CAPÍTULO XVIII
CÉSAR DESCARGA EL GOLPE

Los corredores estaban oscuros. Estuve a punto de tropezar con los cascotes que habían sido amontonados a lo largo de una de las galerías. Mis pasos resonaban.

Los escuderos se levantaron, delante de los aposentos que yo ocupaba. Yo los miré. Empujé la puerta. Micheletto seguía allí, de pie y, al parecer, en el mismo lugar y en la misma posición en que le había dejado una hora antes. Se inclinó.

Su presencia me desesperaba. Di algunos pasos hacia la ventana. Sentía su obstinación y su mirada que no se apartaba de mí.

—Bien, monseñor, ¿qué?

—¿Qué quieres decir con tu «bien, monseñor»? —grité.

Se me partía el corazón. Me pellizqué la camisa por las aberturas de las mangas.

—Es más razonable liquidar el asunto esta noche-pro—siguió Micheletto—. Y si debe ser esta noche, no hay tiempo que perder. Hay que... prepararse.

Subrayó la última palabra con una sonrisa. Las sonrisas de Micheletto nunca llegan al fin. Sus labios se fruncen, se cuajan y vuelven a distenderse. Me causó pena que su rictus fuese de complicidad. Yo recordé la alegre calma con que Bayard, por ejemplo, mataba en el campo de batalla. Micheletto, en cambio, tenía la sangre triste. «He aquí porque estoy luchando desde hace tanto tiempo a través de tantas emboscadas —me dije—. Para pasar las noches en mi aposento, a solas con este monstruo obstinado y fastidioso.»

Me invadió, como una ráfaga de gozo prohibido, el recuerdo del aposento envuelto en la penumbra en el que Lucrecia y Alfonso, ante mis ojos, acababan de mostrarme la fogosa liviandad de su dicha. Debían seguir subyugados bajo su encanto, a juguetear con la mirada, la sonrisa o la pinza de depilar, a la suave claridad de la vela.

Mis candelabros me parecieron de color siniestro, tal vez porque ardían alrededor de la angulosa silueta de Micheletto. La pena y la cólera a la vez hincharon mi pecho. Era injusto, demasiado injusto que un bobo como Alfonso conociese la felicidad, que a mí en cambio me estaba vedada, a mí que desde la adolescencia había estado en la brecha. «¿Y estoy dudando en dar a Micheletto la orden que espera? —pensé—. Todo concurre a hacer de ella un deber: la más elemental prudencia y el interés de Roma. Ese hombre constituye un obstáculo para mi seguridad, para el triunfo de mis proyectos y para la grandeza de Italia como yo deseo. Además me es odioso por el reto que para mí significa su condenada felicidad inmerecida... ¿Y estoy dudando?»

El furor debía leerse en mi rostro, pues adiviné una cierta alarma en la mirada de Micheletto... Mis gritos lo tranquilizaron:

—¿Estás esperando que se haga demasiado tarde? Alfonso se marchará de palacio a las once para dirigirse a Santa María in Portico. Su escolta se reduce a Tomaso Albanese. Ya hace rato que he oído anunciar las diez. Deberías...

—Todo saldrá bien, monseñor.

Se dirigió hacia la puerta.

—Pero ¿y tus hombres? —pregunté.

—A todo evento me he permitido convocar a mis cinco colaboradores habituales.

Micheletto había previsto mi decisión y había tomado anticipadamente sus medidas. Tragué saliva y, para recobrar mi aplomo, pregunté aún:

—¿Has elegido el lugar?

—A dos pasos de aquí, monseñor. En las gradas de la basílica de San Pedro. Si tenéis gusto, podréis presenciar la escena desde esta ventana.

—Pasé anoche por allí. Es un lugar muy concurrido, hay indigentes que duermen al aire libre. ¿Cómo te las arreglarás?

—Precisamente. Esos indigentes son pobres peregrinos y les diré que cerca de San Clemente hay alojamiento gratuito para los peregrinos, esta noche, para celebrar el milagro ocurrido con el Papa y que a cada uno se le da una sopa de vino y una bolsa. Se irán corriendo y mis compañeros y yo nos echaremos en su lugar. Al paso de monseñor De Aragón, nos bastará con levantarnos, asestar el golpe y huir... Y si su catalán sobrevive, cosa que procuraremos, dirá que su amo fue atacado por un grupo de bribones que habitualmente duermen en las gradas. Los peregrinos tienen las espaldas anchas.

Todo estaba fríamente calculado. Admirablemente.

—Espera —le dije.

Estaba buscando un pretexto para aplazar el atentado hasta el día siguiente. Deseaba acostarme tranquilo y darme tiempo aún para sopesar la utilidad de aquel crimen y su horror.

—Solamente dispongo de un cuarto de hora, monseñor. Necesito tiempo para echar a los peregrinos —repuso Micheletto.

Se había inclinado y con un paso furtivo se dirigía hacia la puerta comprendiendo que yo estaba buscando razones para retenerlo. «¡Quédate!» Bastaba pronunciar esta palabra. Pero ¿qué figura hubiera hecho ante un hombre a quien acababa de dar la orden de matar, cuando no tenía ninguna razón que darle para explicar mis dudas?

La puerta se cerró lentamente tras Micheletto. ¡Un pretexto! ¡Ah, si hubiera podido encontrar un pretexto! Pero ya estaba solo con mis dos grandes candelabros. «Aún puedo salir corriendo tras él», pensé. Pero me quedé quieto.

Con la mirada fascinada por las dos llamitas acabé por descubrir la razón de vivir de Micheletto: matar. No lo hacía para sacar provecho, ni honor, ni para cumplir alguna finalidad, ni siquiera para convencerse de su valor, para demostrar su bravura, para medirse con un obstáculo, ya que sus asesinatos se reducían a envenenamientos furtivos, o carnicerías nocturnas. Mataba por gusto.

«Y éste es mi confidente —pensé—. Yo, que nunca he tenido otros designios que la grandeza, estoy condenado a trabajar en compañía de ese loco siniestro.»

Me evadí de mi asco con un sobresalto, como ocurre a veces al despertar. A lo lejos, en la noche, el voceador acababa de anunciar las once. De un salto me encontré en la ventana.

La noche era clara y el cielo teñido como un cielo de crepúsculo. Las sombras proyectadas por los edificios tenían una cierta transparencia. De momento, no distinguí nada en las gradas de San Pedro. Se veían lisas y me las imaginaba pesadas aún del calor del día.

Luego descubrí los cuerpos tendidos de los supuestos peregrinos. Estaban envueltos en sus capas para ocultar sus rostros y sus armas. Los conté. Eran seis exactamente, uno de ellos, Micheletto. Una de aquellas formas acurrucadas en la piedra, rumiaba en su tranquila imaginación la figura de Alfonso de Aragón traspasado de una estocada.

Con la respiración cortada, me decidí. Me disponía a correr hacia el aposento de mi padre con objeto de retener a Alfonso.

El chirriar de las puertas del Vaticano al abrirse me dejó clavado. Si el que salía era Alfonso, era demasiado tarde. La puerta chirrió de nuevo al cerrarse. Apenas tuve tiempo de inclinarme. Las formas tendidas en las gradas habían surgido ante tres siluetas que avanzaban. Seis espadas y seis puñales brillaron a la vez. Era Alfonso con su escolta y ya era demasiado tarde. Los acontecimientos lo habían decidido. Me invadió una gran calma y me puse a contemplar la lucha como si estuviera en un campo de batalla.

Las capas de los asesinos se habían entreabierto. Yo veía relucir sus altos jubones de cuero. Iban enmascarados, pero por la manera de atacar reconocí a Micheletto, con las piernas dobladas, el busto retraído, y el puñal en la mano, que sólo apretaba en el momento de apuñalar. Como de costumbre, en este caso, dos de sus hombres se habían lanzado sobre Alfonso, la víctima designada, distrayendo su atención hasta el momento en que Micheletto lo pudiera alcanzar sin dificultad en sus puntos preferidos: la garganta o la base de la nuca.

Alfonso giraba entre los destellos de las dos espadas que lo rozaban. La suya hendía el aire con una rapidez que me agradó. Una de las espadas voló en pedazos. Yo contuve la respiración. Con objeto de ver mejor, me incliné tanto que estuve a punto de caerme en el vacío. Uno de los adversarios del príncipe, desarmado, retrocedía tropezando en las gradas.

Alfonso se lanzó a fondo sobre el otro enemigo que, a su vez, profirió un grito. Lo debió de alcanzar en el brazo, pues lo vi sostenerse el codo con la mano izquierda para continuar la lucha con prudencia. Esta prudencia puso en peligro a Micheletto, Alfonso al ver que uno de sus adversarios se batía en retirada y el otro no atacaba se lanzó inopinadamente sobre Micheletto que no llevaba espada y, armado sólo de su puñal, le faltaba envergadura para resistir el asalto del joven. Por ello remontaba las gradas a largos trancos, protegiéndose con el brazo armado del puñal, sin intentar golpear.

Yo estaba demasiado lejos para oír lo que decían, pero Micheletto debió de llamar al orden a sus hombres, pues el herido volvió precipitadamente al ataque. El que había sido desarmado volvió con un puñal en cada mano, y uno de los tres hombres que luchaban flojamente contra Tomaso Albanese y su camarada, un catalán sin duda, se lanzó sobre Alfonso, espada en ristre, en el momento en que éste iba a alcanzar a Micheletto.

