27
Las consecuencias de mi violenta disputa con Guzmán se hicieron notar en mi ánimo inmediatamente después de abandonar su bungalow. La tormenta estaba alejándose y aunque la lluvia seguía siendo fuerte y el viento arreciaba por momentos, arrebujado bajo el paraguas llegué a mi casa sin otro pesar que el de sentirme culpable por mi impetuosidad. Ya un poco calmada la ira, el hecho de haberle levantado la mano al sacerdote significó mucho para mí. No podía perdonarme semejante gesto. Teniendo en cuenta las circunstancias por las que estaba atravesando el padre de almas, mi actitud debió ser otra. Pero, como ya nada podía hacer para corregir mi error, me dediqué a pensar en otras cosas.
Al mostrarme Guzmán el cuadro, comprendí al instante que mi amigo había enfermado. Su mente no debía estar equilibrada. Sin embargo, al fijarme en el lienzo una y otra vez, recordé que el arte carece de elementos objetivos con los que poder definir una obra, sobre todo si es abstracta. Por tal motivo, cuando Guzmán me preguntó: ¿No es asombrosa la mirada que acabas de contemplar?, de nuevo presté atención a su trabajo y no advertí en ella estatismo alguno sino, por el contrario, un suave movimiento geométrico de espirales, ondulaciones, lúnulas y parábolas, no sé, que engendraban motivos contemplativos diversos cada vez que yo modificaba, aunque fuese de manera imperceptible, mi ángulo de visión. Pero el conjunto geométrico (aunque geométrico no sea la palabra adecuada para expresar lo que quiero decir porque los trazos que menciono sólo representan una imagen mental inexplicable) quedaba concretado en una visión muy cercana a mi recuerdo de la mirada de Ingrid. Mas luego, ya en la calle, los pies mojados y fríos y la cabeza ardiendo de contradicciones, me dije: No, Tico, aterriza no sea cosa que te vayas a volver loco como Guzmán. Mejor será que telefonees al canónigo.
Don Benito debía estar cerca del teléfono cuando le llamé, porque descolgó el auricular al primer timbrazo.
— ¿Qué tal tu charla con el padre Guzmán? –me interrogó después de habernos saludado.
No le expliqué todo lo sucedido porque me pareció más prudente hablar con él personalmente y no por teléfono. Además, necesitaba meditar cuidadosamente lo que podría contarle, puesto que no me consideraba autorizado a revelarle la decisión que había tomado Guzmán respecto a abandonar los hábitos. En cuanto a mi enfrentamiento con el párroco, tampoco podía decirle nada sin explicarle antes los motivos que me indujeron a tan desafortunada disputa. Por lo tanto, sólo le comenté mi impresión sobre el cuadro, que reproduje de la siguiente manera:
— ¡Qué difícil me resulta explicarle a usted lo que he visto y sentido en relación con el cuadro! Sin embargo, sí me atrevo a decirle que Guzmán precisa con urgencia de un tratamiento psiquiátrico. Y créame que siento en el alma expresarme en estos términos. Estoy abrumado por las circunstancias y no encuentro el modo de suavizar mis palabras.
Por el tiempo que tardó don Benito en reaccionar, deduje que el eclesiástico debía de estar muy preocupado por mi declaración. No obstante, después de encajar el golpe me preguntó, sereno:
— Por favor, seme concreto. Te lo ruego.
— Don Benito, el cuadro está prácticamente en blanco. Excepto la cernada…
— Perdón. ¿Te refieres a la mano de imprimación que se le da al cuadro antes de comenzarse a pintar?
— Exacto. A eso me refiero.
— Gracias. Prosigue, por favor.
— Excepto la cernada, repito, no hay ni un sólo trazo pintado. Sin embargo, yo he visto en el lienzo la mirada de Ingrid. Pero, claro, se trata de una alucinación; una de las tantas ilusiones que he tenido a lo largo de muchos años. El padre Guzmán, en cambio, está absolutamente convencido de que el cuadro, quiero decir la mirada de Ingrid, es asombrosa. “¡Lo hemos conseguido! ¡Bendito sea Dios que me ha iluminado!”, exclamó, eufórico y fuera de sí, besando la tela vacía pero llena de un contenido oculto y de una magia extraordinarios. Si no fuese porque ese cuadro ha estado y está en manos de un sacerdote bueno, yo diría que su contenido, un silencio que anula mi voluntad de sentirme libre de su elocuencia, está embrujado.
Después de haber conversado unos minutos más acerca de mis impresiones respecto al caso que nos ocupaba, y de haberle rogado al canónigo que interviniera en favor de Guzmán con el fin de ayudarle a salir de su difícil situación, don Benito me citó para el día siguiente en su casa. “Creo preferible que hablemos con tranquilidad. El teléfono nos limita”.
Mi respuesta fue afirmativa, no porque la sugerencia me la hubiese formulado una dignidad eclesiástica que, desde luego, era merecedora de tenerla en consideración, sino por convencimiento. Comprendí que al señor canónigo le interesase hablar viéndonos las caras, porque de ese modo, yendo la palabra acompañada de gestos, la información adquiriría mayor valor. Pero a mí no me importaba lo más mínimo el estudio psicológico que pudiera hacer de mis reacciones puesto que no cabía en mi cabeza el tratar de engañarle.
