CAPÍTULO II
LAS BODAS DE LA JOVEN LUCRECIA
Lucrecia avanzaba animosamente por la oscuridad del corredor, con las manos delante como si fuera ciega.
—Haces tanto ruido como un navío avanzando a toda vela —observó Gandía con la voz apagada, debido a las paredes abovedadas del corredor.
Era verdad. Su inmenso traje de raso rojo en el que serpenteaba el oro, se deslizaba paso a paso susurrante, y la cola resonaba como un eco, a pesar del cuidado de la pequeña Caterinella. Las mangas de muselina añadían un murmullo entrecortado a los chasquidos del raso. Los altos tacones de los zapatos sonaban sobre el mármol. Lucrecia respiraba a un ritmo rápido y a cada movimiento de sus hombros el tintineo de su collar de rubíes cadenciaba el tumulto de toda aquella artillería femenina.
—¡Ay, me he dado un golpe! ¿Qué ha sido?
—La puerta —dijo Gandía—. Tienes que inclinarte para entrar. Se te ha reservado una puerta de conspirador. ¿Puedo abrir? ¿Estás, de verdad, preparada? Atención, es la entrada en el circo. Están todos esperándote.
—No me dan miedo —repuso Lucrecia con voz temblorosa.
Dos días antes había pasado por la prueba del fuego. Había tenido que esperar en su «loggia», ante las ovaciones de la muchedumbre romana, la llegada de Juan Sforza, quien después de entrar por la puerta del Pueblo, acababa de atravesar la ciudad al son de las trompetas. En medio de todos los caballeros había distinguido vagamente uno que saludaba. Pantasilea le indicó con el codo que había llegado el momento de sonreír, y así lo hizo, con bastante languidez y picardía. Después la felicitaron por su sonrisa. Sobre las calles había caído una lluvia de confeti Había vuelto a su habitación de niña sin poder acordarse de si su casi marido era rubio o moreno.
Al cabo de unos segundos iba a verlo otra vez. Parece que sobre ella tenían que colocar una espada, con el fin de recordarle el peligro al cual se expone la esposa que no es fiel. Era la espada lo que la divertía y exaltaba su imaginación, y no la fidelidad. Esta palabra se le aparecía vacía de sentido, pura retórica, un término de compromiso como los que acostumbran a usar los adultos en sus discursos.
—Así pues —dijo impaciente Gandía—, ¿estás dispuesta?
Lucrecia se volvió hacia Caterinella. La xnorita agarraba tenazmente la cola. Iba vestida al modo berberisco, con una rígida túnica blanca satinada. Tenía la cabeza rodeada por un gracioso turbante rosa. Como le costaba esfuerzo hablar italiano, articulaba cada palabra cuidadosamente, separándola de la anterior.
—Está oscuro —le dijo—. Pero estáis muy hermosa.
—Vamos, pues.
Juan de Gandía empujó la puerta y entró en la gran sala iluminada. Al principio, Lucrecia no pudo ver más que la espada de su hermano, resplandeciente en su traje de oro estampado. Al hacer Juan un movimiento con la mano pudo ver cómo le brillaban las mangas, que estaban totalmente guarnecidas de perlas, con más perlas que las suyas. Se elevó un murmullo de todos los asistentes. Los invitados estaban tan adornados y apretados, que en el primer momento le pareció a Lucrecia imposible poder penetrar en aquella masa de oro y terciopelo. Se alzó sobre sus tacones y vio al fondo de la sala a unos cuantos magnates que, para poder verla mejor, se empinaban en la inmensa chimenea. Felizmente Pantasilea estaba a dos metros de ella. Con un movimiento le señaló que era al otro lado de la sala donde tenia que mirar. El papa Alejandro estaba sentado sobre su trono dorado, que no conseguía brillar más que los jubones de los invitados. Sonreía con sus gruesos labios y tenía el entrecejo fruncido y la mirada viva y sombría. Entre aquel tropel de gente se abrió un camino que conducía hasta él.
Lucrecia atravesó la sala sin saber cómo, entre aquellos hombres y mujeres demasiado perfumados. El aposento era demasiado estrecho y el olor tan sofocante, que la niña se puso a toser.
Un hombre alto le ofreció un pañuelo. Iba vestido de rojo, sin una joya, y tenía los cabellos tupidos y rojos, los labios apretados, vagamente sonrientes y la mirada clara y fría. Al coger el pañuelo, Lucrecia reconoció a su hermano César.
—Tengo mucho calor —le dijo.
—Tendrás todavía más —contestó soñador César Bor—gia, retrocediendo un paso.
En aquel momento se le unió Gandía y los dos se dirigieron hacia la puerta, tratando de apartar a las mujeres multicolores que no dejaban de hablar de Lucrecia.
—¡Qué pequeña es!
—¿Es realmente rubia?
—¡Qué poco pecho tiene!
—¡Qué ojosl
Un oficial, en el que reconoció a Pedro Caldes, le llevó un vaso de agua; pero pronto se oyó una voz autoritaria. Lucrecia volvía la cabeza a derecha y a izquierda como un pájaro. Por fin reconoció al obispo de Concordia, que era quien había de bendecir su unión. El vaso de agua se alejó, ya que el obispo lo había juzgado contrario a la etiqueta. Después volvieron a chirriar las puertas.
—No sueltes mi cola —le recordó Lucrecia a la mora.
Los asistentes se apartaron otra vez. César y Gandía reaparecieron. «Esta cara la he visto en algún sitio», pensó Lucrecia al ver al hombre que les seguía. Una nariz recta, ojos distraídos y un gesto de altivez en la boca. Era Juan Sforza. Llevaba un traje de oro estampado, aunque menos rico que el de Juan de Gandía. En varias ocasiones se llevó la mano a su collar, una pesada y larga cadena de oro, como si temiera perderlo.
Lucrecia deseaba intensamente que este marido le gustara, y al ver que, con una expresión indecisa, dudaba a cada instante, se persuadió de que debía de ser poeta.
Y como no miraba a nadie de frente y esquivaba los abrazos, creyó que se sentía tan ajeno como ella a todo aquel gentío.
Se atrevió a levantar los ojos, contra lo que exigía la decencia, tan fuerte era el deseo que sentía de hacerle comprender que participaba de su malestar, puesto que se consideraba ya su mujer. Las jóvenes son maestras en el arte de persuadirse a sí mismas de que adoran, y hubo verdaderamente un resplandor de fuego amoroso en la mirada transparente de Lucrecia.
Mientras la conducían a través de la sala se iba preguntando si los asistentes no se darían cuenta de lo fuerte y de prisa que le latía el corazón. Después se sorprendió del silencio que había. La arrodillaron sobre un cojín de terciopelo. Después, unas palabras latinas pronunciadas delante de ella con voz sepulcral, le hicieron levantar la cabeza. Entonces comprendió que aquel orador solemne era el notario y trató de recordar la lección. Era sencilla, bastaba con responder en latín: «Sí, lo quiero.»
