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Cuando yo era muy joven, quiero decir, en mi etapa de C.O.U, a punto de comenzar los estudios de Magisterio, padecí uno de los eventos más desgarradores de mi vida. Fue un suceso que durante algún tiempo me puso al borde de la enajenación. Me enamoré rabiosamente de una chica que al año de nuestro noviazgo me abandonó por imperativos familiares: el traslado de su padre, ingeniero forestal, a Jaén. Se llamaba Rosa. Estado civil: casada. Su vida matrimonial, un desastre.

Anoche, después de dejar la cocina limpia y en orden, antes de que llegara Guzmán, me percaté de que todavía no le había dado a mi antigua novia la noticia del fallecimiento de Ingrid. Rosa y yo hace bastante tiempo que nos relacionamos amistosamente por teléfono. En este punto, de nuevo ha tenido lugar un acontecimiento relevante por su repercusión, dado mi estado de ánimo, que contaré al concluir el relato del primer encuentro con mi amigo sacerdote en su intento por plasmar en el lienzo mi obsesivo deseo. Lo de anoche con Rosa ha sido tremendo. A cualquiera que le hubiese ocurrido, podría trastornarlo de no estar más atento a la racionalidad que a la fenomenología paranormal. Insisto: es uno de los hechos más extraños de cuantos he experimentado desde el fallecimiento de Ingrid.

Guzmán llegó tarde a mi casa. El reloj de pared que tanto estimaba Ingrid acababa de dar la última de diez campanadas. Nada más verme, mi amigo, alarmado por mi aspecto, me preguntó:

— ¿Qué te pasa? Te veo pálido y como asustado.

— Motivos tengo para ello más que suficientes —y le conté lo que acababa de sucederme.

Guzmán agachó la cabeza y por toda respuesta me invitó a cenar en su casa.

— Allí hablaremos. Tengo preparados unos platos fríos que nos han de servir para reponer fuerzas y propiciar de manera conveniente la conversación que necesito sobre nuestro trabajo. Yo, a pintar; tú, a posar; Ingrid, desde su cielo, a prestarnos la ayuda que necesitamos. Luego de cenar y de charlar, aunque sea de madrugada, comenzaré mi tarea. Has logrado contagiarme tu interés por el enigmático flujo que tu amante te regaló en su eterna despedida. Qué extraño es todo esto, Señor.

Durante la comida satisfice la curiosidad de mi amigo por saber lo que me había ocurrido al conversar telefónicamente con Rosa. Guzmán sabía de ella por mis confidencias, como también tenía conocimiento sobre lo que me interesó contarle de nuevo respecto a los motivos que me indujeron hacía casi nueve años a instalarme definitivamente en Lugo.

— Eres un ser en extremo obsesivo, y debo reconocer que bastante abierto a la receptividad —me dijo, preocupado—. El sueño que tuviste siendo un adolescente y después lo  que estás viviendo en relación con Ingrid, me obligan a creer que eres lo que en el mundo  paranormal se conoce con el nombre de sensitivo.

— Lo que no logro entender es que, siendo yo hombre pragmático y bastante escéptico, casi ateo por la gracia de Dios —le largué el topicazo para mantener un tono desenfadado en nuestra conversación—, me sucedan estas cosas. Te lo juro, no entiendo nada.

— ¿Tú ateo…? Deja que me ría. Estoy convencido de que no has elegido la carrera adecuada a tu modo de ser y a tus convicciones. Crees en Dios tanto o más que yo. Deberías haber sido cura. Pese a considerarte un progresista, de haber seguido mis equivocados pasos hoy irías vestido con ropas talares. Amigo mío, a ti te va más la sotana que a mí el clergyman.

Mi sorpresa fue mayúscula al oírle decir de haber seguido mis equivocados pasos.

— ¿Acaso no eres sacerdote por vocación? —inquirí sin disimular mi asombro.

