CAPÍTULO IV
CITA EN SANTA MARÍA DEL PUEBLO
El cortejo atravesó en silencio la Sala de los Santos. Los tiernos azules un poco verdes, los amarillos oscuros, rosas de las pinturas del Pinturicchio, quedaban apagados en la penumbra de las bóvedas, pero llameaban cerca de las ventanas, a la luz dorada de la tarde. Brukhart abría la marcha, seguido por algunos guardias pontificios con sus uniformes de franjas amarillas y negras.
Alfonso avanzaba acompañado por Cervillón. Les rodeaba una caterva de chambelanes que levantaba una estela rumorosa con sus trajes de tela rosa.
Pero nadie hablaba. Los labios contraídos y la sombría expresión del príncipe obligaban a su escolta a un silencio casi penoso. Daba la impresión de conducir al joven príncipe a una ceremonia fúnebre y no a la presentación de su prometida.
César Borgia hallábase apostado, inmóvil, a la entrada del salón. Esperaba, con los ojos entornados, pero vigilantes, mordiéndose el labio inferior. Detrás de él, de pie también, Sancha, la hermana de Alfonso, casada con Joffré, no paraba un momento. Agitábase dentro de su suntuoso traje de satén encamado, haciendo voltear sus mangas al mismo tiempo que su pesada cabellera de un negro azulado. Muy acicalada, de ojos rasgados y brillantes, son» rió burlonamente al ver a su hermano y le sacó la lengua.
Esta manifestación hizo aparecer la sombra de una son. risa en el rostro de César, provocó una triste mirada de Brulchart y asombró a los dignatarios dispuestos en cuadro detrás de Sancha, Allí estaban el gobernador de Roma, el gobernador imperial y muchos cardenales. Y en el fondo del salón, sentados en taburetes, varios embajadores, entre ellos el de Ñápeles, que se levantó envarado al ver a Alfonso de Aragón.
Este continuaba excitando el goszo de su hermana por su expresión de perro apaleado, que contrastaba con la clara elegancia de su traje. El diamante, la suave pluma blanca que adornaba su bonete, los rombos de oro de su jubón gris perla, los calzones blancos que dibujaban sus esbeltas piernas hechas para la danza y el salto, constituían otros tantos detalles que realzaban la gracia de un hombre joven y apuesto.
—¿Te has despertado por fin? —le reprochó Sancha—. ¿No sabes que esta mañana, sin poder esperar más, he querido dar los buenos días a mi hermanito y me han contestado que mi hermanito dormía? Perezoso eras en Nápoles, pero te has superado en Roma.
—Pues yo —repuso César Borgia, con el tono bonachón que sabía adoptar cuando quería—, he sido más dichoso que Sancha, puesto que me habéis recibido. No obstante, sería hacerme ilusiones pensar que conserváis alguna memoria de nuestra conversación. Por supuesto que la he abreviado en vista del esfuerzo que hacíais por tener los ojos abiertos.
Esta doble chanza no desarrugó el ceño de Alfonso. Se limitó a saludar ceremoniosamente y prosiguió su marcha hacia el centro del salón, con un aire que aproximadamente significaba. «Estoy aquí para un trabajo. Acabemos cuanto antes.»
Fue necesario el estallido de una carcajada para hacerle volver la cabeza. Dos enanos habían entrado burlando la vigilancia de los guardias, y uno de ellos, revolcándose sobre la alfombra, simulaba una crisis de risa. Habiéndole preguntando su compadre por la causa de su risa, se levantó con una agilidad de acróbata.
—¡Me río de mi locura! Sí, estoy todavía más loco de lo que creen. ¿Sabes qué estaba pensando? Pues pensaba que boy era hoy.
—Yo pienso lo mismo.