—La quiero y de buen grado —articuló con bastante firmeza Juan Sforza, cuando el notario recuperó el aliento, después de haber enumerado los deberes a los que obliga el matrimonio y preguntado a los esposos si estaban dispuestos a cumplirlos.
—Sí, lo quiero-repitió Lucrecia.
Beneimbene, el notario, siguió hablando. Juan Sforza y Lucrecia dijeron una vez más que sí querían. Después se les hizo levantar. Lucrecia pensaba: «¿No es más que esto?» Y se acordó de la espada.
—¿Y la espada? —preguntó.
Había hablado más fuerte de lo que creía y con una vivacidad tan infantil que las damas que la rodeaban se echaron a reír. Se extendió por la sala un creciente rumor. Todos se repetían la pregunta de Lucrecia. ¡Había preguntado por la espada! Era la primera muchacha de Roma que se preciaba de conocer el castigo contra la infidelidad. Juan Sforza había fruncido el ceño y a Lucrecia le sentó mal su aspecto ofendido. Hubiera podido hacerse cargo de que ella estaba todavía en la edad de jugar y que bien se le podía escapar cualquier niñería. Furiosa, estuvo a punto de declarar que ya no quería la espada, como si el arma que el capitán general de la Iglesia tenía suspendida sobre ella no fuera más que una advertencia que ya no le importaba.
—No olvidemos lo principal.
Era Juan de Gandía, que apareció con una taza de miel.
Un nuevo rumor se extendió por la sala. La prueba de la miel era una originalidad practicada sobre todo en las bodas de los alrededores de Roma. Consistía en ofrecer miel a los dos esposos y en hacer augurios acerca de su matrimonio según la manera cómo ingerían su cucharada.
—No me gusta la miel así-protestó Lucrecia.
No podía más. Se sentía a punto de llorar. Detrás de ella oyó una voz burlona que imitaba la de Gaufron, uno de los astrólogos de Roma, y que decía ceceando:
—Este signo es fácil de interpretar, mis señores. La novia es partidaria del matrimonio, pero no así, es decir, no con Juan Sforza.
Sin embargo, tuvo que ceder y con la boca llena de miel se arrodilló delante del obispo de Concordia. Los anillos brillaron en la gruesa mano del prelado. Uno se deslizó por el dedo de Juan Sforza, el otro cayó en la mano desnuda de Lucrecia, que no escuchaba el discurso del obispo de Concordia, sino que pensaba: «Ya estoy casada.» Una de las frases latinas que había oído le daba vueltas por la cabeza como una melodía obsesiva: Quod Deus conjunxit horno non separet. Sí; pero, ¿era verdadera—mente Dios quien los había unido, a este desconocido y a ella, o el azar?
Se atrevió a volver su rostro hacia Juan Sforza. Su perfil era desagradable. Se pasaba la lengua por los labios, nervioso. Esta falta de emoción le gustó. La alegría le volvió bruscamente. ¿No era algo maravilloso un marido desconocido?
Se puso de pie, feliz. Dirigiéndose al otro extremo de las habitaciones para asistir a una representación. Como había llegado el momento de las diversiones tenía derecho a levantar los ojos. Los rayos de sol que entraban por las estrechas ventanas atravesaban la penumbra, para ir a reflejarse sobre el oro de los trajes de los invitados, que se daban prisa, a pesar de la etiqueta, por tener los mejores puestos en la sala donde el teatro se había organizado. El bullicio que se produjo hizo gruñir al maestro de ceremonias, Burkhart, un alemán con voz ronca y rostro pálido que escuchaba tristemente las conversaciones y levantaba de vez en cuando los ojos al cielo para ponerlo por testigo del desorden de la Roma de los Borgia. La comedia aburrió a todo el mundo, excepto a Lucrecia. Las alusiones a la mitología le recordaban el convento. Era feliz de poder comprender hasta en los menores detalles el pensamiento del autor. No podía evitar reírse y aplaudir, admirando la hermosa decoración en la que la perspectiva del palacio estaba rematada por una línea azul que imitaba maravillosamente el mar. Había acercado su taburete al de Juan Sforza, pero él tenía la misma expresión grave y contenida que guardó durante el discurso del obispo. Distinguió a Pantasilea. La joven le dirigió una mirada que parecía significar:
—Tened ánimo, que va a acabarse pronto.
Pero Lucrecia no sentía ningún deseo de que terminara. Se divertía enormemente y detestaba a todas las damas romanas por sus bostezos. Apareció una nube en el cielo del teatro. De la nube surgió, sostenido por un hilo imperceptible, un Apolo casi desnudo que llevaba una lira. «Es hermoso y noble», pensó Lucrecia. Pero se censuró el final de su pensamiento, que era el siguiente: «Es con éste con quien hubiera querido casarme.» Apolo puso pie a tierra, pronunció algunas palabras acerca de Venus, inclinó su lira...
—Vamos, vamos, ya está bien.
El papa Alejandro acababa de hablar. Se levantó y todos hicieron lo mismo. Los obreros se dieron prisa en quitar los decorados. Apolo y su lira desaparecieron bajo una columna de polvo espeso, cayó la hermosa nube y se detuvo el mar.
Lucrecia no tuvo tiempo de lamentarse. Unos criados traían enormes mesas cargadas de pasteles. Las fuentes, abarrotadas de golosinas, pasaban de mano en mano. Lucrecia bebió un vaso de vino añejo.
—¡Saboreadlo! —le dijo el obispo de Concordia—. Es de mi bodega y procede de Grecia.
Lucrecia lo saboreó, como todo lo que venía de Grecia. Las bellas estatuas de adolescentes mutilados por el tiempo y los versos que regalan los oídos.
—¡Come! Recréate...
Catarinella no necesitaba que la animaran. Comía y bebía tanto como su dueña: «Es cierto que tengo un marido —pensó Lucrecia—. ¿Dónde está?» Lo vio en el hueco de una ventana hablando con César. Eligió un impresionante pastel con almendras y se lo llevó.
—No lo han hecho mis manos, pero ellas os lo traen. Es el primer regalo que os ofrecen.
Se dio cuenta de que sus palabras habían sonado bien. Su pecho infantil se alzaba, casi descubierto bajo él escote de su traje rojo.
—Os lo agradezco —dijo Juan Sforza.
Ella lo escuchaba y buscaba en su voz cualquier particularidad que pudiera serle agradable. Era una voz más bien lenta, bastante clara y sin mucho carácter.
—Muchas gracias, Donna Lucrecia, pero estoy fatigado. ¿Me perdonaréis si, en vez de comerlo, lo ofrezco al pueblo de vuestra parte?
Se asomó a la ventana. Lucrecia era demasiado pequeña para poder ver el oleaje de la muchedumbre romana junto a los muros del Vaticano, pero podía oír su clamor, semejante al del mar.
—¡De parte de Lucrecia! —exclamó Sforza—. Que lo coja el más afortunado...
Se disponía a lanzar el pastel cuando César, con expresión fría como de costumbre, lo detuvo con un gesto ligero del índice.
