CAPÍTULO X
EL RONDÓ DE LOS BOSQUES
Cuando vuelven a ponerse los pies en los propios pasos, cuando siendo uno lo que ha llegado a ser quiere recordar a toda costa lo que ha sido, cuando, con la ayuda de unos recuerdos tratamos de reconstruir el pasado, es decir, lo que ya no ha abandonado, nos exponemos a la incertidumbre, al asombro y a un gran peligro que consiste en inventar para tapar los agujeros, para explicar lo que parece inexplicable, para conciliar lo que es contradictorio.
Nada más fácil y más convincente que inventar sobre uno mismo y sin darse cuenta. Recordamos que hemos estado tan tristes que al despertar hemos pensado: «¡Dios mío, otro día que vivir!» Luego recordamos que hemos contemplado un ser con deseo, que hemos probado un plato o aspirado un perfume, que nos hemos quedado embelesados ante un paisaje. Y nos decimos: «¿Cómo he podido pasar de esa triste desgana a este exceso de vitalidad?» Lo más honrado es inclinarse ante las sordas progresiones de una vida y confesar: «No me acuerdo.»
No, no me acuerdo muy bien de cómo me repuse de la noche que siguió a la tarde que acabo de contar. Me queda el recuerdo del olor de cera quemada, que asimilo vagamente al perfume del incienso porque en San Sixto el humo del incienso os vigila en cada recodo del corredor.
Aquella noche quise tener luz en mi celda. Las religiosas se revelaban para mantener las velas. Cerca de mi lecho se dejaban tisanas que humeaban tristemente. No me las tomaba y entonces las sustituían por otras. Una voz preguntaba de vez en cuando:
—¿Cómo se encuentra?
O bien:
—¿Ya no se ríe?
Pues había empezado por reírme. Dos hermanitas dirigidas por sor Girolama Pichi me habían arrancado de mi hermano y se me habían llevado escalera arriba. De vez en cuando la superiora se volvía hacia ellas.
—No le preguntéis nada —repetía.
Pues, naturalmente, las desventuradas me preguntaban de qué me reía. Por fin, les contesté:
—De la Madre Superiora. ¡Miradla! Ya no anda sobre las aguas... Anda pisando huevos.
En realidad, turbada por primera vez desde que la conocía, sor Girolama pataleaba, daba saltitos y tropezaba. Las dos monjitas hiparon. La risa morbosa que me agitaba como una tempestad era contagiosa. Entramos en la celda riéndonos como tres locas. Y la Madre Superiora iba tras de nosotras para evitar que la cadencia de su paso aumentase las convulsiones que nos asaltaban.
Recuerdo que de madrugada le pedí perdón. Por la tarde del día siguiente, le supliqué:
—Conservadme a vuestro lado. Quiero pasar mi vida en San Sixto. El mundo me causa horror.
—Hija mía, esto no depende de mí.
Tampoco dependía de mí. Sabía que mi suerte se decidiría en Roma. Mi desesperación había entrado en un período de calma, era más lúcida.
Aquel verano fue muy caluroso. En el sofoco de mi celda, yo sudaba. De vez en cuando me obligaban a dar breves paseos por el jardín.
—Llevadla a los macizos de arbustos para protegerla del aire —ordenaba la superiora.
Y precisamente era aire lo que yo necesitaba. Un aire que ahuyentase un horror muy concreto que me producía mi cuerpo. Por la mañana, cuando me bañaba en mi barreño de plata de mis sudores nocturnos, desnuda a pesar de las reglas del convento, contemplaba mis flancos con temor y repulsión. Era allí donde nacía el horror de los deseos animales, que ya no asociaba a la brutal manifestación del semental, sino al grito de muerte que había oído en la escalinata del convento. La ambición, el odio y el crimen se gestaban en los apetitos tenebrosos del cuerpo, como las pequeñas culebras en los gérmenes calentados por el sol en los estercoleros.
En aquella época incluso llegué a desear ser fea y estar enferma. Me imaginaba envejeciendo en una celda blanca, en una deliciosa ignorancia de los nombres de los reyes.
Un día, la superiora me encontró al pie de la escalera. Estaba contemplando el lugar en que había visto el cuerpo aplastado del leguleyo. Me había inclinado y estaba palpando con el dedo el desnivel que había entre las dos losas por las que había resbalado la sangre.
—No, hija mía, esto es malsano. Creo que todo el horror del perro de la Biblia consistía en que se volvía hacia el pasado. No hay que pensar en...
No se atrevió a decir «ese accidente» ni «ese crimen» y acabó tontamente:
—En eso.
Ella misma se dio cuenta de la simpleza de sus razones y la cobardía de su disimulo. Tuvo una inspiración.
—No os mováis —me ordenó.
Regresó con un enorme frasco que destapó delante de mí, vaciando su contenido dorado sobre las losas del drama.
—Es esencia de jazmín —exclamé.
—Por aquí ha corrido la sangre. Ahora corre el perfume. Ya veis que son las mismas losas. Pero no es el mismo tiempo. El tiempo es el gran remedio de Dios.
Era tan grande mi rigorismo que aquella mezcla de perfume y de teología no me gustó.
—¡Vamos! —exclamó la superiora—. ¿De dónde sacáis que Dios solamente ama lo árido y lo triste? Dios ama lo bueno y lo bello, como nosotros. Y si algunos nos privamos de lo hermoso y lo bueno de la tierra, ¿no es, en cierto modo, un homenaje a las delicias que procuran? Si los goces de los sentidos no fuesen dignos de estima, ¿dónde estaría la virtud al privarse de ellos? Dios ama los perfumes, hija mía. Recordad la Santa Mujer que los derramaba sobre Cristo y las protestas de sus discípulos, ingenuos como vos, y la ira de Cristo contra ellos y su agradecimiento a la pobre mujer por haberle ofrecido lo bello de la tierra.
