24
Don Benito me esperaba en su casa. Yo hubiese preferido eludir de alguna manera la conversación que se me avecinaba, seguramente plagada de citas evangélicas y recomendaciones morales; pero no cabía otra solución que la de cumplir con mi compromiso de visitarle. Nos quedaba pendiente una discusión teológica, a la que yo no le hubiese temido si en vez de tener que tratar con un sacerdote como el canónigo lectoral, recto en su proceder, hombre honesto, educado, comprensivo y tolerante, hubiere, por muy canónigo que fuese, de conversar con un eclesiástico de menor altura humana y al cual no le debiera el inmenso favor que me hizo en el momento más comprometido de mi vida. Y el día de antemano señalado y a la hora acordada, me personé en su casa de la Ronda de Castilla.
— ¡Bendito sea Dios! –exclamó nada más abrir la puerta de su casa, para saludarme a continuación con toda efusividad y de la manera más cortés que uno pueda imaginar.
Cumplidos los pertinentes saludos, Don Benito me invitó a sentarme en una cómoda butaca que había en el salón de estar: una pieza cuadrada con ventana desde la que, a fácil tiro de piedra, se podía alcanzar la imponente muralla romana. El señor canónigo prefirió sentarse en una silla de madera, porque dijo que su médico le había recomendado mantener recta la espalda el mayor tiempo posible. Pero me sentí incómodo viéndolo sentado en una postura que me parecía molesta. Era como si se hubieran cambiado los papeles.
— Supongo que a estas horas te sentará bien un café, o si lo prefieres dispongo de un té moruno de excelente calidad, al que se le puede añadir unas hojas de hierbabuena. ¿Qué prefiere mi caro amigo?
— Gracias, don Benito. Es usted muy amable. Sin embargo, me ha puesto en un pequeño aprieto.— Mi anfitrión hizo un gesto de extrañeza y, antes de que pudiese preguntarme en qué consistía el aprieto, le aclaré mi duda poniéndole un burdo ejemplo—: Si usted se viese en la disyuntiva de ir al Cielo o de salvar un alma, ¿qué elegiría?
El sacerdote esbozó una sonrisa antes de responder a mi petición. ¿Cómo se me había ocurrido hacer una pregunta tan simplona a un teólogo anciano y de reconocida talla intelectual? Quizá por la serenidad que se le reflejaba en el rostro, de nobles arrugas y capilares relieves sonrosados, me sentí empequeñecido de antemano al intuir que de sus labios sólo podía esperar una contestación tan sencilla como de aplastante lógica. Y no me equivoqué. Porque don Benito, haciendo hábil uso de su talante cortés, no sin antes fingir cierto titubeo para hacerme creer que mi pregunta le había creado algún problema teológico o de conciencia, me respondió de modo pausado y cariñoso:
— Tico, tu pregunta no es tan sencilla de responder con acierto. Alcanzar el Cielo es mi anhelo y el de todo creyente. Sin embargo, lo que sí tengo seguro es que con egoísmo no se puede aspirar a la gloria eterna. Salvar un alma significa para Dios un gesto merecedor de Su piedad por el pecador. Yo, decididamente, elegiría salvar un alma. Pero como tu pregunta, aunque interesante, no es más que un ejemplo para hacerme comprender que te apetece tanto un buen café como un té moruno con hierbabuena, te ofrezco ambas infusiones. Sólo tienes que decirme en qué orden las prefieres.
Elegí el café. Después, en el caso de que nuestra conversación se dilatara, no me vendría mal un té.
Don Benito me dejó en la sala y se fue a la cocina, cosa que yo deseaba para, sin osar moverme de la butaca, echarles un vistazo a los lomos de los cientos de volúmenes que estaban ordenados en los anaqueles de su biblioteca. Teología, ciencia, historia, filosofía, poesía y ensayo eran los temas que pudo abarcar mi vista. También me fijé en el mobiliario de la estancia, austero y envejecido. En la ventana no había cortina, y las paredes, a excepción de un reloj y un crucifico, estaban desnudas de ornamentos. Paredes blancas enyesadas, con algunas desconchaduras que evidenciaban un cierto abandono. Supuse que alguna mujer – de esas beatas que frecuentan la sacristía y el confesonario— estaría encargada de asear la casa. Hasta este punto llegaron mis observaciones porque don Benito apareció en la estancia portando una bandeja con las infusiones que habríamos de saborear.
