CAPÍTULO XI
EL PUÑAL DE CÉSAR
Fue una aurora brillante, ataviada con nacientes colores. Corrimos por la hierba húmeda. A lo largo de las altas ruinas subían vapores que amarilleaban los primeros rayos de sol.
En el camino se estremecían los primeros cascabeles de los mulos. Montamos pronto a caballo gracias a un amigo de Pedro que vivía a orillas del Tíber. Por fortuna, pues de ningún modo podíamos entrar juntos a pie en el Vaticano con briznas de paja en él pelo y cogidos de la mana
En Roma, el tiempo se había puesto feo. Una marea blanca había invadido el cielo. En los corredores de palacio reinaba una profunda oscuridad. Todavía brillaban los candelabros. Guardias de nuestra escolta acudieron presurosos por la gran escalinata sonora. Varios destacamentos de caballeros habían sido enviados en nuestra búsqueda. Parece que César iba de un lado para otro como una fiera enjaulada.
Al verme, profirió un grito. Se rió y me estrechó entre sus brazos. ¿Era una prueba de amistad fraternal o la satisfacción de una política?
—Todo va bien —repetía—. Este mediodía vas a divorciarte. Y antes de tres meses, te casarás con Alfonso.
—Entretanto —dije—, me voy a dormir.
Pantasilea y Caterinella velaban en mi aposento con la mirada vaga. Me besaron. Al parecer, Pantasilea había pasado lo suyo: dos caballeros habían tratado de raptarla. Solamente mucho después pudo huir y se vio obligada a atravesar Roma a pie. Caterinella había permanecido con la escolta, la cual, tras un breve combate, había dispersado a los asaltantes para preocuparse después por mi ausencia y por la desaparición de Pedro.
Dormí hasta primeras horas de la tarde. Me despertaron para vestirme. Comprendí la gravedad de la ceremonia para la cual debía prepararme, al ver el traje que me presentaban mis doncellas: de terciopelo negro forrado de armiño y tupidas mangas de satén negro. A pesar de estar ojerosa, el espejo me reflejó enternecedora por la languidez de mis labios y de mi cuello, que se doblaba.
Yo estaba muy divertida. Me sentía cansada y maravillada. En el corredor encontré a Pedro con la guardia que debía acompañarme hasta la sala del tribunal. Este último detalle llevó mi buen humor al colmo. Era, pues, Pedro quien iba a conducirme ante los hombres que debían escuchar el juramento de mi virginidad.
Él fingía no mirarme. Como marchaba a mi lado, desenrollé el papel que contenía la declaración latina que debía pronunciar, y a media voz, volviendo ligeramente la cabeza hacia él, como para prepararme a la lectura, leí la frase: Virgo intacta sum.
Su bonita boca esbozó una sonrisa y acto seguido frunció las cejas. Me invitaba a ser prudente. Pero yo no tenía el menor deseo de serlo. El perjurio que iba a cometer, lejos de abrumarme, me regocijaba. Me imaginaba ser una gran intrigante y, por el simple hecho de no ser virgen, una gran amorosa. Me maravillaba la ilusión de engañar a todo el mundo y, a despecho de la férrea coacción que me oprimía, hacer lo que se me antojaba. En suma, me sentía exaltada.
Me hicieron sentar, levantarme, volverme a sentar. Me encerraron como una fiera con mis tres jueces a guisa de domadores. Dos de ellos vestían la púrpura cardenalicia.
i Eran Alejandrino y Santa-Práxedes! Los tres tenían el rostro igualmente amarillo y me hablaban en latín. Uno de ellos incluso hizo como que se inquietaba por saber si yo comprendía lo bastante dicha lengua.
— Loquor latine —contesté con tono condescendiente.
En unos minutos representé todos los papeles: el de la coqueta, de la muchacha fría, de la noble joven enfrentada con magistrados demasiado curiosos, de la virtuosa, de la explosiva española que con una réplica garbosa fulmina a su interlocutor, de la virgen resignada que consiente en las exigencias de una indiscreta investigación, de la princesa que no comprende nada de lo que le están diciendo, de la impúdica sin malicia que proclama a voz en grito que Juan Sforza no le ha hecho nada, ni ha dormido en su lecho ni le ha quitado nunca la camisa.
