonces se dio cuenta de que no había envainado su puñal. Al hacerlo tuvo que repetir el movimiento, a causa de la emoción que todavía le embargaba. Lo que lo había dejado de una pieza era sentir bajo su brazo el de su enemigo, y además haber comprobado la prodigiosa rapidez con que la escena había cambiado de aspecto. En un santiamén se habían llevado cinco o seis heridos. Las armas habían vuelto a sus fundas y los hombres que un minuto antes se disponían a degollarse, reían juntos y se cogían del brazo como César y él. «Decididamente —pensó—, tendré que acostumbrarme. Estoy en un lugar en el que nada tiene importancia.»
Sancha, delante de ellos, soltó la risa. Al ver a César, su risa redobló.
—¿No estás enterado? —gritó—. Uno de tus hombres ha sido herido en el vientre, en el bajo vientre. Vas a tener un tenor entre tus escuderos.
—Ríete tanto como quieras. Hay más heridos entre los tuyos que entre los míos, pequeña.
—Es posible, pero los míos no han sido heridos en el bajo vientre.
Su risa era tan comunicativa que César, sin hacer ruido, se contagió.
El príncipe de Aragón había logrado libertar su brazo. Quería reunirse con Lucrecia, que acababa de ocupar su puesto para asistir a la representación. Sancha lo retuvo.
—Ninguna necesidad tenías de mezclarte en esa pelea de escuderos —observó con mal humor—. Podías adivinar el motivo, creo yo.
El príncipe de Aragón se ruborizó. Desde el comienzo de la ceremonia evitaba a su hermana, no atreviéndose a levantar los ojos hacia ella, después de lo que pudo haber ocurrido entre los dos la noche anterior. Al mismo tiempo en su reserva había cierto tacto, pues suponía que Sancha habría reaccionado y estaría sumida en confusión y remordimiento. Y, sin embargo, fue ella quien prosiguió fríamente:
—César tiene espías en todas partes. Se ha enterado de la visita de ayer noche y esta mañana me ha hecho una escena. Yo me he burlado de él, y para vengarse ha lanzado a sus gentes contra las mías. Cuando está furioso, es como una mujer. Pero deja que arreglemos nuestras cuentas él y yo, ¿quieres? Y no adoptes actitudes caballerescas. En Roma no están de moda.
Le rozó la nariz con el borde de su abanico y le volvió la espalda con una pirueta. El joven príncipe la contempló silenciosamente mientras se alejaba mezclándose en el tumulto, con su ligero vestido que bordeaban sus trenzas de plata.
Se encogió de hombros y se puso a buscar a Lucrecia con la mirada. En el acto distinguió entre la muchedumbre una palidez, un halo sedoso, una mancha soleada, y por el choque que le causó, supo que eran los cabellos de Lucrecia.
Logró reunirse con ella. La comedia había empezado ya entre una decoración de verdor, en el estrado en que las palmas y las volutas de laurel destacaban armoniosamente sobre el oro de las sedas que recubrían las paredes. Se representaba una comedia de Plauto, el Miles gloriosas, muy mal traducido. La acción comenzó lentamente.
—Hubiera preferido el texto latino —dijo gentilmente Lucrecia.
Había deslizado la mano en un profundo pliegue de su vestido invitando a Alfonso de Aragón a deslizar la suya. Sus dedos se tocaron.
—Hubiera preferido un espectáculo al aire libre, en los jardines, por ejemplo.
Los dos sabían que no tenía ninguna importancia lo que se decían. Oían sus voces y se daban las manos.
—Querido...
Lucrecia lo había dicho tan quedamente que Alfonso de Aragón no estuvo seguro de haberlo oído. Sus dedos se animaron bajo el pliegue protector de la ropa.
«Soy feliz —pensó el príncipe de Aragón—. Quisiera permanecer así, para siempre, sin moverme.»
—Tengo ganas de que todo esto acabe de una vez —murmuró Lucrecia.