— Auténtico de Colombia –afirmó refiriéndose al café—. Un obsequio que me ha hecho el señor obispo hace pocos días, a su regreso de un viaje a la selva de esas tierras. Uno de mis pecados es la adicción al café. Nuestro prelado, que es mi confesor, hombre sabio que conoce mis flaquezas, me ha puesto como penitencia tomar un pocillo de este café a la semana. Me correspondía paladearlo ayer; pero he preferido dejarlo para hoy en atención a tu visita.
— Supongo, padre, que la sabiduría del señor obispo habrá tenido en cuenta el té como demonio de los apegos veniales.
— ¡Ah, no, amigo mío! Precisamente porque es sabio, sabe que no debe imponer penitencias imposibles de cumplir –y se echó a reír con la inocencia de un niño y la picardía de su ancianidad—. Mira, Tico: el café, el té, el chocolate y los dulces en general son demonios, claro que sí, aunque menores. Hacen poco daño si actúan en solitario. Pero cuando se unen, ¡válgame Dios!, no hay avemarías que puedan con ellos si las plegarias a la Virgen no van acompañadas de una férrea voluntad. Sin embargo, todas las delicias que te acabo de nombrar son también ángeles buenos cuando nos conformamos con paladearlas con moderada frecuencia. Quiero decir, si los delicados sabores nos sirven para conocer los placeres de la vida y huir de ellos en los momentos en que se transforman en apegos.
Como era de suponer, nuestra conversación sobre los encendidos afectos nos condujo por derivación hacia un diálogo menos superficial; a un diálogo en el que cada palabra, al menos yo, debería valorarla con suma prudencia para evitar burdas expresiones que pudieran restar calidad al coloquio y, no menos, guardar la debida compostura ante un canónigo lectoral entrañable al que debo el máximo respeto.
— No, Tico –protestó cuando afirmé que el amor de pareja es, junto a la creencia fanática en Dios, uno de los mayores apegos humanos—. Estás equivocado. El fanatismo no es propiamente un apego, sino una patología mental. Dios no quiere fanatismos. Sólo desea amor. Amar a Dios no sólo significa venerarlo ante el altar. Tú, que eres iconoclasta, no te arrodillas ante la cruz ni ante el Santísimo Sacramento porque no crees en un Dios antropomorfo. Sin embargo, sé que te impresiona la belleza de una flor, y esa es una manera de adorar al Altísimo. Tu inclinación a la iconoclasia se humilla cuando contemplas un árbol y lo ensalzas, tal vez sin percatarte de que estás ensalzando a Dios. Pero recobra su pujanza en los momentos en que rechazas los dogmas sagrados y les niegas a los santos el mérito de ser dignos ocupantes de las hornacinas.
— Reverendo…
— Por favor, Tico, permíteme que concluya con mi discurso. Toma nota si quieres de las observaciones que desees hacerme, y luego las estudiamos. Si no lo hacemos de este modo vamos a caer en el desorden dialéctico, y discúlpame si me consideras un poco tajante, te lo ruego.
Comprendí que don Benito tenía razón. Su metódico proceder no podía admitir innecesarias interrupciones. Asentí inclinando la cabeza y esperé a que continuara.
— No voy a citarte ningún hecho evangélico para demostrarte lo que tú crees de otra manera porque sería una lamentable pérdida de tiempo. Pero voy a decirte algo de lo que probablemente no hayas oído hablar nunca a un eclesiástico.