La instrucción había terminado. Me rogaron que me levantase para leer el formulario latino. Para esta última parte del programa el salón fue abierto al público, un público restringido entre el que, mirando a hurtadillas, reconocí a diplomáticos y gentilhombres afectos a la corte vaticana. El grueso de público se hallaba agolpado en una sala del fondo, cuya puerta estaba solamente entreabierta. En ella había apostado un heraldo. Yo veía sólo la parte amarilla de su traje bicolor, una pierna, un torso y un brazo.
Al tomar aliento, después de haber declarado que, en efecto, yo era Lucrecia Borgia y me presentaba en la corte de Roma al objeto de romper un matrimonio que no había sido consumado más que en simulacro, tuve la sorpresa de oír, como un eco, mis palabras resonar de nuevo pronunciadas por una potente voz masculina.
Volví vivamente la cabeza. Era el heraldo que cumplía con su deber de informar a la concurrencia de la sala contigua, demasiado alejada para oír mis palabras. Me entró un terrible deseo de soltar la carcajada. Imaginaba el efecto que iba a hacer su voz viril al tener que anunciar: «Soy virgen.» En resumen, que tenía que contener mi buen humor. La víspera había contemplado esta ceremonia como una prueba humillante que me llenaba de rabia. Las inpúdicas declaraciones que me hubieran sublevado de haber sido inocente todavía, me servían de estímulo porque no lo era ya, desde hacía unas horas. En un mundo en el que cada uno procuraba ser más listo que su vecino, no era yo la única que mentía. Mentía con soltura y mucha decisión y era consciente de ello.
Por fin llegaron las palabras, difíciles de pronunciar, con las que yo afirmaba que Juan Sforza se había negado a actuar de ministro de nuestra unión, que nunca ni en lugar alguno se había acercado a mi lecho, que, deliberadamente y sin negativa por mi parte, había obrado de modo que nuestro matrimonio era como inexistente. Subrayé una pausa. La estentórea voz del heraldo amplificó mis palabras.
— Virgo intacta sum —dije yo tras él.
Suspendí la frase fingiéndome turbada. Ahuequé el vientre maliciosamente y avancé la mano en busca de apoyo en el brazo del sillón, como si la larga permanencia de pie, unida a la emoción, me hubiesen fatigado. La verdad era el deseo de sentir reaccionar mi cuerpo dolorido por las actividades de la noche anterior. Después proseguí:
— Virgo sum, ergo...
Y el heraldo, creyendo que la reiteración era cosa prevista, repitió dos veces, triunfalmente, que era virgen.
Luego les tocó a mis jueces el turno de despacharse en un mal latín jurídico. Con todos los argumentos hicieron un guisote y en el momento en que me invadía él sueño cesaron sus parrafadas.
Ya no era la mujer de Juan Sforza.
Quise salir, pero me retuvieron en espera que la muchedumbre que estaba agolpada en la sala contigua hubiese evacuado el local. Al ver que la espera se prolongaba, Pedro se me acercó proponiéndome salir por un corredor oculto.
—¿Qué ocurre, pues? —le pregunté.
Con adusta expresión, tras titubear un instante, me dijo:
—Supongo que Juan Sforza ha pagado algunas personas para que se mezclaran entre el público.
—¿Y qué pasa?
—Algunos comentarios.
—¿Contra mí?
—Sí. Espero que no me exigiréis que os los repita. Son estúpidos y mal intencionados. Os equivocaríais si tratarais de conocerlos.
—Supongo que expresan dudas sobre mi virginidad —dije.
Entre los dos se produjo un destello de regocijo. No obstante, yo era sensible a lo que, de todos modos, consideraba una injusticia. La gente dudaba de lo que la víspera era cierto y había dejado de serlo gracias a una aventura, imprevista para mí, que todo el mundo ignoraba.
Recordé las abominables acusaciones lanzadas por Sforza. Adivinaba las chanzas que debían hacerse con una virginidad que dos incestos no habían logrado quebrantar.
—Ya lo sabéis —repuso Pedro como si hubiera seguido mis pensamientos—. Es el precio de la grandeza. Debéis armaros contra la calumnia.