Alfonso se tambaleó. Debía de haber sido herido en el costado. Al mismo tiempo el herido, sosteniendo su espada con las dos manos, le asestó con toda su fuerza un golpe en el pecho.

«Esto está listo», pensé al ver que Alfonso se doblaba sobre sus rodillas para caer suavemente de espaldas en las gradas.

Se destacó la alta figura de Micheletto. Envuelto en su capa de color verde oscuro que se recortaba contra el azul nocturno de las gradas, con el brazo alargado como un bailarín, con el puñal en la mano, se inclinó lentamente sobre el cuerpo dislocado de Alfonso, para degollarlo. Yo lo vi golpear. Parecía un escorpión. La rabia o el dolor habían hecho estremecer a Alfonso que medio se incorporó tratando de hurtar el cuello a la hoja del cuchillo. La herida no le debió parecer decisiva a Micheletto, pues retiró la mano para adquirir nuevo impulso y alargó de nuevo el brazo.

No tuvo tiempo de terminar el gesto. Una sombra cuyo manto volaba y se arqueaba tras ella, como una de esos murciélagos que giraban obstinadamente en torno al combate, se había arrojado sobre Micheletto. Éste se echó atrás derribando a uno de sus acólitos, que estaba pegado a su espalda. Reconocí que la sombra era Tomaso Alba— nese, que, dejando que el otro catalán se las entendiera con el resto de los atacantes, que no le apuraban mucho, se había lanzado de un salto en auxilio de su amo.

Animado por aquel socorro, Alfonso adquirió impulso y se levantó. Debía de estar muy herido porque le costó inclinarse para recoger su espada. Pero un instante más tarde, la misma espada era esgrimida tan vigorosamente que Micheletto y sus tres hombres, luchando codo a codo, empezaron a batirse en retirada, cada uno en una grada.

El combate había llegado al momento en que ya se ha desvanecido la sorpresa y, pasada la primera oleada de rabia, se restablece el orden de batalla.

Las gradas de San Pedro estaban aterciopeladas por la noche. La violencia de los movimientos henchía los mantos. Yo veía el brillo del oro en el traje, como siempre de suprema elegancia, de Alfonso. A pesar de la distancia, veía incluso su gorro con plumas que se le había caído al suelo y que él pisaba al defenderse de Micheletto, secundado por uno de sus hombres, mientras Albanese cruzaba su acero con otros dos. A unos quince pasos, el catalán seguía esgrimiendo su espada contra otro par de enemigos.

A lo lejos, se deslizaba una suave música de oboes y flautas procedentes sin duda de algún palacete en fiesta, con las ventanas abiertas.

Gracias a esta organización que la memoria introduce en los recuerdos, puedo volver a ver, netamente destacadas, las fases del combate. En realidad, fue como un rápido torbellino, una fría violencia, en los que me costaba identificar los combatientes y sólo reconocía a mis sicarios por la máscara que les ocultaba el rostro y a mis adversarios por llevarlo descubierto. En ciertos momentos, incluso se apoderaba de mí esa laxitud del que asiste a un «ballet» cuyo argumento ignora, por lo que le resultan incomprensibles, o al menos imprevisibles, los ademanes de cada uno de los protagonistas.

Por fin, vi a Alfonso doblar una rodilla, a Micheletto rodearlo con los brazos para asestarle el golpe mortal, a Albanese alcanzar a Micheletto por una especie de milagro. Entonces se produjo una avalancha de los otros. Una espada voló hecha pedazos. Otra brilló en toda su longitud, destacando sobre la noche de la plaza. Era Alfonso el que la sostenía, pero vacilaba y al descargar los golpes más bien parecía apoyarse en ella.

Entonces resonó un alarido tan violento que, saltando por encima de los muros del Vaticano, me hizo estremecer en mi ventana. Lo había proferido el segundo escudero de Alfonso. Titubeante, cosido a estocadas, acababa de ver cómo caía Tomaso de Albanese y no se sentía ya con fuerzas para escapar a sus adversarios para volar en auxilio de Alfonso, pero había encontrado esa fuerza tan difícil de encontrar mientras se libra una lucha a muerte: la de gritar. No se puede luchar y gritar al mismo tiempo. El hombre se ofrecía como blanco, reuniendo todo el vigor que le quedaba en el pecho. No era ya un hombre, era un gemido ensordecedor.

Se detuvo agotado.

Se produjo un silencio de unos instantes y después el chirrido que, cinco minutos antes, me había advertido que era demasiado tarde para prevenir a Alfonso y que estaba perdido, resonó de nuevo, para anunciarme, sin duda, que estaba salvado: las puertas del Vaticano volvían a abrirse.

Al mismo tiempo oí, sin verlos, pues los muros me los ocultaban, correr a los guardias. Cuando entraron en mi campo de visión, Micheletto había dado ya la orden de fuga.

Una fuga lastimosa, en la que cada hombre se veía obli. gado a sostener a otro. Micheletto iba a la zaga con objeto de obligar a los que habían quedado indemnes a sostener a los heridos, no por piedad, sino para evitar que ninguno de sus cómplices cayese en manos de los guardias. Afortunadamente, éstos no fueron más allá de las gradas de San Pedro. Uno sostenía al catalán que había gritado y los otros ayudaban a Tomaso Albanese, que se había levantado, a sostener el cuerpo de Alfonso.

Tengo vista de águila. Hice un esfuerzo inmenso para divisar el rostro del joven príncipe que colgaba sobre las gradas, pese a que media docena de manos sostenían su cuerpo. El manto le resbalaba por la espalda como una cola. No le vi hacer ningún movimiento y me dije: «¡Vamos, creo que está bien muerto de todos modos!»

Bajo las bóvedas se elevaba un rumor. Oíanse pasos en el patio. Yo cerré la ventana. Diga lo que diga Micheletto, un asesinato no se improvisa. Y si Alfonso estaba muerto, podíamos jactarnos de haber tenido suerte.

En aquel momento se oían gritos en las galerías. «¡Dios mío! —pensé—. Van a avisar a Lucrecia.» Sentí un dolor verdadero. Después se apoderó de mí el terror. Quizás iban a llamar a mi puerta para informarme.

Me quité la ropa de encima como si estuviese ardiendo. Si alguien iba a verme debía encontrarme acostado, dur> miendo apaciblemente. Apagué los candelabros y me metí jadeante entre las sábanas. El aposento, en el que me sentía extraño, aumentaba mi confusión. Era un aposento verde que ocupaba solamente desde la víspera. Estuve un rato sentado en la oscuridad, sin atreverme a echarme. No sólo tenía la impresión de ser un forastero en aquella habitación, sino de ser un extraño en la tierra entera.

El golpe me fue asestado el día siguiente por la mañana por el pequeño imbécil de Joffre. Los tontos se sienten siempre orgullosos de ser portadores de las noticias, como si ellos fuesen sus autores. Y si la noticia es algo trágica, no caben en sí de vanidad. En suma, que Joffre me despertó muy temprano, feliz de poder ser el primero en anunciarme que nuestro cuñado, Alfonso de Aragón, había sido agredido en las gradas de San Pedro por unos bribones, al parecer, peregrinos.

Tuve que hacerme el sorprendido, pero ni siquiera tuve que fingir, pues Joffre terminó la frase:

—Felizmente, los guardias oyeron gritos y llegaron a tiempo. Alfonso únicamente está herido.

De un salto me eché de la cama, desnudo completamente, y Joffre creyó que mi reacción era debida a la noticia de la agresión y no al fracaso del resultado. Con la insolente inocencia que le caracteriza, me miró admirado y observó:

—¡Vaya efecto que te ha producido! ¡Y pensar que hay quien va diciendo por ahí que eres tú quien ha ordenado la agresión!

Durante toda la mañana tropecé con esa atmósfera de sospecha. Habiendo hecho acto de presencia, por un esfuerzo de cortesía que consideraba necesario, en el aposento en que había sido alojado Alfonso, fui despedido por los criados sin que Lucrecia se dignase echarme ella misma.

Fui a ver al Papa que ella acababa de dejar, dividiendo sus atenciones entre sus dos heridos, su padre y su marido. Su Santidad interrumpió mi charla.

—Si llegase a convencerme —me dijo —de que eres tú el asesino de Alfonso, te retiraba en seguida la capitanía general y ordenaría al prefecto de Roma que te diese el trato de un criminal vulgar.

Su rostro reflejaba la fatiga, sus ojos brillaban de fiebre y sus labios temblaban. Debía haber estado preparando la frase. Yo preparé la mía. Había que exagerar el papel de Alfonso, el peligro que representaba y dar miedo al Papa.

—No soy yo quien ha mandado que le agredieran —contesté bruscamente—. Pero si así hubiera sido... es que me hubiera visto obligado a ello. En realidad, Santidad, entre dos muertes, ¿cuál preferís? ¿La mía o la de Alfonso?

—Me propones una elección arbitraria —dijo el anciano temblándole la voz—. No se trata de preferir una muerte a otra.

—A fe mía que os lo quería ocultar —dije—, pero de— béis saber que cuando se temió por vuestra vida, nuestros enemigos se pusieron de acuerdo para reunir alrededor del nombre de Alfonso a todos los que en Roma y en el extranjero odian a los Borgia. Al suprimir a Alfonso, no sólo habría apartado un obstáculo para nuestras alianzas, como vos sabéis, y un espía de la casa de Nápoles, sino un peligro interior que amenaza nuestro poder.