La galería apestaba a jazmín. La Madre Superiora me contemplaba, agresiva. La hermana tornera nos miraba sorprendida.
—Basta —concluyó sor Girolama Pichi—. Os encuentro muy tonta, hija mía. Me recordáis a una pazguata que, por haber creído en los virtuosos excesos del ruin Savonarola, me costó seis meses de esfuerzos para devolverle el juicio. Dios no desea que despreciemos la Creación. Y yo quisiera veros con mejor semblante.
Los recuerdos que conservo de aquella época están muy dispersos y son del género de éstos.
Sin duda, al cabo de dos o tres meses mi semblante era mejor, porque la superiora me hacía menos reproches. Ya no aguardaba tantos miramientos por los ayunos. Por espacio de semanas enteras, no toleré que en mi presencia se pronunciase el nombre de mi hermano Gandía. Acabé por preguntar. Me contaron la desesperación de mi padre y la triste majestad del entierro, al que la fiebre no me había permitido asistir. El cortejo había atravesado Roma en plena noche, al resplandor de ciento cincuenta antorchas y de las estrellas, mientras doblaban las campanas. Había pasado sobre el Tíber entre el murmullo de los monjes y el bordoneo de la multitud, como otro río, y siguió hasta Santa María del Pueblo, donde estamos en este momento.
Me enteré también de que mi hermano César se había disculpado, o, mejor dicho, que la investigación, a pesar de los gritos de dolor de mi padre, había cesado pronto.
Cuando se pregunta a una madre a qué edad empezó su hijo a sonreír, titubea y busca. Yo tampoco recuerdo el día que, por primera vez y sin darme cuenta, reapareció la sonrisa en mis labios y un asomo de risa.
Había llegado el otoño cargado de galas. Por el camino transitaban las carretas cargadas de uva. Una tarde, la superiora nos pidió que orásemos por los vendimiadores. Nos explicó que aquellas muchachas y aquellos muchachos jóvenes, desparramados por los campos a pleno sol, en medio del incitante olor de los frutos, se sentían tentados por el demonio de la carne al iniciarse el crepúsculo y en las filas de los viñedos, en la linde de los bosquecillos y en las simas de los barrancos creaban zonas de sombra en las que todavía hacía calor. Yo recé. De pronto advertí, sorprendida, que rezaba sin horror y sin odio de su pecado, sino con deseo.
Y cuando, en el locutorio refrescado por la proximidad del invierno, impregnado por el olor de la leña ardiendo que las altas chimeneas desparraman por los edificios, vi las ocuras pupilas de Pedro Caldés, pensé: «¡Por fin, un hombre!»
Él se inclinó.
Yo me acerqué a la verja.
—Señora —me dijo-> perdonadme si os interrumpo, pero he venido a buscaros. En el Vaticano os esperan.
Se había expresado rápidamente, con voz insegura, sin darme tiempo a preguntarle por él.
—Señora —prosiguió—, estoy orgulloso de mandar vuestra escolta y apenado porque vuestro regreso tiene por objeto una formalidad enojosa.
Yo lo miré, intrigada.
—Se trata de vuestro divorcio. El expediente está terminado.
Bajó la voz y contempló púdicamente el Santo Entierro, añadiendo:
—Tengo orden de informaros que, a consecuencia de interminables negociaciones, Juan Sforza ha dejado de protestar contra vuestras declaraciones admitiendo que...
Carraspeó y recurriendo al latín:
—...puede firmar la fórmula Quod non cognoverim Lucretiam.
Yo sabía que por mediación de importantes diplomáticos se estaba intentando arrancar a Sforza esta confesión que lo humillaba en su orgullo viril y que se disponía a hacerlo pagar caro a los Borgia. Yo ignoraba cuánto le habían dado, pero quedé satisfecha de haber llegado a una conclusión que me ahorraba la humillación de un examen por los médicos del Vaticano.
—Vuestro divorcio será pronunciado mañana. Vuestra presencia es indispensable. Debéis asegurar verbalmente al tribunal que nunca habéis..., en fin, que confirmáis la confesión de Juan Sforza.
Yo me ruboricé. Ya me veía contando a unos viejos jueces eclesiásticos lo que había ocurrido, o, mejor dicho, lo que no había ocurrido en mi alcoba.
—¿Y no hay medio de evitar esto? —pregunté.
Pedro con un gesto dijo que no. Se produjo un silencio y, por fin, se decidió a mirarme. Y yo volví la cabeza, lamentando no haber cuidado mi piel ni mis cabellos desde hacía mucho tiempo y verme así a los ojos de un hombre.
—Voy a subir a arreglarme —dije.
—Me acompañan Pantasilea y Caterinella. Os esperan en vuestra celda.
Allí las encontré, en efecto. Se estaban peleando. Los seis meses que yo había vivido sin ellas, en el convento, no habían mejorado sus relaciones. Caterinella había ido a visitarme hacía un mes. Y un mes había bastado para encontrarla más hermosa aún, si bien su tipo oriental y medio africano se había ido acusando.
Me ayudaron a vestirme, sin cesar de hablar. Me confirmaron la confesión de Sforza al tribunal eclesiástico. Pero haciéndose rogar un poco, me revelaron que, al mismo tiempo que mi marido firmaba el documento, hacía repetir por sus amigos en Roma que había obrado bajo amenaza, a fin de no agravar aún más las relaciones entre Roma y Milán, y sostenía haber sido mi marido en toda la extensión de la palabra. Hasta llegaba a dar detalles.