—Es que tú eres un asno como yo. Hoy es pasado mañana. Te lo digo y te lo voy a demostrar. Mañana doña Lucrecia se casa con nuestro galán señor De Aragón. Por lo tanto, pasado mañana el citado señor De Aragón habrá pasado su noche de bodas. Pues bien, mírala Tiene el labio caído, la pupila apagada, los párpados hinchados, el blanco del ojo más bien de color rosa y el rosa de las mejillas más bien blanco. Por lo tanto, hoy es pasado mañana.
Alfonso no había podido reprimir un gesto de cólera ni los dos locos un amago de fuga. Después, se contuvo, aflojó los puños y volvió la cabeza para no escuchar las excusas de Burkhart, que tras haber echado de allí a los dos infortunados graciosos, cargaba la responsabilidad de su intrusión sobre la decadencia de las ceremonias en Roma.
—Es aburrido como la peste —le sopló Sancha al príncipe—. No dejes que se te imponga. Haz lo que te parezca; yo he adoptado este partido y me va bien. ¿Tampoco me escuchas a mí? ¿Vas a decidirte de una vez a dejar esa cara de funeral?
Y por lo bajo, añadió:
—Lucrecia es una de mis mejores amigas. Es encantadora. Es un amor.
Pese a que el protocolo le fastidiaba, el joven fue a saludar, uno por uno, a los embajadores, únicamente para evitar las confidencias de su hermana sobre Lucrecia Se la iban a presentar. Tendría que inclinarse, sonreír, contestar a las enhorabuenas. Lo haría. Representaría su papel, pero que no le pidiesen demasiado.
—Sí —contestó a César—. Perfectamente. ¿Allí? Como queráis.
Con la misma docilidad hubiera accedido si le hubiesen pedido que anduviese cabeza abajo o se acostase en medio del salón. No le exigían tanto. Sencillamente, puesto que los dignatarios se habían alineado de espaldas a la pared» Alfonso debía apostarse cuatro pasos delante de ellos, frente a la puerta central por donde César, que acababa de desaparecer, iba a volver acompañando a Lucrecia.
Después, el principe advirtió que le estaban dirigiendo unas palabras. £1 cardenal Juan López, como tenía por costumbre, había iniciado una especie de alocución en un tono que quería ser familiar y resultaba sencillamente incomprensible. Por lo que los espectadores pudieron colegir, se trataba de un ditirambo en latín con el que pretendía poner de relieve los méritos de la Casa de Aragón.
Eran precisamente estos discursos los que horrorizaban al joven príncipe. La menor arenga le daba deseos de irse de caza. En las ceremonias oficiales, dos o tres veces le había asaltado un acceso de risa. No obstante, se sintió aliviado por la confusa marea de palabras que salían de la boca del cardenal. Ello le dispensaba de conversar con Sancha o César y podía mirar tranquilamente sus pies pensando en los sueños que lo habían agitado mientras dormía y repitiéndose las mismas preguntas que se hacía desde que se había despertado.
La imagen de la mujer desconocida huyendo de su lado no se borraba de su mente. El había empezado a correr también y la fugitiva debió de haberle oído, pues sé había vuelto de pronto y le había detenido con un gesto. Un gesto breve, pues seguía apretando su manto contra su pecho. El solamente había entrevisto la mano y se había detenido. En un abrir y cerrar de ojos la silueta había desaparecido en la sombra de un alto bosquecillo de pinos. Alfonso había corrido en vano, como en una pesadilla. El parque se había convertido en un laberinto con sus avenidas desnudas y floridas.
Descorazonado, había subido a su habitación y se había echado en la cama vestido. Había pensado: «Hasta que vuelva a encontrarla no lograré conciliar el sueño», y extenuado se había dormido. El verdadero suplicio había empezado al despertar. Había tenido que soportar las explicaciones de Cervillón y Albanese sobre su noche en la Roma en fiestas, las cortesanas que habían encontrado, la pelea en que se habían metido y el bote de pintura que habían hecho caer desde un estrado sobre la cabeza de un oficial de vigilancia.
Entretanto, él rememoraba su aventura en sus menores detalles.
