CAPÍTULO V
HABLA LUCRECIA
—Estoy aquí porque os quiero —dijo Lucrecia— y porque creo que me queréis. Sufrís porque os estáis debatiendo entre dos mujeres: la desconocida de anoche y la horrible Lucrecia Borgia. Al reconoceros, creí enloquecer de dicha. Un momento me ha bastado para comprender que vos, en cambio, enloquecíais de desesperación. Entonces me he dicho que sería estúpido no hablar. No ignoro que mi reputación es atroz. Sólo tengo dieciocho años, pero las buenas almas de Roma me atribuyen más crímenes que a un viejo soldado de caballería.
Hasta hoy, la cosa casi me divertía. Caterinella me enseñaba las canciones alusivas a mí que se cantaban en Roma y las dos nos reíamos con un asomo de amargura apenas. Yo me decía: «No tiene importancia.» No os conocía aún.
Hasta puede que me haya causado un malicioso placer pasar por un personaje odioso. Siempre me han puesto nerviosa los convencionalismos y la hipocresía que ciertas gentes practican al cuidado de su reputación. Esto me da asco. Sin embargo, voy a tener que defender mi causa como un abogado, a través de esta rejilla que nos separa. Espero no haberos sorprendido al daros cita en una iglesia. Es porque me dispongo a haceros una confesión. No me interrumpáis, os lo ruego. He elegido un lugar que me obligue a decir la verdad, y la diré. Vos decidiréis después. Y si esta boda os repugna, yo lo arreglaré para romper el compromiso de manera que no se os pueda hacer ningún reproche.
¿Dónde empieza mi confesión? Voy a empezar por donde comenzó la calumnia. Hace cinco años contraje matrimonio con Juan Sforza.
Me habían sacado del convento. Nunca había visto a mi marido. Era feliz porque me abrumaban con las más ricas telas, unas más bellas que otras. Me trataban como una dama. El matrimonio me divertía al pensar en la simbólica espada, en los banquetes, en los discursos, en toda la concurrencia de dignatarios que me confería importancia. Aquel día, una ciudad entera estaba en fiestas en mi honor y un pueblo me aclamaba. Todavía me parece oír las voces de la gente.
Me cubrieron de regalos. La propia Caterinella es uno de los que recibí aquel día de mi hermano, de mi pobre hermano Juan. Hasta la noche no se apoderó de mí el deseo de llorar, o mejor dicho, hasta la mañana siguiente, pues la ceremonia había durado toda la noche. Fue cuando me encontré sola con Caterinella en mi cuarto de niña. Hasta que llegamos a hacer una calaverada a través del palacio. Yo quería encontrar a mi marido. Del amor lo ignoraba todo y quería mi parte. Los alabarderos nos persiguieron. César me devolvió a mi habitación diciendo que era aún muy pequeña para conocer marido de otro modo que simbólicamente. De paso, se aprovechó para llevarse a Caterinella a su cuarto. La mañana siguiente, la pequeña se mostraba orgullosa, pero tenía los ojos arrasados en lágrimas.
He aquí como el día de mi boda fue sólo mi esclava la que perdió su virginidad. Yo le interrogué. Me contestó con medias palabras, que no logré entender. Todo lo que yo sabía era que mi marido no me trataba como una esposa. Esto fue para mí un tormento que duró meses enteros.
Y, no obstante, yo no quería a Juan Sforza. Y lo más grave era que me persuadía a mí misma de quererle. Vos sois hombre y no podéis comprender de qué fantasías es capaz una muchacha cuando se le mete en la cabeza que quiere a, alguien, aunque su instinto le esté repitiendo lo contrario.
Entonces yo tenía catorce años y mis sentidos se mantenían en una completa ignorancia. No había perdido mi pureza. Había leído mucho, sobre todo griego y latín.
Y pese a que los autores no se privan de tratar temas escabrosos, tienen tuna forma abstracta de relatar los hechos que mantenía mi casta ignorancia.
Lo que pasaba a mí alrededor me era igualmente incomprensible. Me sentía como el que ha recibido un mensaje cifrado cuya clave ignora y no sabe descifrarlo. Mi monta se limitaba a hablarme veladamente. Se sentía orgullosa de saber más que su señora y no quería perder esta ventaja dejándome beneficiar de su experiencia. En cuanto a Pantasilea, mi primera camarera, que tenía veinticinco años, me llevaba ventaja por el mismo hecho de mi ignorancia de la vida y se sentía superior por ello. De ningún modo quería perder su superioridad.
No obstante, al cabo de unos meses fue esta misma Pantasilea la que se puso a inquietarme con sus comentarios. Había empezado sosteniendo que era normal que no se consumase mi matrimonio por ser yo' demasiado niña. Contestaba a mis preguntas diciendo que incumbía a mi marido decidir el día de convertirme en su mujer de hecho.
Una noche se arriesgó a preguntarme:
—Pero, por lo menos, ¿os besa?
—No.
Enarcó las cejas y cambió de conversación. Durante una semana entera la pregunta me daba vueltas en la cabeza. Una noche en que yo volvía con mi marido en palanquín, tuve el valor de preguntarle bruscamente:
—¿Por qué no me besáis?
Era de noche. Estábamos atravesando la campiña de Roma. Sólo se oía el paso de los caballos en el camino y el chocar de las armas de nuestra escolta. Brillaba la luna. Por entre las aberturas de las cortinas yo veía los cipreses rectos como espadas y las plateadas hojas de los olivos. Os he dicho ya que no sabía nada del amor. Sin embargo, aquella noche sentía un gran deseo de acurrucarme entre los brazos de mi marido. Después de mi pregunta se eternizó el silencio. Sforza se había apartado hacia el otro extremo del palanquín.
—¿No es correcto haberos preguntado esto? —murmuré.
Su respuesta llegó en la oscuridad:
—No, no hay nada de mal en ello. Sólo que sois demasiado niña.
Aquel año fue muy caluroso. Roma estaba abarrotada de peregrinos llegados de los cuatro puntos cardinales de Europa. También había muchos soldados. La guarnición del castillo de Sant Angelo había sido aumentada. Por las calles sólo se veían soldados que hacían espejear sus armaduras, y los andrajos, los sayales y las tocas extranjeras de los peregrinos en procesión, entonando cánticos a los que los soldados contestaban con canciones tabernarias.
En las afueras de Roma morían los rebaños. Al principio se dijo que era de sed; luego, por un castigo de Dios. Se oían repetir las horribles profecías de Savonarola. Jamás había visto tantas moscas como en aquella época. Luego empezaron a morir los hombres. Primero, los peregrinos. Después la epidemia llegó a la guarnición. Se hablaba buscando eufemismos para evitar la palabra exacta y terrible: la peste.
Apenas si veía a mi hermano César. Estaba de viaje por los Estados pontificios, escandalizando a la corte por los arreos militares que ostentaba. Mandaba las tropas mi hermano Juan, duque de Gandía, pero éste volvía a menudo a Roma, escurridizo como una anguila y, como ella, insaciable, siempre tras las mujeres.
El papa Alejandro me recibía cada vez más espaciada—mente. Estaba triste. Yo no cesaba de preguntarme en qué podría estar pensando. ¿En la desolación de la peste o de la guerra? Pues el rey de Francia, Carlos VIII, se había propuesto conquistar Italia.
Una mañana, me despertó Pantasilea en vez de Cateri— nella. Tenía una gran noticia que comunicarme: mi marido había desaparecido aquella noche. Un instante después, César entraba en mi habitación.
—Bueno —dijo—. Corría el rumor de que tú también te habías marchado.
Se sentó en un taburete. Por primera vez lo vi turbado.
—Claro que tú sabes adónde ha ido, ¿verdad?
—¿Quién?
—No te hagas la tonta. Tu marido.
Moví la cabeza denegando y César se puso fuera de sí.
—¡No me hagas comedia, por favor!
Se calmó en seguida gracias al maravilloso poder que ejerce sobre sí mismo. Me cogió la mano con mimo y empezó a mostrarse cariñoso. Dijo que los acontecimientos se precipitaban. La huida de Juan Sforza podía tener graves consecuencias. Yo quería a Roma, claro, y no quería verla caer en poder de los bárbaros.