Pantasilea me contó que durante un mes se había negado a firmar la confesión y que para dar una prueba de su buen estado había propuesto realizar el acto con una cortesana ante un tribunal de dignatarios.
—Incluso dice...
Y en aquel punto Pantasilea se calló. Yo no ignoraba que con una mujer hay que fingir que no se siente ninguna curiosidad por lo que os está contando.
—Ya sabes que no me sirves para nada —exclamé—. Aquí he reanudado la costumbre de vestirme sola. La única manera de serme de alguna utilidad es acabar una historia que has empezado.
—Es que —murmuró— tengo miedo de enojaros. Por mucho menos se enoja una persona.
—No presumas tanto. Estás ardiendo en deseos de escandalizarme. Así, pues, no te hagas rogar.
Pantasilea me daba la espalda, ocupada en preparar mis mangas. Y con una voz neutra articuló:
—Bien, si lo deseáis... Juan Sforza asegura que su fuga y la muerte de Gandía tienen el mismo origen: el interés que César muestra por vos.
No se atrevía a pronunciar la palabra «incesto», pero le cosquilleaba en los labios, y yo monté en una cólera más violenta de lo que ella había previsto.
—¿Y tú? —pregunté—. ¿Tú lo desmientes, al menos?
—¡Claro que sí!
Lo dijo sin ninguna convicción, de tal modo que, soltándome de las manos de Caterinella, que me pasaba la gorguera, agarré a Pantasilea por los pelos.
—Tú has vivido a mi lado, sin abandonarme nunca. Tú sabes bien que entre mis hermanos y yo nunca hubo nada malo.
—No hago más que repetir lo que dicen —gimió, un poco asustada.
—Tú sabes bien que nunca he dejado que se me acercase un hombre —proseguí con voz quebrada de indignación.
En su mirada leía la duda, que no se atrevía a expresar. Entonces recordé la historia del filtro y que, por mis palabras, había dejado entender que el licor de la hechicera había vencido la desgana de mi marido. ¿Y no había creído ella que era mi marido el que estaba conmigo en la cama la noche que yo protegía su fuga? De esto a creer 10 demás... Debí dejar traslucir la turbación que se había apoderado de mí al hacerme estas reflexiones. Y pensé que Pantasilea lo interpretaba como una confesión de mis faltas.
—Entonces ¿tú también? —grité volviéndome hacia Caterinella—. ¿Tú lo crees también?
La morita hizo chasquear negligentemente los dedos, mirándome con sus grandes ojos abiertos, a la vez escép— ticos y enfebrecidos: «Virgen o incestuosa, me da lo mismo; os quiero como sois», parecía decirme.
De pronto, oí unos gritos que resonaban bajo la bóveda. Luego, la gran hoja de la puerta de entrada se cerró con tal violencia que la fachada tembló. Fuera, se oyeron pisadas de caballos.
—Es un convento animado —me dijo Caterinella.
Había vuelto el silencio. Yo acabé de vestirme sin añadir palabra. Al descender por la escalera, seguida por mis doncellas, me tropecé con la superiora.
Pensé que el vocerío había podido llegar hasta sus oídos. Abrí la boca, desorientada, para suplicarle que me dijese que me quería y que me creía virtuosa. No tuve tiempo. Me había cogido la mano rogándome que aplazara mi partida hasta la mañana siguiente.
—Después de lo que acaba de ocurrir...
La voz de Pedro, que estaba subiendo por la escalera, resonó:
—No, ya pasó. Han emprendido la fuga y no creo que hagan un nuevo intento tan pronto.
Pantasilea y Caterinella estaban tan intrigadas como yo misma. Acabamos por comprender que, mientras me estaba vistiendo, se había presentado un destacamento a la puerta del convento. Su jefe había dicho a la tornera que le mandaba Su Santidad para llevarse a doña Lucrecia y darle escolta hasta Roma. La tornera, aunque sorprendida por la llegada de una segunda escolta, había abierto; pero los hombres, apenas traspasado el umbral, se habían dado de bruces con la Madre Superiora, que, entrando en sospechas, había llamado a Pedro Caldés.
Al oír el nombre, el jefe de la banda se había batido en retirada. Pedro había acudido en seguida y las armas habían salido de sus vainas. Los misteriosos visitantes apenas si tuvieron tiempo de saltar a caballo.
—¡Dios mío! —exclamó Pantasilea—. ¿Eran hombres de Juan Sforza?
—No inquietéis sin motivo a doña Lucrecia —exclamó Pedro.
Yo quería saber. Acabaron por decirme que sobre el cadáver de un hombre que había muerto en la pelea habían encontrado una carta bastante vaga, pero que parecía estar relacionada con el empeño de los amigos de Juan Sforza, decididos a actuar antes de la sesión del divorcio. Se ignoraba en qué podía consistir la acción. Por esto, Pedro Caldés había recibido la orden de ir a buscarme antes del anochecer.
—Y ya está —concluyó Pantasilea—. De no haber llegado antes, hubierais aceptado la escolta de los bandidos, y Dios sabe lo que hubieran hecho con vos. No salgamos al camino. Esperemos a mañana.
Yo creo que solamente por llevarle la contraria dije sosegadamente que, una vez hecho mi equipaje, no tenía intención de variar mis planes. Di las gracias a la Madre Superiora por sus bondades, asegurándole que me proponía volver a terminar el invierno a su lado.