Y así, por los mismos motivos, los dos estaban haciendo votos diferentes. Sus miradas se mezclaron. Alfonso de Aragón estaba tan turbado que Lucrecia creyó ver en sus ojos un indicio de desaprobación. «Habrá creído —pensó—, que he aludido a la noche que nos espera.» Alfonso de Aragón la vio ruborizarse. Adivinó las causas de su confusión y él también se puso a pensar en la noche. Por su mente cruzó la imagen de Lucrecia completamente desnuda sobre la cama, con sus cabellos de oro desparramados por la sábana. Desvió la mirada. Y los dos, para encontrar una continencia el uno con respecto al otro, se pusieron a contemplar el espectáculo. Pero el verdadero espectáculo lo ofrecían los espectadores. Los actores, azorados, representaban tan mal sus papeles que entre el público se habían producido risas crueles que los zaherían. Sancha dirigía la marcha. Al principio fingió extasiarse con la comedia. A cada réplica su pelo se estremecía. Con los ojos entornados y la boca entreabierta fingía beber los recitados de los desventurados actores. Los asistentes se inclinaban para verla mejor y para mejor soltar el trapo.
Después, para subrayar la pesadez del texto y la torpeza de los actores, Sancha soltaba de vez en cuando exclamaciones en dialecto calabrés o napolitano que desataban cada vez nuevas risas. Los espectadores sólo pensaban en burlarse del espectáculo. Arrojaban monedas a escena. Apenas un actor perdía el hilo, quedándose con la boca abierta, se oían maullidos o ladridos bajo pretexto de apuntarle su papel.
Una ovación de burla estalló cuando Burkhart, después de haber intentado inútilmente restablecer el silencio, decidió interrumpir la comedia.
«En Nápoles —pensó el príncipe — hubieran encontrado esta representación muy bonita. No estoy lo bastante refinado para esa gente. Es raro. Son más civilizados que yo, por lo que se refiere al arte, a la manera de vivir, y, en cambio, por lo que respecta al carácter son unos brutos salvajes. Se quedan asombrados lo mismo ante un soneto que ante una puñalada bien asestada. ¿No estará Lucrecia más cerca de ellos que de mí?»
No tuvo tiempo de interrogarse. En el salón contiguo habían empezado los ballets con tanto brío como esplendor. Bailarines moldeados en seda blanca que daban la impresión de desnudez, surgieron, portadores de cuernos de la abundancia en que crepitaban fuegos de Bengala multicolores.
A pesar de que los hondos salones habían quedado sumidos en la oscuridad, no se había encendido ningún candelabro y los fuegos se desprendían en haces bajo los que aparecían con diversos colores las colgaduras y los techos.
Pronto se unieron a los bailarines algunas invitadas. A medida que los fuegos de Bengala se apagaban, ellas les proporcionaban antorchas encendidas, con las que bailaban solas al principio, pasándolas luego al caballero elegido. Las sombras de los danzarines se proyectaban, innumerabes, en las paredes adornadas. La humareda de las antorchas se elevaba en volutas como incienso. Se habían derramado perfumes. Una orquesta oculta tocaba con sordina.
Alfonso reconoció de pronto la tonada del Rondó de los Bosques, de Josquin des Prés. Observó que Lucrecia se demudaba. Estaba evolucionando con la antorcha en la mano y se detuvo como petrificada. «Está pensando en la choza del pastor, en la flauta de Pedro», se dijo Alfonso, bruscamente celoso. Ella volvía la cabeza buscándolo y se lanzó sobre tí. Se arrojó casi en sus brazos y la antorcha chisporroteó un instante entre sus caras. Habla vuelto la sonrisa a los labios de Lucrecia.
—¿Has oído? Nuestros cabellos han ardido juntos.
Y lo arrastró a una danza que pronto fue turbada por unos monstruos mitológicos.
Señores de la corte hacían cabriolas disfrazados de dragones, de minotauros, de gorgonas o de esfinges, y entre ellos se reconocía a César, transformado en unicornio gracias a una máscara plateada prolongada por una pica a cuyo alrededor se arrollaban espirales de marfil. Fingía hender a todas las mujeres, corriendo entre un surco de gritos y risas.