—No temáis, Pedro. No me importa.
Y era verdad. Me sentía capaz de continuar mi juego, a pesar del temor. «¿Qué tengo yo que ver con la opinión? —pensaba—. Aunque me acusen de haberme acostado con el diablo, ¿qué me importa?» Pero no sospechaba que había de llegar un día en que, precisamente, me importaría.
Tanto no lo sospechaba que, habiendo recobrado mi natural alegre, improvisé una recepción en mis aposentos.
Asistieron hermosas muchachas, como Sancha, y apuestos muchachos también. Por desgracia, no pudo hacerlo Pedro, a quien me creía obligada a alejar en público para encontrarme mejor con él en privado...
Había recibido velas de todos los colores. Jugamos a beber, a disfrazarnos, a gastarnos bromas y después a un juego que aquel invierno hacía furor en Roma y que sólo es divertido si se ha bebido bastante.
En apariencia se trata de un juego inocente. Ejercitar primero la atención, después la imaginación y por fin la sinceridad. Se pone en circulación una flor, con un cumplido que cada uno debe repetir. El que se distrae y se equivoca sufre una sanción pagando una prenda. Recuerdo que aquella noche, Sancha, que era el árbitro, impuso a un gentilhombre de Liorno quitar, sin descubrir la rodilla, la liga de la primera muchacha que parpadeara. Nos pusimos todas en fila, esforzándonos en mantener los párpados bien separados, casi con lágrimas en los ojos.
Después jugamos a un juego que consistía en que cada uno contase su primera falta. Tuvimos que volver a beber mucho antes de decidirnos. Era azorante. Nos reíamos y nos ruborizábamos. Al llegar a mi vez, dije que después de todo lo que había oído, me vería en apuros cuando tuviera que cometer una. Me trataron de mentirosa.
—Esto no es leal —exclamó Sancha—. Se puede hacer trampa ante los jueces, pero no en un juego que consiste en decir la verdad. Debes pagar prenda, que consistirá en una pregunta. ¿Eres realmente virgen?
Yo estuve hábil para no mentir.
—¿Cómo quieres que conteste? Los jueces han declarado hoy que lo soy. Si digo que no lo soy cometo un atentado contra su autoridad.
—Muy bien —repuso Sancha—, pero ayer los jueces no se habían pronunciado todavía. Ayer, mi querida Lucrecia, ¿eras virgen?
—Sí, mi querida Sancha, ayer lo era.
Acabamos por jugar al navio. ¿No sabéis en qué consiste? Una mujer se coloca entre dos hombres. Los demás anuncian una borrasca. Para salvarse, la dama debe arrojar al mar a uno de los dos y debe escogerlo declarando los motivos de su elección. De no estar embriagados, en aquel momento, en una hora cada cual se pelearía con todos sus amigos.
—¡Dios mío! —dijo Sancha, al retirarnos—. ¡Qué brillante has estado esta noche!
Era verdad. Yo me sentía radiante. Estaba esperando el momento en que, acostada en mi amplio lecho, vería aparecer la sombra de Pedro.
Cuando se hubieron retirado mis invitados, di prisas a Caterinella, que estaba sola, para que me desnudase. Pantasilea, trastornada por las aventuras que le habían ocurrido, se había acostado.
Es agradable esperar a alguien que nos gusta, cuando no se está habituado a esta clase de citas, cuando se ha bebido y está avanzada la noche. Y además esperaba un nuevo placer: no estar separada de mi amante por el espesor de un jubón ni de un vestido.
Aquella noche respondió a lo que esperaba de ella. Fue muy larga y la viví de prisa, como una travesía.
Aprendí lo que se aprende al mismo tiempo que los artificios del amor, es decir, que la noche es menos tranquila y menos igual de lo que las vírgenes creen. Dos o tres veces por hora, a lo lejos, pasan carretas a pesar del toque de queda; el trote de un jinete se detalla como un aire de clavicordio bajo la férula de un profesor. Se oye el tañido de unas campanas insospechadas. A pesar de la oscuridad, los pájaros insinúan sus trinos y después se callan de pronto y los gallos, mucho antes del amanecer, bosquejan ya las inacabadas notas de sus cantos matinales.