—No habéis hablado bastante fuerte, Juan Sforza. No se han enterado de que era un regalo de Lucrecia. Cuando se le habla a la muchedumbre hay que hacerlo con voz de trueno.
Y así lo hizo. Le arrebató el pastel a Sforza y se inclinó sobre Roma.
—¡De parte de Lucrecia Borgia!-gritó a pleno pulmón.
El pastel describió una elipse. Una ovación estremeció las calles. La frase «¡Viva Lucrecia!» iba y venía, deformada por el gran número de bocas que la pronunciaban.
Un rumor casi tan violento estremeció la sala. Poseídos de un idéntico frenesí todos los invitados se abalanzaron sobre las otras ventanas. Comenzó a caer sobre la muchedumbre romana una lluvia de pasteles, e incluso un mantel de oro. Se vaciaron las bolsas en el aire. Un ánfora estalló sobre el pavimento como una bala de cañón, y el nombre de Lucrecia subía y bajaba cadencioso en el cielo transparente, semejante al chocar de las olas en un puerto.
Lucrecia encontró a Juan Sforza en el rincón desierto de la gran sala. Estaba solo y apoyado en el muro. Detrás de él se extendía un jardín pintado por Pinturicchio. Su cabeza llegaba exactamente a la altura de la cadera vestida de un flautista, que escoltaba a un buey Apis prisionero en un esbelto altar, con la cabeza vuelta como el toro de los Borgia.
La joven se detuvo delante de Juan Sforza. Tímidamente apoyó la frente en su hombro, como un cabrito. Después alzó los ojos hacia los de su marido. La letanía de la muchedumbre continuaba: «¡Viva Lucrecia!»
—Viva Lucrecia y Juan Sforza-dijo ella.
Por primera vez solicitaba su protección:
—Viviremos felices y mucho tiempo, ¿verdad?
Su mirada significaba: «No cuento más que con vos.» Juan Sforza sonrió. Abrió incluso la boca para contestar, pero bajó la cabeza bruscamente.
—Nos están mirando-murmuró.
El torrente de invitados volvía ya hacia ellos, cansado del juego de la ventana. Volvían a agruparse los embajadores de Venecia, Nápoles y Milán, con las manos todavía pegajosas por las golosinas. Burkhart, con expresión sombría, desaprobaba la ceremonia en su conjunto: las damas, al entrar, no se habían inclinado delante del Papa; no estaba bien que se hubiera aclamado a Lucrecia bajo el nombre de Borgia, ya que estaba casada y era la condesa de Pesaro, y, por último, se habían dado demasiada prisa en distribuir los alimentos al pueblo. Julia Farnesio y algunas damas que rodeaban a Burkhart se reían locamente burlándose del gran ceremonial. En Roma, las campanas se habían puesto a tocar.
Los invitados se habían diseminado por las estancias del Vaticano. No volvieron a reunirse hasta que Burkhart dio, con bastante torpeza, la señal del festín.
Los taburetes estaban colocados alrededor de las mesas formando una especie de banco uniforme. Enormes candelabros habían sido encendidos, a pesar de que todavía no era de noche. Del otro lado del palacio llegaban acordes musicales dominados por las exclamaciones de los comensales.
—Me divierte verlos tan contentos —murmuró César, que estaba sentado sobre un taburete próximo al de Lucrecia—. Sin embargo, entre ellos, que el diablo me lleve si una media docena no mueren este mismo año por una pelea en la plaza pública o en la taberna. Añadamos dos o tres maridos que serán envenenados por sus mujeres y dos o tres mujeres a quienes sus maridos o sus amantes harán morir de parto. Además, me extrañaría que no tuviéramos una guerra en algún sitio este año, lo que, bien calculado, nos da uno o dos capitanes y una decena de jovencitos de menos. Olvidaba las dos o tres damas que serán metidas en la cárcel o en el convento por libertinaje, el imbécil que será sometido a suplicio por traición y los dos desgraciados que morirán en una epidemia. Precisamente hay peste en Constantinopla y Marsella. Todo esto está muy bien, ya que sería aburrida la inmortalidad, ¿no es cierto, mi pequeña Lucrecia? Me gustan las fiestas. Siempre me imagino que aquella a la que asisto es la última, lo que me da más bien risa. ¿No te hace reír a ti?
—¡Es mi primera fiesta! —dijo Lucrecia.
—Que ha sido un acierto, reconócelo. Hay vidas llenas de fiestas fracasadas. Juventud, festejos espléndidos, luna, oro, sol, caza. ¿Por qué no morir después? ¿Qué puedes esperar de la vida? ¿Que tus senos se vayan ablandando?
Sonrió, contempló a la concurrencia con una mirada crítica y dijo con voz tranquila:
—Hay algo que siempre me pregunto... ¿Qué espera la vida? Hay que vivir, dicen. Pero ¿para qué?
—¡Bonito sermón! ¿Te lo has aprendido de memoria?-preguntó Gandía—. Me parece haber leído un discurso parecido de Herodoto.
—¡La gente!-dijo Lucrecia—. Vos también vivís, César, y se os puede preguntar para qué.
—¡Para hacer grandes cosas! —repuso suavemente César.
Se oyó la risa del duque de Gandía.
—¿No sabías, Lucrecia, que nuestro querido hermano no vive más que para lo grande? Su nombre se le ha subido a la cabeza. Apuesto que sueñas con conquistar las Galias, en vez de rogarle a Dios que las Galias vengan a conquistarnos... antes de que se nos haya vuelto blanco el cabello. Yo no deseo nada mejor.
Mientras hablaba, Gandía se había vuelto hacia Juan Sforza.
—¿Qué se dice de los franceses en Milán?
Sforza sonrió:
—Que son unos bárbaros.
—Así y todo, ¿no tendrá su pequeño Carlos la intención de venir a respirar nuestras flores y escuchar nuestra música? A los bárbaros les gusta la civilización. Al contrario de aquella gente civilizada que se maravilla ante la barbarie, yo pretendo...
Una mirada de César le hizo callarse. Se encogió de hombros y prestó atención a un joven esclavo de doce años, moreno, casi desnudo, cuya cintura estaba rodeada de doradas volutas. Unos criados corpulentos le ayudaban a llevar un mantel de oro. Al tenderlo sobre la mesa, anunció que era Jason y preguntó por qué.
Respuestas contradictorias brotaron de todos los lados. Lucrecia, a la que estas adivinanzas eruditas recordaban el convento, se mordía los labios, impaciente por encontrar la respuesta exacta. Por fin, exclamó:
—Porque este mantel es el Toisón de Oro y es Jason quien lo conquistó.
La aplaudieron. Buscó la admiración en la mirada de Juan Sforza, pero él miraba el techo. César se burlaba. Juan de Gandía, inclinado sobre el cuello de su vecina, le murmuraba algo. Jason cantaba. Hacía calor. Lucrecia sentía cómo le corría el sudor bajo sus pesados ropajes rojos y metió las manos en los cuencos de agua de rosas que circulaban alrededor de la mesa. Picaba en las bandejas de pasteles, que también daban la vuelta, llenas de bollos y palomas de azúcar.