Por fin, Sancha le asió por el cuello, afirmando que la bestia estaba domada. Se empeñó en quitarle la careta, que, arrastrada por tí cuerno, cayó pesadamente sobre las baldosas. César se peinó, sonriendo. Parecía feliz. Cogió a Sancha en un revuelo y la levantó del suelo. Alfonso divisó, por encima de las medias, los ambarinos muslos de Sancha entre blancos remolinos. No se horrorizó. Roma le estaba dando una lección de sensualidad. Y sintió deseos de reírse cuando César depositó a Sancha en los brazos del frágil Joffre, el pobre marido, que apenas si pudo sostenerla y la tuvo que poner al momento de pie con la tímida sonrisa de un adolescente algo perverso.
Luego siguió una cabalgada hacia la sala del festín, guiada por César con brío. Se aoercó a Lucrecia y al príncipe, que se habían reunido:
—Estoy contento. Un correo acaba de traerme la confirmación de una noticia que no me atrevía a creer, ¡Vivan los castillos franceses! ¡Vivan las piedras francesas! Son sólidas. Su Majestad el rey de Francia, Carlos VIII, ha dejado de amenazar a Italia con su bárbara codicia. Al atravesar un corredor de su castillo de Amboise, se ha dado con la cabeza contra el arco de una puerta y se ha matado.
Los criados se apresuraban alrededor de la mesa del festín, portadores de botellas de vino. César cogió una, bebió ávidamente, la arrojó a los criados y puso una rodilla sobre la mesa.
Era una mesa impresionante. Por todas partes se veía el toro, emblema de los Borgia: grabado, esculpido, cincelado en esmalte, en oro, en incrustaciones de piedras preciosas, en los vasos, los platos, las tazas, los mangos de los cuchillos, en la curva de los candelabros. Y reinando en la pieza de honor de la mesa, una fuente de plata dorada.
César seguía con una rodilla encima de la mesa, esperando, como un animal de presa. Alfonso siguió su mirada: cuatro domésticos traían sobre una litera florida otro toro asado, color de laca oscura, incitante a la vista, reluciente de salsa. No le faltaban ni las pezuñas ni los cuernos miniaturados color de oro.
—El toro de los Borgia —anunció César—. Y como únicamente un Borgia tiene derecho a acuchillar a un Borgia, me vais a permitir oficiar de cantinero.
Con un hábil golpe de su puñal había desgarrado al toro, de cuyas entrañas escaparon, rodando por entre las flores hasta el mantel, lechones asados, tórtolas, perdices, faisanes, codornices, tordos y oropéndolas disfrazados con collares de olivas, abanicos de alcachofas desbordando con su verde relleno, que se iba a mezclar con el agua de rosas que chorreaba de los pollos asados al azúcar y a ios jarabes plateados y dorados que teñían los flancos de los pavos, adornados con sus plumas y rellenos de espárragos.
Pronto el vino se le subió a la cabeza al joven príncipe. Semejante lujo le daba fiebre. «Jamás —pensó —el hombre ha dominado el universo como los romanos de nuestra época. La vida les es indiferente, porque no la miden en duración, sino en intensidad.» Vació su copa y asió con avidez la mano de Lucrecia. Ésta, hastiada sin duda por aquel espectáculo, sonreía con su acostumbrada serenidad. Intentó tomarla por el talle y echarla atrás para besarla en la boca.
—Mi querido Alfonso, estáis loco —murmuró desasiéndose—, y las maneras brutales no os van.
Él le guardó rencor por su serenidad, por estar más acostumbrada al mundo que él y más dueña de sus sentimientos. «Lo que necesitaba yo —pensó—era la pequeña Lucrecia de catorce años salida de San Sixto, la que no quiso Sforza.»
—Perdonadme —repuso Lucrecia—, pero habría sido de mal gusto y luego lo hubierais lamentado. De todos modos, me siento dichosa de que hayáis sentido deseo de hacerlo.
El mal humor del príncipe se disipó.
—Quisiera estar solo con vos —dijo.
Para comunicarse sus confidencias se veían obligados a gritar a causa del alboroto que reinaba en la mesa. Oíanse canciones y risas. Los platos entrechocaban y la música sólo se percibía entre cascadas de risas. Racimos de invitados se levantaban de la mesa para bailar.
—Vamos a hacer como los demás —propuso Lucrecia.
