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Germán (el librero encargado de gestionarme una fotocopia del libro de astrología de doña Cayetana) ya me tenía preparado el trabajo que me ofreció. Cuando, tres días después de la fecha convenida para darme la respuesta fui a su tienda, nada más verme entrar me sorprendió gratamente diciéndome lo hemos conseguido. Si en aquellos momentos no me abracé a él fue por no pecar de atrevimiento.
Años después de aquel suceso, aún me tiemblan las piernas cuando lo recuerdo. Yo estaba contento, cómo no, aunque un no sé qué de angustia, de temor o de responsabilidad agriaba la alegría que me produjo el logro alcanzado. Era un paso importante el que acababa de dar y sólo me faltaba dar otro par de ellos: la tumba de doña Cayetana y luego, con frialdad y valentía, concluir mi trabajo con éxito. Tal vez fue esta palabra, éxito, el motivo fundamental de mi inquietud. Si fracasaba en el intento... No. Mejor pensar en Zaira y dejar las preocupaciones para cuando realmente me viese obligado a soportarlas.
— No parece estar usted muy contento del éxito de mi diligencia —comentó Germán una vez le hube agradecido su interés por servirme y de escuchar sus palabras con la risa, ruidosa e infantil, que lo caracterizaba. Este librero tiene madera de cómico, pensé con satisfacción. Merece ser condecorado por sus continuas aportaciones a la alegría.
— Al contrario. Me ha hecho usted un gran favor. ¿Cómo no voy a estar contento? Y mucho más que alegre, exultante de júbilo aunque no lo manifieste —quise premiar sus servicios con estas palabras.
Lo que me inquietaba era el gasto por la adquisición de la copia. Aunque pensé que quizá no habría de suponerme un dispendio excesivo cuando, sin consultarme, el amigo Germán hizo el encargo a su colega de Orense. Pero me equivoqué, porque no hubo cuenta alguna que saldar. Fue aquélla una magnífica ocasión para reflexionar sobre el factor suerte, que hasta el momento me había acompañado desde que puse por primera vez los pies en Lugo. ¿Era lógico atribuir a circunstancias fortuitas el encadenamiento de los sucesos favorables que me estaban ocurriendo? Y si de este modo se estaba desarrollando mi estancia en Galicia, ¿no era también factible que la suerte me diese la espalda en cualquier momento?
En el instante en que Germán me impresionó diciéndome que no le debía nada, que en su gremio se favorecían unos a otros y por tal motivo podía contar con él para lo que estuviera en sus manos cada vez que le necesitase, quedé mudo de sorpresa.
— Don Germán, ¿por qué hace usted esto por mí? No logro entenderlo. Ni siquiera sabe usted quién soy.
— ¡Pero hombre, si eso no tiene ninguna importancia! Sé muy bien lo que hago, y cada vez que invierto una sola peseta es para obtener, a corto o largo plazo, unos intereses sustanciosos —y comenzó a reír, al tiempo que su brillante calva adquiría un rosado tono de satisfacción—. ¿Cree usted que con el costo de una conferencia de siete minutos no me he ganado a un buen publicista? Porque a partir de ahora usted me va a hacer una excelente propaganda. Y cuando termine sus estudios y consiga ejercer como profesor, me traerá buenos clientes. ¿O me equivoco? Contésteme, por favor. ¿Me equivoco?
— No sólo no se equivoca, sino que ha dado en la diana. Tenga usted en cuenta que la gratitud forma parte de la vida. Gracias, don Germán. No olvidaré nunca su gesto, respondí sin titubeos, aunque lamenté no haber sido sincero con él cuando, a su pregunta de hacía unos días de si yo era estudiante, le dije que sí. Debí haberle dicho la verdad, pero ya buscaría yo la manera de aclararle que, aun habiendo concluido la carrera, seguía ampliando mis estudios.
Estaba deseando llegar a la pensión para abrir el paquete y leer el libro de un tirón. Se trataba de un trabajo de astrología de unas cien páginas en el que esperaba hallar alguna pista que me ayudase a desentrañar el complejo significado de mi sueño. Probablemente encontrase más de una referencia en forma de signos y aspectos astrológicos (cuadraturas, sextiles, conjunciones, trígonos y oposiciones) capaces de orientarme en el oscuro laberinto donde me encontraba perdido. Y hasta era posible que doña Cayetana hubiera dejado en ese tratado alguna huella de su carta natal, desde donde poder especular con cierta lógica. En este sentido, el librero pareció leer en mi cerebro y me preguntó:
— ¿Tiene usted alguna noción de astrología?