Le parecía casi imposible. Le asaltaba una sensación de irrealidad que desmentían su agotamiento y los arañazos marcados en sus flancos. Y le hostigaba como una irrisión la frase que se le había ocurrido cuando la muchacha se había separado de él: «La quiero y nunca querré a otra mujer.» ¿A quién quería? A una sombra que había huido, un rostro que se había ocultado, una boca que sólo le había pedido que olvidara. Y cuando la volviese a encontrar su suerte estaría ya echada Tenía que casarse el día siguiente con aquel monstruo llamado Lucrecia. No podía evitar aquel matrimonio. Había dado su palabra al rey de Nápoles, que a su vez había empeñado la suya con Alejandro. Los dados estaban echados. Sólo un día y una noche y otro día y tendría que repetir en el lecho de Lucrecia los mismos gestos que había prodigado bajo las estrellas a un cuerpo querido. «Solamente hay una vida —se dijo— y voy a pasar la mía al lado de un ser que voy a despreciar, mientras én esta misma ciudad respira la mujer que he elegido.»
A los criados que le habían ayudado a vestirse les preguntó, mintiendo, si conocían el nombre de una hermosa mujer rubia de ojos azules que había divisado desde su ventana la víspera, en los jardines. Los criados se interrogaron con una expresión ligeramente burlona. Había muchas rubias entre las doncellas, las damas de honor y las camareras, tanto más cuanto que los comerciantes de Roma hacían fortuna vendiendo frascos de «rubio veneciano».
El cardenal tosió deliberadamente. Alfonso salió de su sueño. Comprendió que debía haber seguido el discurso del prelado y que la concurrencia sufría porque él no había contestado. Balbuceó en seguida unas palabras y bendijo la gran puerta que se abría lentamente dispensándole de terminar su cumplido. Acto seguido murmuró: «¡Dios mío, es Lucrecia!»
Miró a su alrededor. £1 salón estaba lleno de tapices dorados sobre los que se recortaban la púrpura de los ropajes cardenalicios, el violeta de los obispos y el negro de los embajadores. Todas las miradas estaban fijas en la puerta. Alfonso encontró los ojos de Cervillón, que fruncía las cejas, sin duda invitándole a adoptar una actitud a la vez más noble y menos apenada.
El príncipe se crispó e hizo frente a los que llegaban, pero sus ojos no distinguían más que los destellos de los colores. Sin embargo, reconoció a César, que llevaba de la mano a una mujer joven. Vio un vestido azul celeste recamado de plata. Vio un manto de color oscuro violeta cuya cola se arrastraba. Vio una capa de cabellos de oro en los que relucían perlas.
Detrás de ella, un tumulto de figuras frescas y femeninas, de satén carmesí y brocado de oro. Dos pajes cerraban la marcha portadores de candelabros, cuando en el salón era aún día claro y el cielo que se divisaba a través de las ventanas estaba empavesado de azul, surcado por el estridente vuelo de las golondrinas.
Lucrecia se había adelantado inclinando la frente en la que brillaba una gran perla. Brukhart, según el protocolo, avanzó hacia ella, se inclinó y se apartó dos pasos a un lado con objeto de presentarle á Alfonso de Aragón.
La joven se inclinaba ya para iniciar la reverencia y Alfonso se disponía a arrodillarse para tributarle su homenaje, pero de pronto los dos se quedaron rígidos.
Lucrecia fue la primera en recobrar su sangre fría. Terminó lo mejor que pudo su reverencia y alzó hacia el príncipe sus ojos que la emoción agrandaba más aún.
En el salón había cesado el murmullo de los trajes. Sólo se oía el vuelo de las golondrinas y el crujido de un abejorro que tropezaba contra las sedas de las colgaduras.
Alfonso comprendió que por lo menos debía saludar. Se inclinó con rostro huraño.