—¿De qué bárbaros?
¡De los franceses! —vociferó otra vez fuera de sí.
Yo levanté la voz, como las niñas que se ponen exigentes.
—¡Es un poco fuerte esto! —dije—. Con el pretexto de que soy una niña, no se me dice lo que pasa. Y luego, bruscamente, se me piden cuentas...
César había decidido tener paciencia. Como si no tuviese otra cosa que hacer, se dignó explicarme los entresijos de la política vaticana. Desde hacía muchos años, el Vaticano consideraba inevitable la agresión francesa. Nápoles, sobre el que el rey de Francia se jactaba de tener ciertos derechos, más bien confusos, era una presa apetitosa para él. Había que aprestarse a oponerse a su empeño. Por esto me habían dado en matrimonio a Juan Sforza, sobrino del duque de Milán, Ludovico el Moro. Con ocasión de mi boda se había concluido una alianza en virtud de la cual Milán y Roma debían conquistar el reino de Nápoles, unificando así una parte de Italia, lo que llevaría al rey de Francia a desistir de su empresa. Pero en Milán, Ludovico había prestado oídos a los emisarios del rey de Francia, Carlos VIII, sin dejar de simular que permanecía aliado de Roma. Luego, bruscamente, había dado paso franco a las tropas francesas a través de su ducado, y ahora era su aliado. Carlos VIII bajaba hacia el Sur. La marcha hacia Nápoles pasaba por Roma, y la única oportunidad que le quedaba a Roma era oponerle un ejército, en espera de que Ludovico, cambiando de campo otra vez, atacase a los franceses por su retaguardia,
Ahora bien, Ludovico había sido interrogado y Juan Sforza era el encargado de redactar los despachos, pues era el único que podía mantener el contacto entre Roma y Milán. Y he aquí que, sin previo aviso, se había fugado por la noche.
Tras este breve discurso político, mi primer movimiento fue de cólera. Así, pues, el hombre que habían elegido para ser mi marido era una especie de enemigo al que esperaban amansar. Se me había tenido al margen de todas las maniobras como un crío y súbitamente se me despertaba para decirme aproximadamente: «¡Vamos, pequeña, eres una criminal! Has dejado huir a un marido sobre el que descansaba la seguridad de Roma.»
Mi segundo movimiento fue de dolor.
—Entonces ¿mi marido me ha abandonado?
—¡No! —repuso César con su voz implacable, entre suave y terrible—. Ahórrame la escena de la desolación, te lo ruego... «¡Mi marido me ha abandonado...!» Me parece escuchar a una criada de albergue llorando la fuga de su marido, el palafrenero, con la planchadora.
Bruscamente volvió a mostrarse cariñoso.
—¿Le quieres?
—¡Es mi marido!
El candor de mi respuesta lo inquietó. Me miró fijamente, con una actitud perpleja, preguntándome ostensiblemente si yo era sincera o me burlaba de él. Después, sin mediar palabra, se alejó con paso agitado.
En el fondo, yo no estaba descontenta de mí misma. Era un acontecimiento en mi vida. Las muchachas, hasta las casadas, adoran los acontecimientos. Yo era de las que no se conforman con una buena epidemia de peste. No me daba miedo: no me sentía destinada a ser su víctima, mientras que la misteriosa fuga de mi marido me afectaba personalmente y, a los ojos de mis allegados y a los míos propios, me daba una importancia que me encantaba.
En resumen, que casi me sentí decepcionada cuando circuló la noticia de que Juan Sforza se había limitado a buscar refugio contra la peste en su condado de Pesaro.
A su regreso de la comida, había visto a uno de sus escuderos vomitar sangre negra en la escalera de sus habitaciones y, aterrorizado, había mandado ensillar su caballo sin consultar a nadie.
Pensándolo bien, en esta conducta había de encontrar yo materia para desesperarme de veras. Mi marido había huido de un peligro que lo asustaba sin preocuparse por mí. Mi vida le era, pues, indiferente. ¡Dios mío, hasta dónde puede llegar la imaginación de una muchacha de quince años! Deseé coger la peste sólo por el gusto de pensar en los remordimientos que mi muerte causaría a Juan Sforza. En la escena que me figuraba, Pedro Caldés, uno de los escuderos del Vaticano a nuestro servicio, era el encargado de anunciar la noticia de mi muerte a Sforza, Agotado por una larga carrera a caballo, le murmuraría con voz sofocada: «¡Ha muerto!» «¿Quién?» «Vuestra esposa, doña Lucrecia.» Llegada a este punto, mi escena no iba más allá, pues era incapaz de imaginarme una emoción sincera en el semblante de Juan Sforza.
Desde el día de nuestra boda, había tenido ocasión de verlo encolerizado, contento, ansioso, pero siempre por motivos fútiles y con expresiones poco convincentes. Si se enojaba era contra un criado, por alguna cuestión de precedencia. Si estaba contento era porque le habían acertado un jubón o en el estanque de una de sus propiedades había más peces que el año anterior. Si se mostraba ansioso era por cobardía, por temor de que lo enviaran a la frontera al frente de las tropas cuyo mando se le había conferido. Y así, al recibir la noticia de mi muerte, me lo imaginé con la expresión de fastidio del hombre que se entera de que sus viñedos han sido alcanzados por el pe, drisco. Pensando así, comprendí que Juan Sforza no me quería por la sola razón de que jamás había querido a nadie, porque era incapaz de experimentar un sentimiento fuerte.
El descubrimiento no sólo no me aterró, sino que no me impidió pasar unas semanas encantadoras. En Roma la gente se divertía bastante. Los italianos no son como nosotros, los españoles, siempre inclinados a acentuar lo trágico y lo fúnebre. En vez de organizar sombrías procesiones, de elevar altares rojos por las calles, o de entregarse a danzas macabras, como hubiéramos hecho nosotros en el caso de una peste, los italianos procuran divertirse. La ausencia de mi marido me permitía todas las libertades. Los jóvenes me hacían la corte. Era admirada por mi manera de bailar, debida tanto a mi amor por la danza como a los esfuerzos de mi profesor, Richiardetto. Mis conciertos de laúd eran escuchados y celebramos varios concursos de poesía.
En esta época fue cuando, aconsejado por mí, Pintiruc—chio modificó el gesto del hombro de uno de sus personajes. Verdad es que aquel día no brillé por mi modestia. Estábamos en su taller imas quince personas. Llovían los elogios, con la sola excepción de mis críticas.
—El gesto es acertado —replicó duramente el pintor.
—Estáis en un error —dije yo—. Mirad.
Con la mayor naturalidad del mundo, deshice el lazo de mi vestido, y luego, adoptando la postura del personaje, demostré a Pinturicchio que mi pecho se adhería a mi hombro en forma distinta a como había pintado él. Se hizo un silencio.
—Tenéis razón —dijo lentamente Pinturicchio—. Mi modelo estaba menos bien formada que vos.
Observé que todos los hombres me miraban con ojos ardientes. Me sentí dichosa de gustarles, pero me subí la ropa precipitadamente, sin experimentar ningún remordimiento, sino sencillamente la confusión de quien no ha respetado los usos como es debido. El día siguiente, en
Roma, no se hablaba ya de la peste, sino de mis pechos. Por la noche, el Aretino les dedicó un epigrama. El asunto acabó con una carta de mi marido, la primera que me mandaba desde su partida. Me invitaba en tono bastante adusto a guardar una conducta más digna. La carta terminaba en forma ambigua. Me reprochaba la imprudencia de mi gesto y las consecuencias que podía tener sobre nuestra reputación, pero me convencí de que en su descontento no había ni un asomo de celos.
Le repliqué con una breve carta burlona, que escribí en latín, porque él leía esta lengua con dificultad. La posdata era todo un poema. Le aconsejaba que quemara en seguida la carta, pues ciertas personas aseguraban que la peste se transmite también por correo. Al cerrarla me reía como una loca. Me imaginaba a Sforza, indignado y empavorecido, corriendo hacia el fuego, con mi carta cogida con dos dedos. Y no me producía ninguna pena representármelo en tan ridicula situación.