— Puedo levantar una carta astral, aunque la interpretación que haga de ella no sea la adecuada. En cualquier caso, como en la época de doña Cayetana se desconocía el planeta Plutón, que fue descubierto en 1930, tendré que valerme para mis estudios de un buen profesional. ¿Conoce usted a alguien que me pueda ayudar en mis investigaciones?
— Yo no soy un profesional, pero creo que podría orientarle. Sin ser lo que se dice un buen astrólogo, sí que he estudiado algo a fondo esa disciplina. La Astrología, mi querido amigo, no sólo está basada en las posiciones planetarias al darse un nacimiento y posteriormente en el cálculo e interpretación de los tránsitos, etc., etc., usted ya me comprende, sino que influyen otros factores personales, como es el de la psicología de cada individuo. Ya le digo: de lo que de mí dependa, estoy a su entera disposición. Incluso los numerosos libros sobre el tema que hay en mi librería se los cedo para las consultas que necesite hacer. También puedo presentarle a mi joven amigo Andrés, que sabe de todo esto más que yo.
En efecto, no iba a transcurrir mucho tiempo (luego se verá) sin que Andrés y yo diésemos comienzo a una amistad que no prosperó como hubiese sido deseable. Fue él quien me introdujo en un círculo esotérico donde se estudiaba Astrología y se practicaban algunas mancias, en especial la nigromancia, ¡oh Dios!, que pretende adivinar el futuro invocando a los difuntos. Era para mí un mundo nuevo y fascinante en el que me desenvolvía con soltura. Eso de adivinar el futuro por medio de la ornitomancia me seducía y fue a lo que le dediqué atención. Por el vuelo y el canto de un mirlo llegué a vaticinar la inundación de la librería de Germán. Cuando le pronostiqué el suceso se echó a reír. “Bueno, amigo Tico, tendré que contratarle como provicero para que vele por mis intereses”. A los pocos días de mi vaticinio, la rotura de una cañería de agua potable anegó el sótano de la tienda y dejó inservibles buen número de libros que había apilados en el suelo a la espera de clasificar. ¿Fue una casualidad? En mi opinión, sí. ¿Cómo iba yo a vaticinar, con el escaso tiempo que llevaba preocupándome por esos temas, un suceso semejante por el sólo hecho de ver a un mirlo piando con un ala quebrada? El interés que mostraba Germán por atenderme no me parecía normal. Llegué a sospechar que tras sus atenciones se escondía algún oscuro deseo. Como sus ademanes y modo de hablar se me antojaban un tanto amanerados, me propuse saber qué era lo que deseaba de mí. Ir a por todas era lo más práctico. Si lo que quería era carne de búfalo, que hincara el diente en un hueso no le iría mal. Por esta razón respondí a sus generosos ofrecimientos con la trampa dialéctica que le tenía improvisada:
— Don Germán, le agradezco sinceramente los favores que usted me está haciendo. No puedo por menos que reconocer su desinteresado esfuerzo por ayudarme, pero no sé cómo corresponder a tanta magnanimidad. ¿Qué puedo ofrecerle en compensación a su comportamiento conmigo?
— Amigo mío —dijo poniendo una mano en mi hombro sin dejar de reír—, sé por experiencia que no se hace casi nada de un modo totalmente altruista. Es cierto que me satisface ayudar a mis semejantes; pero es en gran medida porque mis necesidades las tengo cubiertas cumplidamente y puedo en algunos casos crear la dicha que a su vez me reporta beneficios. La vida, de una manera o de otra, no es más que un do ut des. Nadie da nada a nadie y todos damos a todos. Si mi negocio funciona bien es porque tengo buenos clientes y si tengo buenos clientes es porque siempre trato de complacerles. La cadena existencial se desengarza cuando uno, sólo uno de sus numerosos eslabones...
Como no era cuestión de soportar la encendida perorata que se me avecinaba, y teniendo presente que la inflexión de voz de Germán corroboraba mi sospecha de que iba a tener discurso para rato, deduje de su verborrea que lo mejor era frenar sus impulsos dialécticos y variar de tema, que en definitiva era lo que me interesaba.
— Sin embargo, don Germán, y perdone que le interrumpa, cuando una persona, como yo en este caso, pide demasiados favores, y todos a la vez, se crea un desequilibrio que debe ser estabilizado con prontitud. Porque, por ejemplo, ahora necesito de usted otro favor...
— Si está de mi mano el poderle servir, no se corte. ¿Qué es lo que necesita?