El actor que había representado en el teatro el papel de Apolo reapareció delante de una inmensa fuente en la que había un ternero cortado a trozos rodeado de espárragos. Una vez más preguntó por qué era Apolo el que llevaba la ofrenda, y sin esperar la respuesta recitó un poema de Bembo que recordaba cómo Apolo, que viajaba por la tierra, llegó por amor a guardar el ganado.
—Este ternero es bueno —dijo César—, pero ese griego me aburre.
Hubo protestas. Nadie en Roma se hubiera atrevido a atacar la antigüedad.
—Nosotros disfrutamos de grandes ventajas en comparación con los griegos y los latinos —continuó César sin alterarse.
—De una sola, pero importante —interrumpió Gandía—. Ellos están muertos y nosotros no.
—Pequeña ventaja. Pronto lo estaremos también.
El obispo de Concordia intervino con la boca llena:
—César quiere decir que tenemos sobre los antiguos la inapreciable ventaja de conocer por la revelación la palabra divina, lo que nos permite avanzar en el camino de la santidad.
Y después de haber dicho esto el obispo volvió a comer sin esperar aprobación, visiblemente satisfecho de haber hecho con oportunidad unas manifestaciones que estaban muy de acuerdo con su ministerio. Pero César, sin hacer caso, prosiguió con aplomo:
—Grecia no era más que unos cuantos pueblos de claro espíritu, pero tan limitado como el pequeño trozo de mar conocido entonces. Nosotros somos más grandes que los griegos porque hemos llegado más allá de la puerta de las Hespérides. Mis hermanos españoles han encontrado inimaginables tierras al final de océanos sin fin. Cada día sabemos cosas más extrañas sobre el cielo. Pronto la tierra entera no nos bastará, pero a los griegos les bastaba su pequeño territorio. Nosotros queremos conocer a fondo los secretos de la naturaleza, del alma, de Dios. Nosotros construimos más alto, pintamos mejor, nuestras conquistas llegan más lejos. ¿Qué tenemos que ver con la solemne placidez del mundo griego ni con la orgullosa quietud de Roma? Solamente... que cuando digo nosotros me refiero a un corto número de hombres. El corazón del mundo está aquí. Fuera no hay más que bárbaros paseando sus visceras y sus rostros vulgares. Nosotros tenemos deberes terribles.
Sonrió y ofreció vino a Lella Orsini, su vecina.
—Vais a ver cómo César le declara la guerra a alguien
Y zumbó Gandía—. Es un terrible capitán sin soldados.
—Necesitaremos poderosos ejércitos —continuó César, soñador—. Los bárbaros acechan los lugares privilegiados en los que se cumple el destino de los hombres. No tienen otro deseo que caernos encima para hacer el amor con nuestras mujeres y llenar sus bolsas, lo que todavía no tendría mucha importancia, pero sobre todo para destruir todo aquello que serán incapaces de comprender. Y nada nuestro podrán comprender. Los turcos están ahí mismo, a orillas del Adriático. El reino de Polonia desciende hacia
Occidente como un rio. Moscovia nos vende sus esclavos en espera de poder enviamos soldados armados. Y ante estos peligros Italia no es más que una polvareda de Estados. Mi opinión es que le queda escasamente tiempo para unirse.
El obispo de Concordia decidió meter baza.
—Pero esta boda —dijo con grave semblante—, ¿no es una prueba de la unión de los Estados italianos? ¿No es una señal de aproximación del Estado de nuestro Santo Padre el Papa al de Milán?
Buscó la mirada de Juan Sforza y se inclinó.
—Soportad —prosiguió — que os tratemos a vos, el sobrino de Ludovico el Moro, como al propio Estado de Milán sentado a nuestra mesa y dispuesto a abrazar a la hija de Roma.
La redundancia de las imágenes hizo reír. Seguramente que el obispo había puesto cierta malicia en su comentario, porque se rió también. Lucrecia no escuchaba, sino que admiraba a Diana.
Diana era una soberbia mujer de color lechoso, de un rubio veneciano, vestida con una faldilla hasta media cadera y los senos desnudos. Hacía la presentación de un ciervo entero colocado sobre un tablado, precisando que se trataba del desgraciado Acteón. Se inclinó delante de Lucrecia:
—Acteón no puede tener una sepultura más agradable, señora, que el cuerpo de una recién casada.
Sonaron risas. Lucrecia se sonrojó, no tanto por la broma, que no había comprendido, como por el interés con que en un segundo se habían dirigido todas las miradas hacia ella. Para rehacerse fingió que prestaba atención a la conversación, que César había iniciado de nuevo, en voz más baja, con Juan Sforza.
—No os entiendo —murmuraba Sforza—. Hace un instante decíais que Italia debía unirse contra los bárbaros extranjeros...
—¿Y qué?
La voz de César era sorda. Masticaba distraído. Tenía semicerrados los ojos, pero a pesar de las tupidas pestañas, Lucrecia adivinaba el brillo de sus calientes pupilas. Se imaginó dos fieras en el fondo de su guarida.
—Creo que no estáis de acuerdo con vuestros principios —balbuceó Juan Sforza—, porque después me habéis pedido que le insista a mi tío para que los milaneses vayan a la guerra lo antes posible unidos a Roma contra Nápoles.
—Me agrada a menudo contradecirme —murmuró César suavemente—, Pero en asuntos de poca importancia. Por ejemplo, soy capaz de anunciaros mi amor exclusivo por las rubias, en el momento en que ya he elegido la morena con la que iré a acostarme. Sin embargo no me contradigo jamás cuando se trata de Italia. Los ejércitos de Ludovico el Moro y del Papa deben aplastar a Nápoles porque Nápoles es una ventana abierta al enemigo. Hay que ir a cerrarla. Colocaremos allí un príncipe de los nuestros. De esta manera seremos un bloque desde los Alpes hasta Sicilia. Y a los bárbaros se les partirán sus sucias uñas sobre nuestro mármol. Pero primero, vencer a Nápoles...
Estaba en apariencia tranquilo, pero una sorda cólera distendía las aletas de su nariz y su mano izquierda trituraba el pan sobre la mesa.
—Para vencer a los bárbaros hay que vencer primero a Nápoles —repitió con expresión ausente—. Para vencer a Nápoles hace falta la alianza de los Borgia y de Ludovico, de Roma y de Milán. No oculto mi juego. Ha sido para poder realizar esta obra necesaria por lo que he aconsejado al Papa vuestro matrimonio con Lucrecia.
Lucrecia había seguido escuchando, sorprendida por la elocuencia de César que generalmente hablaba poco y a base de sentencias cortas y frías. Su animación tampoco le había pasado por alto. La última frase que oyó la dejó sin aliento. Así, pues, era verdad que su matrimonio era el resultado de un contrato. Juan se lo había dado a entender, pero ella no había comprendido. Se casaba con Juan Sforza para que César pudiera permitirse su pequeña y querida guerra contra Nápoles. Volvió a sentir la inquietud que la asaltó en aquel momento de la ceremonia en que se hablaba de «lo que Dios ha unido». Así, no era Dios quien la había unido a su esposo, sino César Borgia. Miraba a Sforza con temor, fascinada por aquel rostro sin expresión. Era el rostro del compañero y el dueño al que acababan de unirla con engaños.