Guzmán dudó por unos instantes. Luego, reposadamente, me respondió:

— Tico, tengo cuarenta y un años y creo haber cumplido con mi deber eclesial. He mantenido el celibato pese a las tentaciones que me han salido al paso, y no me avergüenza decir que ni siquiera me he masturbado desde que fui ordenado sacerdote. Sin embargo, hubiese podido servir a Dios mucho mejor desde la Física, que era lo que me apasionaba cuando ingresé en el Seminario. Creí entonces que podría estudiar las dos carreras a la vez, pero no pudo ser. No obstante, sigo empeñado en alcanzar algún día la licenciatura que tanto anhelo. En cambio, tú eres un profundo religioso sin saberlo.

Las palabras de mi amigo tenían un tono determinante por su absoluta convicción.  Jamás imaginé tener condiciones para ser eclesiástico. Sin embargo, en esos momentos pensé que quizá Guzmán estuviese en lo cierto. Pese a haber maldecido a Dios cuando en ocasiones  invocaba a Ingrid, en el fondo de mi alma siempre ha existido y sigue existiendo un profundo respeto por el hecho religioso. De un modo panteísta, es cierto. Admiro con veneración la magnitud del universo, la apenas conocida materia en relación con lo que todavía desconoce la ciencia; el misterio de la vida, la incógnita de la muerte y el maravilloso orden universal, inexplicable sin una Inteligencia de orden superior. ¡Ah!, y la irracionalidad del  amor.

Recordé el día en que me interné en la catedral de Lugo explorando cada rincón, desde los arcos y cornisas hasta las columnas y sus capiteles compuestos, bóvedas de crucería, hornacinas, capillas, medallones con pinturas, rosetones y lápidas. Sobre todo las lápidas, las tumbas y los nichos eran lo que verdaderamente me tenía intrigado y necesitaba investigar. Anoté los nombres de las personalidades que reposan bajo las losas de piedra, y en los nichos, cubiertos de mármol; observé minuciosamente cuantas hornacinas pude encontrar a mi paso. Recordé tantas cosas...

A las doce en punto de la noche, Guzmán y yo comenzamos a conversar sobre la última mirada de Ingrid. El sacerdote me dijo que era esencial conocer mis impresiones más íntimas sobre el tema.

— Necesito que te concentres en los ojos de Ingrid momentos antes de expirar. Soy consciente de que ha de dolerte; pero es imprescindible que mi espíritu comulgue con el tuyo cuando conectes con su última despedida.

— Déjame que encienda un cigarrillo —le interrumpí. Él calló. Prendí el pitillo. Le miré a la cara. Guzmán estaba absorto y no parpadeaba. Me concentré y seguí hablando—: En la faz de Ingrid había ansiedad y miedo. Tomó mis manos entre las suyas, que ardían. No. Ya no era temor lo que aprecié en su expresión cuando giró la vista hacia el lado izquierdo. Fue entonces cuando en sus ojos, ya sumisos, se dibujó un aura entre dorada y anaranjada de impresionante colorido que, cuando cerró los párpados, aún quedó flotando encima de ellos por unos instantes. Le apreté las manos y le dije con ternura: “Ahora, Ingrid. Ahora. Es el momento supremo…”. No pude completar la frase porque me pareció ver que sonreía, al mismo tiempo que la nubecilla luminosa se iba desvaneciendo y transformando su colorido en tonos de inconcebible belleza.

— ¿De qué colores eran esas irradiaciones últimas?

— De un amarillo acaramelado, parecido al ámbar, con irisaciones de un rosa muy pálido, muy pálido. No sé explicarte. Sí. Era como si del amarillo surgiese un fosforito rosa que llegó a degradarse hasta adquirir un tono casi marfileño, sin perder la característica anterior.

— Sin perder la tonalidad del rosa pálido. ¿Es eso lo que has querido decir?

— Exacto. El mismo flujo que aparece en el ordenador cada vez que lo conecto. Pero sin tratarse de un aura. Ahora se parece a... No sé decirte. Es como una radiación de tono indescriptible que, siendo rosa con mezcla de un bellísimo almacigado, no es amarillo ni rosa.  Esos colores no existen en la naturaleza. Guzmán, quiero que me entiendas. Era... Esa mirada de Ingrid se asemejaba bastante a la que vi en los ojos de la mujer que se me apareció en el sueño que tuve cuando era estudiante. ¿Recuerdas que te lo he contado alguna que otra vez?