Al llegar el alba, diciéndome adiós por primera vez Pedro me llamó «Lucrecia» y por primera vez le llamé «querido mío».
Lo contemplaba con los ojos entornados mientras se vestía. Desde la puerta a la que había llegado andando de puntillas, hizo un ademán que la oscuridad borró. Yo lo interpreté como un beso.
Ni siquiera oí cerrarse la puerta. Me había sumido de nuevo en el sueño.
Tampoco oí cómo volvía a abrirse. Con los ojos cerrados aún, oí solamente un grito. La luz del día me hizo daño. Unas manos estrechaban las mías.
—¡Pantasilea! —grité—. ¿Qué estáis haciendo aquí en camisa?
—¡Señora, estoy perdida! —gimió Pantasilea.
Estaba arrodillada en la grada, junto a mi lecho y mordía la sábana.
—Están ahí —jadeaba-E detrás de la puerta. No se han atrevido a entrar. Han ido a recibir órdenes. César les ordenará forzar la entrada de vuestro aposento, estoy segura..., y me matarán. ¿Por qué me matarán? Todo lo que ocurre es por mi culpa, y no es por mi culpa...
Yo sabía que, asustada por el asalto de que habíamos sido víctimas, Pantasilea se había acostado la víspera por la tarde. Por ello atribuí la crisis que se desarrollaba ante mí al estado nervioso en que me habían dicho que se hallaba.
—Vamos a ver —murmuré quedamente—, no os van a matar. ¿Queréis que pase el cerrojo para vuestra tranquilidad?
Al ver que no contestaba, me eché de la cama para ir a inspeccionar las puertas y me di cuenta de que Pantasilea había tomado ya sus precauciones.
—Vamos —le dije—, ¿queréis probar un nuevo jarabe que me han enviado ayer? Procede de una provincia dál—mata o de por ahí... Todo el que lo ha probado dice que tiene sabor turco. Es muy bueno.
—Señora —dijo quedamente Pantasilea—, os he dicho que estoy perdida. Y no sólo lo estoy yo, sino que otros corren él riesgo de ser alcanzados también.
—¿Estáis segura de que no fantaseáis un poco?
Mi doncella, se levantó exasperada. Su larga camisa envolvía su cuerpo con un torrente de pliegues que realzaban la línea de sus hombros y la recta, apenas quebrada, de su pecho.
—Vois sois mi solo refugio —gimió con voz enronquecida—. Y he corrido a refugiarme a vuestro lado sin pensarlo más... No obstante, cuando lo sepáis todo, me odiaréis.
—No, de ningún modo os odiaré —le aseguré distraídamente, cada vez más persuadida del extravío de Pantasilea,
Estaba pensando en llamar a Caterinella, cuando con los dientes apretados, la joven murmuró:
—Señora, le he contado a vuestro hermano César todo lo que me ocurrió la noche de nuestro regreso de San Sixto.
La cogí por los hombros.
—Vamos, querida, reflexionad. Lo que nos ocurrió aque—lia noche es muy penoso. Pero, en fin, no es culpa vuestra si los hombres de Juan Sforza nos asaltaron. Comprendo que guardéis un mal recuerdo, pero no creo que pueda causaros el menor contratiempo en el futuro.
—Vos no sabéis nada, señora. ¿Os habéis preguntado lo que hubieran hecho con vos los cómplices de Sforza si os hubieran capturado? Pues yo puedo decíroslo porque me tomaron precisamente por vos.
—¡Esto sí que me soiprende! Yo creí que habíais huido a campo traviesa.
Yo seguía sin dar mucho crédito a las angustias de Pantasilea, pero comprendiendo que no me libraría de ella tan fácilmente, decidí hacerla sentar en un cojín mientras yo me acurrucaba contra la almohada bostezando y des—perezándome desesperadamente.