—Si estáis de acuerdo —prosiguió César—, continuaremos nuestra conversación a solas. Después del festín tendréis pocos deseos de dormir y será casi el alba. Podemos encerrarnos con una botella de vino de Ciro y...
—¿Es tan urgente?
—Quisiera que mandarais mañana un correo a Ludovico el Moro. Se creerá que le enviáis el relato de vuestra boda...
—¡Cómo es posible! —exclamó Lucrecia indignada.
Sus labios se contrajeron en un gesto de cólera y su pequeño pecho se alzó tumultuosamente bajo su vestido.
—¡Vaya!-bromeó César—. La pequeña no está contenta.
—Creía —manifestó Lucrecia— que terminada la cena el marido y la esposa eran conducidos juntos a sus habitaciones. Pero sois vos quien queréis encerraros con mi marido.
César apartó el vaso de leche que le ofrecía un criado disfrazado de pastor de la Arcadia y eligió tranquilamente un melocotón en las fuentes que le presentaban Vertumna y Pomona, coronadas de follaje. Después, con la boca llena, contempló riendo a Juan Sforza.
—Ésta es vuestra primera escena de celos.
La palabra «celos» despertó la atención de Juan de Gandía.
—¿De quién está celosa Lucrecia? —preguntó.
—De mí. Protesta porque le acaparo el marida
Gandía se levantó y se dirigió hada Sforza con aire burlón.
—Mi apreciado Sforza, parece que os habéis casado a la ligera y sin haber leído al Petrarca.
—Lo he leído —repuso sin entusiasmo Sforza, enrojeciendo molesto.
—Entonces, tal vez hayáis olvidado su De remediis utriusque fortunae y las observaciones que le hace al amigo que ha tomado mujer. «Es bastante enojoso soportar una invitada no un día, sino la vida entera. Con ella se instalan en la casa los celos y las sospechas. Tendrás que rendir cuentas cada noche a un juez insoportable acontado contigo. Si a vivir de esta manera le llaman vida, ya no sé en qué consiste la muerte.»
—¡Oh, no lo creáis! —exclamó Lucrecia dirigiéndose a Sforza—. Yo no seré así.
Tenía los ojos llenos de lágrimas. Juan de Gandía la abrazó cariñosamente.
—¡No llores, tonta! Petrarca escribió eso en broma, y, además, no te conocía.
—No, yo no seré así —repitió Lucrecia en tono más bajo.
Gandía cogió su pañuelo y le enjugó los ojos. Ella se desahogó conmovida:
—Compréndeme, no puedo estar contenta. César quiere pasar la noche con mi marido.
—¿Es por esto que estás celosa?
—¡Claro! Yo sé en qué consisten los esponsales. Un esposo y una esposa tienen su noche de bodas.
—Está bien, pero mientras esperas tu noche de bodas mira lo que llega.
Iban llegando los regalos. Pasaban los criados con las libreas de los donantes y los rostros groseros empapados de sudor. Lucrecia permaneció petrificada y con la boca abierta durante todo el tiempo que desfilaron las cajas de brocado de oro, de brocado milanés, los servicios de mesa de plata maciza, los cubiletes de plata dorada, las copas de jaspe y las vasijas de oro bajo la claridad redoblada de los cirios. Gandía, que seguía teniendo su mano sobre el hombro de la joven, le señaló un hermoso vaso dorado.
—Éste es mi regalo.
Ella le dio las gracias con un movimiento de cabeza. Entonces le presentaron las sortijas en un estuche de terciopelo color púrpura ante cuya vista sintió un estremecimiento. No pudiendo contenerse más, se levantó con infantil alegría y, a pesar de la tos reprobatoria de Burkhart, se puso uno de los zafiros en el dedo.
Pero ya las flautas preludiaban el concierto.
Lucrecia echó deslumbrada la cabeza hacia atrás. La sala entera, los convidados, los cantores, los músicos, todo le parecía de oro, de plata y de púrpura. Respiraba el perfume de la cera quemada y la música penetraba en ella dulcemente.
Al final de un fragmento se mezclaron todos los instrumentos, los laúdes, las violas, los oboes. Los cantantes se respondían alternativamente.
«Estoy asistiendo a mi boda —pensaba Lucrecia—. ¡Ah, qué hermoso es el mundo!»
Sonoras carcajadas la sacaron de su ensueño. Acababa de hacer su entrada, dando volteretas, una pandilla de bufones, enanos españoles con gorros en punta y cascabeles cosidos a sus jubones. Para que el efecto fuera más cómico una música grave acompañaba en sordina sus extravagancias.
El jefe de la banda se detuvo a unos pasos de Lucrecia y la señaló con el dedo.
—¡Es hermosa! —exclamó—. Pero ¿lo sabe?
Los otros enanos se cogieron el mentón con la mano y repitieron a coro, con preocupado aspecto:
—Sí, pero ¿lo sabe?
—¿Sabéis vosotros —continuó el bufón—, lo que necesita una muchacha para ser muy hermosa? Hacen falta quince.
—¿Quince qué?
—Quince quiere decir tres veces cinco.
—Tres cosas largas.
—¡Las manos!
—¡El cuerpo!
—¡Los cabellos!
Los enanos saltaron en el aire y se reunieron como un enjambre alrededor de Lucrecia. Uno aparentaba examinar su cuerpo, otro sus manos, otro sus cabellos. Concluyeron que reunía las condiciones. Ella se había ruborizado intensamente, pero sonreía para hacer como todo el mundo.
—Después —siguió diciendo el capitán de los enanos—, hacen falta tres cosas dulces.
—¡Los cabellos! —exclamó el más grueso de los enanos precipitándose sobre Lucrecia.
Ella hizo un gesto de disgusto, pero él, que había comenzado a acariciarle un mechón, se lo estiró violentamente.
—¡Los dedos! —declaró otro enano arrojándose sobre la mano de Lucrecia.
Ella había lanzado un primer grito, después el segundo y por fin un tercero, cuando el que dirigía el juego le saltó sobre las rodillas gritando:
—¡Los labios!
Se levantó al punto. Lucrecia se limpió la boca en la que todavía le parecía sentir el repugnante contacto del temible dedo.
—Todavía hacen falta otras tres cosas que sean rosas... Las mejillas...
Por todas partes se oyó un grito de aprobación, lo que era comprensible, porque Lucrecia se iba ruborizando cada vez más.
—Los labios...
El que le había tocado la boca simuló que miraba su dedo y que en él había quedado pintura.
—¡No es cierto! —exclamó Lucrecia.
El jefe del enojoso grupo se acercó a ella.
—También han de ser rosas las dos pequeñas...
Se volvió hacia los asistentes.
—En vez de escucharme, ¿no podéis tratar de adivinar?