— Lo recuerdo –afirmó distraído, para seguidamente referirse a lo que deseaba decir—: Habré de crear los colores que viste al fallecer Ingrid y de continuo en tu ordenador —dijo con absoluta seguridad, brillantes sus ojos y resplandeciente el rostro.

Guzmán, con los pinceles en la mano, no cesaba de hacerme preguntas de difícil, por no decir imposible, respuesta. Se le notaba excesivamente interesado en mis gestos y en cuanto le iba contando, dando la impresión de hallarse bastante más interesado que yo mismo en  plasmar en el lienzo toda su fuerza artística. A intervalos, en ocasiones suspendiendo la conversación que teníamos, gesticulaba de una manera extraña, como si estuviese hablando solo, pero sin pronunciar palabra. Afirmaba o negaba con la cabeza, sonreía o, como quien de repente ha encontrado la solución que buscaba con ahínco, se frotaba las manos, y seguía preguntando.

— ¿Es que no piensas pintar? —inquirí después de casi dos horas de conversación. La paleta, los tubos de óleo y varios pinceles seguían sobre el asiento de anea de una desvencijada silla, junto al caballete. Por momentos, Guzmán, sosteniendo un pincel con la mano como si estuviese pintando en el vacío, se quedaba absorto, la vista fija en un punto indeterminado de la estancia donde nos encontrábamos.

— ¿Acaso no lo estoy haciendo? ¿Qué entiendes por pintar? ¿Dar pinceladas sin ton ni son? La pintura halla su prueba decisiva en lo casi imposible. Para plasmar en el lienzo lo que tú y yo ansiamos, uno necesita sentir dentro aquello que quiere interpretar. Es como si quisiéramos conocer un árbol en su totalidad. No bastaría con saber si sus hojas son lanceoladas o aciculares; si pertenece a los géneros Pinus o Quercus. Sería necesario ser árbol para sentir como el vegetal. Yo preciso objetivar la mirada postrera de Ingrid en un desnudamiento total; lograr la íntima comunión entre el objeto y el sujeto. Cuando Rembrandt quiso pintar su autorretrato contemplándose en un espejo, en el efecto especular debió de quedar reflejado su espíritu. También en el retrato de Velázquez al papa Inocencio X, utilizando como medio el contraste de luces, se aprecia en sus ojos la fuerza expresiva que quiero ver en los tuyos cuando captes la auténtica corriente visual de tu compañera. Deseo de ti la firmeza y crueldad —¡perdóname, Señor!— que se reflejan en los ojos del Papa Inocencio. No para que desvirtúes las últimas emociones de Ingrid, que quiero pintar con fidelidad, sino para que, con valentía, puedas enfrentarte a tu dolor. La percepción de una mirada sin ojos, únicamente la retención del instantáneo flujo que los anima, requiere del artista trascenderse a sí mismo, y en eso estoy. ¿Has pensado en lo que todavía te queda por decir del instante en que Ingrid, ya en el umbral de la nada, quiso transmitirte con su adiós? ¿Te percataste de la solemnidad religiosa con que –estoy seguro de lo que digo— te contempló por última vez? ¿Fue la suya una exteriorización hierática, falta de sentimientos, libre de emoción? ¿Verdad que no? Por el contrario, debió de ser la quintaesencia de su espiritualidad. Porque, como católica que era, en sus pupilas tuvo necesariamente que quedar plasmada —como ofrenda para ti— la esencia de su vida. Tico, piensa que la pintura es, como la poesía, una forma religiosa de trascender la realidad subjetiva. Yo sé que en esa mirada última brillaba la inconmensurable bondad del Creador. Dime, Tico, ¿cómo es posible pintar cualquier rasgo divino: el llanto de un niño, el lozano embrujo de una flor o, por adentrarnos un poco más en el misterio de la existencia, el adiós definitivo de un ser en el instante de entregarse a Dios, dejando tras de sí lo que más ha amado en su vida? 