Lucrecia, conducida por el maestro de ceremonias, se había dirigido hacia el extremo del salón que debía recorrer en sentido inverso acto seguido, saludando a los asistentes. Lo que mayor suplicio causaba al joven príncipe era haberse sentido invadido por una intensa ráfaga de felicidad al reconocer, en Lucrecia, a la mujer que adoraba desde hacía algunas horas. Pero bastó un instante para pasar del gozo al horror. | La mujer que había encontrado y querido la noche anterior era Lucrecia!
En su interior empezó a librarse una batalla. La revelación estropeaba definitivamente el recuerdo de su noche y devaluaba a su heroína. Probaba que, víctima de su fantasía, habla construido un ser maravilloso que no tenía existencia real. Su boda con Lucrecia, pues, no constituiría ninguna traición al recuerdo ni a promesa alguna. Intentó pensar que era una mujerzuela, pero que, a pesar de ello, le gustaba. Pero no pudo lograrlo. En pugna consigo mismo, se daba cuenta de que, a pesar del descubrimiento, seguía queriendo a la mujer de la víspera. El problema, en resumen, era sencillo: quería a una mujer que era un monstruo.
Lucrecia iba saludando a los dignatarios, que seguían de espaldas a la pared. Después, acompañada por Burkhart y César, volvió al centro del salón. Había llegado el momento simbólico en que los prometidos debían darse la mano en prueba de indisoluble compromiso.
Alfonso tuvo un sobresalto al sentir el contacto de aquella mano. Era la misma mano hermosa, delicada y larga, que unas horas antes había cogido la suya para arrastrarlo a la aventura junto a un cuerpo suave y languidecente. Estuvo tentado de ponerse a gritar preguntando: «Señora, ¿tenéis la costumbre de pendonear cada noche por el jardín, o solamente las noches de luna?»
Sus manos se habían soltado. En vez de alejarse, Lucrecia permanecía delante de su prometido y lo contemplaba con un gozo que no trataba de disimular.
Al principio, Alfonso no comprendió aquella actitud, pues creía que ella experimentaría una sensación de vergüenza y de inquietud. Luego interpretó la ostensible dicha de la joven achacándola al desahogo adquirido en la práctica del vicio. Sin duda había temido un marido desagraciable y acogía con satisfacción la promesa de las noches de placer que le proporcionaría Alfonso, entre un abrazo de César y otro de algún desconocido elegido al azar, en cualquier parte.
Se volvió hada César Borgia, en cuyos labios asomaba su eterno esbozo de sonrisa. La verdad era que debía divertirse el tal personaje, atareado en casar a su amante hermana con un hombrecito que por el momento le era útil y del que, llegado el caso, se desembarazaría, como había hecho con Sforza, quizá fundándose en la eterna virginidad de Lucrecia.
Burkhart intentaba discretamente indicar a la joven que el respeto de los usos exigía que se retirase. «En realidad, ¿qué esperamos?-pensó el príncipe—. ¿Qué le sonría guiñándole el ojo?» Le dirigió una mirada llena de odio. Ella palideció intensamente.
«Puesto que esa señora perdida, incestuosa, asesina, perjura, no se decide a romper la conversación por su propia iniciativa, no podrá quejarse de una afrenta que ella misma se habrá buscado», pensó Alfonso, dando dos pasos hada atrás para indicar que se retiraba.
La maniobra escandalizó a Burkhart y puso un destello de desagrado en los ojos de César, pero Lucrecia, adoptando de pronto una actitud alegre, preguntó al maestro de ceremonias con burlona sonrisa:
—¿Es que los usos, más respetables unos que otros, impiden de veras que los prometidos hablen un poco a solas cuando no tienen nada mejor que hacer?
—Sí, señora —contestó aterrorizado el maestro de ceremonias—. Los usos sólo os permiten, si así lo deseáis, bailar ante vuestro prometido para demostrarle que sois persona cumplida. Sin embargo, el rito no se practica cuando no existe duda alguna sobre la excelencia de una educación, lo que se da en vuestro caso.