“Dios, en concreto, no es nada sin la ayuda de la fe. En abstracto, como tú crees en Él, es el Todo incomprensible. Demonios, ¡claro que los hay!; pero no andan sueltos por el mundo. Están en cada uno de nosotros. Quien anda suelto por la tierra es el hombre. Ya sé que ésta es una frase manida, aunque muy a tener en cuenta. Hablamos de Dios con exaltadas alabanzas y de Satanás con desprecio. Estamos equivocados. Al demonio debemos admitirlo para comprenderlo, que no para adorarlo. A Dios debemos comprenderlo –cada persona a su nivel de entendimiento— para aceptarlo. Aceptando a Dios con la escasa ayuda de nuestra pobre sabiduría, lo adoramos; admitiendo al diablo como una realidad que no podemos evitar, nos reconciliamos con la vida. Te he oído decir alguna vez que “Dios invertido es Satanás”. No es así. Satanás es una creación divina, necesaria para que la luz se proyecte sobre la oscuridad del alma. A Dios, mi querido amigo –como no podemos abarcar ni siquiera un átomo de Su luz—, debemos comprenderlo con una mezcla de raciocinio y fe.
“En cuanto al amor de pareja, qué puedo decirte para explicártelo desde mi inexperiencia. He confesado a miles de hombres y mujeres; he recompuesto —¡pobre de mí, y posiblemente de algunos de ellos!— muchos matrimonios; he casado a miles de parejas, pero nada sé en la práctica de los embates de la carne. Tal vez la Iglesia debiera permitir a los sacerdotes el matrimonio. Sería un modo de comprender en profundidad lo que ni los libros de psicología ni las teorías, por excelentes que sean, pueden transformar en praxis. Aunque en mi juventud, en el Seminario, sentí los rebencazos sexuales, puedo asegurarte que no conozco los placeres del amor carnal. Sé que son intensísimos a juzgar por las muchas tentaciones que he tenido que vencer; pero no debe de ser lo mismo que acostarse con una mujer. ¿Me perdonas esta directa y desafortunada expresión? –Hice un gesto afirmativo que le sirvió a mi interlocutor para proseguir con su discurso.
“Quiero, no obstante, que admitas mi experiencia indirecta en este asunto como un curtido aprendizaje del oficio de vivir, en gran medida para los demás. El matrimonio es un compromiso ante Dios para perpetuar la especie y sentir la grandeza del amor no sólo en el deleite carnal, sino también en el sacrificio que supone la convivencia familiar. Podríamos decir, sin temor a equivocarnos, que el matrimonio es un proceso iniciático en el que, de seguirse su curso con el apoyo de la virtud, la pareja alcanza la cima de sus aspiraciones de felicidad. Podrás alegar, y con sobrada razón, que existen infinidad de estímulos capaces de doblegar la voluntad humana. El enamoramiento es uno de ellos; tal vez el más importante y el más costoso de eludir. Pero acabo de referirte dos cuestiones de vital importancia: el camino iniciático y la virtud. Toda iniciación es difícil de completar con éxito. Sin embargo, una vez lograda, los beneficios obtenidos son inmensos y compensan con creces los rigores del sufrimiento. En cuanto a la virtud, se trata de una cualidad de insuperable valor. No me refiero a la virtud catoniana, cuya severidad sólo está al alcance de las almas más puras, sino al comportamiento basado en el respeto, en la consideración y en el verdadero amor al prójimo”.
Pese al respeto que me imponía la palabra de don Benito, acertada según mi criterio, su contenido me parecía de imposible cumplimiento. Frenar las acometidas de un enamoramiento profundo cuando la razón se nubla porque la naturaleza humana está concebida para obedecer los fieros dictados sexuales, es una entelequia si el amante se siente correspondido. Se necesitaría haber dedicado una parte importante de la vida, con la absoluta confianza puesta en Dios y una fe inquebrantable en Él, para resistir el embate de un tsunami emocional tan arrollador como es el beso deseado. Así se lo hice saber y el sacerdote me respondió:
— Yo, cuando tenía cincuenta y ocho años, estuve a punto de abandonar los hábitos por una mujer casada a la que no osé tocarle ni una mano. Una mujer, esposa de un íntimo amigo, que me ofreció fugarme con ella. Sentí por esa dama el enamoramiento más intenso que puedas imaginar. Estuve varias noches sin poder conciliar el sueño. En aquellos momentos me sirvieron de bien poco mis estudios teológicos, algunos de los cuales llegué a poner en cuarentena. Observé con estupor que mis creencias religiosas se tambaleaban. Tico, lo pasé muy mal. Pero he de darle mil y una gracias a Dios por iluminarme en los instantes más oscuros de mi existencia, cuando decidí confesarle mis pecados a mi director espiritual. La bondad y sabiduría de mi confesor fueron los determinantes morales que me salvaron de cometer una barbaridad. Porque, de no haber sido por él y por la inestimable ayuda de Dios, yo hubiera apostatado. Pero no vayas a creer que mi confesor me puso insalvables trabas para que yo no abandonara los hábitos. En absoluto. Si abjurases por cruzarse en tu camino una mujer casada, me dijo, traicionarías a un marido y a la Iglesia. Si por un amor mundano te convirtieses en un mal sacerdote, traicionarías a los creyentes, a la Iglesia y a Dios.