La noche era oscura. A la luz de las antorchas, monté a caballo.
La noche inquietante contrastaba brutalmente con la deslumbrante mañana en que, cinco años antes, había abandonado el mismo convento, acompañada por Juan de Gandía, para ir a mi boda con Juan Sforza. Caterinella y Pantasilea cabalgaban muy atrás. Yo no no les dirigía la palabra. Me reía con mi hermano, le hacía preguntas sobre mi futuro marido, las ropas que me esperaban y los regalos de boda.
—¿Sabéis...?
Pantasilea había emparejado su caballo con el mío. Como montaba mal, me divertí haciendo tropezar a mi caballo para asustarla.
—¿Sahéis —repitió, después de ahogar un grito leve — que no es muy probable que acabéis el invierno en el convento, como habéis prometido a la Madre Superiora? Dicen que está casi ultimada vuestra nueva boda.
Apreté los dientes. Pantasilea había adivinado mi deseo de volver al convento y se daba el gusto de asestarme mansamente el nuevo golpe.
—Es con don Alfonso de Aragón —prosiguió.
Ahora bien, ese nombre había sido pronunciado por César con ocasión de la fuga de Sforza, pero como un proyecto que apenas había sido planeado. Y entonces, cuando había ya comprendido lo que significaba la unión con un hombre, no podía ya soportar la idea de que me entregasen a un desconocido sin consultarme. No lo podía soportar y, no obstante, me vería obligada a resignarme. ¿Cómo podría oponerme? Mi propia debilidad me causó daño. Mandé callar a Pantasilea.
—Vuestra charla me marea.
Espoleé mi caballo. Delante de mí, una antorcha sostenida en alto por uno de los hombres iluminaba las crines de los caballos. Pasamos por delante de las termas de Caracalla, cuyas desmanteladas torres parecían mayores en la oscuridad. Al otro lado del camino distinguí la silueta más baja de la vieja iglesia de San Nereo y San Aquileo, también en ruinas.
Cinco años antes, por este mismo camino, sólo pensaba en todo aquello que vivía y creía alegremente. Aquella noche, en cambio, lo que me atormentaba eran aquellas ruinas. ¿Cómo pensar en ruinas sin evocar la degradación y la muerte? Sin contar que las ruinas de piedra resisten mejor que los despojos carnales. Un escalofrío recorrió mi cuerpo al pensar en qué se habría convertido el cuerpo de Gandía. En suma, que mi estado de ánimo era siniestro por demás.
—¡Señora! ¿Estáis aquí, señora?
Reconocí a Pedro. Había abandonado su puesto al frente de la columna y cogiendo la antorcha de las manos del hombre que la llevaba, me andaba buscando tan nervioso que su caballo tropezó con el mío.
—Un hombre estaba espiando. Ha proferido un grito, que debe ser una señal. Lo hemos podido distinguir claramente huyendo a campo traviesa. Ha desaparecido por entre las ruinas.
—¿Un merodeador?
—Más bien pienso que su fracaso inicial no haya disuadido a los espadachines de Juan Sforza de llevar a cabo su empeño. Somos muchos, pero, de todos modos, cualquier golpe podría alcanzaros. Nos batiremos en retirada hacia el convento.
—¡Vamos, Pedro! ¡Y pensar que una vez os vi tan sereno ante un millar de franceses! Porque un hombre se echa a correr a través de las ruinas no vamos nosotros a hacer el ridículo de correr en sentido opuesto.
Al ver que Pedro insistía, le contesté con cierto malhumor que tenía prisa por llegar de nuevo a mis aposentos del Vaticano.
Me reproché en seguida la dureza de mi actitud, pero el hecho era que el brusco tránsito del recoleto lugar, protegido y sereno, que era para mí el convento, a las inquietudes de la vida secular, me desequilibraba.
Con objeto de ahuyentar estas ideas, volví la cabeza buscando a Caterinella, que debía cabalgar en la retaguardia de la escolta. Deseaba la compañía de su tranquila presencia. Hasta creo que debí llamarla, o quizá sólo llegué a abrir la boca para hacerlo, cuando el caballo que iba en cabeza se puso a relinchar.
Siguió un confuso barullo de caballos. Los gritos de los hombres se unían al alboroto de los cascos. Pantasilea, que iba detrás de mí, se puso a gritar volviendo grupas tan precipitadamente que la cabeza de su caballo me dio un golpe en el hombro. No tuve tiempo dé reñirla. La vibración de una ballesta me obligó a admitir que nos atacaban y lo que yo había tomado por aprensiones de un caballo rehacio sembrando el desorden entre sus compañeros, era un verdadero combate.
Los jinetes que cabalgaban detrás de mí avanzaron lanzándose hacía la oscuridad de donde procedían los gritos, pues las antorchas se habían caído al suelo y a pesar de los esfuerzos que hacía no lograba ver nada.
No obstante, distinguí la silueta de un jinete que venía hacía mí muy de prisa. Tuve miedo. Estaba sola. Detrás de mí, ya lejos, sólo estaba Pantasilea, cuyo manto blanco distinguía, y sin duda Caterinella, perdida en la oscuridad de un barranco.
Quise volver grupas para evitar al jinete, pero no tuve tiempo. Por mi mente desfilaron rápidos los pensamientos. ¿Era posible que Sforza hubiera decidido verdaderamente hacerme asesinar, cuando yo le había salvado la vida? Cierto que, a pesar de ello, se empeñaba en fomentar los más horribles rumores contra mí. Tal vez el jinete era él mismo. «;Ah, si tuviera un arma!», pensé.