Más que el valor del mensaje con que Guzmán me transmitía sus ideas, que comprendí sin hacer grandes esfuerzos, lo que me impresionaba era el énfasis que ponía en su tarea. Llegué a pensar que si algún resto de la conciencia de Ingrid quedaba vagando en el espacio, estaría percibiendo el interés de mi amigo por aprehender la emoción postrera de la mujer que murió en mis brazos. Ese pensamiento me dolió y quise justificar mi falta de interés en relación con el apasionamiento del pintor, tratando de convencerme a mí mismo de que el cansancio estaba poniendo límites a mi resistencia física y psíquica.

Haciendo un gran esfuerzo por recuperarme, le aseguré que iba a poner toda mi alma al servicio de sus pinceles y así lo hice durante cierto tiempo. Pero las preguntas que Guzmán me hacía cada vez que yo, concentrado en los instantes finales de Ingrid, le transmitía mis impresiones, suponían para mi estado anímico verdaderas puñaladas sentimentales.

“No fumes más”, “No bebas tanto”, “Deja de una vez esas drogas que pueden desvirtuar tus percepciones”, me recomendaba Guzmán de vez en cuando con un tono de voz que, sin ser violento, me zahería de mala manera. Hasta que, a punto de salir el sol, ya el canto de los pájaros en su apogeo, decidimos descansar.

— Como hoy es sábado —dijo Guzmán—, puedes estar todo el día en la cama si te apetece, y por la noche reanudaremos nuestro trabajo. Yo, en cambio, no podré hacerlo hasta después del almuerzo porque he de atender la parroquia.

 

Desayunamos. Mi amigo no permitió que me acostara sin antes tomar el chocolate a la taza que me tenía preparado y una tostada de pan de centeno. Sin embargo, tardé bastante tiempo en conciliar el sueño. Aun teniendo necesidad de dormir, y pese a estar mi cerebro fatigado, no podía evitar que los pensamientos me acosaran, entremezclándose las secuencias más dolorosas acaecidas la pasada noche en casa de Guzmán con el recuerdo de mi reciente conversación telefónica con Rosa. Sobre todo lo concerniente al corto diálogo mantenido con mi antigua novia valenciana me tenía en vilo y, debo confesarlo, asustado. Ni los incomprensibles sucesos originados en el ordenador, ni los demás fenómenos experimentados dando continuidad secuencial a mis angustiosos días, me habían causado temor, aunque sí extrañeza. En cambio, hubo momentos en que me sentía a expensas del sobrecogimiento al recordar lo que seguidamente voy a referir.

Las primeras palabras que crucé con Rosa por teléfono me pillaron desprevenido.

— Rosa, ¿eres tú? –le pregunté extrañado al tiempo que iba sintiendo el miedo más intenso que podía sufrir y el temblor se adueñaba de mí.

Mi amiga no respondió al instante, lo que interpreté como efecto de su lógica sorpresa. Pasados unos segundos, me preguntó:

— ¿Es que no conoces mi voz? Yo sí que te escucho perfectamente y sé quién eres sin que te hayas identificado.

No quise explicarle lo que me estaba sucediendo, aunque notaba cómo el miedo iba adueñándose de mí.

— Tal vez sea que mi teléfono no funciona de modo correcto —respondí mintiendo—. No obstante, como lo que yo pueda comentarte no le importa a nadie que no sea el propio interesado, no te sepa mal que te haga una serie de preguntas para cerciorarme de que estoy hablando con la persona con la que deseo conversar.

— Si quieres que te sea sincera, no entiendo nada. Además, te noto agitado. ¿Qué te sucede? Hazme las preguntas que quieras.

— ¿Estás sola en estos momentos?

— Completamente sola. Julián está en Brasil en un congreso.

Hice las preguntas que sabía con absoluta certeza que Rosa jamás podría olvidar. Su marido estaba ausente y no había posibilidad de que pudiera enterarse desde un teléfono supletorio de lo que hablábamos. Siempre que yo comunicaba con Rosa tomaba las convenientes precauciones con el fin de evitar que Julián pudiera escucharnos. Él sabía que fuimos novios y continuaba teniendo celos de mí.

— ¿En qué día exactamente, a qué hora y en qué lugar, nos conocimos tú y yo?