Después de despedirnos, y a la espera de que llegara Laura, me dediqué a realizar un resumen de mi vida desde que llegué a Lugo. Todavía me quedaba tiempo para hacer una reflexión serena, y ya que me sentía obligado a resolver el serio problema que tenía planteado respecto a la mujer con quien pensaba vivir en adelante, aparté de mi mente toda idea capaz de torcer el nuevo camino que había decidido seguir.
O Laura o Merce, una de ellas habría de quedar marginada de mis sentimientos, puesto que rechacé de plano dañar a cualquiera de las dos por mantener una actitud egoísta.
No tardé demasiado en comprender que con Merce mi vida podría convertirse fácilmente en un infierno. Si ella tomaba la decisión de seguir actuando junto a Celso, ¿qué otra opción me iba a quedar sino la de sufrir lo indecible por causa de los celos, aun a pesar de mis ideas avanzadas? También, si se decantaba por romper con él profesionalmente, se vería obligada a buscar otra alternativa. En definitiva, algún otro hombre se le iba a cruzar en su camino. Porque renunciar a la música era algo impensable en ella.
Me interesaba Laura. No me cupo la menor duda de que con ella viviría tranquilo. Sin embargo, cómo me dolió la palabra interés. Sin hacer otra valoración distinta a la del provecho propio, es cierto. Me interesaba mi asistenta, de modo especial por sentirme más seguro con ella que con Merce; pero los recuerdos de mis noches con la pianista, de mis paseos con ella por las orillas del Miño al atardecer, su mirada vagando por el cielo, y cuando yo menos lo esperaba sorprendiéndome su dulce voz con alguna melodiosa cavatina –como si la inminente noche le estuviese prestando los acordes estelares—, impulsada por el misterio nocturno acoplando su silencio a mi errático rumbo, convirtieron la imagen de Laura en una estampa mariana, como una Dolorosa asaetada por el desdén.
Eché una ojeada al reloj de pared. Las nueve de la noche. Faltaba una hora para que la puntual Laura hiciese sonar el timbre de mi casa. Escaso plazo para decidir algo tan importante. En contraposición con la responsabilidad de proceder correctamente, el febril deseo de acostarme con la mujer que yo esperaba hizo su trabajo sucio. De nuevo el sexo luchando contra la razón. ¿Cómo vencer al salvaje instinto sexual? ¿Utilizando la inteligencia? Ya lo estaba haciendo; pero la calentura previa al acto de posesión me impedía discurrir con libertad para encontrar la salida más conveniente.
Miré el reloj de nuevo y lo maldije. Había transcurrido tan sólo un par de minutos y por mi cabeza había desfilado, en tropel, el desorganizado ejército de los recuerdos que deseaba olvidar. En tan poco tiempo tantos jinetes, cada uno de ellos portando una imagen erótica de mi reciente pasado en su estandarte lujurioso. Merce, desnuda, mostrándome el rosetón sabino de sus pechos. Merce, cubierta su piel con las mejores galas concupiscentes, invitándome al holocausto del beso, como si me exigiera: “¡Entrégate a mí y deja que te quiera como se ama en la gloria del infierno: sin Dios que vigile nuestras incursiones en el reino del amor que nos niegan los castos!” Y me imaginaba un paraíso donde la libertad absoluta relucía con el esplendor de una estrella a punto del colapso final. Sin miedo a perderme con Ingrid para siempre en los confines del beso que aún, pese a haber besado en su boca mil bocas deseadas, mis labios sedientos del imposible amor —¡maldito sea el amor!— no han podido besar.
Me fui a mi habitación. Me dolía el cuerpo. Me dolía el alma. ¡Mentira! Sólo las rosas, y los tulipanes y todas las flores tienen alma. No los humanos, no los dioses derrotados, exclamé, y me tumbé en la cama donde tantas noches –a veces sin saber por qué— hice el amor con Ingrid.
Ingrid, ¿me escuchas? Mírame como me mirabas cuando, antes de besarnos, tus ojos, vacíos de palabras y rebosando de ansiedad, me decían: “No hay noche, amor, sin embrujo, ni día sin dientes largos que desgarren nuestro ser. Volemos como vuelan los versos de tu poema y el mío: con las alas de Dios, el nuestro, que nos creó para adorar el pecado de sentirnos, como Él, libres en el amor”.
Sonó el timbre de mi casa (de la casa de Ingrid, que en pocos días debería abandonar). Contemplé de nuevo su retrato. Su mirada era la de un retrato sin más. No había en los ojos de Ingrid el fulgor que yo encontraba cuando, antes de besarnos, me decía: “No hay noche, amor, sin embrujo…” Sin embargo, en el preciso instante en que decidí abrirle la puerta a Laura, la mirada de Ingrid, por primera vez desde que se fue de mi lado, me sonrió. Fue una mirada intensa, totalmente desnuda. Una mirada sin rostro.