El Papa me miró asustado. ¿Había cometido yo una falta justificando un crimen que protestaba no haber cometido? Sea como fuere, adiviné que no dudaba ya de mi culpabilidad. Yo seguía el curso de sus pensamientos. Sus ojos estaban llenos de lágrimas. Me dije: «Está pensando en Gandía.» Mi corazón se puso a latir con violencia. Estuve a punto de decirle: «Sí, he querido matar a Alfonso. Pero no hay que creer a las personas solamente cuando se acusan. En consecuencia, creedme también cuando os juro que no maté a Gandía.»

No me atreví a hablar. El Papa había cerrado los ojos. Sus labios musitaban algo y me pregunté si estaba rezando.

—Oye lo que te digo —articuló por fin abriendo los ojos—. En primer lugar, que rezaré por tu salvación cada día...

Hizo una pausa. A pesar de que el género solemne me ataca los nervios, no pude evitar sentirme agitado. Contemplaba aquel semblante viejo y valeroso. En el calor de sus ojos se reflejaba todavía mucha inteligencia y mucho valor.

Recordé que la antevíspera, al sacarle de entre los cascotes, me había lanzado hacia él y por el aliento que me había acariciado la mejilla había comprendido que estaba vivo aún, y en la dicha que había experimentado no sólo experimenté el alivio del aventurero que ve que su pedestal se mantiene en pie, sino un verdadero impulso de piedad filial.

Este recuerdo me trajo otro: el de Lucrecia, que al oírme gritar: «¡Está vivo!» me había estrechado en sus brazos. ¡Pobre Lucrecia! Haciéndonos como somos, entregados a todas las contradicciones, Dios nos ha puesto en una curiosa situación.

—En las empresas nobles —prosiguió el Papa—, en las más sagradas, llega a ocurrir que el propio diablo aporta su grano de arena. Con ello quiero decir que te considero necesario en Roma y que en los tiempos que corremos el destino de Roma y el de la Iglesia son uno solo. Te dije un día que no sacrificaría los intereses de la Iglesia a las ambiciones terrenales del pequeño César. Igualmente te digo que no los sacrificaré al horror que me inspiras y a la angustia que me causa tu salvación. Eres útil, el único hombre útil con que puedo contar aquí. No volveremos a hablar de lo ocurrido esta noche. La benevolente Providencia no he permitido que Alfonso muera. Me limitaré a indicarte mi voluntad. Te ordeno que renuncies a cualquier proyecto contra él.

Sentí que tenía que aguantar firmemente. De ningún modo debía yo adquirir un compromiso al que el Papa nunca me perdonaría no haber hecho honor. Así, pues, contesté con desgaire:

—De buena gana renuncio a todo proyecto contra mi cuñado, pero sólo en la medida en que yo me convenza que por su parte ha renunciado a toda intriga contra mi seguridad... contra nuestra seguridad.

—Yo me ocuparé de ello. Dentro de pocos días, Alfonso podrá ser trasladado. Abandonará Roma. Le conferí un pequeño gobierno, más honorífico que real, en uno de nuestros Estados lejanos. Allí vivirá feliz con Lucrecia. Roma y el extranjero olvidarán su nombre en unas semanas. No tendrás motivo para temer nada ni los franceses razón de quejarse de que conservemos a un napolitano en el seno de nuestra intimidad. No veo qué objeciones puedes formular.

Di unos pasos por el aposento. Mis dedos chasquearon de nerviosismo. No sabía qué contestar, pero lo más grave era que no sabía qué pensar. Me parecía que, puesto que había agredido a Alfonso, tenía que acabar con él. Era demasiado claro que sospechaba de mí. Ahora bien, yo me poma en su lugar y perseguiría hasta la muerte a cualquiera que hubiese intentado agredirme. Si dejaba que Alfonso volviera a la vida, entonces era la mía la que corría peligro. En rigor, a un Sforza se le podía hostigar sin que llegase a morder, pero no al pequeño Alfonso. Lo había visto batirse la víspera. Y tenía demasiada sangre española para olvidar.

Me volví hacia el Padre Santo. Me sentí aliviado por poder ahorrarme la respuesta, pues había dejado caer la cabeza sobre el almohadón y estaba traspuesto. Me apresuré a salir.

Me hallaba completamente decidido a no volver a visitarle en irnos días y apenas estuve en mis aposentos, reuní a mis secretarios, me consagré a mi correo y convoqué a los embajadores. Examiné los últimos informes sobre mi pequeño ejército romano y recibí acto seguido a algunos oficiales.

Tenía que salir y tomé una escolta de cincuenta hombres, pues debía regresar.tarde y temía ya la venganza de Alfonso. Públicamente expliqué el motivo de mi alarma por la poca seguridad que ofrecían las calles de Roma, como acababa de probar una vez más la horrible agresión cometida contra mi cuñado.

Al regresar por la noche esperaba encontrar a Micheletto en mis aposentos. Su silencio me había tenido inquieto todo el día.

En lugar de él, me encontré a Sancha. Sus ojos brillaban y adiviné una escena.

—Te lo ruego —dije—estoy cansado.

—Tranquilízate. Estaré poco rato. Por otra parte, tengo que ir a ayudar a Lucrecia a cuidar a tu última victima.

Me encogí de hombros. Desde hacía irnos días, había visto demasiadas cosas.

—Quería informarte sencillamente de que el golpe de esta tarde te ha fallado. En lo sucesivo estamos Lucrecia y yo a la cabecera de mi hermano. Hemos instalado un fuego de brasas en su cuarto. No tomará el menor alimento ni brebaje que no haya sido preparado con los medios de a bordo, en su aposento, por Lucrecia o por mí.

—Toda precaución es poca —le dije fríamente—. Con gusto me hubiera unido a vosotras de no haberme prohibído el acceso a los aposentos de Alfonso... Y, en realidad, ¿de qué golpe estás hablando que, al parecer, se ha descargado esta tarde?

Sancha, la disoluta, la voluptuosa Sancha, me miraba con odio.

—¡No sabes mentir, César! Sabes mejor que nadie que los melocotones destinados a Alfonso de Aragón estaban envenenados.

—¡Envenenados!

Yo estaba furioso, tanto más cuanto que, ignorando por completo el crimen que se me imputaba, mi voz sonaba a falso, y con ello, bien me percataba yo, daba la impresión de ser culpable.

Sancha me contempló durante unos instantes con repugnancia y desprecio.

—¡Pero hombre! —dijo por fin—. El odio se acumula contra ti. Tus crímenes han llegado a hastiar hasta a tus amigos. Me da vergüenza haber sentido atracción hacia ti y comprendo que tu mujer no se haya dignado reunirse contigo en Roma. En lo sucesivo no tendrás ni mujer, ni amante, ni compañero. Sólo cómplices... que al primer fracaso te traicionarán. Morirás como un perro, como un miserable perro.

—Dicen que las cortesanas, al envejecer, se convierten en dechados de virtud. Tú empiezas pronto, Sancha. Buenas noches.

Me eché en la cama y me dormí vestido.

Aquella semana fue una semana de bochorno. Roma apestaba bajo un cielo trágico. Todos fuimos atacados de calentura. Yo me echaba sobre el embaldosado de mi ha bitación, como un perro, buscando el fresco y reflexionaba.

Las numerosas noticias que me llegaban del extranjero justificaban maravillosamente lo acertado de mi política. Pero en Roma mi situación se hacía insostenible. Todo el mundo me imputaba la agresión de que había sido objeto Alfonso de Aragón. La investigación había descartado a los peregrinos. Los peregrinos no llevan jubones de cuero ni gorgüeras de acero ni máscaras en el rostro.

La salud del Papa seguía vacilante. Yo me engañaba. Alfonso, a pesar de sus heridas, podía ser elegido, menos como jefe que como bandera. En mis largas meditaciones me figuraba la suerte que, llegado el caso, me esperaba. Los poderes en manos de Alfonso, sería elegido un Papa enemigo. Della Rovere, por ejemplo, cuyo primer acto sería mandarme encerrar en el castillo de Sant Angelo. No me procesarían, sencillamente me envenenarían.

Lo que me hacía hervir la sangre no era tanto mi desaparición como el fracaso de mis proyectos. Me sucederían hombres de poca talla, con menguados designios. Para ellos, la unidad de Italia sería una quimera. Me hallaba sumido en una incertidumbre que me enfurecía tanto más cuanto que a fin de semana, mientras la salud del Papa seguía causándonos la misma inquietud y la de Alfonso mejoraba, uno de mis secretarios llegó de Milán, que había caído de nuevo en manos de los franceses. Me traía oficiosamente el proyecto de acuerdo del rey de Francia conmigo, que su embajador, el almirante Villeneuve, estaba encargado de comunicarme muy pronto.

El rey de Francia había concluido y firmado un acuerdo con el rey de España. Los dos se repartían el reino de Nápoles. Los españoles desembarcarían por mar, mientras que el ejército francés, al mando de Ruvigny, marcharía sobre Nápoles atravesando nuestros Estados. En pago de nuestra complicidad, se nos prometía de nuevo la ayuda franceses para la conquista de las últimas plazas fuertes de la Romana y el acceso al Adriático, base de un ataque contra Venecia.

Era mi triunfo. Sin embargo, ¿cómo explicar a los romanos que me rodeaban que estaba a punto de devolver a Italia y a Roma su antiguo esplendor? Aquellos imbéciles me trataban de asesino y hubieran puesto en mi lugar con gusto, a un hombre apuesto y seductor.