—¡Señora! Era Pedro.
—No sé cómo va a acabar esto —balbució deteniendo su caballo—. De todos modos, vamos a apartarnos. Seguidme. Soy responsable de vuestra vida.
Se inclinó sobre el cuello de su montura y cogió las riendas de la mía. Estuve a punto de caerme. Arrastrado por Pedro, mi caballo había saltado una zanja.
—Seguidme... Es un sendero.
Subimos a través de las bajas ruinas de pilastras y arcos.
Mi caballo tropezaba sin cesar con los guijarros del sendero. Oí un pataleo de cascos detrás de mi, tan cercano que volví la cabeza, creyendo al principio que era Pantasilea.
Ahora bien, el caballo que me perseguía era claro y, en cambio, el que montaba Pantasilea era negro, y el jinete que lo montaba no se tocaba con la boina de mis guardias. Detrás de él, otros jinetes espoleaban sus monturas.
—¡Pedro!
El primer jinete me había alcanzado ya. En el estrecho sendero, nuestros caballos chocaron de lado. Sobre mi adversario, yo llevaba la ventaja de montar en amazona. Salté a tierra y un instante, mi caballo se interpuso entre los dos.
Este instante había bastado a Pedro. 01 la exclamación de dolor del desconocido jinete, seguida por la de inquietud de Pedro.
—¡Señora!
—Estoy aquí.
También estaban allí los otros dos jinetes. No me daba tiempo de montar a caballo, pues el animal era de elevada estatura y hubiera necesitado ayuda para hacerlo. Traté de correr, pero mi pesada falda de amazona me estorbaba. Así, me di de bruces con el caballo de Pedro. Este se inclinó izándome sobre la silla.
Nuestros perseguidores habían sido detenidos par el caballo de su compañero que volvía por el sendero arrastrando a su jinete, que había quedado sujeto por el pie a un estribo.
El arzón de la silla me lastimaba y cada movimiento del caballo me hacía resbalar. Pedio me sujetaba por el talle con su mano crispada. Mis cabellos barrían su rostro. No sé cuanto tiempo duró aquel sacudido trote en la noche. El caballo se detuvo bruscamente. Pedro me sostuvo por los sobacos, ayudándome a saltar a tierra. Se reunió conmigo de un salto, ató el animal y me arrastró hacia detrás de las ruinas de un inmenso muro que terminaba en arco.
—No os mováis —cuchicheó—. Los oigo.
Me había arrimado a la pared que me arañaba la mejilla y respiraba con dificultad. Oía la respiración jadeante de Pedro, como la mía. Apoyé la cabeza en su pecho. «¿Qué es esto?», me dije de pronto. Era un corazón latiendo contra mis sienes. Y era, sobre todo, la primera vez que oía latir el corazón de un hombre. Era el de un hombre extenuada
—Se alejan —murmuró—. Han oído el trote de mi caballo y corren tras él. Es lo que yo quería...
Me cogió por la mano y me arrastró tras él. Una fachada inmensa obstruía el camino. Yo levanté la mirada para ver el remate.
—¿Qué es esto? —pregunté.
—El palacio de Septimio Severo.
Recordaba la grandeza fulminada de aquellas ruinas, que yo misma había admirado algunos atardeceres, después de un paseo por el Palatino. Se iban derrumbando lenta y regularmente. Cada año moría alguna de las bestias que pacían bajo las pilastras del monumento de siete plantas de altura, alcanzadas por una piedra que se caía.
Anduvimos un buen trecho. Mi pesada falda me protegía de las zarzas, pero me fatigaba.
—¿Adónde vamos? —pregunté.
—A fe mía —dijo Pedro —que no lo sé. No oigo ningún ruido sospechoso. Los dos animales han debido perder nuestras huellas. En el camino, es probable que el combate haya terminado con ventaja para los nuestros. No importa. Estando a vuestro lado no tengo deseos de ir a verlo. Me gustaría que clarease...
—Solamente es medianoche, Pedro —dije quedamente—. No es probable que amanezca hasta dentro de un buen rato. Espero que no tendréis intención de llevarme a rastras toda la noche por este dédalo de piedras.
—No —replicó, mohíno—. Lo que ocurre es que soy responsable de vos, y no tengo ganas de volver al camino.
—Entonces —propuse con la resignación de una mártir—, tal vez podríamos descansar.
Apenas me hube sentado sobre una pilastra de mármol que estaba en el suelo, caída, tuve un escalofrío.
—Hace frío.
Pedro refunfuñó.
—¿Me habéis oído? —insistí—. Tengo frío.
Adiviné que iba a contestarme: «¿Y qué queréis que le haga yo?» Hallábase todavía en ese estado airado que el peligro da a los hombres. Como los perros que siguen gruñendo un rato tras el paso de un sospechoso, él estaba allí, respirando aceleradamente, con los músculos tensos, ocupado en examinar los detalles de la pelea.
—Me pregunto qué habrá sido de mi caballo —dijo—. Al menos, que no se haya lastimado con las piedras. Mañana haré que lo busquen y le encontraremos. Con tal que no se resfríe...
—Tranquilizaos —le dije, furiosa—. La que se está resfriando soy yo.
Me lo reproché en seguida. Era demasiado buena amazona para saber que el jinete debe preocuparse por su caballo como por un amigo íntimo. Temerosa de haber perdido en la estima de Pedro, quise rehacerme mostrando interés por su montura. No me dio tiempo. Estaba agitado.
—¡Claro! —exclamó—. Ahora recuerdo...