— Un siete de marzo a las 10 de la mañana en la Universidad de Valencia.

— ¿Cuándo nos besamos por vez primera?

— El maravilloso día 15 de marzo de un año de imborrable recuerdo, por la tarde, en la playa de la Malvarrosa, cuando estaba poniéndose el sol.

No me cupo la menor duda de que la mujer con quien estaba hablando era Rosa. Fue entonces cuando no pude superar el temor que momentos antes iba a duras penas controlando. Ella debió de notarlo porque me hablaba de manera agitada, como muy preocupada por mi estado de ánimo.

— Tico, a ti te pasa algo y no bueno. ¿Quieres hacer el favor de explicarte?

Respondí del modo más sencillo que se me ocurrió para finalizar la conversación sin que se molestase.

— Rosa, ¿me estás escuchando? No se te oye. ¿Rosa? No oigo nada. Lo siento, voy a cortar la comunicación. Te volveré a llamar. No sé si me oyes. Un beso.

Cuando colgué el teléfono me encontraba francamente mal. Dudé entre salir disparado de casa o esperar en el balcón a que llegase Guzmán. Pero hacía frío y opté por acomodarme en mi estudio y rezar a mi modo por Ingrid. El miedo no me abandonaba. Transcurridos unos minutos me serené, después de haber inventado una oración que recité con el pensamiento por si el espíritu de mi fallecida compañera era sensible a mis súplicas de paz.

Ingrid, por si todavía tu conciencia puede percibir la improvisada oración que te dedico, deseo que goces de tu nueva existencia en compañía de tu Dios. Yo, desde mi mundo, le pido a la Inteligencia Universal que te conceda el eterno reposo que mereces. Algún día puede que tú y yo nos demos la mano en el seno de la eternidad. Descansa, amiga mía. Nunca te olvidaré.

Concluida la oración, me sentí sereno. Recordaba la voz de Ingrid en las palabras de Rosa y ya no sentía temor alguno. Pero me prometí a mí mismo no decirle a mi amiga por el momento nada de lo que me estaba sucediendo. Podría impresionarla con la revelación de que su voz, cuando me hablaba por teléfono, era la voz de Ingrid. Desde entonces no he vuelto a sentir miedo. Cada noche, al acostarme, me invento una nueva súplica para hablar con su retrato. Quién sabe si percibirá mis intenciones. De ser así, se alegrará de que me vaya acercando a su religiosidad. Y si tras la muerte sólo reinan el silencio, la oscuridad y la inconsciencia, al menos mis sinceras oraciones podrán revertir en provecho de mi crecimiento personal y, por extensión, del mundo, tan necesitado de auténtico amor.

Poesía, poesía. Todo en ti es un poema tornasolado por la fantasía que rige tu cerebro, me decía Ingrid en los momentos que mi mente se llenaba de emociones poéticas.

Lo que me extrañaba sobremanera era la repentina calma que sentí inmediatamente después de haber rezado a mi extinta compañera. Cómo la transición de un estado lamentable de conciencia a otro de plenitud y serenidad se la debía a una ocasional deprecación. Mi mente racional colisionaba con el patrón de conciencia intuitiva que desde niño me acompañaba. Percibía sensaciones extrañas que de ningún modo tenían correspondencia alguna con mi manera de pensar. Ese antagonismo entre razón y ocultos sentimientos era y es lo que de modo continuado caracteriza mi compleja personalidad. En aquellos momentos yo tenía en mente lo que me recomendaba el espiritista que cierto día visité en La Coruña.

— Tienes mucha luz y debes desarrollarla. Si quieres, yo te puedo ayudar en este sentido. Más de un alma agradecerá tus servicios espirituales.

Por supuesto que me negué en redondo al aprendizaje que el curandero me proponía. Después de haber pertenecido a un grupo pretendidamente esotérico y de que al amparo de esa doctrina algunos de sus fundadores mantenían relaciones sexuales con muchachas y mujeres casadas, no podía de ningún modo aceptar la propuesta que el espiritualista me hizo. Ni aun siendo todos ellos más puros que San José. Desarrollar mi luz. ¡Valiente ofrecimiento a un pragmático como yo! Sin embargo —pensé—, a partir del momento en que me serene deberé buscar la explicación, racional o esotérica, capaz de apaciguar mi mente.