Supongo que mi reputación de frivolidad debe datar de la imprudencia cometida en el taller de Pinturicchio. No tuve tiempo de comprobarlo. Los tiempos habían cambiado.
Pasaban los cañones por la Vía Apia. Se ensayaban cohetes de fuegos griegos en los fosos del castillo de Sant Angelo. Por las mañanas, nuestros soldados hacían maniobras a orillas del Tíber. Un aventurero llegado de Milán pretendía haberse apoderado de unos planos de Leonardo de Vinci, el ingeniero militar de Ludovico el Moro, y aseguraba que entre ellos había un aparato para volar por los aires, desde el cual los soldados podrían arrojar flechas sobre el ejército enemigo. En fin, había pasado el tiempo de las diversiones. El papa Alejandro se desembarazó de las jóvenes cuya frivolidad debilitaba Roma.
A mí me mandaron a Pesaro, con varias damas principales. Allí volví a encontrar a mi marido. En el pequeño palacio ducal residíamos una decena de nobles romanas, entre ellas la alegre Julia Farnesio, sin contar con las doncellas y damas de honor. En Roma, después de haber hablado de la peste sólo se hablaba de la guérra. En Pesaro, el tiempo que no pasábamos en fiestas lo dedicábamos a prepararlas. Organizamos concursos de belleza. Mis grandes rivales eran Julia Farnesio y Catalina Gonzaga. Cambiábamos de traje a cada paso.
Mi coquetería estuvo a punto de costar la vida a Pedro Caldés, que reventó tres caballos y cayó desvanecido en mi habitación, de vuelta de una correría para buscar telas preciosas para mí. En pago le ofrecí el diamante que lie«vaba en mi dedo.
El nerviosismo nos embriagaba. Hasta mi mando participaba en las fiestas con una especie de desesperado júbilo que no iba con su temperamento.
Pero su indiferencia con respecto a mí no había cambiado. Recuerdo mis traviesas maniobras de entonces, que demuestran que, a pesar de mi inocencia, era toda una mujer. Llamaba a mi marido en el momento en que Caterinella me vestía, o le pedía que me abrochase el vestido o me perfumase él cabello.
Un día me besó en la palma de la mano. Todavía recuerdo el estremecimiento que recorrió mi cuerpo. Me contemplaba, me abrochaba, me perfumaba. Y nada más.
Y este «más», que tanta falta me hacía, lo adivinaba yo a mi alrededor en cada gesto, en cada palabra. Una mañana, Julia Farnesio se había presentado en mi habitación mientras me vestían y me hizo observar que estaba ojerosa..
—Sin duda, habéis dormido poco —me dijo riendo.
Era cierto. Había estado leyendo al Aretino hasta la aurora. Sin embargo, en el tono de Julia, en su mirada, comprendí que suponía otra cosa y que el famoso misterio se sobrentendía en sü risa. Me ruboricé y me besó.
Otra noche, me acompañaba Catalina Gonzaga. En el corredor oscuro que conducía a mi habitación me cogió por la nuca y me dijo al oído:
—Vuestras habitaciones están terriblemente alejadas de las de vuestro marido. No es práctico... ¿Os molesta a menudo por la noche? ¿No? ¿Cómo es esto? Debéis estar preciosa dentro de vuestro gran camisón. ¡Ah, querida, me quejaré a Juan Sforza en la primera ocasión!
No me cabía duda alguna de que se me privaba de algo que ocurría por la noche, en la cama, en brazos de un marido. Ahora bien, ese marido que desde Roma me parecía ridículo, me desagraba bastante menos en Pesaro. Su poder sobre el condado le daba una autoridad que le sentaba bien. Las monedas llevaban acuñada su efigie. Cuando se apeaba de su caballo en la calle Mayor de la villa, todo el mundo se apartaba a su paso. Su manera de erguir la cabeza era muy diferente de la de Roma.
En suma, que me persuadí de que volvía a estar enamorada de él y me pareció morirme de celos la noche de la galera genovesa. Esta galera había salido de Pesaro, procedente de Venecia, con fuerte viento, uno de esos vientos que encrespan el mar y parecen cepillarlo levantando virutas de espuma. Los viejos marinos opinaban que no alcanzaría alta mar y serla empujada hacia la orilla. Su predicción se realizó.
A primera hora de la tarde, los escuderos nos contaron que la galera, rechazada hacia la costa, a una legua, trataba de alcanzar el puerto. Aquel día no había fiesta. Montamos a caballo y nos dirigimos corriendo a contemplar el combate del navio contra el mar.
Dejamos los caballos en una ensenada y nos pusimos a correr a lo largo de una inmensa playa barrida por las olas. La galera estaba tan cerca que podíamos oír el grito de sus remeros y el chasquear de su velamen. A veces, desaparecía casi por completo en una montaña de espuma y sólo distinguíamos el extremo de su palo mayor, donde campeaba el pequeño estandarte genovés.
Anochecía. Virando una vez más de bordo, el navio renunciaba a alcanzar él puerto, dirigiéndose de nuevo a alta mar, y nosotros volvimos al lugar donde estaban los caballos. Pero habiendo amainado un poco el viento, empezó inmediatamente a caer la lluvia. Nuestro calzado se hundía en la húmeda arena. La lluvia y el rocío del mar calaban nuestros vestidos poniéndolos pesados, y la ensenada estaba lejos. Nos refugiamos en una torre en ruinas que debió de ser construida para defenderse de los berberiscos, o para vigilar a los contrabandistas. Sólo encontramos en ella un suelo de tierra apisonada, un techo de negras vigas y murallas medio derruidas por cuyos boquetes silbaba el viento. Los escuderos hicieron fuego. Los leños, húmedos, desprendían más humo que calor, pero estábamos de buen humor y nos reíamos, lo que a Julia y a mí no nos impedía estornudar. Un escudero partió hacia palacio para traemos ropas secas, palanquines y carretas.
Esperábamos, riéndonos a mandíbula batiente, entre—mezclando las carcajadas con crisis de estornudos, en una oscuridad apenas quebrada por el apagado relumbrar del fuego.
Por fin, oímos chirriar de ruedas y ajetreo de sirvientes; habían llegado los benditos trajes. Yo me cambiaba de ropa en un rincón oscuro de la torre ayudada por Caterinella. La morita tiene un instinto despierto y los sentidos constantemente alerta. En seguida comprendí que estaba aguzando el oído. Levanté la cabeza y oí unas exclamaciones apagadas de Julia Farnesio, procedente del otro lado del muro, que tenía boquetes de trecho en trecho.
—Es verdad que está muy oscuro y vos no me veis, pero de todos modos...-decía coqueteando.
Y tras un momento:
—Ya que habéis empezado a friccionarme, podéis continuar. La toalla está caliente, pero yo tengo mucho frío.
Acto seguido oí unos cuchicheos que no logré comprender. Había reconocido la voz de mi marido.
—¿Qué estás esperando? —le dije a Caterinella—. Pon—me el vestido.
En la oscuridad, a pesar de no distinguir el rostro de mi doncella, adiviné que la chocante escena la había afectado. Por lo que a mí se refiere, estaba apenada, sobre todo al pensar que mi marido, en vez de ocuparse de Julia Farnesio, no hubiese pensado en mí, que necesitaba también que me calentasen y me ayudasen a vestirme.
¿Era que no le gustaba? Ésta es la pregunta que acabé por hacerme. Y, sin embargo, mis recuerdos de la casa de Vanozza, cuando era más niña, mi reciente estancia en Roma, la acogida que se me había dispensado en Pesaro, me inclinaban a pensar que mi presencia era más bien grata a los hombres. No había olvidado las miradas ardientes y ansiosas en el taller de Pinturicchio al mostrar mi pecho.
Otro incidente me confirmó mi poder sobre la gente joven. Casi todas las mañanas salía con Caterinella. Se me había hecho indispensable, a pesar de que hablábamos poco y solamente de futilidades. Me gustaba su silencio, su poder de permanecer inmóvil. De su rostro hermoso y sombrío, de labios violeta, sólo se movían sus pupilas doradas de gata. Yo no ignoraba que al preferir la compañía de mi esclava excitaba los celos de Pantasilea, pero en Pantasilea todo era calculado. Sus reacciones eran, sin excepción, convencionales. Pantasilea me fastidiaba y, en cambio, mi pequeña mora me intrigaba.