—¿Recordáis qué? —pregunté, molesta otra vez. Pero él no hacía caso de mi mal humor. Oí su risa pensativa.
—Antes yo venía por estos andurriales —dijo—. Había un célebre baile, cerca del estadio de Domiciano. Las cortesanas de Roma acudían a él vestidas de hombre. Yo era muy joven...
Se interrumpió como para excusarse de haberse dejado llevar por recuerdos galantes.
—La verdad es —observé secamente— que no veo la relación entre vuestra historia del baile y nuestra situación.
Quedó un momento en suspenso, y luego ordenó sus pensamientos.
—Sí, las parejas se alejaban del baile buscando soledad entre las ruinas donde estamos. Una noche fresca descubrí una cabaña. Hay varias por aquí, unas diez. Durante el día las utilizan los cabreros. Con un poco de suerte... —Sea —suspiré—. Vamos a buscar. Encontramos una mucho más pronto de lo que yo hubiera creído.
—¡Allá! —exclamó Pedro.
Yo no veía nada, pero deseaba que Pedro tuviera razón, pues una tenue bruma fría que empañaba las estrellas se extendía lentamente sobre nuestros dominios.
—¿Dónde estáis? —pregunté. Oí un chasquido.
—Ya está. He abierto la puerta. Yo no acababa de dar con ella. Nos llamamos en la niebla oscura, sin atrevernos a alzar la voz, por temor a nuestros enemigos invisibles que tal vez estaban cerca. No obstante, exhalé un grito sofocado. Era la mano de Pedro que buscaba la mía.
—Por aquí —susurró—. Inclinaos.
No sólo había que inclinar la cabeza sino agacharse para deslizarse por la angosta abertura que Pedro había llamado puerta.
—¡Qué bien se está aquí! —exclamé.
Entre unas piedras planas, en un rincón de la choza, brillaban aún unas brasas. A pesar del humo que desprendían, su luz me permitió distinguir una piel de cabra echada sobre una yacija de heno. Había, además, unas ollas de barro y un bastón de madera, esculpido.
—Señora —balbuceó Pedro con ingenua humildad—, estoy desolado por no tener nada más que ofreceros.
Lo decía contemplando las paredes de cañas y ramaje; Sin duda, aquella choza brillaba en su recuerdo...
—Antes —murmuró.
—Ahorradme vuestros recuerdos de adolescencia, os lo ruego —ordené con un rencor que me sorprendió a mí misma.
¿Por qué había de molestarme que Pedro hubiese acudido a aquella choza unos años antes con una mujer vestida de hombre? No me importaba y, además, era más bien divertido.
—Gracias, Pedro —murmuré acercándome a la lumbre—. No podíamos esperar mejor alojamiento. Es encantador. Me recuerda a Virgilio... o a Horacio.
—Sois muy buena —dijo Pedro—. ¿Queréis mi capa?
Dije que no con un gesto. De pronto, sentía mucho calor. ¿Era a causa del débil fuego que Pedro trataba de reavivar echándole ramitas y soplando como un condenado o era el refluir de las emociones experimentadas hacía poco?
—Debo de tener las mejillas muy coloradas.
Alzó los ojos y me miró. Quiso decir algo, pero no lo hizo. Se limitó a mover la cabeza agitando sus cortos mechones negros. Era él quien tenía el rostro congestionado a fuerza de soplar el fuego, si no eran los reflejos incandescentes lo que producía aquel efecto. Sea como fuere, la apagada luz del hogar le iba bien, ahondando sus mejillas, sombreando sus ojos y aligerando la solidez de su mentón.
Desvió bruscamente la mirada. Entonces me di cuenta de que nos habíamos estado mirando sostenidamente. Me sentí cohibida a mi vez y simulé mirar alrededor, apartando guijarros, manoseando el heno para mullirlo y extender mis ropas para echarme luego confortablemente. Y encontré una flauta.
Era un basto instrumento hecho con una caña.
—Debe de ser encantador el pastor que ocupa esta choza. Me lo imagino muy joven. Mirad su flauta.
Pedro la tomó, le dio vueltas entre sus manos musculosas y luego se la llevó a los labios.
Escaparon unos sones que trató de ordenar. Por un momento creí reconocer una tonada.
—¿No es el «Rondó de los bosques», de Josquin des Prés?
Había dejado de tocar. En sus labios había una sonrisa de triunfo.
—Bueno, tocáis horriblemente mal.
Para demostrárselo le arrebaté la flauta y ejecuté las primeras notas de la pieza. Animada por la tonada, había soplado tan fuerte que me detuve yo misma aterrorizada.
—Pueden oírme — balbuceé.
—Creerán que es un pastor.
—¿Y si entran a preguntar al supuesto pastor si ha visto pasar a dos personas? ¿Habéis pensado en ello?
—Debí haberos hecho callar —dijo Pedro sosegadamente—. Pero me gustaba oíros tocar la flauta.
No era un cumplido banal, porque lo había formulado con su tono natural y grave. Yo seguía con la flauta entre las manos, titubeando. Pedro la había enjuagado antes de embocarla, y entonces me di cuenta de que yo no había hecho lo mismo al tomarla de sus labios. Al pensar que inconscientemente me había tomado aquella familiaridad, sin el placer de aprovecharla siquiera, me sentí irresistiblemente atraída por la flauta. Tenía que volver a embocarla sabiendo que venía de los labios de Pedro. Mimé una risa, y poniéndomela en la boca, imité los gestos de un musico, pero sin tocar de veras. Luego, airada, arrojé la flauta contra el heno, avergonzada de mi ardid.