Tanta incomprensión me puso furioso. Andaba nerviosamente de un lado a otro por mi gabinete de trabajo cuando me anunciaron a Micheletto.

Se presentó, tranquilo, como de costumbre.

—Decididamente, tuve desgracia, monseñor. No podia prever que el catalán gritara tan fuerte. Sus gritos atrajeron a todo el Cuerpo de guardia.

—Lo sé. Estaba en la ventana. ¿Y dónde os habéis metido durante toda la semana?

—Nos hemos ido de caza, monseñor.

—¿De veras? Hicisteis tan acabado trabajo que os han parecido indispensables ocho días de solaz.

—Era mejor no dejarnos ver en Roma. Además nos llevamos lo nuestro en la lucha. La caza de la zorra puede justificar las huellas de las heridas. Nos permitimos llevarnos vuestro leopardo y nos ha mordido a todos.

—No sabéis manejarle en la caza y me lo vais a estropear. Te prohibo que te sirvas de ese animal sin mi autorización. ¿Y mientras estaban cazando, no te preocupabas de la situación en que me habías colocado?

—Sí, monseñor. Me detuve a cinco leguas de Roma y desde allí mandé a una vieja que a veces me sirve de mensajera. Fue a ver a nuestro amigo boticario. Yo esperaba el oro y el moro de esa operación, que me hubiera permitido presentarme ante vos con la cabeza erguida. Los melocotones despertaron sospechas, a pesar de haber sido enviados como un regalo de parte del cardenal Ascanio Sforza. También este golpe falló. He regresado a Roma para terminar de una vez con este asunto.

—¿No es cierto —pregunté con una leve vacilación que tú piensas como yo que hay que acabar de una vez?

—La venganza de un enemigo joven herido, es mortal.

Además, Su Santidad no está muy fuerte, según me han dicho. Lo mejor es asesinar de prisa al jefe de nuestros ftxturos asesinos...

—¿Tiene algún plan?

—Y muy sencillo. Actuaremos como ladrones de joyas, monseñor. Los escuderos de Alfonso vigilan en la gran antecámara y olvidan un pequeño pasillo. Es el que utilizaremos. En la habitación estarán doña Lucrecia o doña Sancha. Uno de nosotros sujetará a la que esté. Monseñor de Aragón está aún muy débil. Lo estrangularemos con un dogal. Oficialmente habrá muerto a causa de las heridas.

—Pero no quiero que matéis a Lucrecia.

—Os he dicho ya que la sujetaremos, monseñor.

—Tratándose de ti, las más inocentes palabras se prestan a terribles interpretaciones. Pero si se la sujeta simplemente, hablará después.

—Si he comprendido bien, monseñor prefiere que la matemos...

Lo cogí por el cuello de su jubón. Iba a golpearlo, pero me contuve. Yo mismo quedé asombrado de mi violencia. Acababa de descubrir que, fuera de mi padre, sólo había un ser en él mundo a quien ni la promesa del más maravilloso de los resultados me hubiera convencido que había que matar: Lucrecia.

—Por otra parte, es mejor que hable —prosiguió Micheletto, imperturbable—. Así se sabrá que con vos no se puede jugar. Si, como estoy temiendo, hay ya una conjura ultimada, los más valientes lo pensarán y los más prudentes se irán a descansar al campo. Oficialmente sería muy conveniente que monseñor Alfonso de Aragón muriese de sus heridas, pero de modo que se pueda repetir por Roma, con toda certeza, que ha muerto por orden vuestra. No arriesgáis nada con ello, pues Roma entera os acusa ya del primer atentado. Así se pondrá de manifiesto que cuando emprendéis un asunto llegáis hasta el fin. No os quedaréis a mitad del camino, con un fracaso a cuestas.

—Creo que tienes razón —le dije.

Estaba deseoso de saber, que mi cuñado había muerto.

El crimen me daba reparo a causa de Lucrecia. Y deseaba no tener que pensar en ello más que como una cosa ya pasada.

—¿Cuándo podéis hacerlo?

—Cuando monseñor quiera, y deseo que lo quiera hoy mismo.

Me senté ante la mesa, con la mirada vaga. Micheletto estaba de pie a mi espalda. Llamaron con los nudillos en la puerta. Era un criado que me traía una carta de Lucrecia. Tres líneas. Me pedía una entrevista en el salón del Papagayo. «En interés de todos.»

—Dentro de una hora —dije al criado.

De este modo podía estar seguro de que Lucrecia no estaría en la habitación de su marido. Hubiera defendido a Alfonso como una fiera. Uno de los imbéciles secuaces de Micheletto la hubiera golpeado y son demasiado zafíos para saber medir el alcance de un golpe.

Micheletto se había inclinado.

—Perfectamente, monseñor, dentro de una hora —dijo como si se hubiera tratado de traerme el caballo ensillado.

Lo alcancé en el momento en que se disponía a franquear la puerta.

—Doña Lucrecia acostumbra a llegar más bien después que antes. De todos modos, la retendré un buen rato. Así, pues, pongamos dentro de hora y media, es más seguro.

Cuando se hubo marchado, me sentí desazonado por tener que estar solo la hora que debía esperar. Llamé a todos mis sirvientes.

Necesitaba a mi barbero, al peluquero, al sastre, a mis ayudas de cámara sin faltar uno. Hasta me hice lavar la cara con agua de rosas para atemperar las erupciones que me habían salido con la calentura del verano y el nerviosismo. Me hice traer un traje nuevo Era de paño plateado con franjas de seda oscura, fantasía que recordaba los colores de mi casa.

Mientras me friccionaban, me vestían y me peinaban ordené que tocasen el laúd. Al mismo tiempo, uno de mis secretarios me enseñaba los apuntes que Rafael me había mandado. Representaba a Febo, uno de mis caballos de batalla. Siempre me ha gustado demostrarme a mí mismo mi sangre fría.

La sola muestra de nerviosismo que ofrecí fue mordisquear el pañuelo al penetrar en el salón del Papagayo. De momento no vi a Lucrecia. £1 oro de las paredes y los cuadros aparecía tornasolado bajo la luz rasante del sol poniente que entraba por las angostas ventanas.

Mi hermana estaba en el hueco de una de ellas. Dio un paso hacia mí. Los rayos se filtraban a través de su cabellera haciéndola transparente como una aureola. Su cuerpo se recortaba a contraluz, bajo la luminosa polvareda. Una vez más constaté que era la más hermosa de las mujeres.

—César, me había prometido no hablaros más, excepto en las reuniones protocolarias. Si me he decidido a esta entrevista-

No me miraba. Su voz temblaba y con la mano alisaba una imaginaria arruga de su vestido violeta.

—...es para bien de todos. Lo sé, señora, me lo habéis dicho en vuestra carta.

Cuanto más se esforzase ella en acentuar la distancia que había entre los dos, más decidido estaba yo a mostrarme lejano a mi vez. En el fondo, las proposiciones que sin duda se disponía a hacerme me eran indiferentes. La suerte estaba echada. Mis hombres debían ya aprestarse a subir la escalera. Cuando nos separásemos, el asunto estaría ya liquidado.

—Habéis intentado hacer asesinar a mi marido —repuso ella esforzándose—. Tomaso Albanese reconoció a uno de vuestros hombres. Los peregrinos que fueron expulsados de las gradas dieron a la policía la descripción del hombre que les habló. Esta descripción corresponde al infame Micheletto. Así, pues, habéis sido vos... No me interrumpáis.

Se había decidido a mirarme.

—No os he interrumpido —le dije cariñosamente.

—Entonces, confesáis... Me encogí de hombros.

—Tengo mucho trabajo, mi querida hermana. Olvidáis

que no estoy solamente ocupado por mis trajes o por la poesía, como la mayoría de personas que frecuentáis. De haber sabido que sólo queríais hacerme una escena, no hubiera venido.

Esta réplica se me había escapado porque estaba nervioso. A decir verdad, no entraba en mis cálculos dar por terminada la entrevista antes de que mis hombres hubiesen rematado su trabajo. Ahora bien, empezaba media hora antes de lo previsto. No obstante, me costaba trabajo mantenerme dueño de mí mismo. Los esfuerzos de Lucrecia me hacían daño. En primer lugar, porque la quería; luego, porque siempre me han hecho pena los esfuerzos inútiles, lo mismo si se trata de un enemigo que pide gracia cuando no se la puedo otorgar o de un pintor que defiende su cuadro cuando es malo y no lo voy a adquirir, o un jorobado que hace dispendios que su figura hace vanos, por mostrarse elegante.

—Vamos, vamos —dije con aire fatigado y adoptando un tono familiar—, me sospecho que tienes algo que proponerme, Lucrecia. Anda, hazlo, te escucho... ¿No podríamos sentarnos?

No se movió ni me contestó. A través del tejido de la gorguera que cubría su pecho veía palpitar su piel más nacarada aún que la ropa que la cubría.

—Me han dicho que Micheletto ha vuelto.

—Es posible.

—Tan posible que vos estabais con él cuando habéis recibido mi carta.

No contesté. La conversación me resultaba penosa y me fastidiaba.

—Le habéis mandado llamar para un nuevo asesinato, ¿no es así?

—Por supuesto, querida. ¿No sabes que cada mañana me desayuno con seis chiquillos?

La lentitud con que se desarrollaba la conversación se debía al hecho de que Lucrecia dudaba antes de hacerme las proposiciones que había elaborado, estaba seguro de ello. Ella misma se encargó de explicarme su vacilación:

—Me repugna concluir un trato con un asesino como vos, digno de la horca.