Burkhart hizo una pausa hipócrita antes de añadir:
—Sin duda, he cometido el error de no haberos recordado las normas de una presentación. Creía que las recordaríais.
No se podía evocar en forma más pérfida el recuerdo del primer matrimonio de Lucrecia con Juan Sforza. César, sin pestañear, dio unos pasos hacia el maestro de ceremonias, amenazador, y éste, hurtando el cuerpo se volvió hacia el príncipe.
—¿No creéis que ha llegado el momento de poner fin a la ceremonia de presentación?
—Así lo creo.
Todavía se oyó la encantadora voz de Lucrecia.
—Pero, ¿no os parece que adelantaríamos algo hablando un poco los dos?
—No lo creo.
Al tiempo de contestar, Alfonso giró sobre sus talones, pasó bajo el fuego de la mirada de César y cogió familiar—mente a Cervillón por el brazo.
—¿No os gustaría una partida de cartas, mi querido amigo?-preguntó de modo que todo el mundo pudiera oírle.
Entretanto, César había conminado a su hermana con objeto de que abandonase el salón antes de que lo hiciera el príncipe.
Los asistentes estaban tan cohibidos por la escena que se había desarrollado, que Burkhart se vio y se deseó para ordenar el cortejo que acompañó al príncipe de Aragón hasta sus habitaciones.
Apenas estuvieron solos, Cervillón preguntó irónicamente a su joven señor:
—¿De veras deseáis jugar una partida de cartas?
—No.
—Os habéis negado a hablar con Lucrecia... ¿Y por qué?
El tono del príncipe se hizo casi suplicante:
—Mucho os estimo. Si me estimáis vos, también, dejadme tranquilo.
Cervillón dio unos pasos en dirección a la puerta y cogió un boliche que había sobre un arcón. En vez de salir, se puso a jugar simulando que no lograba ensartar la bola. Al ver que Alfonso le dirigía una mirada de irritación de joven inexperto, que no ignora que su posición le confiere el derecho de ordenar, pero no sabe cómo imponer su autoridad, a veces demasiado débil, Cervillón preguntó con suavidad:
—¿Adónde queréis ir a parar?
Alfonso guardó silencio.
—Habéis afrentado inútilmente a vuestra prometida.
—No es la primera afrenta que sufre.
—Muy acertado. Pero yo he dicho «inútil». No me cuento entre los admiradores del señor Maquiavelo, pero sin duda tiene razón al decir...
—Tienes razón, por supuesto; todo el mundo tiene razón menos yo...
—De todos modos tiene razón al decir —prosiguió Cervillón, pacientemente— que en política todo acto inútil es fastidioso, como lo es en matemáticas toda proposición superflua. No os reprocho la insolencia que habéis mostrado al final de la ceremonia, sino que lo hayáis hecho sin finalidad alguna, a menos que tengáis intención de romper vuestro compromiso de boda. Incluso en este supuesto, debíais forzar a Lucrecia a afrentaros.
El príncipe le interrumpió:
—¿Y de qué me sirven vuestras frías razones? Se trata de algo muy distinto de la política. Me veo hundido en el fango. Pues bien, si me da asco y lo manifiesto, tanto peor para quienes me lo reprochen. Y según Maquiavelo, las muestras de asco son inútiles.
—¡Muy bien! ¡Bravo! —exclamó Cervillón agitando triunfalmente su boliche.
Volvió a dejarlo sobre el arcón y saludó ceremoniosamente a su joven señor.
—Sé ya lo bastante para estar casi tranquilo. No estáis tramando ningún alboroto. Lo esencial es que logréis dominar vuestros nervios. Dormid, y si no os veis con ánimos de dormir, os propongo que... Bueno, el papel no me seduce, pero puedo presentaros una cortesana que puede llenar esta noche...