Se hizo un prolongado silencio. Una brisa suave se elevaba entre los árboles cercanos a las ruinas, mientras nuestra choza permanecía tranquila y tibia. Olía a leño quemado. El olor me emocionó.
Recordé los sermones del viejo predicador que, el verano anterior, se había hospedado en el convento, con objeto de ponernos en guardia contra los sentidos. Nos había descrito, siguiendo la moda de los mapas, el mapa de los Peligros que están al acecho alrededor de las mujeres; la mayor altura correspondía a la Montaña del Tacto, a la que hacía responsable de innumerables caídas, pero pintaba como la más escarpada, la del Olfato: «Pues los perfumes y olores, aun los más inocentes, son gérmenes de lascivia», fulminaba enfurecido.
Me quedé asombrada de haber recordado sus palabras. Y, sin embargo, nada tenía que reprocharme. Entonces ¿por qué, hasta en la simple atención que prestaba al olor del humo, sentía insinuarse una vaga impresión de culpabilidad?
—Voy a amontonar el heno y os podréis acostar completamente —propuso Pedro.
Me vino a la memoria otra advertencia del predicador: «Para una mujer honesta, una bien timbrada voz de hombre equivale al ladrido del diablo.» Me rebelé al punto: la voz de Pedro no era ni bien timbrada ni desagradable, era grave y firme, sencillamente. Luego parpadeé al daime cuenta de que no le había contestado.
—Bien, Pedro —dije mirándolo.
No padecía sorprendido por el tiempo que había tardado en contestarle. Lo que acabó de asustarme fue la inmóvil complicidad que existía entre él y yo. No hacíamos ningún ademán criticable, no pronunciábamos palabras equívocas, pero yo sabía que él estaba tan agitado como yo.
—No es muy confortable, pero, de todos modos, creo que estaréis mejor.
Estaba arrodillado sobre la yacija, cuyo heno había reunido lo más cerca posible de la lumbre.
—¿Y vos? No os queda sitio.
—Voy a acurrucarme allá, al otro lado.
Me tendí en la yacija. Pedro me aconsejó que me qui tara el manto y me sirviera de él como una manta. Me ayudó a quitármelo. Estábamos arrodillados el uno delan te del otro.
Me atendía con paciencia y esto me agradaba. Siguiendo su consejo, me quité los zapatos. Extendió mi ropa a lo largo de mi cuerpo, me cubrió con el manto y ahuecó el heno debajo de mi cabeza. Yo no lo veía. Sentía que sus manos hurgaban bajo mi nuca. Por encima de mí, sentía el tabique de ramas, casi oscuro.
—Estoy bien. No os mováis —dije.
Me ruboricé intensamente al recordar que había pronunciado la misma frase en circunstancias semejantes. El recuerdo me vino lentamente, por etapas. Había sido al lado de Pedro, la noche que me había besado, la de la fuga de Sforza.
Pedro obedeció. Su mano, que extendía el manto sobre mis hombros se había detenido. Volví imperceptiblemente la cabeza y rocé su mano con mi mejilla. Adiviné que, sin querer, debía haberla acariciado un momento con mi pelo.
El permanecía arrodillado detrás de mí. Sin duda me miraba. Echando atrás la cabeza y alzando un poco los ojos, hubiera podido ver su cara. Pero me conformé con la mano. La distinguía al lado, inmóvil, liviana, sin atreverse a apoyarse. «Está posada como un pájaro», pensé recordando la ingravidez de una golondrina asustada que un día de otoño había entrado en mi aposento, en Pesaro, y se había posado en mi dedo, tan liviana como una de sus plumas.
—Tenéis una cicatriz en el dorso de la mano —dije — Es blanca... ¿Cómo os la hicisteis?
En el acto lamenté haberlo dicho. Sin duda iba a referirme una de esas historias de guerra que los hombres gustan de relatar, en las que asumen siempre el papel de héroes.
—Fue cuando era pequeño —dijo riendo—. Jugaba solo y dejaba caer un puñal entre mis dedos separados, en el suelo.
Al reírse se había movido. Sentí que mi cabeza sólo estaba separada de sus rodillas por un poco de heno. Levanté mi mirada con franqueza hacia él y encontré sus ojos fijos en mí. Su rostro se había inclinado, grave, oscuro.
Reconocí la mirada que había advertido en la playa de Pesaro, cuando me secaba al sol, desnuda por completo, con Caterinella, y Pedro me observaba oculto detrás de los cañaverales. Entonces, ¿qué estaba esperando ahora?, pensé enfurecida. Estaba sola, me tenía a su merced y podía advertir que yo no esperaba otra cosa.
Creo que cuando acercó su boca a la mía, murmuré en un susurro:
—¡Por fin!
Fui yo quien interrumpió el beso. Fui yo quien apartó el manto que me tapaba y, asiendo a mi compañero, le obligué a abatirse sobre mí. Dicen que las muchachas que por primera vez se entregan a un amante, saltan un paso. Yo tenía la impresión de saltar a un abismo. Estaba decidida. Tenía prisa. Y así atropellé a Pedro.
Me deslicé debajo de él, sin dejarle la iniciativa. Me ahuequé para subirme la falda y la camisa y ofrecerle mi cuerpo impaciente.
En mi mente se removían las impresiones y las ideas en una tormentosa confusión. Mi último pensamiento fue que si me mostraba tan agresiva era a causa del recuerdo del asco que me había causado la sumisa y humillada pasividad de la yegua delante de la posada. No quería parecer—me a ella, pero quería que Pedro se mostrase tan furioso como el semental. Su imagen cruzó mi recuerdo. Esta imagen que me exaltaba me dio al mismo tiempo tanto miedo que cedí y me abandoné con el mismo servilismo que tanto había despreciado.