“Le pedí a mi director espiritual que se me concediera el traslado a otra provincia, lejos de Galicia, sin poder conseguir mi propósito. No sería prudente concederte el traslado que demandas. Hay peligros de los que se debe huir, pero no de éste, que debes afrontar valiéndote de la invencible arma de la fe. Sólo así, sintiéndote vencedor de una poderosa tentación, estarás a salvo de posibles, futuros impulsos pecaminosos.
“Me sentí angustiado y solo, porque nadie puede ayudar a un enamorado cuya obcecación es capaz de vencer a su propia voluntad. Yo no sabía qué hacer. No podía desahogar mi conciencia en la comprensión de ningún amigo ni, por mi condición sacerdotal, confiar en cualquier persona. Sólo en Dios podía poner toda mi confianza, y ante el Santísimo día y noche durante varias semanas, recé al Señor para que me diese las fuerzas necesarias con que poder dominar mis impulsos. Hasta que una noche, ante Jesús crucificado, lloré. Fue entonces cuando, al contemplar el rostro ensangrentado de Jesucristo, vi en su mirada el enorme sufrimiento y la inmensa piedad que hubo de derramar por todos nosotros. Esa mirada y mi fe puesta en Dios, me salvaron”.
Al pronunciar don Benito la palabra mirada, me quedé encogido. Si a él lo había salvado la mirada de Jesucristo crucificado, a mí me tenían crucificado las miradas de doña Cayetana y de Ingrid, persiguiéndome sin descanso. La primera durante años y la de Ingrid, con furor incontenible, durante meses. Hasta que los ojos de otra mujer –que no los de Cristo— que probablemente ya me habría olvidado, hicieron el milagro de liberarme de una carga psicológica tan insoportable como la de un enamorado, igual que lo fue mi interlocutor.
— Don Benito, ¿tanto confía en mí como para haberme revelado lo que intuyo que usted habrá guardado en su corazón durante tanto tiempo?
El canónigo asintió sin pronunciar ni una sola palabra, pero vi en su faz la más firme convicción de que estaba hablando con un hombre que merecía toda su confianza.
— Gracias, don Benito. Por nada del mundo revelaré a nadie su secreto.
— Yo no te he dicho en ningún momento que mi confesión sea un secreto.
—¿Puedo preguntarle si además de su confesor y yo lo sabe alguna otra persona?
— Ninguna más.
— Entonces, lo que me acaba de revelar es un secreto. ¿Estoy en lo cierto?
— ¿Es necesario que te lo afirme? Tratándose de una confidencia tan íntima, ¿has llegado a creer necesario que te pidiera prudencia? ¿Me has pedido reserva alguna vez, en las ocasiones en que me has contado tus intimidades? Y, sin embargo, no he comentado con nadie tus problemas.