Llamaban a la puerta y se interrumpió. Abrió, asomó la cabeza y reapareció con aire burlón:
—Precisamente una muchacha solicita audiencia. La habéis visto hace un momento, en la ceremonia de la presentación. Una pequeña morisca, doncella de Lucrecia, ¿recordáis? ¿No? Pues saltaba a la vista. Hermosa, arrebatadora como todas las berberiscas jóvenes y muy incitante. Pero me temo que vuestra prometida no la haya mandado para distraeros, a pesar de que de ella se puede esperar lo más imprevisto... Tampoco creo que la pequeña Caterinella haya venido por su cuenta. Debe de traer un mensaje. ¿Queréis que le pregunte? Mirad, voy a hacerle entrar. Estáis con los nervios a flor de piel y cualquier acontecimiento, sea el que fuere, cambiará vuestras ideas.
Caterinella se detuvo a la entrada de la pieza y miró a su alrededor, como un gato. Llevaba un vestido dorado y se tocaba con un turbante. Contempló al príncipe, que permanecía echado en la cama volviéndole la espalda. Después su mirada se posó en Cervillón:
—Perdonadme, pero lo que tengo que decir...
—¿Queréis que me vaya? —dijo Cervillón, divertido—. Así, pues, no es un mensaje lo que traéis... Es una declaración, ¿no es cierto? Y confidencial, por supuesto. Adelante, pues... Los secretos me entran por los oídos, pero jamás se escapan de mi boca.
En vista de que Alfonso no se movía, Caterinella se decidió:
—Doña Lucrecia quisiera veros.
—¡Habrase visto prometida más impaciente! —observó Cervillón, irónico—. ¿Doña Lucrecia no teme que una entrevista privada en sus habitaciones, la víspera de su boda, pueda dar que hablar?
—Doña Lucrecia espera al príncipe de Aragón... no en sus habitaciones..., sino en otro sitio.
—¿Dónde?
—En otro sitio.
—Contestad a doña Lucrecia —dijo Cervillón apacible— que la cita es demasiado vaga para que mi señor pueda acudir a ella.
—Precisamente soy yo la encargada de acompañarlo.
—De acompañarlo, quizá; pero, ¿estáis segura de que os han encargado devolverlo?
Al oír las palabras de Cervillón, que indicaban sus temores, Alfonso se levantó de un salto.
—Bien... Iré.
—No veo la razón de que doña Lucrecia ni sus allegados quieran atraeros a una trampa..., a pesar de que vivimos en una época en que la vida humana poco cuenta. Las trampas están a la orden del día. ¡Quién sabe si vuestra boda echa por tierra ciertos proyectos, o contraría grandes intereses! En Roma, la gente acaba fácilmente en el líber. Esta muchacha debe ser encantadora en la cama, pero no me tranquiliza para una cita.
Sin prestar oídos a Cervillón, el joven se había ya encasquetado el bonete.
—Listo.
El rostro de Cervillón se alteró. Dejó salir a su dueño y CaterineUa, se puso su bonete, se fue en busca de Tomase, al otro extremo de las habitaciones, y le ordenó que lo siguiera con tres escuderos.
En el patio pidieron tres caballos prestados, pues los suyos no estaban ensillados. Cervillón daba muestras de impaciencia. Al distinguir, en el centro de una encrucijada, al príncipe que cabalgaba solo, se tranquilizó. Veinte pasos más adelante, la pequeña mora trotaba sobre una ínula gris.
—¿Por qué nos ha pedido que le siguiéramos?-preguntó Tomaso Albanese.
—No lo ha pedido. Ni siquiera sospecha que vamos detrás de él. Le han traído una cita insólita. No puede sufrir a quien se la propone, pero como tiene diecisiete años y he tenido la mala idea de decirle que corre peligro, se ha precipitado hacia él.
Roma ardía, a pesar del sol poniente. Los palomos, del mismo color que el pavimento de las calles, volaban pe» sadamente en bandadas, elevándose por encima de los edificios.