Así, el día que me dijo que tenía el propósito de tomar un baño de mar, en vez de reñirla le otorgué mi permiso. Volvió con el cabello mojado, lamiéndose el hombro donde el mar había dejado un sabor salado. Ello le recordaba su infancia pasada en lejanas costas.
Yo acabé por acompañarla. Los escuderos que nos acompañaban se quedaban en un bosquecillo de pinos, detrás de los cañaverales, mientras las dos nos íbamos a la larga playa desierta. A fuerza de contemplar su cuerpo menudo negro debatiéndose entre la espuma de las olas, me entró el deseo de hacer lo mismo. Mis recuerdos de historia griega me fortificaron en mi decisión. ¿No era necesario, acaso, saber nadar para ser ciudadano de Atenas? Precisamente Caterinella me proponía enseñarme.
Y me enseñó. Los juegos marinos llegaron a ser interminables. Entablábamos una lucha nadando, jugábamos a hundimos mutuamente la cabeza en el agua. Sólo me preocupaba mi pelo. Estaba tan orgullosa de él que temía la acción del agua de mar. Pero, al contrario de lo que temía, se ponía todavía más hermoso, más claro. Como ocultaba a todo el mundo mis baños, no sabía cómo explicar mi pelo mojado al volver a palacio. Por ello decidí que los sirvientes me llevasen un barreño y jabones raros que usaba para lavarme el pelo en la playa. «Está completamente loca —decía Julia Farnesio—. Se lava el pelo al aire libre. Esto es superstición.»
Y, en efecto, después del baño adquirí la costumbre de lavarme la cabeza, y si la orilla no hubiera estado desierta, habríamos ofrecido un singular espectáculo: dos muchachas desnudas, una rubia y otra mora, ésta lavando, sobre un barreño de oro, el pelo de la otra.
Ahora bien, un día tuvimos un espectador. El tiempo era apacible: aquel día el mar tenía la calma y el color de un espejo. La arena estaba tibia, y Caterinella y yo no nos apresurábamos. Agachada sobre el espejeante barreño; al ver la extensión de mi sombra sobre la playa pensé que debía ser tarde.
Levanté la cara para comprobarlo por la altura del sol. En el lindero de la arena con los cañaverales, un joven nos estaba contemplando. Un poco horrorizada, tuve, sin embargo, la presencia de ánimo suficiente para sofocar un grito. En Roma había oído lo bastante a juristas y diplomáticos para saber que los incidentes surgen por cualquier cosa, y que basta mostrarse indiferente a un hecho para evitar sus consecuencias. Ahora bien, enconarse contra el indiscreto hubiera sido tanto como dar escandalosa publicidad a mis diversiones matinales. Lo mejor era ignorarlo. Ni siquiera llamé la atención de Caterinella, limitándome a decirle que era tarde y, por tanto, hora de vestirme.
Sólo después de haberme puesto la ropa me atreví a volverme hacia los cañaverales. De momento creí que el hombre había huido, pero por entre las sombras que se entrelazaban en el fondo de los cañaverales ocres, pronto distinguí la claridad de un rostro. De él procedía una mirada que no se apartaba de mí. Cuando Caterinella me subió el vestido para ceñirme las medias, sentí que la mirada se hacía densa y me aplastaba.
Tomamos por el sendero a través de los cañaverales. Nuestros vestidos levantaban un rumor; a pesar de ello oí los crujidos de una precipitada huida, Caterinella lo oyó también, pero por una vez su perspicacia la engañó.
—Debe de ser una culebra —murmuró.
Al borde del bosquecillo de pinos, donde dejábamos los caballos, encontramos a Pedro Caldés que venia a nuestro encuentro.
—Es muy tarde —dijo—. Ya venía en busca vuestra.
Entonces los ojos de mi morita parecieron reír, queriendo decir, más o menos: «Felizmente, no nos ha encontrado.»
Yo no me reía. Yo sabía que era él eí hombre que se había quedado petrificado ante mi desnudez en los cañaverales. En aquel momento él desviaba su mirada y yo la mía. Estaba asustada y al mismo tiempo era feliz al sentirle turbado. Los tres nos dirigimos en silencio a los caballos.
Los escuderos y criados dormían esa la sombra. Durante el regreso yo pensaba que aquel hombre también pensaba en mí.
Esta historia parece no tener ninguna importancia y, sin embargo, la tuvo. Acabó de demostrarme que yo gustaba a los hombres y que me gustaba agradarles. Por esto me sublevaba más contra la indiferencia de mi marido. Me confié a Caterinella que, desgraciadamente, era muy poco aficionada a este género de temas. Entonces, a pesar de mi poca confianza en ella, recurrí a Pantasilea.
Me escuchó con mayor atención de la que hubiera podido esperar.
—Si no me hubieseis hablado de ello —me dijo—, estaba yo dispuesta a preguntaros. Por lo que me parece, en efecto, vos y vuestro marido no os habéis decidido a... En fin, soy la primera en creer que ya va tardando demasiado. Lo mismo que vuestra prisa era prematura el día de vuestra boda, cuando sólo teníais trece años, ahora... En el fondo no lo comprendo, pues sois una joven capaz de inspirar vehementes deseos. He visto retratos de la primera esposa de vuestro marido y la verdad es que no hay comparación entre ella y vos...
Añadió que lo más curioso del caso era que, en mi ausencia, Juan Sforza afectaba tener conmigo las relaciones normales entre marido y mujer. Ello probaba que me consideraba lo bastante crecida para hacer de mí una verdadera esposa. En este caso, su reserva no se explicaba por un exceso de delicadeza. Era un misterio.
Lo que más me alegró fue comprobar que Pantasilea tomaba mis quejas en serio, en vez de reírse como había hecho hasta entonces. No acabé de comprender las dos hipótesis que pergeñó, con bastante vaguedad, para rechazarlas luego, por otra parte.
Hoy comprendo mejor las dudas que llegaba a concebir la joven respecto de la salud física de Juan Sforza, y hasta de su salud moral. Por fin, tras haberme hablado de cosas que no entendía, mi confidente acabó por aconsejarme el remedio habitual de las romanas desgraciadas en amor: consultar con una hechicera.
Precisamente había una en Pesaro, que era muy consultada por mujeres que hasta venían de lejos para verla. Se decía que había nacido en el Este, al otro lado de los Alpes, y se llamaba Agripa Kohl.
Pantasilea, pues, fue a verla, le expuso mi caso y volvió con instrucciones precisas. Era indispensable mi presencia en casa de la hechicera el primer viernes después de luna nueva, provista de recortes de uñas y bucles de pelo de Juan Sforza, así como un pedacito de sábana en que él hubiera dormido.
No veía nada fácil procurarme el bagaje recomendado y no lo hubiera logrado sin el ingenio de Caterinella, que se encargó de los tres hurtos sin hacerme una sola pregunta.
La hechicera vivía en una cantera abandonada en las puertas de Pesaro. Su antro era un hueco vaciado en la misma piedra. Estaba alumbrado por un fuego de leños cuyo humo escapaba por un tubo vertical horadado en la roca, en cuyo extremo se divisaba el cielo.
Agripa Kohl, sentada en un escabel, atizaba el fuego. Llevaba un inmenso vestido andrajoso de cuyo interior sacó unas bolas de metal, que hizo rodar encima de sus rodillas, sin dirigirme la palabra.
Su cara estaba congestionada, su grumoso cuello y sus anchas manos, como atadas por venas azules gruesas como el dedo.
Recuerdo todos estos detalles porque estaba impresionada. Por supuesto, no creía nada de todas aquellas prácticas, pero lo extraño del lugar, la sórdida oscuridad de semejante guarida, el secreto carácter de la aventura, se aunaban para impresionarme vivamente.