Lo que yo necesitaba en primer lugar era que no se riera a cada palabra que yo pronunciaba; pero esto no se lo podía ni siquiera insinuar. Parecía como si estuviese cachondeándose de él mismo para, a su vez y sin levantar sospechas, montarse la juerga con su prójimo.
— Preciso saber dónde está enterrada doña Cayetana. Es un dato esencial para mi trabajo.
— Eso sí que no lo sé, aunque no creo que sea difícil averiguarlo. Con consultar el obituario parroquial de aquella época, asunto concluido.
— Ya. Gracias. Es todo cuestión de tiempo. Sin embargo, pudiera ser que doña Cayetana hubiera sido excomulgada...
—. No necesariamente, aunque puede que esté incluida en el Índice Expurgatorio.
— ¿Sabe usted —le pregunté de nuevo— en qué fecha quedó abolido el índice de los libros prohibidos por la Iglesia?
— En España, si no recuerdo mal, fue en 1966.
A la luz de las averiguaciones que yo iba haciendo, la madeja psicológica me tenía más enredado. ¿Un libro posiblemente condenado por la Iglesia y su autora enterrada en la catedral? No en un templo cualquiera, de los que abundan en Galicia, apartado de la curiosidad turística. No lo podía entender. Muy cuantiosa debió de ser la fortuna puesta por doña Cayetana en manos del Clero para que sus restos no hubiesen reposado en un desnudo cementerio donde antaño se enterraba a los infieles y a los suicidas. En cuanto al obituario, ¿existiría aún el libro parroquial donde se anotan las defunciones y entierros realizados en la catedral?
En realidad, ¿qué más me daba a mí que a la ilustrísima de marras la hubiese anatematizado la curia o su nombre figurase en el Santoral? Lo importante era saber dónde reposaban sus restos y eso aún estaba por averiguar. Actuar y nada más que actuar. Fue ahí, en ese punto decisivo, donde quedé anclado. Actuar o desistir. ¿Desistir? En el momento de cruzar por mi mente este pensamiento, temblé. Recordaba la mirada implorante de doña Cayetana momentos antes de desaparecer en el ataúd que reposaba sobre un túmulo cubierto de crespones. ¿Iba yo a desatender la súplica de un espíritu libre de la opresora carne vagando, como las ánimas de la Santa Compaña, a la espera de su definitiva redención? Bien a gusto lo hubiera hecho de no haber sido por el temor supersticioso que estaba secuestrando mi libertad, y dediqué mi mente por unos instantes a oscilar en el sorpresivo mundo de las emociones.
Pensaba yo en los besos de Zaira y en los momentos felices que podría disfrutar con ella a orillas del Miño, al atardecer, ambos retozando sobre la húmeda yerba o implicados en el discurso silvestre del ocaso, nuestra la noche y los deleites saturnales, ¡oh, Dios!, la oscuridad; la elación nocturna magnificando nuestra convulsa carne, dime que me quieres, más, dime más veces que me quieres, pasión y desenfreno, lúdica marea de besos y caricias, el tornado amoroso, las fiebres fálica y vaginal bendiciendo al demiurgo... ¡Señor!, tú que hiciste la Tierra y nos dijiste sin palabras ni libros santos: “El mundo está hecho de bien y de mal para que podáis aprender, pero la felicidad la he escondido para que os sacrifiquéis en una búsqueda incansable”, y te quedaste tan así, tranquilo como una amapola en la cobertura de un trigal.
— Tico, en qué está usted pensando?
— Perdón, don Germán. Estaba pensando en la tarea que se me viene encima con esta investigación...
El librero no permitió que yo agrandase mi mentira. Riendo como un descosido ¡Será maricón el tío! y frotándose las manos como un colegial en día de vacaciones, me espetó:
— Pues me ha dado la impresión de que estaba usted en el paraíso de Alá, rodeado de huríes y de panales, como reza en algunas aleyas. ¿Ha leído usted el Corán? Existen en él muchos versículos dignos de ser meditados.
— ¡Pero bueno! —protesté sonriendo.
— No se preocupe, hombre. Yo tengo un abono en primera fila para recrearme en el mundo de los sueños. Las más bellas huríes del Corán son amigas mías. Pero amigas íntimas, no vaya usted a creer que me conformo con un beso en la mejilla.
— Don Germán, me sorprende usted.
— Ya lo sé, amigo, ya lo sé.
— ¿Cómo que lo sabe?
El librero me miró por encima de sus gafas, que tenía asentadas en la punta de la nariz. Luego, antes de contestar, estalló en una risotada que me dejó perplejo.