—Si te repugna, no hay más que hablar —repuse, con calma.

—Es indispensable.

—¿Por qué lo es? Yo no pido nada.

—No ignoráis que corréis un gran riesgo.

—Siempre los he corrido y sobre la marcha me he acostumbrado a ellos. ¿De qué riesgo vas a hablarme? ¿De la venganza de Alfonso?

Me eché a reír.

—¡Pobre Lucrecia! —dije—. No tienes otra alternativa que el asesinato de tu marido por tu hermano, o el asesinato de tu hermano por tu marido.

—¡Exacto!

Lo dijo con bastante calma. Había vuelto a recobrar su valor. Vi cómo sus ojos se iluminaban.

—¡Exacto! —prosiguió—. Sólo se trata de saber quién va a asestar el golpe antes. Mejor es explicarse claramente, ¿no crees?

—¿Y por qué no?

Mis hombres debían andar sigilosamente, uno tras otro, por el pasadizo. No sabía la hora que era, pero hacía un rato ya que estaba con Lucrecia. La claridad de sus amenazas me regocijaba.

«A fin de cuentas, he hecho bien en obrar hoy. Incluso ha sido una locura esperar una semana entera. Los amigos de Alfonso de Aragón han decidido mi muerte y solamente el estado de su jefe y su poca práctica en semejantes menesteres han retrasado hasta ahora el atentado.»

Por otra parte, por la mañana me había enterado de que por los arrabales de Roma corría un río de oro derramado por los napolitanos. También ellos debían saber que el rey de Francia había tomado una decisión. No tenían un instante que perder para jugar su última carta y hacer de los Estados del Papa un baluarte para Nápoles, tras haberme suprimido si no les faltaba valor para ello. A medida que pensaba en ello, la situación me iba pareciendo más grave y mayor era mi asombro de haber tolerado estar ocho días enteros a merced de los napolitanos de Alfonso. Micheletto tenia razón: no sólo había que pegar, sino que no debía quedar ninguna duda de que era César quien había descargado el golpe.

Impulsada por la necesidad de convencerme, Lucrecia, abandonando su actitud, me tuteaba:

—Alfonso no te quería mal, te lo juro ante Dios. Era natural que mostrase simpatía por su familia de Nápoles. Y es tan seductor, que no me extraña tampoco que en Roma haya despertado simpatías. Y es posible que algunos hayan pensado en él para remplazarle. Pero él detesta la política, te lo aseguro. En primer lugar, ha nacido príncipe y no tiene que ganarse la plaza. Si has encontrado su nombre en una conspiración es porque ciertas gentes querían servirse de él, pero él nunca aceptó. No le interesaba.

—Pongamos que haya sido un peligro... sin proponérselo. Esto no cambia las cosas.

—Sabe que has querido matarlo. La lucha que se dispone a reñir contra ti no tiene nada de política. Es la reacción de un hombre valiente decidido a devolver golpe por golpe. Yo no quiero esta lucha. Si Su Santidad se encontrase mejor habría ejercido de árbitro. Las circunstancias me han obligado a pedirte esta entrevista para que me fijes las condiciones en que estás dispuesto a detener el combate. Yo me encargo de hacerlas aceptar a mi esposo.

Yo exhalé un suspiro.

—No hay nada que hacer —dije—. Es una idea muy femenina creer que una buena discusión puede arreglar siempre las cosas. La mejor de las discusiones no puede impedir al frío ser frío, al calor ser calor, ni al agua y el fuego ser enemigos.

—Te propongo —repuso ella con voz neutra que reflejaba el esfuerzo que estaba haciendo sobre sí misma para no ceder a la ira—, te propongo que mi marido y yo salgamos de Roma. Mañana si tú quieres, esta misma noche si lo exiges. Su Santidad puede mandarnos en embajada a Turquía. Te prestaré juramento de no regresar a Roma con mi marido mientras nuestra presencia sea para ti motivo de inquietud.

No contesté. Lucrecia se apoyó en el borde de una mesa.

—Si lo deseas, partiremos dentro de dos horas. Tus hombres podrán seguirnos. Se podrán asegurar que nos dirigimos, sin rodeos, a un puerto y que embarcamos.

Si me lo hubiera propuesto quince días antes podía haber sido una solución. Entonces era ya demasiado tarde.

Nos contemplamos en silencio. Ella comprendió que sus ofertas no me interesaban. La vi dar un paso. Su rostro no tenía expresión alguna. En el momento en que su calma me dejaba asombrado, volvió hacia la mesa y se apoyó en ella precipitadamente. Entonces creí que iba a desmayarse.

Avancé hacia ella maquinalmente. Mi pecho rozó su espalda. Ella volvió el rostro hacia mí. Sus dilatados ojos parecían no verme.

—No quiero volver a ver esto —dijo sordamente—. Su cabeza colgada; los guardias lo sostenían con sus rudas manos y en cada peldaño caía una gota de sangre. Se estrellaba contra la losa y las salpicaduras formaban alrededor pequeñas estrellas. Lo pusieron en la cama. Su camisa estaba pegajosa de sangre cuando se la quité... Aquella noche no acababa nunca. Yo acechaba su respiración. Y cada soplo, ni siquiera me daba tiempo de gozar un segundo de dicha, porque ya me preguntaba si seguiría respirando.

Me contempló intensamente, como si acabase de descubrir mi presencia a su lado.

—¿Eres tú capaz de comprender esto? —me preguntó.

Su voz se quebró.

—Figúrate que es tu perro. Solamente te vi apenado cuando Pompeyo fue muerto por un toro.

Se rió con una risita rara. «¡Se va a volver loca!», pensé. Me la imaginaba subiendo de nuevo, después de haberme dejado, al aposento de Alfonso y encontrándolo muerto. Me pregunté por qué el destino me sometía a tamañas pruebas. El otro César, el emperador, había conocido la cara noble y aventurera de los acontecimientos; yo, la cara sórdida y aventurera. ¿Era necesario volver loca a mi hermana, además?

—¡Cómo lo quieres! — balbuceé torpemente.

A pesar de su turbación, intuyó en mi exclamación un nuevo camino para tratar de conmoverme.

—No conocí el amor hasta conocer a Alfonso. Esto es lo que no has comprendido. Matando a Sforza me hubieras causado una pena convencional, pequeña. Cuando mataste a Pedro me hiciste daño. Pero si das un golpe a mi marido es como si me lo dieras a mí. Es exactamente lo mismo... No hay ninguna diferencia. César, trata de comprender que no hay diferencia.

Yo pensaba: «¡Y esos hombres lo están matando!»

Su mirada seguía fija en mí, con la esperanza de oírme decir: «¡Bien, acepto tu proposición!» Con la respiración acelerada, yo seguía callado. No podía hacer otra cosa.

Entonces ella se tambaleó. La rodeé con mis brazos, pues se hubiera desplomado. La estreché contra mí. Su cabeza había caído sobre mi hombro. «Todo esto es verdaderamente horroroso —pensé—. Me gustaría ser unos años más viejo.» Su rostro había adquirido la palidez exacta del lino de su camisa.

Volvió a abrir tan violentamente los ojos que me dio un escalofrío. Su cuerpo se estremeció de arriba abajo. No sé si al encontrarse en mis brazos recordó que acababa de sufrir un desmayo. No intentó separarse. Nuestros ojos estaban tan cerca que yo veía las filigranas azuladas de sus pupilas.

Me contempló con una media sonrisa que me heló la sangre.

—Porque los quería —murmuró.

—¿Qué?

—Los matas porque los quiero y tú estás celoso.

Formulaba la monstruosa acusación sin dejar de sonreír. Sentí que se apretujaba más fuerte contra mí. Y al intentar abrir la boca para decirle que ya me había hecho otra vez aquella afrenta innoble e inepta, pronunció, acentuando bien la intención:

—No hay nada que yo no sea capaz de hacer para salvar a mi marido, nada, ¿comprendes...? Sólo tienes que pedir... ni siquiera esto. Haz lo que quieras.

Su rostro se animó. Su cuerpo estaba incrustado en el mío. Me había asido por los hombros y me estrechaba.

—Haz lo que quieras —repitió, furiosa—. Yo sólo quiero su vida.

La sujeté por las muñecas y la rechacé con tal violencia que fue a dar contra la mesa. Lo que acababa de proponerme me causaba pavor. Sentía tanto horror por ella como por mí mismo, que había podido inducirla a creer que su oferta me encantaría y la había obligado a hacerla.

Yo temblaba. Lucrecia estaba inmóvil, apoyada en la mesa, con el rostro extraviado. Sus ojos estaban pálidos, además, por las lágrimas que no brotaban. Las finas comisuras de sus labios se estremecían.

Al apartarla de mí se había roto su collar de perlas, que sembraban la alfombra en el espacio que había quedado entre nosotros y seguían cayendo de su pecho como lágrimas que sus ojos no derramaban.

Me oí a mí mismo decir:

—Recoge tus perlas, Lucrecia. Si es tiempo aún, lo salvaré.

De un salto llegué a la escalera. La suerte de Alfonso estaba pendiente de irnos minutos.

Salí a la galería exterior. Tenía que evitar a los escuderos que, por más que les hubiera dicho, me hubieran cerrado el paso, dando tiempo tal vez a Micheletto a consumar su obra.

Y cuando, en realidad, iba a salvarlo, tenía que correr a paso de lobo, agachándome al pasar ante las ventanas, escabulléndome por detrás de las pilastras, como un asesino.