—He empezado por mentir —repuso—. Mejor hubiera sido continuar. Pero la imagen de lo ocurrido me perseguía. Y, además, había visto algo que me había destrozado. Así, pues, me acosté. Mejor hubiera sido no hacerlo. Me dormí, y cuando una persona está dormida a veces ocurre que habla, si está muy trastornada. ¿Me oyeron? Vuestro hermano afirma que uno de los hombres de Juan Sforza, que fue herido y detenido, antes de morir confesó lo ocurrido. Pero quizá vuestro hermano ha mentido para hacerme hablar. Esto no se sabrá nunca, ¿verdad? —insistía.
Las lágrimas corrían por su rostro que ocultó con sus manos cerradas. Al abrirlas, observé que había hundido las uñas en ellas.
Las palmas sangraban.
—Vamos, mi querida Pantasilea...
—Lo mismo empezó César... «Mi querida y pequeña Pantasilea.» Me arregló la almohada. ¿Me encontraba bien acostada? Me presentaba excusas sin cesar. Estaba desolado de haber forzado la puerta de mi aposento, fatigada como estaba. Pero lo exigía el interés de la justicia y del Estado. Y también el honor de los Borgia.
Se incorporó a medias, como alucinada y se echó a reír.
—¡El honor de los Borgia! ¡Ah, valiente honor el de los Borgia! Apesta tanto que debe olerse a lo lejos.
—Pantasilea, os prohibo que...
—No hay nada que prohibir a quien va a morir. Es el único alivio en la situación en que me hallo. He hablado demasiado, lo admito. Pero esperad un momento, voy a hablar hasta el final.
Su voz se quebró y se desplomó sobre su almohadón. Hundió la cabeza en las sábanas. Al levantarla, sus desorbitados ojos devoraban su rostro.
—Vos me salvaréis — balbuceó, esperanzada—. Me salvaréis, a pesar del daño que os he hecho. Pero el que vos me habéis hecho a mí es mucho mayor. ¡Y pensar que érais una niña cuando os conocí, y que yo misma os llevé por el camino de San Sixto! Entonces me hacíais preguntas sobre todas las cosas. Teníais confianza en mí. La culpa es de Caterinella. Esa pequeña diablesa africana lo ha estropeado todo. Os ha pervertido. Y, además, lo llevabais en la sangre.
Con voz enronquecida concluyó:
—Sois de una familia de monstruos.
Yo me callaba, aturdida.
—Una familia que la que el hermano mata al hermano y cuando no logra degollar al marido de la hermana lo deshonra. ¿Sabéis que os he defendido mucho tiempo? Abofeteé a una de mis primas cuando me habló de vuestros incestos. Ahora estoy dispuesta a creerlo todo. Tales son los hermanos, tal la hermana. Y voy a morir. Y vos vais a seguir viviendo, orgullosa de vuestras blasfemias y vuestros estupros. ¡Qué miseria!
—Creo que tenéis fiebre, Pantasilea.
—Debo de tener fiebre —dijo, bruscamente calmada—. Por menos se podría tener.
Su voz volvió a quebrarse:
—Cualquiera tendría fiebre después de haber pasado horas echada ante vuestro hermano. Tan pronto sonríe amablemente y os da palmadas en la mano como si fueseis una niña, como se pone a gritar. Se tiene la impre— I sión de estar encerrada con una bestia, no con un hom— I bre. Hay momentos en que sonríe con tanta amabilidad que parece que os devuelve la vida. Se pone pensativo también, con ojos suaves y vagos. Son los momentos más terribles. Empezó a hablarme del supuesto Antonio. No tenía una confesión por escrito. El hombre había muerto confesando, pero las confesiones eran formales. En el curso del ataque, en el camino, habían capturado una dama que tomaron por Lucrecia. La dama en cuestión correspondía a mi descripción.
Yo empecé a inquietarme y me incliné hacia ella.
—¿Qué ocurrió durante el ataque? ¿Se apoderaron de ti los bandidos? ¿Te raptaron?
—Yo iba a cincuenta pasos detrás de vos. Tenía miedo y emprendí la fuga. Era lo que esperaban. Entonces salieron del barranco. Yo estaba sola. Pedro se os había llevado y yo quedaba abandonada. Uno de los bandidos asió la brida de mi caballo; otro me amenazó con un puñal. De todos modos, aún sin amenazarme me hubieran faltado fuerzas para gritar. Oía el ruido del combate que proseguía. Me hicieron apear del caballo. El más corpulento sacó una linterna sorda. Recordad que yo iba vestida de blanco con mangas de plata y forros de armiño. Ante la belleza de mis vestidos se pusieron a reír por burla y dijeron: «Es ella, no hay duda.»