Al borde de las fuentes, las muchachas reían haciendo entrechocar sus cántaros.
Pasaron bajo un arco de triunfo elevado en honor de Lucrecia y Alfonso. Banderolas doradas se recortaban por encima del oscuro follaje de los laureles. Bajo la brisa se plegaba una luz escarlata.
El rostro de Cervillón se ensombreció a la vista dél castillo de Sant Angelo. La enorme torre redonda que remataba un torreón cuadrado reforzado por almenas y buhardas, sólo podía inspirar los más siniestros pensamientos, a pesar de su alegre oriflama, amarilla y negra, que ondeaba al viento. Tras sus bellas piedras se sabía que no sólo había un arsenal, sino también unos profun—dos calabozos en los que, según el rumor popular, se mataba a los hombres, a veces sin juzgarles.
—Es muy sencillo —murmuró—. Si se dispone a franquear el puente levadizo, nos echamos encima de él y volvemos a palacio, aunque tenga que llevarle atravesado en mi silla.
Pero la pequeña mora, seguida siempre de Alfonso, dio la vuelta a las ruinas adosadas a la fortaleza y siguió a lo largo de las arenosas orillas del Tíber.
Unas embarcaciones de pesadas velas latinas descendían por el río. Tomaso empezaba a aburrirse de aquella persecución, cuando la morita se adentró en un puente. Su breve silueta se perfiló contra el cielo de oro, seguida de cerca por el príncipe.
Cervillón, al frente de sus hombres, espoleó su caballo con objeto de seguir el paso del De Aragón, que de pronto se había hecho más rápido aproximándose a Ca— terinella, temeroso sin duda de perderla entre la muchedumbre que se agolpaba a la entrada de la plaza del Pueblo.
El crepúsculo suavizaba la blancura de los edificios de nobles líneas que contorneaban la plaza. Sobre los estrados, ya cargados de hojas y flores, se oía el golpear cadencioso de los martillos. Un borracho cantaba. La muchedumbre daba vueltas alrededor de las banderas.
—La mora está subiendo las escaleras. ¿Dónde está él?
Lo vieron delante de la iglesia de Santa María del Pueblo. Esperaba inmóvil, sin prestar la menor atención a la turbulenta multitud que lo rodeaba. La joven esclava descendía los peldaños corriendo. Alfonso se apeó de su caballo de un salto, le confió las riendas y subió con paso rápido los peldaños. Antes de que hubiera desaparecido en las tinieblas de la iglesia, Cervillón había descabalgado ya.
—Quedaos aquí con los escuderos —ordenó lacónicamente a Tomaso—. Si me veis reaparecer en la puerta y levantar una mano, precipitaos.
Esperó que Caterinella se fuese por una calle contigua, y penetró en la iglesia.
Al principio, perdido en la oscuridad, avanzó con prudencia, escrutando los altares, la nave, la sombría fuga de las bóvedas por encima de las losas en las que los ventanales de vidrio arrojaban las quebradas de sus colores. «Decididamente, Pinturicchio me persigue», se dijo al contemplar en las paredes los frescos del pintor que había decorado el Vaticano. Pero, con esto, no daba con el príncipe. Un paso joven e impetuoso que despertaba ecos en toda la iglesia, le interesó. Se ocultó tras una pilastra. En la oscuridad, Alfonso pasó rozándole sin verlo, a pesar de que andaba buscando a alguien por todos lados. Cervillón le vio detenerse detrás del púlpito, ante un confesonario, en el que penetró tras una breve vacilación.
Escuchó, sin oír ruido alguno. Un paso en falso le hizo derribar una silla que se cayó con estrépito. Alfonso escuchó su eco en el vibrante silencio del templo. También él esperaba. En la oscuridad le pareció que la cortina ante la cual se había sentado acababa de moverse. Llevó la mano a su puñal, pero se detuvo. Una voz apagada acababa de quebrar el silencio en la oscuridad.