Al final de la galería el palacio forma un ángulo. La ventana abierta que veía era la de Alfonso. Sin dejar de correr, eché una ojeada. Encuadraba un rostro demacrado. Era él, sin duda, sentado en un sofá, pues pude ver, por encima de sus hombros, el borde encarnado de una almohada.

La cabeza desapareció. ¿Me había visto?

Estaba sin aliento y no pude proferir un grito. La ventana encuadraba de nuevo a mi cuñado. Su puño ocultaba el rostro de mi vista. Empuñaba una ballesta que me apuntaba. El arma estaba ya tensa. «Bueno, esta vez estoy perdido.»

Me había detenido. En la desorientación que produce la sorpresa había perdido el instante que me hubiera permitido protegerme. A la distancia que mediaba entre ambos no podía errar el golpe. Quería mirarlo y morir al menos con los ojos fijos en los de mi enemigo. Me faltó valor. Entorné los párpados, pero respiré profundamente, como para ensanchar el pecho, mejorando así el blanco viviente en que me había convertido. «Y, una vez más, es este bobo de Alfonso quien gana —pensé aún—. ¡Qué divertida es la vida!» Después dejé de pensar y el aire vibró.

El disparo de la ballesta resonó potente. La flecha me azotó los oídos como un latigazo. Luego oí un agudo choque contra la pared y la pulsación del proyectil que caía rebotando sobre las baldosas.

Yo había abierto los ojos otra vez y corría. Alfonso se había desplomado al pie del sillón. La emoción y el esfuerzo que su brazo herido había tenido que hacer para manejar la ballesta le habían producido en el mismo momento de disparar el desvanecimiento que me había salvado la vida y que iba a perder la suya.

De un salto me planté ante él con la daga en la mano. Adivinó mi presencia. El odio lo resucitó. Llevaba un puñal al cinto y lo blandió hacia mí, tratando de levantarse.

—¡Ah, monseñor, os lo ruego!

Era un reproche un poco amargo proferido por Micheletto, que surgiendo por una puerta del fondo del aposento se lanzaba sobre Alfonso. Le torció la muñeca. La daga cayó al suelo. Los compañeros de Micheletto lo rodearon. Uno de ellos tendió el dogal al ejecutor, que lo pasó alrededor de cuello del príncipe, desvanecido.

—No va a sufrir —dijo Micheletto—. Ya no es de este mundo.

Nunca supe si había hecho aquella observación con alivio o con pena.

En aquel momento estaba arrastrando el cuerpo sobre la alfombra, tirando del dogal. La pieza era espaciosa, completamente encarnada, y en ella reinaba el desorden que produce la enfermedad. A su paso, el cuerpo derribaba escudillas, vasos con tisanas y arrastraba ropas. Reinaba en la estancia aquel olor de medicamento que me produce fácilmente náuseas.

Al izar Micheletto el cuerpo hasta la cama lo miré por última vez y volví la vista. Quiero olvidar aquel rostro violáceo del que había desaparecido todo rastro de su belleza porque su boca se había abierto desmesuradamente y de ella salía la lengua como un dardo.

Pero la pierna que Micheletto asentaba sobre el cubrepiés conservaba todavía su línea larga y elástica que yo había admirado pocos días antes, cuando el gato la mordisqueaba.

«¡Vamos! —me dije—. Nada de sentimentalismo, nada de filosofía. Los hechos son así. Él ha errado el golpe; yo, no. El problema era sólo de habilidad.»

Y me enfrenté con Lucrecia, pues acababa de reconocer el pesado crujir de la seda de su vestido.

Vio a Micheletto y profirió un grito. Empavorecida, no se apercibió de mí, fascinada por el espectáculo del muerto. Se arrojó sobre él.

Micheletto, que había tomado la precaución de retirar el dogal, le dijo tranquilamente con una voz un poco nasal: —Queríamos hablar con él, pero lo hemos encontrado muerto a consecuencia de sus heridas. Ha sido una embolia.

Lucrecia se había aferrado al cuerpo de su esposo como un animal de presa. Le rasgaba la camisa y le apoyaba la cabeza sobre el corazón. De pronto, se detuvo y se apartó de la cama con el rostro seco. —Una embolia —repitió Micheletto. —¡Claro! —dijo ella—. Una embolia. Y con su tono de soberana, les ordenó: —Salid. Tengo que hablar con el señor duque.

Micheletto me interrogó con la mirada. Yo hice un gesto afirmativo. Las cosas se desarrollaban mejor de lo que yo podía esperar. La escena iba a ser violenta, pero prefería esto a la expresión de un mudo rencor.

Cuando estuvimos solos, dije:

—Lucrecia, te he dejado para salvar a tu marido, te lo juro. Me ha visto en la galería. Y ha sido él quien ha intentado matarme. Ha disparado una flecha contra mí. Estaba demasiado débil y ha errado el golpe. Yo me he precipitado en el aposento y entonces ha querido apuñalarme. Micheletto lo ha sujetado para defenderme. Todo ha ocurrido por culpa suya.

Me miraba con los ojos vacíos. Con objeto de convencerla, me dirigí a la ventana para mostrarle la ballesta. Un sol bajo, enrojecido, traspasaba la pieza de una parte a otra. Me incliné para recoger el arma, aprisionada entre las patas del pesado sillón derribado. Al no poder alcanzarla, me arrodillé.

Cuando oí crujir el suelo a mi espalda, pensé que no sería capaz de ello. Después intuí con instintiva evidencia que un movimiento torpe por mi parte le daría la impresión de que yo había previsto su ademán y entonces descargaría el golpe.

—Ya lo ves —dije con calma y sin mover la cabeza—. Aquí está la ballesta. En el carcaj falta una flecha.

Oí su respiración detrás de mí. Dijo:

—Sí, pero mira esto.

Entonces ella pretendía que yo volviese la cabeza. Si quería salvar mi vida debía hacer el movimiento opuesto. Como para acabar de sacar la ballesta tendí el busto, levanté una rodilla, di un salto y sólo entonces me volví.

Lucrecia tenía en la mano una de esas largas agujas usadas por las mujeres para fijar el sombrero en el pelo. Su rostro era inexpresivo.

—En los ojos —dijo.

Tuve la impresión de haberla oído como si me hablase en sueños. Estaba sudoroso. Comprendí que si hubiese vuelto la cabeza cuando me dijo: «Mira esto», me hubiera clavado la aguja en un ojo en el instante de volverme.

Ante un hombre no hubiera tenido miedo. Ante Lucrecia me quedé paralizado. Avanzaba lentamente hacia mi con paso mecánico. La daga, que yo había desenvainado para atacar a Alfonso, había quedado encima de un cojín. Por otra parte, sabía muy bien que no me hubiera servido de ella contra Lucrecia.

No podía moverme. El rostro de Lucrecia me daba más miedo que la aguja.

Debí de parpadear largamente, porque no vi cómo se caía al suelo. Sencillamente, la vi tendida. Su pecho palpitaba. Sólo se había desvanecido.

Respiré a fondo, sosegadamente.

En la antecámara se oía profusión de gritos. Reconocí la voz de Sancha, que se hacía oír por sus alaridos. La presencia de Micheletto en palacio la había enloquecido. Había ido a cuidar al Papa dejando solo a mi cuñado. La culpa era suya. Si no hubiese marchado del aposento, habría podido dar la alarma y...

—¿Y qué? —grité abriendo la puerta—. El destino es el destino. Alfonso debía morir hoy, esto es todo lo que hay que pensar. Os aconsejo a unos y a otros que os limi— téis a meditar sobre la fragilidad de la existencia. Por otra parte, en vez de entreteneros en censurar una muerte... hay una persona viva que reclama vuestros cuidados.

Salí con la cabeza alta entre rostros en los que se reflejaba el odio y el terror, unos rostros que yo no quería ver.

No volví a ver a Lucrecia en los meses siguientes. Se había retirado a uno de sus castillos, en Nepi, donde se pasaba las horas llorando.

En los arrabales de Roma las madres amenazaban a sus hijos usando mi nombre. «Si no eres bueno, César te llevará.» Cuando llenaba el vaso a un obispo se le quitaba la sed, y si le obligaba a beber, se precipitaba hacia su casa, en busca de un purgante y de todos los contravenenos conocidos. Hasta Micheletto me tenía miedo. Era el colmo: la daga tenía miedo de la mano que la empuñaba.

El Papa mejoraba. El restablecimiento de su salud y el ejemplar castigo que yo había hecho contribuyeron igualmente a moderar a los facciosos y a apaciguar a los soñadores.

El Papa no dijo una palabra sobre la muerte de Alfonso de Aragón. Sin duda, había elegido entre conservar a éste o perder, al perderme a mí, su sostén en la guerra y su hombre de Estado. Yo era el único que podía ensanchar los Estados Pontificios y mantener el Papado entre el torbellino que franceses y españoles habían desatado sobre Italia. Su Santidad lo había comprendido y a menudo me lo agradecía, pero a veces añadiendo:

—Eres mi mejor soldado temporal, pero... ¿adónde va tu alma, César?

A esto le contestaba yo recitando el versículo de la Biblia:

Dominaremos a los leones y arrancaremos los clientes del dragón.

Los acontecimientos aportaban el triunfo de mis designios y mis esfuerzos. Volví a ponerme la coraza. Esto me alegró. A fin de cuentas, prefiero el viento que levanta el cañón a las corrientes de aire del Vaticano.