Su invitación fue acogida por risas complacientes.
—¡Las dos pequeñas cerezas! —dijo una voz.
Lucrecia se preguntaba de qué estarían hablando.
—Las dos pequeñas cerezas que apuntan —insistió el enano— que apuntan al borde del vestido... de la señora Lucrecia.
Y de un salto se volvió a poner sobre sus rodillas. Con un gesto rápido ensanchó el escote, ahogando el grito de Lucrecia, y después fue a dar una voltereta sobre el tapiz oriental. Se levantó trabajosamente y después de pasarse la mano por el rostro declaró con fatigado acento:
—¡Oh, son de un rosa muy intenso!
Pero interrumpió las risas diciendo que hacían falta todavía tres cosas.
—¡Tres cosas estrechas!
Los asistentes se pusieron a buscar.
—¡La cintura! —exclamó Julia Farnesio.
Las miradas se dirigieron a la cintura de Lucrecia.
—Por mi alma, hemos de reconocer que es estrecha —opinó gravemente el bufón—. Pero aún queda algo...
—¡La boca! —exclamaron varias voces.
Lucrecia hubiera querido desaparecer. Sin embargo, las miradas que le dirigían los hombres no le desagradaban. Examinaba con disimulo a las otras mujeres y se decía: «¡Es verdad que soy hermosa!»
—Y bien —preguntó el bufón con desgana—, ¿no encontráis la tercera cosa que debe ser estrecha?
Algunas voces indicaron el dedo pequeño, el cuello, pero el bufón negaba maliciosamente con la cabeza. Empezaron a comprender. Se oyeron algunas risas furtivas. Lucrecia, abría sus ojos con asombro.
—¿Cómo podría explicar un lugar que la naturaleza ha llenado de dulzura? Deberíais haberlo encontrado.
Todo el mundo, en efecto, lo había encontrado, a juzgar por las risas, entre las que era posible reconocer la voz más aguda de las mujeres. Solamente Lucrecia buscaba todavía. El duque de Gandía tuvo piedad de su confusión y le hizo un gesto imperioso al bufón, que terminó su número yendo a inclinarse delante de Juan Sforza.
—Sobre este último punto —concluyó—, es vuestro señor quien nos informará mañana.
La música amortiguó el murmullo de los invitados. César dio la señal para el baile. A Lucrecia se le designó como caballero a su hermano, el pequeño Joffré, un año más joven que ella. Bailaba mal, con pasos atropellados, echando la cabeza hacia atrás y tan intimidado como la muchacha.
Después las mujeres ofrecieron un espectáculo bailando entre ellas. Entre dos acordes se bebían una copa de vino. Más allá de las ventanas, completamente abiertas, palpitaba el cielo transparente y azul de las noches romanas. Había un vaivén de criados que renovaban los candelabros. La fatiga y la oscuridad intensificaban los perfumes. Eran las tres de la mañana cuando se calló la orquesta.
Julia Farnesio cogió a Lucrecia de la mano. La niña había bebido demasiado y el sueño le producía vértigo. En la oscuridad del corredor por el que se había metido volvió a encontrar a su morita, con un candelabro en la mano, y a Pantasilea, que le dijo:
—Venid de prisa...
Lucrecia no hizo ninguna pregunta. Sabía que su noche de bodas iba a tener lugar.
Ignoraba completamente en qué podía consistir una noche de bodas. Había oído esta expresión de boca de sus compañeras, en el convento, y en las conversaciones del palacio Venozza, tan libres que llegaban a serle incomprensibles. Había leído también poemas italianos o franceses. En una canción española había seguido las emociones de una bella y un caballero que se preparaban para esta noche especial. De sus versiones latinas había sacado algunas nociones confusas que conducían a una única certeza: después de la boda el marido y la mujer iban a encontrarse en el mismo lecho. Unos meses más tarde la mujer aumentaba progresivamente de peso y era así como nacían los hijos.
—No hay que temblar —dijo Pantasilea.
Esta hermosa mujer de ojos apasionados, nariz arqueada y boca de águila daba la impresión de reír siempre cuando hablaba:
—Todo acabará pronto —volvió a decir—. Después dormiréis como un plomo.
La condujo a una habitación que Lucrecia no conocía. Las paredes y los techos estaban pintados en tonos dorados, hasta donde Lucrecia pudo darse cuenta, temas de caza y escenas de la Historia Sagrada. Brillaban los muebles negros y las sedas extendidas bajo los frescos. La niña sintió bajo sus pies la blanda suavidad de un tapiz.
—¿Por qué me desnudáis? —preguntó.
Por la puerta entreabierta entraron de puntillas algunas jóvenes cuchicheando.
—Tira, tira hacia ti —ordenaba Pantasilea a la morita.
Después de muchos esfuerzos consiguieron quitarle el traje. Lucrecia, sin comprender, pero resignada, les ayudaba a desatar el corpiño y los cordones de las mangas. Se sentó en un taburete y se quitó ella misma las medias bajo las miradas de las visitantes. Una de ellas ayudó a Pantasilea a acercar un pesado cuenco lleno de agua de rosas tibia. Después todas las mujeres se disputaron las toallas, que metieron en el agua antes de enjugar el cuerpo de Lucrecia, que estornudó.
Quisieron cerrar las ventanas.
—Dejadlas —pidió la joven—. Hace una noche tan hermosa...
Caterinella le deshizo la redecilla. Una multitud de dedos le iba quitando las perlas de su cabellera. Cuando estuvo desnuda, se oyó un prolongado murmullo que comentaba los encantos particulares de su cuerpo: el pequeño e infantil tamaño de su pecho, el suave bombeado de su vientre, la redondez de sus muslos, la línea derecha de sus hombros.
—Y a pesar de todo —decía una de ellas—, tiene ya las caderas llenas.
—¡Es una niña, pero tiene toda la belleza de una mujer!
Se pusieron a empolvarla. La gruesa borla pasaba por su espalda, acariciaba sus muslos. Caterinella aplastó la brocha sobre el vientre de Lucrecia, dejando allí los polvos que quedaban.
La joven notó que todas las mujeres habían enrojecido e intercambiaban secretos en voz baja.
Lucrecia había estado ya desnuda, en las termas, entre otras muchachas. Lo que le causaba confusión era el estar sola desnuda. Además se preguntaba lo qué quería decir todo aquello. Cuando Pantasilea le dio la larga camisa blanca bordeada de oro, se metió en ella con alivio. Pantasilea retuvo su mano entre las suyas y la condujo hasta el lecho. Todas las damas se hicieron lenguas de lo bonita que estaba Lucrecia. Una de ellas observó a media voz que si ella fuera Juan Sforza no esperaría más, pero hubo un murmullo de reprobación más o menos fingido. ¿Esperar qué?, pensaba Lucrecia. Mientras tanto las cortinas de la cama habían sido levantadas. Las sábanas, bordeadas de raso rojo, brillaban en la penumbra intensamente blancas.