—¿Y luego?
—Me llevaron por un sendero que me lastimaba los pies. Nos detuvimos ante la puerta de una casucha, en la parte baja de las ruinas de Septimio Severo. Debía haber un gallinero, pues oí cloquear en respuesta al ruido que habíamos hecho al entrar. Me encontré en una pieza sórdida. Un hombre alumbró una gran antorcha. Me hicieron sentar en un banco pegado a la pared. Los dos hombres se reían mirando un jergón de paja que estaba en un rincón. Los dos llevaban barba y coraza y en el cinto de cada uno de ellos asomaban varios mangos de puñales. Luego crujió la puerta y entró otro, más pequeño y delgado, más autoritario. «Está bien —dijo mirándome—. ¿Os ha costado mucho atraparla?» Sin esperar respuesta, añadió más quedamente, sin atreverse a mirarme, que se dieran prisa, pues no debía llegar con retraso al Vaticano. Luego en pocas palabras me dijo que nada debía temer por mi vida y que una vez despachado el asunto me soltarían. Me aconsejó que no contara a nadie lo que iba a ocurrir porque no me creerían y solamente lograría aumentar mi mala reputación.
—Pantasilea, ¿estás segura de que todo eso no lo has soñado? No comprendo una palabra de lo que estás diciendo.
—Tampoco yo comprendía nada; estaba atontada. El jefe salió. Uno de los dos hombres sacó una moneda del bolsillo y echaron a suertes a cara o cruz. Soltaron la carcajada. El que perdió fue a emboscarse junto a la ventana El ganador me asió por las muñecas y me echó sobre la paja. Entonces comprendí lo que quería de mí. Yo tenía la impresión de estar viviendo una pesadilla. No se ataca la escolta de una princesa para entregar una simple sirvienta al apetito del último de los mercenarios. Yo me debatía Entonces me dijo que si bien pensaba gozar, la idea no había salido de él: «Si eres virgen, es necesario que no lo seas mañana, cuando comparezcas ante tus jueces.»
—Creía que...
—Sí, creyó que érais vos. En el acto comprendí que andaba de por medio Juan Sforza que, por mediación de udos magistrados adictos, pediría al tribunal un examen de vuestra virginidad. Hay que creer que os suponía virgen, puesto que se tomaba la molestia de haceros raptar para que un simple soldado pusiera las cosas en regla. Yo me había puesto a vociferar diciendo que no era vos. Les grité mi nombre. El salvaje ahogó mis gritos, y lo peor fue que los ahogó con su boca. Luché hasta dondé alcanzaron mis fuerzas. Después oí al otro soldado preguntar a su ca—marada si necesitaba que le echase una mano. Comprendí que si seguía resistiendo, solamente conseguiría ser violada por dos hombres en vez de uno.
El semblante de Pantasilea se había cuajado en una mueca. Me miraba, al parecer, sin verme. Con voz sorda prosiguió:
—Cuando se quiere a alguien..., cuando solo se quiere a uno..., cuando «querer» no es decir bastante, cuando sólo se vive por él y para él... Pero vos no sabéis lo que es esto. Y sabéis aún menos lo que es sufrir cuando a la fuerza os posee otro hombre. En el horrible momento, dejé de gritar. Pensaba: «No es posible; no es verdad.» Me puse a llorar y entonces el hombre, algo turbado, me ayudó a levantarme. «¿Lo era?», le preguntó su camara—da. Y ante su respuesta negativa, reclamó también su parte. El primero trató de defenderme. Cada uno me tiraba de un brazo. Mi capuchón se me fue de la cabeza y mi pelo quedó suelto. Yo estaba cerca de la antorcha. Los hombres profirieron un grito, fascinados por mi pelo negro. Vieron que no era Lucrecia. Entonces quisieron echarme de allí antes del regreso de su jefe, por miedo de no cobrar su estipendio o de ser castigados por haberse equivocado. Me empujaron hacia la puerta. Pero la puerta se abrió y el jefe apareció por ella. Me dejó pasar maqui— nalmente. En seguida se dio cuenta del color de mi pelo y soltó una blasfemia. Pero yo ya corría como una perdida en la noche. Corrí mucho rato. No creo que me persiguieran, pero en aquel momento sí lo creía. En un momento dado sentí un vacío bajo mis pies y estuve a punto de dejarme caer. No deseaba vivir; sólo pensaba en el hombre que quiero. Recuerdo que me reía. Me reía de un último detalle: mi cuerpo, mi estúpido cuerpo había gozado con aquel bruto. Todo me lo podía perdonar, excepto esto. Recuerdo que me reía porque entre dos accesos de lisa oí una tonada tocada con mía flauta. Se oía a lo lejos, muy aguda y mal tocada. Se me encogió el corazón porque al hombre que quiero le gustaba tocar aquella tonada y la tocaba también muy mal.