Al frente de las tropas que los franceses me habían concedido, puse sitio a Faenza, Piombino y Pesaro, de donde Juan Sforza, mi viejo amigo Juan Sforza, huyó al empezar la batalla. Pensé que si aquel día uno de mis obuses o de mis flechas le hubiesen alcanzado, se me hubiera tenido por un guerrero afortunado, y, en cambio, si lo hubiese apuñalado algunos años antes, como era mi intención, se me hubiera tachado de asesino. La opinión es esto.

Recobré la confianza en mí mismo corriendo a través de los campos de batalla. Si hubiera prestado oídos a los romanos se habría creído que yo era el único que derramaba sangre. Gracias a dos o tres insignificantes crímenes, protegí centenares de pueblos y ensanché nuestros Estados, no con la sangre de regimientos italianos, sino con la de los franceses. Me persuadí de ser un bienhechor erróneamente tomado por un ángel exterminador.

Luego, a principios del año siguiente, volví a emprender la campaña al servicio de los franceses, que marchaban sobre Nápoles.

Su violencia me escandalizó. Siempre he procurado ahorrar la sangre de mis soldados, e incluso la de los extranjeros a mi servicio. La furia de los generales franceses, lanzando por capricho o afán de gloria compañías enteras a una muerte cierta e inútil, me repugnaba. Me causaba asombro asimismo su imprevisión al permitir a la soldadesca matar y saquear entre bosques de llamas sin preguntarse lo que pensarían de ello los napolitanos y hacia quién volverían pronto los ojos si, como era fácil prever, franceses y españoles llegaban a las manos.

En Capua sólo pude ver masacres: era una ciudad roja de sangre. El color me abatía. En Capua el cielo es más africano que en Roma.

Nápoles cayó en nuestras manos. Los franceses la saquearon y la aturdieron con fiestas. Las mujeres arrastradas en las mascaradas que recorrían las calles, no llegaban a distinguir si eran violadas como botín de guerra o a guisa de compañeras de placer. Los franceses se ataviaban con joyas robadas.

Intenté envilecerme en la orgía. Hubiera sido impolítico disgustar al rey de Francia, y puesto que era su gusto festejar la caída de un reino con un carnaval, me dejé ver en sus bailes.

El calor, el inolvidable hedor de los arroyos de la sangre que había caído en Capua y el exceso de vino quebrantaron mi salud. Las fiebres hicieron presa en mí y tuve que guardar cama. Era un buen pretexto para regresar a Roma tan pronto como me fuese posible.

Así, pues, una noche regresé, abandonando el harén de cuarenta mujeres de que me había rodeado, reunidas durante el saqueo de la ciudad con el pretexto de protegerlas de los franceses.

Hice parte del trayecto en litera con cuatro filas de caballeros a cada lado, pues me perseguía la idea, que resultó falsa, de que iban a asesinarme.

Muchos tenían deseos de hacerlo y algunos hasta lo habían anunciado. En particular Caracciolo, un condotiero a quien le habían arrebatado la prometida una noche que me aburría, y Madona Tuscia Gazullo, la madre de Alfonso de Aragón, que lo decía a todo el que quisiera oírlo. Temía también al padre, el viejo rey Federico, que los imbéciles de franceses, que obran con la misma ligereza al mostrarse salvajes durante la batalla como en la supuesta generosidad de que abusan después, habían capturado en Nápoles cubriéndolo de flores en vez de encarcelarlo y lo habían enviado a Francia, donde le habían concedido un ducado a orillas del Loira.

El miedo no me impedía pensar. Soñaba con Venecia. Tarde o temprano, franceses y españoles se destrozarían entre ellos. Yo aparecería como árbitro y pediría Venecia a quien me decidiese sostener. Con objeto de preparar mi conquista quería aliarme con Ferrara. El viejo Hércules de Este estaba alarmado a orillas de su Adriático. Había escrito al Papa proponiéndole el matrimonio de su hijo con Lucrecia. Esta alianza me permitiría iniciar el cerco de Venecia y, al mismo tiempo, contar con las fundiciones de artillería de Ferrara, las primeras del mundo. «Un día pensaba, tendré en mis manos Roma, Venecia y Florencia y esperaré que Nápoles se desprenda de su dueño francés o español demasiado lejanos, como una fruta madura.» Entonces Italia, mi Italia, estará casi acabada.

En Roma hubo nuevas mascaradas, pero me dejé ver menos. Recibía tendido en la cama. El proyecto de matrimonio de Lucrecia y el heredero de Ferrara, Alfonso de Este maduraba. Se hallaban en curso de negociaciones entre mi padre y Ferrara. Tuvimos que dar a Lucrecia una dote de cien mil ducados, un torrente de joyas y dos castillos. Tuvimos que reducir el tributo pagado por Ferrara al Pontífice y destribuir obispados a sus allegados. Las exigencias de Ferrara se basaban en la supuesta repugnancia que sentía su hijo «por una mujer que —según decía él—se había visto mezclada con demasiadas orgías y crímenes». ¡Pobre Lucrecia!

Su boda superó en magnificencia las dos precedentes. Los hermanos de Alfonso de Este, don Ferrante y don Segismundo de Este, se personaron en Roma para celebrar la boda por poder y llevarse a Lucrecia.Eran jóvenes y apuestos. Su escolta estaba formada por quinientos caballeros, cortesanos y oficiales de Ferrara. Todos iban soberbiamente ataviados y nosotros no les fuimos en zaga. Me pareció oportuno recibirlos con cuatro mil hombres de escolta.

Las fiestas duraron ocho días. Era por Navidad. Su Santidad avanzó la fecha del Carnaval para darles mayor esplendor. El pueblo arrastró carros de triunfo por la ciudad.

Y mientras nosotros dábamos bailes, los hombres de negocios del duque de Ferrara contaban los ducados de la dote de Lucrecia.

Los hermanos menores de Alfonso de Este encontraron a Lucrecia tan hermosa como se decía y así lo escribieron a Ferrara. Sus trajes carmesí, violeta, negro y oro, bajo sus mantos forrados de cibelina, habían producido un gran efecto, que no habíamos dejado de valorar.

El 6 de enero del nuevo año. Lucrecia partió con un boato digno de una reina. El tiempo amenazaba nieve. Una pálida claridad que parecía surgir de la tierra y no del cielo dibujaba los ciento cincuenta carruajes, ataviados con sus colores, amarillo y castaño, que llevaban su servicio de sus tesoros. Su séquito se componía de unas veinte damas de honor, mayordomos, intendentes, secretarios, capellanes, lectores, modistos, cocineros, guardarropas, encargados de la vajilla, herreros, palafreneros, pajes, tres obispos, un cardenal y escogidos representantes de la noble casa de los Colonna.

Yo la acompañé hasta las afueras de Roma. Sus treinta trompeteros anunciaron la marcha. Lucrecia no se volvió siquiera para saludar por última vez a su padre, que permanecía tras los cristales de la logia de las bendiciones. Hacía mucho frío.

Estaba tendida en la litera que el Papa le había ofrecido para el viaje, tapizada de oro, a la francesa. Una de las cortinas de seda azul se mantenía levantada para que pudiera mostrarse al pueblo.

Yo cabalgaba detrás de ella.

Al pasar por delante de la iglesia de Santa María del pueblo vi que se persignaba.

Le di escolta hasta el crepúsculo. Empezaba a caer una nieve fina. Dispuse a mis hombres en fila a los lados y ordené que redoblase el tambor. La campiña romana, llana, no se distinguía del cielo ya. Mis escuderos encendieron antorchas que chisporroteaban; sus llamas se inclinaban bajo los copos de nieve.

A través de la humareda vi desfilar, por espacio de más de media hora, el cortejo que se llevaba a mi hermana, con su tenue e inexpresiva sonrisa, que había campeado en sus labios durante toda la ceremonia, su ajuar de telas de oro batido, afiligranado, festoneado, esmaltado, sus ciento cincuenta mil ducados de joyas, restauradas de nuevo, su servicio de plata, sus tapices, su pequeña mora, sus cuatro bufones y el capelo de arcipreste para el cardenal Hipólito de Este.

Los Ferrara habían encontrado que Lucrecia era hermosa, pero sólo la habían aceptado con una viudedad de reina.

Regresé sin tardanza a Roma por el camino que me era tan conocido y que, un día, me llevaría a Venecia. Al bordear la Vía Flaminia, en una noche de nieve, de ésas que hace temer que el día no va a levantarse jamás y me recordaba Francia, me interrogué sobre Lucrecia.

Solamente habíamos cruzado palabras protocolarías. Ella había evitado con firmeza las ocasiones de hablar a solas que yo había intentado provocar. La víspera, al darle las consignas políticas, lo había hecho en presencia del Papa. Había contestado a cada una de mis explicaciones, no a mí, sino al Papa, como si yo no fuese otra cosa que el papagayo de las intenciones pontificales.

Yo no ignoraba que, a pesar de haber dispensado una dolorosa acogida a su boda con Alfonso de Este, se había resignado muy pronto. No creo que la haya movido la seducción de un futuro casi real que le espera ni el favorecido retrato que le han hecho de su nuevo marido.

Creo que se siente aliviada por la certeza de no tener que soportar más mi presencia, de abandonar este Vaticano del que guarda recuerdos demasiado horribles y en cuyo ambiente se hallaba sometida al temor de las intrigas que nos imponían las circunstancias, intrigas de las que con demasiada frecuencia había sido el juguete.