Durante mis estudios de física, cuando el catedrático nos explicaba la teoría cuántica, llegué a sospechar que el universo subatómico podía guardar sorprendentes aclaraciones a muchos enigmas paranormales. El hecho de que un fotón sea a la vez onda y partícula en su estado natural, es decir, cuando no es observado por el ojo científico, me inclinó a pensar que en el macro y en el micro universo puede darse la misma circunstancia sin que el ser inteligente tenga conciencia de ello. ¿Estaremos a la vez vivos y muertos? ¿Vivirá Ingrid en un plano o estado de conciencia ignorado por la mayoría de los mortales? ¿Tendrán acceso a ese supuesto y misterioso mundo algunos videntes, brujos y demás sensitivos?

Aunque en diferentes circunstancias, también el padre Guzmán me fuerza a meditar sobre su postura respecto a mi problema psíquico. Parece increíble el esfuerzo que está haciendo por ayudarme en la pretensión de llevar a sus pinceles la máxima dificultad. El rostro se le transforma en iluminada faz cada vez que respondo a sus preguntas. O en los momentos en que, a hurtadillas, observa mis reacciones. Es como si quisiera hacer penetrar su yo en mi cuerpo para sentir lo que percibo cuando estoy concentrado. “No especules y concéntrate en ella. Ingrid es lo que nos importa”, como si estuviera leyendo mis pensamientos y supiese en esos instantes que mi mente está en otra parte, en otro mundo que no es el que él desea para sus fines artísticos.

Escribió, no recuerdo quién, que “todo cuadro nos muestra siempre un relato, una narración”. Eso mismo es lo que Guzmán deseaba: la más fidedigna narración de mis percepciones. Me lo espetó en un momento en que yo estaba concentrado en la sonrisa de Ingrid instantes después de su fallecimiento. Cómo pudo saber que yo estaba sumido en otro tipo de contemplación, es algo que aún no he logrado explicarme. ¿Sería necesario ser árbol para sentir como el vegetal, como se ha dicho anteriormente? Quizá sea lo que Guzmán anhelaba: ser Tico para sentir como su modelo, y a través de mí poder captar el último sentimiento de Ingrid para sentir su muerte en la más cercana realidad; una muerte a la que nadie que no sea el propio afectado le asiste el derecho de experimentar—. “Tico, sólo aspiro a conocer, aunque sea de una manera lo más aproximada posible, lo que tu compañera sintió momentos antes de abandonar este mundo, empapándome en la sustancia de su muerte. Tus ojos han de ser el espejo donde pudo quedar plasmada la rutilante visión que quiero aprehender en toda su plenitud. Necesito el efecto especular que me haga percibir los instantes más sublimes de la vida de Ingrid entregándose a Dios. Piensa en ello y no en otras cosas, Tico, no en otras cosas”.— Me lo recomendó con toda seriedad, reflejando en su rostro un velado reproche a lo que estimaba dispersión de mi consciencia.

Quizá Guzmán, conocedor de leyes físicas que yo no alcanzo a comprender, en su desmedido afán por llenar el lienzo, no se haya percatado de que, como sucede con las partículas elementales cuando se las estudia, el hecho de observar una sustancia supone su instantánea modificación. ¿Tan grande es su interés en este asunto como para intentar trascender las inviolables leyes universales? ¿O es que existe alguna vía que, salvando las dificultades físicas, se encuentre con la realidad objetiva? “Tico —me decía para hacerme comprender sus intenciones—, el artista cualificado no suele copiar imágenes animadas. Más bien se nutre del subconsciente personal, donde la percepción de los estímulos que se encuentran por debajo del umbral de la conciencia, mantiene la verdadera riqueza sensitiva. Sin estos estímulos casi imperceptibles, los pinceles son incapaces de captar el necesario vitalismo para impregnarse de la realidad que necesitan. ¿Cómo crees que Leonardo pudo pintar la sonrisa de La Gioconda? ¿Sólo copiándola? De ese modo no la hubiese sublimado. Da Vinci debió de recurrir a su propio subconsciente para extraer de allí la luz que dio esplendor al  rostro de Mona Lisa. Porque no es sólo la sonrisa lo que magnifica su maravilloso cuadro”.