La vieja sacó un plato grasiento de debajo de su falda, depositó en él, teatralmente, el retazo de sábana, los recortes de uñas y de pelo que le había traído yo y puso el plato sobre el fuego. De vez en cuando, levantaba la cabeza hacia el tubo para ver no sé qué. Pronto mis ofrendas empezaron a asarse, desprendiendo el olor que se percibe en las herrerías cuando el herrero quema los cascos de un caballo para herrarlo. La vieja removió la mezcla con el atizador. Juzgando que no estaba todavía a punto, me pidió que le mostrase la palma de mi mano, sin duda para dar tiempo al tiempo, pues la soltó sin mediar palabra. Satisfecha por fin, derramó sobre la mezcla calcinada unas gotas de un líquido, que produjo una humareda blanca, y luego, sin preocuparse de si se quemaba, amasó la ceniza al rojo todavía en el fondo del plato, hasta darle la forma aproximada de un corazón.
Entonces me tendió una pluma de cuervo, cuyo extremo estaba afilado y me ordenó con su voz balbuciente, que punzara aquel corazón, recitando la oración que todavía recuerdo, a pesar de su estupidez.
Antes que el fuego se apague,
haz que él venga a mi puerta
y que mi amor lo aguijonee
como yo aguijoneo este corazón.
Recité, aguijoneé y hasta temblé un poco. Después seguí los gestos de la hechicera que derramó las cenizas en un cuenco de barro cocido, echó vino encima, removió y lo vació en un frasco que me tendió luego.
—Esta noche, antes de medianoche, echaréis una cucharada de este filtro en la bebida de vuestro marido. En los días sucesivos haced que coma con bastantes especias.
Y el viernes siguiente a la próxima luna nueva, deslizaos en su cama como una serpiente, una hora después de medianoche.
Pantasilea me esperaba fuera. Atravesamos Pesaro como dos ladronas y nos deslizamos en el parque por un portillo cuya llave tenia yo. Una vez en mi habitación, con mi frasco de vino con ceniza, me vi tan ingenua que me dio un acceso de risa. Pero Pantasilea insistió. La consulta había costado mucho y hubiera sido ridículo no aplicar la prescripción hasta el fin.
—Muy bien —le dije—. Solamente que si os parece fácil verter una cucharada de este horror en la botella de mi marido, ya podéis ir, querida. Buena suerte.
Ella se resistió, arguyendo, en primer lugar, que si la sorprendían la tomarían por una envenenadora, y luego, que la hechicera había precisado muy bien que era yo y no otra quien debía verter el brebaje.
En suma, que me aventuré, medio desnuda, por los largos corredores, con mi frasco y una cuchara en la mana Volví a pensar en la observación de Catalina Gonzaga sobre lo alejadas que estaban las habitaciones. Felizmente, en la escalera no había guardias, como en el Vaticano. Para acabarlo de arreglar, llevaba una vela que al menor soplo amenazaba con apagarse.
Entré sin dificultad en la habitación de mi marido, que sabía estaba aún ocupado en el salón del banquete discutiendo con los notables del lugar un impuesto que quería establecer.
La habitación de mi marido era espaciosa. Yo no había entrado allí más que dos o tres veces, de día. Aquella noche me sentí aterrorizada y me serví de mi vela para alumbrar el gran candelabro que vi encima de la mesa. Pensándolo mejor, me di cuenta de que hubiera podido evitarlo y dirigirme directamente hacia la alcoba, cuyas paredes de terciopelo rojo estaba viendo. Pero me acerqué a la mesa y alumbré el candelabro para darme algún ánimo, un poco por casualidad y un poco por el pavor que me causaba la desconocida pieza en la que entraba de noche como una ladrona, en vez de ir directamente a la alcoba.
En efecto, la luz más intensa me dio algún valor. El solemne rumor del mar, que ponía mis nervios a prueba en la oscuridad, me pareció absurdo cuando la pieza estuvo alumbrada. No prestaba mayor atención tampoco al batir de los postigos de la ventana. Corrí hada la alcoba. Sobre un pequeño escabel redondo, colocado al alcance de la cama encontré la botella que mi marido usaba para beber por la noche y al levantarse. Contenía una mezcla de vino y miel que a mí no me gustaba, pero que apasionaba a Juan Sforza, que decía que no había nada mejor contra las fiebres que le asaltaban a veces por la noche. Esta supuesta ambrosía, el falso néctar, la mala imitación del brebaje de los dioses, tenía en mi opinión un gusto detestable y el añadido de una cucharada de mi vino de cenizas no iba a despertar sospechas al beberlo.
Vertí la cucharada y me sentí muy alegre. En aquel momento no esperaba grandes milagros del remedio de la hechicera, pero estaba contenta de mi expedición nocturna. Mi inclinación aventurera se sentía tan satisfecha como cuando por las mañanas iba a sumergirme en el mar con Caterinella. A ello se mezclaba el placer del engaño. Me reía de aquel marido que, sin sospecharlo, iba a tragarse con su hidromiel los restos de su sábana, de sus uñas y de su pelo.
Realizado mi cometido, no deseaba eternizarme en di teatro de mis hazañas. Estaba ya en la puerta, muy orgullosa del relato que sin falta le iba a hacer a Pantasilea, cuando me acordé del candelabro. Estuve a punto de olvidar que al alumbrado había dejado huellas de mi paso. En dos brincos, volví a la mesa. Hinché los carrillos para soplar. Un instante más tarde dejaba fluir suavemente el aire de mi boca. Pero no era caso de apagar una luz gracias a la cual se me ofrecía ocasión de enterarme de cosas imprevistas.
Bajo el candelabro había una carta no firmada aún, pero escrita por mi marido. He aquí, aproximadamente lo que decía la página que al atraer mi mirada, me había trastornado al mismo tiempo:
«Vuestra Excelencia no se puede dar idea de las dificultades en que me encuentro tras el cambio de alianzas. Hace meses que intento en vano encontrar un apoyo que ha sido socavado, tanto por vuestra alianza imprevista con los franceses, como por la igualmente imprevista del papa Alejandro con los napolitanos. Recibido en Roma como amigo y confidente, en los días de mi boda, he contemplado agravarse mi situación, de semana en semana, a medida que llegaban noticias más concretas de Lyon, de Madrid, de Nápoles y de Milán. Para evitar tomar partido en el litigio que os separaba de Su Santidad el Papa, he recurrido al pretexto de la peste al objeto de alejarme de Roma, aún a riesgo de pasar por un cobarde.
»Desde ese retiro, mi situación no ha mejorado. Mi esposa Lucrecia, al reunirse conmigo, era portadora de una carta de Su Santidad el papa Alejandro, ordenándome comprometeros en su causa o romper toda relación con Milán. Hace dos meses, un despacho de César Borgia me ha sumido en una nueva inquietud. No ignoráis el ardor político de ese príncipe, dispuesto a sacrificarlo todo a su sueño de unidad italiana. En su mensaje, tras recordar brevemente las relaciones entre Roma y Milán, me hacía observar con bastante dureza mi fracaso en la labor que me incumbía de procurar un acuerdo entre ambos Principados. Llegaba a la conclusión de que, en lo sucesivo, debía pronunciarme claramente y que, feudatorio de Su Santidad el papa Alejandro por mi condado de Apesaro y por mi alianza con su hija Lucrecia, mi deber más elemental era unirme a su causa en la guerra que se iba a desarrollar entre Nápoles y Roma por una parte, y Vuestra Excelencia y el rey de Francia, por otra.
»Intimidado, como podéis suponer, me he apresurado a contestar a César Borgia que mi elección estaba decidida desde hacía mucho tiempo y que mis votos eran enteramente por Roma y hasta por Nápoles, a pesar de la hostilidad que enfrentaba a su rey con mi antigua familia. La respuesta no se hizo esperar. César Borgia me abrumó de bellas frases y destinó la primera parte de su carta a formular votos por mi salud y mi gloria. Desgraciadamente, terminaba diciendo que mi fervor por la causa de los Borgia, no pudiéndose manifestar en mejor ocasión que la guerra, había obtenido de Su Santidad que se dignase interesarse por mi valor. Tenía el placer de comunicarme que se me confería el mando de uno de los regimientos napolitanos que deben participar con las tropas romanas en la defensa de los Estados pontificios, contra vuestras tropas y las de Su Majestad el rey de Francia.