Esta mañana se cumplen veintisiete días que los dejé. Su viaje por Ferrara ha de durar un mes. En este momento se acerca a su nueva capital y a su nuevo marido. Ayer, una amiga de Sancha me refirió unas palabras que Lucrecia parece haber pronunciado antes de su partida: «Me considero como una muerta. Estoy muerta. Lo que hagan con mi cuerpo ya no me importa nada.»

¿Es el remordimiento de saber que está desesperada? ¿Es la inquietud por saber la acogida que le va a dispensar su marido? ¿Qué va a ser de su vida allá lejos, si es que sigue viviendo? ¿Es, sencillamente, el efecto de una separación que jamás había podido prever tan melancólica y la certeza de no volverla a ver antes de que transcurran muchos años? Pienso en Lucrecia y suele ocurrirme que, sobre todo por la noche, en el momento de dormirme, pienso solamente en ella.

Esta noche, al despertar bruscamente, he pensado en ella una vez más. Y para reflexionar sobre Lucrecia me he levantado antes de la aurora. Es que la carta de Maquiavelo que recibí ayer ha soplado sobre la llama.

El hecho es que un hombre como él considera que pude evitar el asesinato de Aragón y la sola explicación que le encuentra a tan malhadado asesinato es pasional, no política. A los ojos de Dios, los motivos que impulsan a un hombre a obrar resultan quizá claros. Ante mí mismo no resulta, en cambio, fácil enunciar brevemente las causas de ese crimen.

Una cosa es cierta: que con frecuencia pensé en proteger y salvar al muchacho. Lo es también que lo detestaba por motivos frivolos, porque se parecía a la Carlota de Aragón que me había rechazado y tal vez porque Lucrecia lo quería demasiado.

Este último sentimiento no puede ser considerado como celos. Nunca olvidé que Lucrecia era mi hermana. Un incesto con Sancha me había regocijado porque ella no era más que mi cuñada. Por nuestras venas no corría ni una gota de la misma sangre y la palabra «incesto», empleada en este caso, no pasaba de ser un juego de palabras. Nunca me propuse poseer a Lucrecia ni me tracé un plan para lograrlo. Y cuando, compartiendo el error de Maquiavelo, ella llegó hasta ofrecérseme para salvar a Aragón, un escalofrío de escándalo recorrió todo mi ser. Entonces ¿por qué este medallón de Lucrecia, disimulado en un dije de oro, pende siempre de mi pecho? ¿Y por qué lo he entreabierto una vez más esta mañana? ¿Y por qué voy a entreabrirlo otra vez?

Ella está ahí. No mayor que la yema del pulgar, en su marco de diamantes. El pintor no ha encontrado pinceles lo bastante finos para reflejar sus cabellos, esa extravagante mezcla de seda que revolotea y de oro que pesa. Pero, con ayuda del recuerdo, vuelvo a verla exactamente. Buenos días, Lucrecia. Por ti no he experimentado nunca odio ni pasión prohibida.

La verdad es que hubieras sido mi gran amor de no haber sido mi hermana. Lo supe una mañana de primavera, cuando llegaste con Gandía del convento de San Sixto. Mis pecados, mis únicos pecados, consistieron en sueños. En la oscuridad de una alcoba, a veces llegaba a imaginar que yo no era César Borgia, tu hermano, y que el cuerpo de una cortesana cualquiera que estaba estrechando entre mis brazos era el tuyo. Esto es todo.

Lo que me obligó a atacar sucesivamente a tu marido Sforza, a tu amante Pedro y a tu amado Alfonso de Aragón fiie la historia de nuestra casa, y no mis celos. No me estoy defendiendo. Trato de ver claro. Me conozco mucho.

Sé que si el asesinato ha llegado a serme cosa fácil, es porque inocente del de Gandía, rodeado de sospechas, hostigado por falsos testimonios, me he visto obligado a matar para aniquilar esas peligrosas mentiras, a un insignificante asesor comprado por mis enemigos y consagrada a perderme.

Y ante tus ojos, Lucrecia. Después, como se me contemplaba con horror y hasta te lo causaba a ti misma, me dije: «Bien, al menos os voy a hacer estremecer por algo.»

La única cuestión que me confunde es esta: tenía motivos sobrados, en interés del Estado y de mi casa, para desear la muerte de Sforza y de Pedro y hasta la de Alfonso de Aragón. Al menos, así lo creo. Pero si alguno de esos hombres no hubiera tenido derechos sobre ti, tal vez mi imaginación me hubiera propuesto soluciones más flexibles, remedios más moderados.

Creo que es en este punto donde estamos cerca de la verdad. Desde el momento en que se ha tratado de uno de tus hombres, para apartar el peligro que representaban he sido incapaz de usar otra arma que el asesinato. Mi imaginación quedaba paralizada. A menudo llegaba a rechazar los consejos de Micheletto, siempre de una violencia extrema, para sustituirlos por otros de una violencia mejor dosificada, menos sangrienta. En los tres asuntos de que se trata, nunca encontré nada que oponer a los planes de Micheletto.

Probablemente esto no es una casualidad. En el fondo de mí mismo, existía algo que jamás me hubiera empujado a matar, pero era lo bastante fuerte para dejarme matar, algo que se regocijaba cuando la daga se ofrecía como el solo instrumento imaginable para romper tus uniones.

«Gnotis seauton», contestaba el oráculo de Delfos. Conócete a ti mismo. No es tan sencillo. Desde mi punto de vista me conozco demasiado y no lo bastante como para conocer el sentimiento que me inclina hacia ti. Hace horas ya que estoy buscando el cómo y el porqué de las funestas relaciones que tuvimos tú y yo, Lucrecia. En parte es para contestar a Maquiavelo, que me acusa de no haberme portado como un príncipe, pero, sobre todo, para llegar al fondo del sentimiento que me une a ti y que, en lo sucesivo, me veré obligado a alimentar con recuerdos.

—¿Qué?

César se sobresalta, haciendo crujir su sillón. El movimiento instintivo de su mano hincha y levanta los rollos de las cartas que están encima de la mesa.

Arrancado de su sueño, César recobra aliento.

—Monseñor, son las siete. El pintor está aquí. Dice que está citado con vuestra señoría.

—Citado... ¡Ah, sí, ese retrato¡Bien, hazlo entrar.

Antes de salir, el criado echa dos leños en la chimenea, sobre el fuego mortecino, reducido a un lecho incandescente.

Solo otra vez, César se da cuenta de que el medallón de Lucrecia sigue colgando de su pecho, fuera de la camisa. Antes de cerrarlo, lo contemplaba una vez más.

«¿Constituía verdaderamente un peligro Alfonso de Aragón? —se pregunta—. Cierto es que estaba en buenas relaciones con el grupo napolitano de Roma y, por lo tanto, con mis enemigos del momento. Pero esos enemigos desplegaban bien poca actividad y Alfonso aún menos que ellos. Las intrigas le causaban horror. Sólo quería a Lucrecia y a la caza. Fue un arrebato que no me explico hoy lo que me indujo a exagerar desmesuradamente el escaso peligro que, durante la enfermedad del Papa, representó el joven Alfonso,. Yo podía hacer lo que Su Santidad proponía: alejarlo de Roma, confiarle el gobierno de una pequeña ciudad, de un pequeño castillo, en un pequeño principado, hacia el Norte. En él hubiera permanecido completamente tranquilo y los que tremolaban su nombre mientras estaba en Roma, no hubieran tardado en olvidarle, apenas ausente. Después de haber destronado a su padre, los franceses lo hubieran dejado tranquilo en su modesta campiña o lo hubieran enviado a Francia dándole un ducado a orillas del Rodano o del Loira. En este momento estaría haciendo tranquilamente el amor con Lucrecia. En el curso de mis viajes yo les hubiera visitado. Me hubieran recibido con dos sonrisas iguales. A fuerza de ser dichosos, hubieran llegado a parecerse. Luego, vamos a la verdadera cuestión. ¿No le hubiera yo conservado la vida si no hubiera tenido él en su mano a Lucrecia? ¿Qué es lo que me aflige? ¿Qué es lo que prefiero? ¿La imagen de una Lucrecia feliz en brazos de un Alfonso bienaventurado, en el cobijo de su pequeño castillo, o la de esta Lucrecia desesperada a la que cada minuto acerca a Ferrara y a un marido que odia de antemano? Si prefiero la Lucrecia enlutada a la Lucrecia gozosa, es que Maquiavelo tiene razón y yo soy un asesino.»

Corresponde con una inclinación de la cabeza al saludo de Rafael que entra, friolero, con su vestido de terciopelo oscuro, seguido de un discípulo que empieza a instalar el caballete del pintor.

—Sólo se trata de esbozos por el momento, señor. Podéis mover la cabeza, escribir, pensar.

Y César piensa: «Sí, Lucrecia, maté a Alfonso de Aragón porque te quería. Sí, prefiero imaginarte enlutada por el camino de Ferrara.»

El pintor se ha detenido. Sobre su cartulina se suspenden las líneas. Su mirada no se aparta del rostro de César, que se ha inclinado hasta no ofrecer a la vista, sino la frente y, en un leve escorzo, el movimiento del labio.

Rafael no se atreve a pedir al Capitán General de la Iglesia que levante un poco la frente. Su atenta mirada es percibida por los sentidos siempre alerta de César. Levanta vivamente la cabeza. Esboza una sonrisa. Y dice:

—Estaba pensando en mi buena hermana Lucrecia. Debe de estar cerca del castillo de los Bentivoglio. Espero que el viaje no le haya causado demasiada fatiga.