Pedro contestó con un grito de asombro al grito de dolor que exhalé.
Después renació la tormenta. «Bien, ya está. Así es la cosa», pensé. Y luego: «Ahora ya soy una mujer.» Estaba oontenta de que me hicieran daño. Esperaba que aquello produjera placer a Pedro. Sólo veía sus grandes ojos dilatados, abiertos sobre los míos. El mismo hálito salía de nuestras bocas. Mi pecho, brutalmente descubierto, era feliz. Por mi mente cruzó una idea escapada del naufragio de mis cotidianas preocupaciones: «Mi pelo se va a despeinar.» Después pensé que Pedro debía estar orgulloso de poseer a la muchacha que tenía el pelo más hermoso de Roma.
Al mismo tiempo pensé que Pedro nunca había podido soñar acostarse con una Borgia. El trastorno que suponía en él me trastornó a mí misma. Me batía furiosamente con él para ofrecerme más aún, para ser más profundamente vulnerable a sus embestidas.
Nos encontramos tendidos. El heno se había metido entre nuestro pelo. Nos sentíamos agotados y nuestras frentes se tocaban.
—Bueno, ya está —murmuré con naturalidad y un asomo de burlona amargura—. Me habéis poseído, mi pequeño Pedro. No ha sido muy difícil, ¿no es verdad?
—Señora... — balbuceó.
«Ahora sale este bobo llamándome señora. Seguro que me va a dar las gracias ceremoniosamente», pensé molesta.
Pero lo— que lo atormentaba era un punto más delicado. Sus pupilas se oscurecieron y murmuró:
—No sabía... No sospechaba... Jamás hubiera creído...
—¿Que sois el primero? —pregunté osadamente.
Su extasiado asombro me había divertido un instante, incluso me había conmovido. Después me invadió una profunda pena:
—Habéis venido a buscarme para llevarme a jurar ante un tribunal religioso que nunca había conocido hombre, y he aquí que os asombráis de haber comprobado que es verdad.
—Perdonad... jSe decían tantas cosas! Y, además, sabido es que la política obliga a los grandes, hasta en su vida privada, a ciertos compromisos con la verdad.
—¡Y me habéis creído capaz de esto! —repetí.
—Pero...
—Pero ¿qué?
—Quiero decir que, dentro de poco, delante del tribunal eclesiástico tendréis que...
Cerré los ojos. En efecto, al cabo de unas horas, es decir, unas horas demasiado tarde, tendría que jurar que era virgen. ¿Podía evitarlo? Estaba reprochando a Pedro que me creyese capaz de un perjurio que, efectivamente, iba a cometer. Al mismo tiempo temí que esto le pudiera hacer sentir demasiado orgullo.
—Estaba decidida, ¿sabéis? —dije falsamente—. Vos o cualquier otro...
Pedro vaciló, tan vulnerable que me dio lástima.
—No es verdad —murmuré.
Y, en efecto, lo era tan poco que, rozándole la mejilla con un beso, me puse a llorar.
—No, otro no —balbuceé—. Os quería a vos, porque me gustabais.
Me puse furiosa al verme llorar, diciéndome que Pedro iba a creer que sentía remordimiento. No era cierto. Desde el día que nací habían dispuesto de mí. Por decreto me arrojaban a la cama de un Sforza y luego me retiraban de ella, disponiéndose a depositarme en la de un Aragón al que tampoco conocía. Lo inmoral era aquella esclavitud y no el acto libre que había llevado a cabo con conocimiento de causa. Tuve la impresión de que Dios y yo estábamos de acuerdo en esto.
¿Debía sentir remordimientos a causa del juramento que iba a prestar? Aquellos viejos y serviles jueces no iban a creer una palabra, puesto que Roma entera, al parecer, estaba persuadida de mis licencias. Tampoco en este caso iba a engañar a nadie.
¿Pena? Sí, la de no querer lo bastante a Pedro. Para él y para mí estaba claro que no me había entregado para toda la vida. Así, pues, ¿debí esperar más y ofrecer mi famosa virginidad, eso que tanto inquieta a los hombres, al que verdaderamente hubiese amado? Yo me preguntaba si esto se encuentra, si lo encontraría ya para siempre. Y, además, recordé que, de haber retardado mi entrega, el marido de encargo que César me imponía me hubiera desflorado, lo cual hubiera sido bastante estúpido. Al menos, Pedro me gustaba, me quería mucho, las circunstancias se habían prestado a ello y el recuerdo que ya empezaba a forjarme me probaría más tarde que, por lo menos, había sabido tomar una decisión por mí misma, y, a pesar de la coacción, elegir, entre dos esclavitudes, los ojos que me gustaban.
Sin embargo, seguía llorando apoyada en el hombro de Pedro. No sentía pena ni remordimiento. Solamente estaba algo decepcionada, sin saber si lo estaba de Pedro o del acto amoroso. No había sido el huracán que esperaba. No me había sentido suficientemente arrancada de la tierra.
El rostro de Pedro se me acercó. Yo disfruté su beso. Admiré la fuerza acariciadora de su mano en mi hombro. Fui dichosa al sentir sobre mi cuerpo su peso de hombre. Así, pues, el combate no había terminado, ¡tonta de mí! Recordé que en los poemas se habla de las noches de amor de los amantes. Tenía toda la noche por delante para conocer los brazos de Pedro, para iniciarme en el placer y después contemplaríamos juntos levantarse la aurora.