Se oyeron unos golpes en la puerta y las mujeres exclamaron: «¡En seguida, en seguida!» Caterinella ayudó a Lucrecia a subir al lecho. Se le cubrió con las sábanas. La puerta se abrió y apareció Juan Sforza. En la antecámara Lucrecia distinguió al notario que les había casado y, detrás de él, el colorido de los trajes de los dignatarios.
Juan Sforza se detuvo cerca del lecho. Su actitud era rígida y cohibida la expresión de su rostro. «Va a ocurrir algo», se dijo Lucrecia.
Con unos gestos meticulosos y mezquinos Sforza levantó su túnica a la turca y deshizo la jarretera que unía el calzón a la media dorada. El diamante que llevaba en la jarretera brillaba tanto como la cadena que colgaba de su cuello. Dejó al aire unas pulgadas de piel, por encima de la rodilla, y apartó la sábana con gesto rápido.
Lucrecia retrocedió instintivamente y se acurrucó contra la pared. Más que lo que hacía su marido, le impresionaba el silencio de los asistentes, pero una mirada de Sforza le hizo acercarse a él y tenderse a su alcance.
El puso una rodilla sobre el lecho y alargando la mano levantó la camisa, desnudando a Lucrecia hasta el vientre. Avergonzada, ella cerró los ojos, exhalando un pequeño y entrecortado suspiro. Inmediatamente sintió que Sforza la besaba en la frente. Volvió a abrir los ojos. El rostro de su marido estaba tan próximo al suyo que le ocultaba el espectáculo del cuarto. Sus bocas se juntaron y Lucrecia, que había iniciado mal la respiración, se ahogaba. Abrió los labios. Inesperadamente una lengua acarició la suya. Sorprendida, asustada y con la nuca envarada intentó desasirse, pero ya Sforza había levantado la cabeza.
Introdujo una pierna en la cama, cogió con toda la mano el muslo de Lucrecia y lo apretó contra su pierna, de forma que tocara el pequeño trozo de piel que había dejado al descubierto. Después saltó de la cama y atravesó la habitación con paso más seguro y abombando el pecho como si hubiera llevado a cabo una gran hazaña.
Lucrecia volvió a echar la sábana sobre ella. Se le ofreció una pluma y el notario le tendió un documento a cuyo final firmó.
Otras personas firmaron también en las dos habitaciones. Los asistentes empezaron a salir lentamente hacia la escalera.
—Levantaos —dijo Pantasilea.
—¿Qué me van a hacer ahora? —preguntó Lucrecia.
—¡Nada en absoluto! Todo acabó. Os voy a llevar a vuestra habitación.
—¡No es posible! ¿A la misma de ayer?
—Ésta es para vuestro marido... Pero dentro de unos años, tal vez de unos meses, supongo que...
Había corrientes de aire por los corredores. Lucrecia entró en su cuarto de niña con las facciones crispadas. Cuando estuvo en su cama se echó a llorar.
—¿Estáis decepcionada? —preguntó Pantasilea medio sonriente—. Pensabais que ocurriría esta noche, ¿no?
Guiñó un ojo a la morita y las dos se echaron a reír abiertamente.
—No tenéis más que trece años. Sois demasiado pequeña.
Esto era exactamente lo que pensaba Lucrecia. No le había ocurrido lo que tenía que ocurrirle. Para quedarse tranquila preguntó:
—Ya lo habéis visto. Me ha tocado el muslo con su rodilla y me ha abrazado. Pero no es así como se hacen los niños, ¿verdad?
—Afortunadamente, no —repuso Pantasilea sacudida por la risa—. Es más complicado, pero más agradable.
—¿Es muy complicado?
—No os inquietéis. Es vuestro marido quien ha de saberlo y no vos.
—Pero ¿estáis segura de que él lo sabe?
—Por lo menos —continuó—, ha estado ya casado.
Lucrecia, horrorizada, había dejado de llorar.
—¿No lo sabíais? ¡Qué cara ponéis...! ¿Estáis celosa? ¿Celosa de una muerta?
Lucrecia lo lamentaba por las palabras sagradas, los anillos, la miel y la espada. Así, Juan Sforza había jugado ya con todo aquello.
—Tal vez es por esto por lo que no ha querido una verdadera noche de bodas —articuló con voz débil.
—No... Sois demasiado niña, ya os lo he dicho. Cuando la esposa no tiene más que trece años, como vos, el marido deja para más tarde la consumación del matrimonio. En su lugar se celebra una ceremonia simbólica a la cual asiste el notario. El marido os toca la frente, la boca y el muslo, de manera que el matrimonio ya no pueda ser deshecho. Un poco más adelante conoceréis a vuestro marido de veras. Y ahora, dormid.
Lucrecia no quería dormir. Para distraerla de su pena, Pantasilea y Caterinella abrieron los dos grandes cofres nupciales y le volvieron a enseñar su ajuar, que apenas había visto. Sobre el forro blanco de las tapas abiertas extendieron las dos mujeres las mangas de terciopelo, las mangas cubiertas de cintas y perlas, las faldas de armiño y las camisas de muselina. Pero Lucrecia, que no veía bien desde su lecho aquella abundancia de tesoros, ponía una cara hosca.
Pantasilea se impacientó, sopló las velas con brusquedad, dio las buenas noches a la muchacha y se retiró a la habitación de al lado. Solamente quedaba Caterinella. Se desnudó con rapidez y Lucrecia vio cómo el cuerpo desnudo y oscuro de la pequeña africana se deslizaba dentro de la estrecha litera que habían puesto para ella cerca de la puerta. Había bastante claridad y el cielo, sorprendido por la aurora, se iba volviendo rosa. Lucrecia cerró los ojos.
Trataba de repetirse que su marido era hermoso, que ella lo quería, que era feliz de estar casada, muy feliz..., pero él sueño no llegó.
Dudaba. Caterinella se revolvió en su pequeño lecho. Entonces Lucrecia le llamó en voz baja.
La pequeña esclava se incorporó como movida por un resorte y de un salto estuvo junto al lecho de Lucrecia.
—Yo no puedo dormir... ¿Y tú?
—Yo tampoco —dijo Caterinella.
—Pronto será de día.
—Si.
Permanecieron en silencio. A lo lejos, en Roma, aún se oía cantar y los fragmentos de música llegaban traídos por los intermitentes soplos del viento matinal.
—Quisiera ir con mi marido.
Caterinella contestó, a pesar de que era un consejo lo que Lucrecia solicitaba tácitamente de aquella niña de su edad, pero que los viajes y desgracias de la servidumbre habían llenado de experiencia. Además, buscaba su ayuda porque tenía miedo de aventurarse sola por los oscuros corredores del palacio.
—Como queráis.
Caterinella había contestado con una indiferencia de esclava.
Le dejaba a Lucrecia toda la responsabilidad de la empresa, a pesar de que la ayudó a bajar del lecho y a echarse sobre los hombros una capa de fieltro. Ella, que estaba desnuda, se puso una túnica. Empujaron la puerta del corredor y echaron a correr descalzas. Detrás de Lucrecia flotaba su caballera y los faldones violáceos de su capa.
—¡Cuidado!