La angustia me había cortado la respiración. Después me dijo que otros pastores podían tocar la flauta aquella noche.
—Era el «Rondó de los bosques», de Josquin des Prés,
Se calló, me miró y luego prosiguió:
—Esas ruinas son una ratonera. La tonada, al continuar, mejor tocada, me orientó. Después volvió el silencio. Pero yo veía por encima de mí, entre los jirones de la niebla, un resplandor de brasas que debía de proceder de la lumbre de una choza. Mis pies estaban ensangrentados. Sólo tuve que mirar. En el primer momento me invadió el gozo. Estaba ahí, vivo. Después os vi a vos, y vi lo que mi dueña estaba haciendo con el hombre que yo quería. Si hubiera tenido un arma os hubiera matado a los dos...
Y concretó:
—Os hubiera matado. Sois una miserable. Mientras me violaban por vuestra culpa, vos me arrebatabais mi único tesoro.
Se calló. Después, sin cólera, me dijo una palabra soez. No tuve fuerza ni tiempo de contestar. Su cuerpo se había arqueado. Los ojos le salían de las órbitas. Su boca remedó una sonrisa. Aquella mujer hermosa estaba horrible.
—Yo soy el monstruo... —prosiguió con voz queda—. Pregunta tras pregunta, lo he revelado todo a vuestro hermano. Creía que la cosa no tendría mayor alcance que mandaros a vos a un convento lejano y la expulsión de Pedro. Comprenderéis que ya no podía ver a Pedro. Y a vos tampoco. «Decídmelo todo. Aliviad vuestras cuitas», me repetía César. Por fin salió de mi aposento. Su horrible Micheletto lo esperaba en la pieza contigua. Le ordenó con mucha calma que apostara dos hombres en mi habitación para impedir que yo hablase con alguien. Por la noche se ocuparía de mí. Lo más urgente era impedir que Pedro hablara. «Es grave —dijo César—. Esos dos saben demasiado. Con una sola palabra pueden revelar las ocupaciones nocturnas de mi hermana y arruinar su boda con el De Aragón. Y tú lo sabes bien, Micheletto, necesito que se celebre esa boda.»
—¿Y Pedro? — balbuceé—. ¿Y Pedro? Lo has denunciado a César. En vez de decirme dónde está, te entretienes en contarme tus cuitas.
—Estaba loca.
Jadeante, le devolví la horrible injuria que ella acababa de arrojarme.
—No lo pensé —lloriqueó Pantasilea—. ¡No lo sabía!
Adiviné el sentido de la frase que las lágrimas le impidieron acabar. Nunca había creído que mi marido no hubiese llegado a tocarme. Mejor dicho, había llegado a admitir las más odiosas calumnias respecto a mí. Dejándose arrancar su secreto por mi hermano, creía que descubría un secreto sin consecuencias. Y ya era un poco tarde cuando comprendió que sus imprudentes confesiones convertían a ella y a Pedro en conocedores de una noticia terrible capaz de hacer fracasar el más importante proyecto de César. Ella había creído vengarse de Pedro denunciando a un hombre que había cometido una falta y después se dio cuenta de que había denunciado a un criminal. Había hablado más de la cuenta y se hallaba colocada en la categoría de las personas que saben demasiado. Por celos de Pedro, lo arrojaba a la muerte. Y su animosidad contra mí, por la sorpresa que le habían causado los acontecimientos, la traía a pedirme que lo salvara.