»Heme aquí, pues, en vísperas de hacer armas contra vos, a quien lo debo todo y estoy ligado tanto por la sangre como por las tradiciones de mi casa. Sin embargo, no veo qué otro partido puedo tomar, puesto que en el último mensaje que me habéis hecho llegar juzgáis «inoportuno» mi proyecto de huir de los Estados Romanos para ir a vuestro encuentro. Así, pues, he aceptado dicho mando diciéndome, a modo de consuelo, que mi participación en los asuntos militares me permitiría informaros con mayor exactitud de lo que he hecho hasta la fecha, sobre los efectivos, armamentos y movimientos de tropas.
»Contad, pues, conmigo, a despecho de las muestras de devoción que me veo obligado a mostrar por la causa romana, como con el más fastidiado, pero el más celoso de vuestros soldados.»
La carta, evidentemente dirigida al tío de Juan Sforza, Ludovico el Moro, convertido por la fuerza de las circunstancias en nuestro más pérfido enemigo, continuaba, efectivamente, con informaciones precisas sobre los ejércitos romanos y napolitanos y principalmente sobre el movimiento de tropas del duque de Calabria en la Romana.
Experimenté tan vivo horror, de pronto, que retrocedí un paso para dejar de ver la angulosa escritura de mi marido, ocupado en traicionar a los que le habían acogido, dotado, pagado y considerado como uno de los suyos.
El recuerdo de Coriolano acudió a mi memoria. Por lo menos, el general romano que se pasó al enemigo y quiso asediar a Roma, tenía la excusa de haber sido injustamente tratado por sus conciudadanos, mientras que, en cambio, Juan había recibido de Roma y de mi familia atenciones dignas de un hijo. Así, aquel hombre no sólo me descuidaba a mí, sino que traicionaba a los míos.
Ahogué un grito. La alcoba era mi solo refugio y hacia ella corrí. La puerta, que acababa de chirriar, se abrió de par en par. Una luz vacilante inundó la pieza. Oí cómo Juan Sforza despedía a los criados y deseaba buenas noches a Pedro Caldés.
Después la puerta se cerró y entre los resquicios de la alcoba donde me había refugiado vi que mi marido ponía sobre la mesa el candelabro que sin duda acababa de coger de manos de un criado. Canturreaba una tonada. Se interrumpió al ver en el otro extremo de la mesa el candelabro que yo había dejado encendido y el pequeño al lado.
Su mirada se dirigió con viveza hacia las ventanas. Después se fijó en las profundidades de la pieza donde se hallaba la alcoba. Había llevado la mano al cinto y vi brillar su daga.
Después oí su voz llamando a los criados. Pero, como os he dicho ya, en Pesaro no estábamos guardados como en Roma. Los sirvientes debían de haberse retirado ya a sus cuchitriles, al otro extremo de la planta. Adiviné lo que pasaba por la cabeza de mi marido. Le inquietaba el candelabro encendido y al mismo tiempo se preguntaba si no lo estaba por una simple negligencia, y temía quedar en ridículo llamando a su servidumbre para registrar una alcoba vacía.
Predominó este temor. Cogió el candelabro con una mano conservando su daga en la otra y avanzó hacia mi refugio paso a paso. Aquella noche iba vestido de negro, color que favorecía su piel oscura. El movimiento de las llamas del candelabro aumentaba su estatura, alargando su sombra gigantesca, que bailaba hasta la otra pared, entre las dos ventanas.
Desapareció de mi vista, pero un pequeño choque me indicó que acababa de dejar su candelabro sobre el escabel, al lado de la botella, pues quería tener la otra mano Ubre. En efecto, se sirvió de ella para apartar la cortina mientras avanzaba su puñal a ciegas en las tinieblas interiores de la alcoba.
—¿Un puñal? —exclamé con mi voz más frívola—. ¿Es ésta la manera como un marido debe recibir a su esposa en visita?
Retrocedió y a mi me entraron ganas de reír al ver el miedo que mi voz le había causado. Me consolaba un poco del que yo habla pasado mientras él avanzaba hacia la alcoba.
Volvió a su ofensiva, pero esta vez con el candelabro en la mano, cuyo humo me dio en las narices haciéndome estornudar.
—Entonces ¿sois vos, señora? —preguntó en voz baja.
—Por supuesto... ¿Quién queríais que fuese?
Se desataron demasiadas emociones contenidas y me puse a charlar inútilmente:
—Son visitas que se hacen entre esposos... ¿Acaso no lo sabéis? La noche de nuestra boda lo intenté ya. Lo recordáis, ¿no es cierto? César me sorprendió. Afortunadamente, César no está en Pesaro.
A la luz del candelabro, lo vi sonreír más cohibido que animado.
—Muy amable por vuestra parte —dijo por fin—. ¿Hace mucho tiempo que esperáis? ¿Media hora? Poco os debéis haber divertido en esta alcoba.
—Me he escondido en la alcoba para sorprenderos a vuestra llegada.
Apenas hube hablado, comprendí que había dicho una tontería. De haberle dicho que acababa de llegar, habría ahorrado a Juan Sforza el temor de que hubiese podido leer la carta reveladora. Era demasiado tarde para volver atrás de mi imprudencia. Me callé.
No obstante, Juan Sforza tenía una expresión más bien embarazada que recelosa. Me tranquilicé pensando que atribuía mi visita a la sola preocupación de obligarle a interesarse por mí y que a su vez estaba preocupado por encontrar la salida a la situación.
—¿Sabéis —preguntó riendo— que habéis logrado asustarme?
Y con un gesto que debía ser maquinal al entrar en su habitación cogió su botella y bebió tres buenos tragos. Luego dejó el objeto de mis temores sin parecer notar el gusto que su brebaje preferido hubiera podido tomar y su mirada se posó otra vez en mí.
Yo estaba acurrucada en la cama, apenas vestida con una camisa de lino muy escotada y transparente. Por la inclinación de su mirada sentí que despertaba su interés y eché instintivamente la sábana sobre mis piernas que habían quedado al descubierto sin darme yo cuenta en mi precipitada huida hacia la alcoba.
Después me ruboricé y eché mi camisa más arriba de—.L mis muslos, que no estaba antes de mi púdico gesto.
—Después de todo —dije—, me habéis visto más desnuda que ahora, la noche de nuestra boda, durante la ceremonia del notario. Y, por otra parte, ¿no es éste el derecho del marido?
Hay que recordar mi inocencia de entonces para apreciar en su justo valor mi actitud aparentemente provocativa que expresaba solamente mi oscuro presentimiento de las relaciones corporales del hombre y la mujer. Para Juan, que no me creía tan ingenua, mi gesto y las palabras que lo había acompañado, fueron una invitación apenas disimulada al diálogo amoroso. Sobre todo, cuando añadí al instante:
—Y además, ahora ya no soy una niña de trece años como el día de nuestra boda.
Más que este argumento, lo que turbó la sólida indiferencia de mi marido fueron mis piernas abandonadas al vacilante abrazo de la luz y de la sombra. Todavía se resistió al deseo, pero acabó por inclinarse sobre mí con una sonrisa apenas esbozada y la mirada fugitiva. Por fin iba yo a conocer lo que conocen todas las mujeres casadas.
Primero rozó mi rodilla y su caricia, la primera que me hizo la noche de nuestra boda, me fue profundamente agradable.
Estaba segura de mi victoria y me reprochaba haber dudado del poder de la hechicera. ¿No era evidente que la mezcla producía su efecto? En cuanto a lo que iba a seguir, no intenté adivinarlo. Esperaba, feliz y asustada, pero no tanto como para no recordar las palabras de la nodriza de Antonia, mi compañera de convento, que abrumada por las preguntas que ésta le hacía, le contestó: «Vamos, ninguna muchacha ha muerto de esto.»
De pronto, el peso del cuerpo de Juan Sforza me aplastó. Sus labios recorrieron mis hombros velados por la camisa y sus manos la subieron lentamente hacia mis caderas.