Entre café y té, la conversación duró más de lo que yo había previsto. Desde la perspectiva teológica en cuestiones como la indisoluble unidad entre materia y espíritu (don Benito me sorprendió por sus profundos conocimientos sobre la filosofía china del Tao) hasta la compleja cuestión del adulterio, recibí esa tarde la lección humanística, religiosa, filosófica e incluso científica más brillante de toda mi vida. Sería prolijo, y posiblemente aburrido, detallar las sinceras discusiones que tuvimos mi anfitrión y yo, en las que, pese a la elocuencia y a los bien fundamentados argumentos del sacerdote, hubo escasas coincidencias de criterios. La mentalidad profundamente religiosa de don Benito no podía casar con la mía, más hecha a la concepción de un mundo hostil en el que el concepto de Dios supone un poderoso freno a todo progreso. Y en cuanto al amor…
— Don Benito, ¿se imagina usted a muchos enamorados abrazados a la cruz para pedirle a Dios que les haga olvidar a la mujer amada, o que les dé fuerzas para resistir la dulce mirada por la que suspiran? ¿Cree usted más útil para la humanidad aferrarse a la fe que hacer uso del error y del sufrimiento para aprender? ¡Ay!, si la política, la religión y la ciencia se unieran para defender la Vida. Pero no es así, don Benito. Nunca la Iglesia, ni la política ni la ciencia ni, si usted me aprieta, la filosofía, han estado al servicio del ser humano y, por ende, del amor. De ahí que la palabra amor, de tanto pronunciarla con hipocresía y egoísmo, haya quedado degradada hasta el extremo de no creer en ella casi nadie. ¿Qué otra opción nos deja el orden universal, sino la de configurar el abrazo de modo que lo que se abraza sea la carne? ¿Cuándo ha intervenido Dios en nuestra Guerra Civil, por no citar otras feroces contiendas, para evitar que a un Fermín y a miles de inocentes les cercenaran la oreja o les mutilaran los órganos genitales? ¿Cuándo el amor de Dios se ha manifestado para beneficiar a los millones de seres hambrientos que claman por un mendrugo de pan y un vaso de agua para sobrevivir?
“A Fermín lo salvó del paredón un hombre, no Dios. Y de la cárcel me salvó el mismo hombre que se apiadó de Fermín. Hombres de estos, claro que los hay, y en ellos creo. Como creo en la mujer que, con una mirada, me salvó de la persecución implacable de otra mirada. Eso es amor. Sin embargo, permítame que le confiese algo que necesito decirle para que usted me ayude, si le es posible, puesto que mi conciencia, creo que por amor, tiembla de remordimiento.
“Hay un sacerdote a quien eché de mi casa por una disputa sobre un cuadro que él mismo ha pintado. Ese sacerdote se llama Guzmán…
— ¿Guzmán Lasanta Silva? –me interrumpió el anciano sacerdote.
— Sí. Guzmán Lasanta, párroco de Santa…
— Es un buen amigo mío. Sigue, por favor, y dispénsame por haberte interrumpido. Ahora he de ser yo quien coja papel y bolígrafo para no volver a entorpecerte –y comenzó a reír con la noble risa de quien se sabe ante un amigo comprensivo.
Le conté al canónigo todo lo que me había sucedido con el párroco; su obsesión por Ingrid, sus ideas perfeccionistas sobre la pintura que, como una sensación constante de armonía colorista y de infatigable búsqueda del equilibrio entre la emoción y la dinámica del trazo, tal vez con el fin de ajustar sus sentimientos a una confluencia de ortodoxia religiosa y de paganas ambiciones, le atenazaban. También me aventuré a decirle que Guzmán, según mi entendimiento, de modo inconsciente estaba respondiendo a las exigencias de su libido con expresiones artísticas que poco tenían en común con su magisterio. “De ahí, don Benito, que no haya querido, seguramente por celos, entregarme el cuadro que ha pintado y me haya tratado con brusquedad en bastantes ocasiones mientras lo pintaba”.
— Vamos a ver, Tico –quiso aclarar el religioso—. ¿Has llegado a ver el cuadro ya terminado?
— ¡Pero si no me ha permitido verlo en ningún momento!
— Entonces, ¿cómo te atreves a decir que Guzmán está, o estaba, respondiendo a las exigencias de su libido con expresiones artísticas y todo lo demás que me has contado sobre sus deseos perfeccionistas, de la búsqueda del equilibrio hemodinámico, y de sus celos que no entiendo que pueda tenerlos después de haber fallecido tu compañera? –y calló.