—Toma uno de mis trajes —le dije fríamente—. No se dirá que no me porto bien contigo, a pesar de tu ignominia. Toma uno de mis vestidos y la bolsa que hay encima de la chimenea. Sal por la habitación de Caterinella y trata de escabullirte por la escalera de caracol. Es todo lo que puedo hacer por ti.
Mientras tanto me había pasado un manto, me puse mis chapines y, desmelenada, di un salto hacia la puerta.
—Os lo ruego —gimió Pantasilea.
Mi mirada la detuvo. Comprendió que iba a salvar a Pedro.
—No os preocupéis por mí —gritó—. No vale la pena. Pero a él, salvadlo... Apresuraos, salvadle...
Supongo que durante unos segundos nuestros corazones latieron al unísono, pues las dos murmuramos el nombre de Pedro.
La puerta se había cerrado ya de golpe tras de mí.
—¿Adónde vais, señora? —me gritó Caterinella.
—¿Sabes dónde está Pedro?
—¿Pedro Caldés?
—¡Claro, idiota!
Volvió la cabeza como un gato ofendido, sin aparentar haberme oído. Yo ya estaba corriendo hacia la antecámara. Uno de los guardianes me informó, asustado por mi cara. Pedro avisado, misteriosamente, había abandonado bruscamente a unos amigos con los que estaba hablando en la escalera principal. Había huido corriendo como un ladrón. La guardia no sabía hacia dónde.
En aquel momento no me quedaba más recurso que el Papa. Apenas recuerdo mal lo que ocurrió después. Me parece una pesadilla.
Tropecé con Burkhart.
—¿Ver a Su Santidad? —exclamó—. Así, sin más ni más... ¡Ni pensarlo!
Yo lo pensaba de tal modo que apartando al gran maestro de ceremonias, atravesé como una flecha los tres salones que conducían al del trono pontifical, empujando a los criados y los guardias que se oponían a mi paso. Ellos se pusieron a correr detrás de mí, no atreviéndose a detenerme ni arrostrar la responsabilidad de mi instrusión. Sólo me quedaba atravesar un despacho para llegar al de mi padre cuando la puerta se abrió. A través de las lágrimas vi una silueta que me asió brutalmente por los hombros. Era César.
—¡Vete! —jadeó—. No mires y déjame hacer.
Oí a alguien que corría por el despacho. Por encima de la espalda de mi hermano vi la nuca de Pedro. También había ido en busca de refugio, a ver al Papa. Yo hubiera querido gritar para que la puerta se abriese.
Todo ocurrió en un instante. Micheletto y otro hombre de César perseguían a Pedro pisándole los talones. Al ver que no alcanzaría la puerta grande, Pedro se volvió tan bruscamente que Micheletto no tuvo tiempo de servirse de su arma; tropezó y fue a dar contra un cofre. El otro mercenario se abalanzó.
Vi el doble destello de su puñal y el de Pedro. El hombre se desplomó profiriendo un gemido.
Pedro se volvió. Aún podía alcanzar la puerta grande.
Supongo que en aquel, último segundo creyó que podría arrojarse a los pies del Papa y obtener su protección.
Estaba escrito que no debía alcanzar la puerta. Yo proferí un alarido:
—¡Pedro!
Debí de gritar demasiado tarde. Pedro no tuvo tiempo de volverse. César le había asestado ya un golpe en la espalda, de abajo arriba, con la horrible calma de un carnicero.
Recuerdo el cuerpo vacilante de Pedro. La empuñadura de plata de su daga brillaba sobre las incrustaciones de plata de su jubón. Sus piernas parecieron arrollarse. Hizo con la mano dos o tres gestos parecidos a los de un bailarín. César se había vuelto hacia mí y me miraba fijamente. Luego Pedro se dejó caer suavemente de espaldas. Aunque esta imagen haya quedado grabada en mi memoria, no estoy segura de haberle visto caer, pues yo me había desplomado, desvanecida. Debimos derrumbarnos juntos.