Siguiendo la cadencia, entre las parejas que bailaban, Lucrecia y Alfonso se iban acercando paso a paso a la puerta.
—No soy yo quien debe proponerlo —susurró Lucrecia.
Alfonso le estrechó la mano. Ella recogió la cola de su traje con la otra, y en el inmenso corredor, que poco a poco iba oscureciendo, resonaron sus pasos.
Pero les observaban más de lo que ellos creían. Les siguió un tropel al galope. Oyeron cómo les gritaban bromas algo gordas. Todo comedimiento había naufragado en vino. Unos recomendaban al joven príncipe que se portara mejor que Sforza. Otros le ofrecían como ejemplo el toro de los Borgia. Las voces de las mujeres, tan excitadas como las de los hombres, dirigían picarescos deseos de dicha a Lucrecia. El griterío les dio escolta hasta sus nuevos aposentos. Y hasta cuando, jadeantes, se encontraron por fin en su vasta habitación, oyeron todavía su sordo rumor.
Lucrecia reía, sin sentirse cohibida, apenas con un rubor algo subido. Con aire de complicidad, murmuró:
—Los pobres no saben que nos conocemos ya, ¿no es cierto, caballero seductor?
Y le dio un beso en el borde de la oreja. Él quiso abrazarla, pero ella se apartó indicando con la mirada a la pequeña mora que acababa de entrar, erguido el cuerpo y el rostro tan obstinado como de costumbre.
—¿Querías desnudarme, Caterinella? —observó Lucrecia con una sonrisa—. El joven caballero aquí presente me parece dispuesto a encargarse de ello.
Caterinella giró sobre sí misma y se fue sin abrir boca.
—¡Espera! —gritó Lucrecia—. Prepárale el trabajo, de todos modos. Suéltame el corpiño y desátame las cintas de las mangas... Esto es, ya está... Gracias.
En la habitación las velas se apagaron pronto, tras una agonía poblada de destellos. En la terraza sólo se oía la respiración de los dos.
Después de un buen rato, Lucrecia murmuró:
—Las estrellas palidecen.
Levantaron la cabeza. Los dos estaban sofocados por la brusca consciencia de su dicha. Ya no tenían que temer el alba. El día había dejado de ser la orden amarillenta de separarse. Cruzó por su mente al mismo tiempo la imagen de los jardines donde se habían separado desesperadamente hacía dos noches. Por esto no acababan de creer en la maravilla de la vida que les esperaba, una vida en que serían invenciblemente felices, sin secretos.
En el seno de una bruma de un rosa Botticelli, las curvas de las siete colinas se dibujaron en líneas de oro. La columna trajana y el Coliseo surgieron lentamente de los escarpados que hubieran inspirado a Mantegna. Después, los rayos del sol, pasando por encima de los siglos, alcanzaron el campamento de la basílica de Santa María la Mayor, el campanario de San Lorenzo Extramuros, las almenas cuyos flancos conservaban todavía un azul digno de Fra Angélico. Las sombras, al prolongarse, parecieron apoyar la pesada torre del castillo de Sant Ángelo, a cuyos pies los pálidos arcos de su puente se perdían entre las nieblas del Tíber. Luego, los tejados del palacio senatorial fueron bruscamente ondulados por la fresca luz, que irisó un momento después las cúpulas del Vaticano, jugueteando por entre los andamiajes suspendidos a sus lados a causa de unas obras que se eternizaban.
Por fin, en lo alto de la galería las columnas alcanzadas por la luz adquirieron un color de carne que progresivamente descendió a lo largo de los fustes hasta las baldosas.
Allí, en la sombra todavía reinante, las ropas esparcidas parecían los restos de un naufragio. Pero los dos cuerpos que yacían entre aquellas prendas estaban sumidos en un sueño tan idéntico, estaban tan íntimamente enlazados, que desvanecían toda idea de perdición. Eran una promesa de dicha que el sol se decidió por fin a rozar, encendiendo en el mismo instante un mismo mechón en que los rubios cabellos de Lucrecia se disolvían en el ébano de los del príncipe Alfonso, como si una mano los hubiera trenzado durante su sueño.