La pequeña esclava había comprendido que la empresa era clandestina, y señalaba con aguda perspicacia al alabardero soñoliento apostado delante de una puerta o a los escuderos que jugaban a las cartas en lo alto de una escalera, a la luz de una antorcha.
Lucrecia reconoció las pinturas murales que había antes de la habitación de su marido.
A tientas, y después de haber tropezado con un soldado que dormía en el hueco de una ventana, buscó Lucrecia el picaporte. Presionó suavemente. No estaba echado el cerrojo. La puerta cedió. Una ligera corriente de aire hinchó la camisa de la niña.
—Y ahora, ¿os dejo? —susurró Caterinella.
Lucrecia le tapó la boca con la mano. A través de la abertura distinguió un dorso, que no llevaba el traje de Juan Sforza.
—Esta carta me interesa. Haced que salga mañana por la mañana... Pero quisiera que le detallarais todavia algo a vuestro tío.
Lucrecia reconoció la voz de César. Se inclinó y vio a Juan Sforza que tenía el despacho en la mano y miraba a César con una expresión interrogativa y los ojos enrojecidos de sueño.
—Estamos en junio —prosiguió César—. El ejército de los Estados del Papa está preparado para la guerra. Tenemos una buena infantería y capitanes bastante buenos. El castillo de Sant-Angelo está lleno de municiones y podemos disponer en el plazo de algunas semanas de un ejército casi igual al del rey de Nápoles. En resumen, podríamos lanzarnos solos a esta aventura si estuviéramos seguros de que no hay otro ladrón de por medio. Yo hago todo lo posible por evitar la intervención de España, que tiene intereses en las Dos Sicilias. Hace tres días amenacé al embajador de Venecia, pero sigue siendo Francia la que me preocupa más. Se dice que Carlos VIII ha decidido hacer valer sus derechos de heredero de la casa de Anjou en Nápoles. Si 3l rey de Francia sabe que el duque de Milán es aliado nuestro, lo que ya debe temer a causa de esta boda, no se atreverá a pasar los Alpes. De esta manera, una alianza militar entre los dos países tendrá el mérito de incitar a los franceses a quedarse en su casa y poner a nuestra disposición todo el sur de Italia. Hay que actuar con rapidez para que esta alianza sea conocida antes del mes de agosto. ¡Quién sabe! Habrá de ser puesto un nuevo rey en el trono de Nápoles. ¿Por qué no vos, ya que sois Sforza y desde esta mañana también Borgia? Pero esto depende de vuestro celo. Preguntadle también a vuestro tío a cuánto ascienden sus tropas. Si acepta mi proposición podríamos comprar, dividiéndonos el gasto, algunas compañías de suizos. Todo esto corre prisa. ¡Quisiera tener tres años más! La unidad de Italia frente a los bárbaros se realizará en el plazo de tres años.
—¿Queréis que añada unas líneas a mi despacho?
A pesar de que ya era día, todavía ardían las luces de los candelabros, reflejándose sobre los cubiletes dorados.
Lucrecia empujó la puerta, impulsada por la cólera de esposa cuyo marido prefiere la redacción de un despacho político a ella. Pasó una fuerte corriente de aire y una de las llamas se apagó. La niña trató de sostener la puerta, que rechinaba.
César dio un salto que hizo caer al suelo su banqueta. Permaneció frente a la puerta con el rostro impasible, la mirada penetrante y la mano sobre la daga.
Caterinella cogió a Lucrecia de la mano y las dos huyeron por los corredores. Las imprecaciones de César contra el soldado adormecido retumbaron bajo las bóvedas como si fueran tras ellas.
A la derecha de las jóvenes surgió una galería y quisieron seguir hacia allá, pero un ruido de armas las detuvo. Los alabarderos cayeron sobre ellas. Las rodearon y sujetaron por los hombros. Lucrecia perdió su capa. Se defendía todavía cuando César apareció.
Al ver a Lucrecia se aclaró su rostro.
—¡Eras tú!
Los guardias soltaron a la joven que, con el cabello revuelto, un hombro al descubierto y perdida en su gran camisa transparente, recogía precipitadamente su manto para envolverse con él. Caterinella afrontaba con descaro las miradas que los soldados dirigían a sus piernas desnudas. Se oyeron de nuevo pasos sobre las losas.
—Tranquilizaos, Sforza —dijo César volviéndose hacia su cuñado que avanzaba prudentemente, con la espada desnuda en la mano—. Os habéis perdido solamente la visita de una esposa demasiado cariñosa... Voy a llevarla a su cuarto, a ella y a su miserable mora.
Los soldados se alejaron silbando quedamente. Juan, Sforza sonrió a Lucrecia. El insomnio afilaba sus facciones. Ella trató de descubrirle cierta seducción y le devolvió la sonrisa.
—Id a dormir, Lucrecia —dijo él con dulzura.
Las dos muchachas se pusieron en camino hacia su cuarto seguidas por César, que, con una imperceptible expresión burlona, vio cómo su hermana se metía en la cama.
Después dijo:
—Y Pantasilea, ¿es así como te vigila?
Empujó la puerta de la habitación vecina. La cama no estaba desecha.
—Había olvidado —dijo con suave sonrisa— que Pantasilea pareció interesarse por lo que decía a mi hermano, el duque de Gandía, después de la cena.
Se despidió de Lucrecia con un gesto, pero en cuanto hubo llegado al umbral se volvió.
—Yo me pierdo siempre por estas galerías... Como tú, negrita, recorres el palacio de noche como un ratón, bien podrías guiarme un poco.
La habitación estaba orientada a levante y recibía toda la luz. Lucrecia contemplaba desde su lecho el rostro de su hermano. Seguía sonriendo y tenía un intenso fulgor en las pupilas y los párpados entornados. Caterinella había bajado los ojos un tanto enojada. No se movía.
Lucrecia conocía el carácter de su hermano y creyó que iba a enfadarse, pero se quedó sorprendida de la dulzura con que trató de convencer a una muchacha de tan baja condición para que le acompañara. Dio un paso hacia ella, la contempló con avidez y le preguntó su nombre. Ella levantó los ojos. Lucrecia se extrañó del brillo que tenían. Caterinella se pasó la lengua por los labios, miró a César de pies a cabeza con insolencia y se decidió a contestarle entre dientes:
—¿Por qué no?
Cuando la puerta se cerró tras ellos, Lucrecia, sentada en medio de su cama, se quedó pensando en el gesto que César había hecho al salir. Había puesto la mano sobre la nuca de Caterinella, a la manera que tienen las aves de rapiña de posarse en una rama.
Hubiera querido que Juan Sforza le pusiera la mano en la nuca de la misma manera.
Deslizó la mano bajo sus cabellos y apretó fuerte. Inició una caricia, se volvió a apretar con fuerza la nuca y soñó.
Un día Juan Sforza la cogería de la misma manera y la llevaría a su habitación para realizar Dios sabe qué acto misterioso. Un día, pero ¿qué día? ¿Al cabo de cuántos meses, de cuántos años?