Me besó brutalmente en la boca, me levantó, me quitó la camisa, lo que me dejó completamente desnuda, y volvió a abalanzarse sobre mí. Yo no estaba enamorada, sino trastornada. Iba a saber... Sus rodillas luchaban contra las mías. Comprendí que quería que separase mis piernas y, por más que una confusa aprensión me desaconsejara este gesto, las abrí dócilmente.
Entonces se produjo una ráfaga de viento. En Pesaro conocíamos este viento nocturno que, en esta estación, se levanta algo después de medianoche y en breves ráfagas desciende hacia el mar. Se le llama poniente y sirve hasta para situar un acontecimiento. La fiesta duró hasta después del poniente. Una viva ráfaga de poniente ensanchó, pues, la abertura de las ventanas y barrió la habitación, levantando las cortinas de la alcoba, haciendo bailar las llamas del candelabro y lanzando a través de la pieza un rollo blanco que se deslizó rumorosamente sobre las losas.
Los acontecimientos se precipitaron. Yo no había tenido tiempo de pensar que aquel rollo era la carta de mi marido a Ludovico el Moro, cuando ya, de un brinco, Juan se había levantado y corría a recogerla. La depositó sobre la mesa sujetándola con el candelabro, para impedir que el viento la arrebatase de nuevo. Después advirtió mi pequeño candelabro, que estaba al lado, y el frasco de la hechicera.
Yo adiviné los pensamientos que lo asaltaban. Me sentía tanto más desorientada cuanto que en los momentos precedentes había olvidado por completo el descubrimiento de la carta y que en el mismo instante en que entraba mi marido lo estaba acusando de traición. Estos bruscos recuerdos arrojaron más leña al fuego del desorden que reinaba en mi espíritu.
—Este candelabro es vuestro, ¿no es cierto? —me preguntó Juan en voz baja desde el otro extremo de la pieza.
—¿Qué candelabro?
Yo trataba de ganar tiempo.
—¿Y este Irasco? —prosiguió.
—Claro que es mío el candelabro —repliqué osadamente—. No os iréis a figurar que por vuestro amor he venido a oscuras desde mi habitación a la vuestra. No se trataba de una peregrinación, mi querido Juan, era una visita.
Me sentía satisfecha de la mordacidad de mi respuesta y me confirmaba en la idea de que yo era más inteligente que mi marido. Por desgracia, él tenía pruebas en la mano. Blandía el fiasco.
—¿Y esto? —gritó—. ¿Y esto?
Todavía me parece oírlo. Reconozco que estuve exasperante hasta más no poder, al contestarle con aires de protección.
—Esto es un frasco, amigo mío, ¿no lo veis?
Al mismo tiempo pensaba: «¿Late su corazón tan fuerte como el mío?»
Yo estaba acurrucada al borde de la cama. Hubiera podido ponerme la camisa; pero temía, por un gesto que hubiera podido parecer un preparativo de fuga, aumentar las sospechas de mi marido. Y también porque, a pesar de mi inocencia, creía que mi mejor defensa era mi desnudez.
Juan volvió a mi lado. Yo seguía sus movimientos mirándolo con los ojos entornados. «He de dar la sensación de no tener miedo», pensaba.
—¿Habéis leído esta carta?
Yo me digné a abrir los ojos fingiendo sorpresa.
—¿Qué carta? ¿Había una carta?
Quedó desconcertado por mi aplomo. Insistiendo en mi ignorancia, simulé no haber comprendido la pregunta y traté de defenderme llevando la cosa a otro extremo.
—Os juro, mi buen amigo, que no he escrito ninguna carta a nadie.
En unas zancadas volvió a acercarse a la mesa. Cogió la carta y la agitó como un poseso.
—¡Ésta! —vociferó—. ¿La habéis leído o no? ¿Os atreveréis a negarlo?
Luego su voz se ahogó. Dirigió una mirada asustada hacia la puerta. Yo comprendí que temía que los guardias hubiesen oído sus gritos y acudiesen interrumpiendo una discusión cuyo objeto principal era su traición. Su pánico me tranquilizó. En el fondo, era yo quien podía levantar la voz.
—No me explico tanto ruido por una carta que el poniente ha hecho volar —dije tranquilamente—, En cuanto a si la he leído, mal me conocéis. Jamás me ha divertido vuestra prosa. La encuentro fastidiosa, demasiado solemne.
Se detuvo al pie de la cama.
—Si no la habéis leído, ¿cómo sabéis que la he escrito yo?
Se sentó en un taburete, como para indicar que la conversación no había hecho más que empezar. Sus manos temblaban, pero su expresión era sosegada.
—Si no la hubieseis leído —insistió—, podíais haber creído que yo era su destinatario.
—Cuando habéis llegado, yo acababa de entrar. Ni siquiera he visto esa carta.
—Hace un instante me habéis dicho que hacía media hora que me estabais esperando.
Se hizo un largo silencio. En aquel momento, Juan Sforza tenía un aspecto más abrumado que furioso. Se pasó repetidamente la mano por la cara y luego, con un gesto maquinal tomó su botella del escabel y llevó el gollete a sus labios. De pronto, se detuvo y miró la botella al trasluz. Veía, lo mismo que yo, moverse los restos de ceniza en el oro oscuro del brebaje. Y lo que yo esperaba se produjo. De un salto tomó el ¿rasco, lo destapó, vertió unas gotas en un vaso y se puso a examinarlo. El terrible examen le reveló que contenía un polvo gris. Se quedó pensativo un instante.
—Habéis querido envenenarme, porque habláis leído mi carta.
Trataba de hablar con calma. Estaba pálido y conservaba en las manos el frasco de Agripa Kohl. Se inclinó para olerlo, pero se detuvo tan aterrorizado que me estremecí. Recordaba sin duda que, según se dice, hay olores que bastan para matar. Con voz casi suplicante me dijo:
—He bebido tres tragos, tal vez cuatro. No os queda otra oportunidad que decirme la verdad. Bastan para...
Ni siquiera se atrevía a decir «para matarme», y su pánico impotente empezaba a divertirme. Debí de sonreír y él debió de tomarlo como la satisfecha ironía de una envenenadora a juzgar por el salto que dio hacia mí.
—En este caso —dijo con voz ahogada—, moriremos juntos.
Ni siquiera tuve tiempo de gritar. Se había precipitado sobre mí como un demente. Su rodilla me oprimía el pecho. Me había cogido por los cabellos para inmovilizar mi cabeza sobre la cama. El gollete del frasco me aplastó los labios.
Pasado el primer movimiento de terror me dio un acceso de risa, que aprovechó para introducir el gollete entre mis dientes. Su rostro atento y furioso estaba encima del mío. A cada hipo producido por la risa que me había asaltado, refluía un poco de líquido que se proyectaba contra su barbilla. Cuando creyó que me había hecho tomar bastante para provocar una común agonía, me soltó bruscamente.
—Me habéis hecho daño —dije encolerizada, pasándome la lengua por los labios lastimados.
Se lo dije así, pues se me habían pasado súbitamente las ganas de reír y miraba a mi marido con odio. Él se mantenía encima de mí, en su actitud de gladiador victorioso. Con un esfuerzo, arqueándome por sorpresa sobre la espalda, le hice bascular. Tendió la mano para asirme el cuello, quizá porque quería sujetarme de nuevo inmovilizándome o porque quería agarrarse a mí al vacilar. Yo le mordí la mano con fuerza.
Entonces me soltó, saltó de la cama y dio irnos pasos retrocediendo, sin abandonar el frasco que estaba ya medio vacío. Volví a pensar en la miedosa animación con que había ido a casa de la hechicera, en la paciente espera mientras ella preparaba la mezcla, en la exaltación con que había emprendido mi expedición nocturna. Todo ello, destinado a hacer de Juan Sforza un hombre más sensible a mis encantos. ¡Valiente resultado! Medio estrangulada, había perdido unos mechones de pelo arrancados, tenía un labio lastimado y mi marido rugía delante de mí como un beluario. Aquello era injusto.
—¿Por qué lloráis? —preguntó sordamente—. ¿Es porque sabéis que vais a morir?