— Lo sé porque usted no necesita de la palabra para expresarse. Su rostro canta. Pensaba que yo soy mariquita, ¿no es cierto?
— ¡Por Dios, no diga eso! —exclamé fingiendo sentirme ofendido.
Sin responder a mi pregunta, Germán me hizo una petición normal que no dejó de sorprenderme:
— ¿Podemos tutearnos?
— Por supuesto. Eso es lo más lógico.
Germán se sentó frente al ordenador y, olvidándose de mi fingido enfado, estuvo tecleando durante unos segundos. A continuación, dijo:
— Doña Cayetana pertenecía a una secta esotérica formada por creyentes de diversas confesiones, a la que estaban adscritos varios sacerdotes católicos de Galicia, León y Asturias. Tal vez este dato te pueda servir para tu trabajo. Tengo unas cartas y otros documentos que hacen referencia a este asunto. Dicha organización, “Los Hermanos de la Luz”, fue disuelta y encarcelados varios de sus dirigentes. Parte de la documentación de aquella secta le fue confiada a mi padre, que era republicano y masón. Papeles estos que obran en mi poder. A mi pobre padre lo asesinaron los nacionales, sin más razón que la de acusarlo de rojo e incendiario de iglesias y sin más juicio que el de un tiro en la nuca. Pero era mentira. Él siempre fue un hombre dócil, amante de la paz y la libertad.
— Algo parecido le sucedió a un amigo mío llamado Fermín —respondí en tono agrio, dándole a entender cuál era mi criterio respecto a los totalitarismos—. Yo no he vivido esa maldita guerra; pero sé, por mi padre y por lo que he leído, que Franco no se anduvo con contemplaciones. Sus únicas caricias fueron prodigadas a la mano incorrupta de Santa Teresa.
— ¿Te refieres a Fermín Losada?
— Fermín Losada Marcos, el comunista —maticé.
— No sabía que fuese amigo tuyo. Es un buen hombre, aunque se le ha criticado su amistad con algunos curas. No sé cómo ha podido soportar tanto sufrimiento. Hubo un tiempo en que fue pregonando por todas partes que no pensaba morirse sin sacarle las tripas a Blanco, el policía fascista que lo torturó en la cárcel. Pero don Benito, el canónigo...
— Conozco a don Benito y también sé quién es Blanco. Don Benito es la persona que ha podido calmar a Fermín hasta cierto punto. Porque hay veces que le brillan los ojos, y no creo que sea de beatitud.
— En efecto. Gracias a don Benito, Fermín no está hoy bajo tierra. Asimismo, disfruta de una modesta pensión que le permite vivir sin pedir nada a nadie. En cuanto a Blanco, trata de no encontrase con Fermín. Si algún día se vieran de frente, no sé lo que podría suceder. Supongo que nada bueno. En fin, quiera Dios que no coincidan nunca en ningún sitio.
Yo ignoraba que Fermín y don Benito fueran amigos, o al menos conocidos, de Germán. A juzgar por lo que el librero sabía de ambos, supuse que se conocían y que el canónigo lectoral habría visitado su tienda en más de una ocasión. Pero no quise hacer preguntas en este sentido. No me convenía mostrar demasiado interés en aquel asunto. Tiempo habría más que suficiente para que Germán me contase cosas que yo necesitase saber. Por el momento había conseguido la copia del libro que deseaba y una información que podría servirme para mis indagaciones.
— Germán, voy a tener que irme. Se me va haciendo tarde para resolver un par de asuntos que tengo pendientes. En cuanto haya terminado con la lectura de este libro —señalé con la cabeza la copia que llevaba en la mano— te haré algún comentario al respecto. Y hasta pudiera ser que necesitase de tus conocimientos de astrología.
Germán y yo nos despedimos y me encaminé hacia la catedral. Ya no me importaba tropezarme con don Benito. O mejor dicho, prefería no toparme con él. Aunque si así sucediese, lo saludaría y cada cual a su negocio.
Comoquiera que ese día lo tenía felizmente comprometido con Zaira a partir del mediodía, me iría con ella a celebrar lo que fuese, cualquier cosa que se me ocurriera, aunque, naturalmente, ella no iba a conocer el auténtico motivo de mi satisfacción. El hecho de verme con la mujer de la que estaba enamorado, ¿no era razón más que suficiente para incluso dar brincos de alegría y evitar que la galleguita atribuyese mi gozo a otro motivo que no fuese ella misma?
Eran las once de la mañana y la catedral la tenía a dos pasos.