Narrar todo lo que Guzmán me habló esa noche sobre arte abstracto, psicología artística, fundamentos religiosos, física y demás disciplinas del saber humano, haría tedioso el relato. Baste decir que de sus ojos, cuando me estaba aleccionando sobre las posibilidades anímicas puestas al servicio del arte, manaba una riqueza espiritual que me hacía sentir muy inferior a él. Excepto cuando, como ahora contaré, asomó el genio a su semblante.

Nunca, desde que le conozco, había visto a Guzmán tan descuidado para con su persona como aquella noche. Sobre la vestimenta sacerdotal se enfundó un peto manchado de pintura, calzó unas chanclas viejas, deshilachadas, y en ningún momento se preocupó por su peinado, lo que me extrañó, porque, acostumbrado a verlo atildado y ordenadas sobre su cabeza las greñas que  se rebelaban contra el peine, se me antojó insólito lo que estaba viendo. Él pareció adivinar el motivo de mi desconcierto y sonrió.

— Cuando se está en algo serio, el aspecto físico no debe acaparar el tiempo correspondiente al trabajo —dijo sin inmutarse.

— Supongo que cuando estás impartiendo la comunión no piensas del mismo modo –respondí con la misma templanza con la que él me había tratado, aunque disimulando con un tono de voz quedo la maliciosa intencionalidad de mi observación.

La respuesta de mi amigo fue rápida y contundente. Sin concesiones a mi lamentable estado de ánimo, que no le era ajeno, me lanzó un dardo visual fulminante que borró de mis labios la sonrisa que tenía ensayada para casos similares. Sin que su aspecto fuera feroz, el sólo brillo de los ojos denotaba ira contenida. Pero fue una sonrisa espontánea y dura como un diamante, acompañada de un gesto reprobatorio, lo que me hirió de un modo profundo.

— En la grada del altar imparto la misma comunión que desde hace tres horas largas estoy tratando inútilmente de ofrecerte. Pero a ti la única eucaristía, fíjate bien en lo que te estoy diciendo; la única consagración que ahora te interesa es la que te pueda ofrecer Rosa a no mucho tardar. Eso es lo que te preocupa y no la memoria de Ingrid. Dedícate tú a pintar el cuadro. Conmigo no cuentes —y comenzó a guardar los pinceles, la paleta y los tubos de pintura.

Por unos instantes quedé sin saber qué responder. Guzmán había acertado en cuanto a que en mi cabeza fluctuaba la imagen de Rosa. Lo que no dijo, tal vez para dar mayor rigor a su amonestación, es que el adiós de Ingrid colisionaba una y otra vez con los recuerdos de mi pasado con la estudiante valenciana, que acudía a mi memoria sin yo desearlo. Él sabía, porque yo se lo había confesado antes de morir mi compañera, que mi antigua novia levantina señoreaba con frecuencia mi pensamiento. Si pudo intuir mi debate interno, lo ignoro. De lo que estoy seguro es que conocía mi tormento. Pero tuve que contenerme para no abalanzarme sobre él allí mismo. Yo deseaba que concluyese el trabajo que tanto me interesaba. Por eso, y nada más que por eso, me sentí obligado a pedirle disculpas y a rogarle que continuásemos con nuestra labor.

Lo que Guzmán ignoraba era lo que, poco antes de expirar,  Ingrid me recomendó: “Tico, ya queda poco y quiero que tengas bien presente lo que te voy a decir. Cuando me vaya, procura olvidarme pronto. Quiero que seas dichoso con la mujer que pueda ofrecerte una vida más agradable que la que yo te he ofrecido. Siempre, desde que nos conocimos, te he querido”.  Instantes después, antes de expirar, con sus lumbreras sublimó las palabras que acababa de pronunciar.

Maldije entre dientes a mi amigo Guzmán: De hijos de puta como tú está plagado el mundo. Permita Satanás que el cuadro que estás pintando te endemonie como a mí.