La observación de don Benito me dejó un tanto perplejo, pero le respondí como pude, hallando en la ambigüedad la manera de salir del paso, aunque reconozco que con escaso o nulo éxito:
— Hay gestos y actitudes que, acumuladas en el tiempo, nos obligan a especular.
— Bien, Tico. Con lo que me has referido sobre el padre Guzmán y lo que he deducido en función de tu conducta, tengo datos más que suficientes para hacerme una idea de lo que os sucede. Lo que no debo hacer en este caso es intervenir. Eres tú, puesto que no te conviene obsesionarte con ciertos lamentables recuerdos, y en consideración a que te has precipitado al echarlo de tu casa, quien debe pedirle disculpas para restablecer una amistad que nunca debió romperse por causa de un acaloramiento. Te recomiendo que lo hagas y sin demora. No obstante, si no es posible una avenencia, estaría dispuesto a intentar reconciliaros.
Sin más café ni más té, y sin la copita de orujo que yo hubiese deseado, don Benito respondió a mis observaciones sobre la conversación que habíamos mantenido respecto a la actitud social y política de la Iglesia, y a mi equivocado concepto sobre la justicia divina. “Demagogia, Tico, y demasiada simpleza en tu razonamiento sobre la complejidad de la vida y los designios del Cielo. ¿Existe algún grupo humano, comunidad o institución que sea perfecto? ¿Qué hubiese sido de la Humanidad sin el freno de la religión? ¿Qué hubiera sido de la Iglesia sin la oposición, en muchos casos acertada, de los contestatarios y de los honestos intelectuales?” Y a continuación, con notoria tristeza en su semblante, añadió:
— Tienes razón en cuanto a que la Iglesia, la Ciencia y la Política deberían estar unidas para mejorar el mundo. Una parte importante de los científicos de relieve están documentándose en los antiquísimos textos orientales y en las visiones místicas cristianas con el afán de encontrar algún nexo con los fabulosos descubrimientos de la física moderna y la biología genética, que necesitan de la experiencia religiosa para sustentar nuevas teorías. ¿Sabías que Einstein afirmó que “el sentimiento religioso cósmico es el motivo más poderoso y noble de la investigación científica”?. Y Plotino, a quién seguramente has estudiado: “No es el ojo el que ve, sino el poder activo del alma”. ¿Y qué decir de San Buenaventura cuando nos sugiere que tenemos tres ojos: “el ojo de los sentidos, el ojo de la razón y el ojo de la contemplación?”
“Sí. Ese es el camino. Y la otra senda, la que tú no sigues, es la de comprender que la Iglesia, pese a los errores cometidos por sus representantes, no es culpable de que haya habido y siga habiendo religiosos equivocados. Tan equivocados como la mayoría de los políticos, tan equivocados como muchos científicos. Y si no, escucha lo que dijo el gran Louis de Broglie: La historia muestra que los avances de la ciencia siempre han sido frustrados por las influencias tiránicas de determinados conceptos preconcebidos que se convirtieron en dogmas inquebrantables. Por esa simple razón, todo científico debería volver a examinar periódicamente y a fondo sus principios básicos. Fíjate bien, Tico: todo dogma es necesario para que se pueda explorar a fondo cada paradigma, cada modelo de experiencia. ¿Te imaginas a los científicos abstraídos en sus investigaciones sin haber explorado antes todas las posibilidades de cada contingencia; es decir, de todo lo factible en cada etapa de la investigación? Pues lo mismo le sucede a la Iglesia. Dios es tan inconmensurable que no se le puede conocer, ni siquiera aproximándose a Su divina sombra: la que atisbamos en los confines de nuestra conciencia”.
Don Benito y yo nos despedimos con un fuerte apretón de manos; pero tuve la certeza de que era consciente de mi incredulidad. No obstante, antes de cerrar la puerta, me preguntó:
— Tico, ¿qué supone Dios para ti?
— Poca cosa, don Benito. O tal vez mucho. Dios, para mí, no es más que la esencia del silencio.