Esta ridícula pregunta me devolvió algo de mi buen humor. Incluso me pareció ver en ella un asomo de interés por mí. Pero en seguida añadió:
—Habéis bebido una docena de tragos —me dijo—. Yo sólo tres. Esto sin contar que el veneno no era puro, pues lo habíais mezclado en la bebida. ¡Por el amor de la Madona, contestadme! Suponiendo que la dosis que habéis tomado sea mortal..., la mía... ¡Ah, os lo suplico, decidme si la que he tomado yo lo es!
Dejé de llorar y lo contemplé con desprecio. Me senté al borde del lecho, recogí la camisa que se había caído al suelo y me la puse. Después, me arreglé un poco el pelo y me levanté.
—¿Adónde vais?
Su rostro estaba bañado en sudor.
—A morir en mi habitación —le contesté como si se tratase de un programa a desarrollar con naturalidad.
—Quedaos aquí.
—¿Quién me impedirá salir? ¿Vos?
Hizo con la cabeza un gesto afirmativo.
—En este caso, gritaré. Y no olvidéis que la guardia de este palacio pertenece al Vaticano.
Me dejó atravesar la mitad de la pieza sin tratar de impedirlo. Me dio lástima.
—No tengáis miedo —le dije—. Lo que habéis bebido no ha matado a ningún hombre.
La fórmula de la nodriza de Antonia volvió a mi memoria.
—Pero... ¿y vos? —preguntó otra vez angustiado.
No pude resistir el deseo de impacientarlo aún más.
—Yo estoy perdida. Me voy a mi habitación, a pedir el viático de la Santa Iglesia. Después reuniré a mis sirvientes y a los oficiales de la guardia y les diré que me habéis envenenado porque había descubierto el secreto de la traición que tramáis a favor de vuestro tío, Ludovico el Moro.
De un salto se había interpuesto entre la puerta y yo, jadeante. Yo tenia la impresión de jugar un juego algo peligroso, como el de hacer beber cerveza a un puerco y luchar luego contra él, aunque el juego no acabase de divertirme. La facilidad con que mi marido había sospechado de mí, demostraba que no me creía capaz de quererle lo más mínimo. En el fondo, me daba cuenta de que tenía razón: no le quería. Era desagradable sondear aquel abismo.
—No sois más que un estúpido, mi pobre Juan —murmuré, fatigada.
Pero como seguía inmóvil delante de la puerta, fulminándome con la mirada, resoplando y abombando el pecho, me puso nerviosa y añadí:
—Un estúpido... y un impotente.
Me impresionó profundamente el efecto que pareció producirle la palabra cuyo sentido ignoraba yo por completo y que se me había ocurrido al azar. Había que buscar su origen en las incomprensibles hipótesis que Pantasilea había enumerado para tratar de explicarse la indiferencia de mi marido con respecto a mí.
—No merezco semejante ultraje —dijo Sforza, ruborizándose un poco—. Nadie podría reprocharme por haber empezado respetando vuestra corta edad. Después si no me he decidido a cambiar la situación es porque esperaba...
—¿Qué esperabais? —pregunté, interesada.
—Esperaba que no estallaría la guerra.
—Perdonad, pero no acabo de comprender qué tiene que ver la guerra conmigo.
—Sin embargo, habéis leído esta carta. ¿Os parece que mi situación es agradable? Estoy luchando entre el afecto que tengo por mi tío y mis deberes con respecto a mi nueva familia. Es atroz, ¿comprendéis? Decir blanco y hacer negro, mentir, prestar servicios a ambos lados con la esperanza, cada día desmentida por los hechos, de que las cosas entre Roma y Milán acabarán por arreglarse y que entonces podré llevar la vida limpia y tranquila que deseo.
—Sigo sin comprender en qué...
—No he querido crear un hecho irreparable entre nosotros.
Con esta explicación yo no veía más claro que antes. Sin embargo, de haber sido menor mi ignorancia, habría comprendido. La verdad es que necesité mucho tiempo para entender las causas de la prudencia de mi marido.
Desconcertada por aquella justificación, para mí hermética, di un paso hacia la puerta sin que mi marido tratase de impedirlo. Había recobrado su aplomo desde que mi actitud le había tranquilizado ahuyentado su temor de haber sido envenenado. Era evidente que no temía ya el misterioso brebaje que yo había llevado conmigo. Su única inquietud se cifraba en la posible divulgación de su carta. Yo tenía la seguridad de que apenas yo hubiese salido de la estancia se apresuraría a quemarla en un candelabro. La supresión de la prueba tangible de su traición, no le ponía al abrigo de una denuncia que mi hermano César hubiera tomado, sin duda alguna, muy en serio.
—¿.Qué vais a hacer? —me preguntaba su mirada.
La guardia estaba al alcance de mi voz. Yo había empuñado el pomo de la puerta y él sabía que desde aquel momento estaba a mi merced.
Y yo no sabía qué partido tomar. De mi estancia en el convento conservaba el horror de la delación. Por otra parte, estaba en juego la suerte de mi familia. Mi primera idea había sido advertir a César que mi marido era un traidor. Pero pensándolo mejor, comprendí la difícil situación en que le había puesto la ruptura entre Roma y Milán. Un hombre de carácter, sin duda hubiera encontrado una solución firme, pero poco tiempo de convivencia con Juan Sforza bastaba para saber que si a veces no le faltaba ingenio y hasta tenía ráfagas de valor, en cambio, no tenía decisión ni arrojo. Era hombre que se dejaba llevar por el vaivén de los acontecimientos, tratando de mezclar el fuego y el agua, no comprometerse con la izquierda, sino cuando se había comprometido ya con la derecha, tan débil en sus afectos como tímido en sus enemistades. «Después de todo —me dije —los informes que le suministra a Ludovico se los podría proporcionar lo mismo cualquier oficial de mi guardia. Y como Ludovico debe tenerle al corriente de sus intenciones, es probable que Sforza, a modo de compensación y para congraciarse con el Vaticano, traicionará un poco a su tío en provecho de mi hermano.»
Vacilante aún, envuelta en mi camisa desgarrada, cerca del pobre Sforza, cuya jadeante respiración percibía, recordé la espada que se había alzado sobre mi cabeza el día de mi boda. Simbolizaba que debía recordar siempre el juramento de fidelidad hecho a mi marido. ¿Qué otro significado podía tener sino que yo no debía traicionar a mi marido, aunque él traicionase un poco?
—Dormid tranquilo —le dije riendo— y no os preocupéis por otra cosa que por digerir vuestras uñas y vuestros cabellos.
Esta recomendación, que él no podía comprender en modo alguno, lo dejó aturdido. Yo le había dado ya con la puerta en las narices y descendía la escalera penosamente, pues me había olvidado de mi candelabro.
Al verme entrar en mi habitación, Pantasilea profirió un grito. Estaba esperando, en camisón, sentada sobre un cojín con los ojos enrojecidos de sueño. Mi prolongada ausencia, la había inquietado de tal modo que había hecho levantar a Caterinella, que dormitaba a su lado, hecha un ovillo, sobre otro cojín.
—¿Qué ha ocurrido? —me preguntó.
Caterinella me contemplaba, bostezando, con una mirada hostil. Las dos mujeres estaban celosas una de otra, y mi mora, sospechando que existía un secreto entre Pantasilea y yo, me lo reprochaba silenciosamente.
Estuve a punto de contestar que era yo quien había bebido el brebaje destinado a inflamar a mi marido, que había estado a punto de ser tratada como una esposa, pero una historia de traición se había interpuesto entre ambos y habíamos acabado peleándonos. Hubiera sido demasiado doloroso, en realidad. Sentía vergüenza de mi mala suerte, de mí y de mi marido.
Entonces, como Pantasilea advirtiese que mi camisa de dormir estaba arrugada y mi pelo alborotado, me miró con aire interrogativo y yo hice con la cabeza un gesto afirmativo.
Y con golosa complicidad, cuchicheó:
—¿Habéis sido feliz?
No podía hacer otra cosa que persistir en mi mentira.
—Sí —le dije—. Mañana mismo llevaréis una bolsa a la hechicera.