15
Sin poder evitarlo surge en mi mente, con la poderosa fuerza de un recuerdo enquistado, mi reciente experiencia con Merce, vivida con la intensidad de una riada de corazones enamorados.
Hacía exactamente una semana que Zaira y yo habíamos estrenado nuestro amor junto al río, cuando me vi con Merce en el mismo lugar donde unos sátiros insultaron a mi novia. Era por la mañana y no había peligro alguno de que pudiera repetirse el desagradable suceso. El entorno estaba vigilado por los empleados del Club Náutico. Además, el tránsito de viandantes reforzaba la seguridad que ofrece la luz del día.
Fui yo quien escogió el paraje con la excusa de que me apasionaba aquel sitio. Merce, desde Sevilla (yo la llamaba de vez en cuando), con su habitual sarcasmo y una risita que hirió mi sensibilidad, se expresó de este modo:
— Qué románnnntico —dijo, alargando la ene hasta estrangularla donde el sufijo hace referencia a mi nombre, la muy ladina. Ro—mánnnn—tico. Tico, claro está, pronunciado con intencionada entonación para regodearse de mi candidez y dejarme sin las palabras con que replicar a su manifiesta mala fe. A menos que yo, sensibilizado por su carácter extravertido, estuviera equivocado. En cualquier caso, para no estropear lo que podría suponer un gozoso reencuentro y, como acabo de decir, a falta de palabras, me dio por reír abiertamente.
— ¿A qué viene tanta risa, levantino? —me sopló Merce al oído, en tono de reproche y con la ardorosa voz de un enfado que no podía disimular.
— Viene a que tu risa me ha contagiado. Después de todo, es mucho mejor reír que llorar, ¿no?
Por unos instantes, Merce enmudeció. Hay ocasiones en que el silencio adopta la forma del obús, y en aquel caso me satisfizo su mutismo. Acre silencio en espiral de caracola, cuyas espiras iban achicándose hasta convertirse en afilado y pungente puñal, y yo contento de sentir a la hembra enardecida por mi salida de tono. Anda y que te vayan dando, me basta con Zaira, qué te habrás creído. ¡Sarracena! ¡No!: ¡cantamañanas! Decir sarracena supondría adularte, ¡ah!, mis queridos y atávicos musulmanes.
Estaba yo en éstas, con mis pensamientos ponzoñosos, cuando Merce me respondió:
— Bueno, si con mis risas te contagio, contágiame tú a mí con tus alegrías.
— ¿Te parece poca alegría sentir tu voz y al mismo tiempo desearte? ¿Hay alguna mujer en este perro mundo que no aspire a ser deseada? ¡Ay!, Merce, cómo ansío...
— Estar tendido sobre la yerba —me cortó el hilo discursivo— al arrullo del caneiro y sopesando el inmediato porvenir. ¿No es eso, levantisco? Ya ves que ahora no te llamo levantino. Tico, ¿qué has hecho para que mi música esté en tu pentagrama?
Cuando marqué el número de teléfono de Merce yo estaba borrachito de güisqui y algo colgado por los efectos de la marihuana. Mi mundo no era el mundo común de los mortales, sino un orbe en donde crecían llamativas mariposas suplantando la flor de los rosales. Sin embargo había algo. Algo superior a mis deseos que coartaba todo intento seductor. Era la mirada de Zaira: oblonga como una almendra; errática. Como si se tratase de su misma esencia tomando la forma elíptica del amor: un círculo aplastado por el peso de la pasión. Sí. Aquellos ojos me tenían enajenado. Cuando, a solas en mi habitación o en el río; en el puerto de Burela, asomado al Cantábrico, o simplemente paseando por las afueras de la ciudad los recordaba, un extraño sopor anestesiaba mis sentidos. Pero también Merce con la sonrisa, o diluyendo con sus encantos mis contradictorios sentimientos, me hacía flotar en una exótica rada placentera donde las nostalgias se convertían en simple espuma de olvido.
Merce y yo, ella ya en Lugo de regreso de Sevilla, quedamos en vernos junto al caneiro que cruza el Miño, próximo al Club Náutico. Allí volveríamos a besarnos, y desde allí viajaríamos poniendo rumbo al dorado mundo de los sueños. Una trayectoria que no habría de concluir junto a la mansa corriente fluvial sino en Mondoñedo, en un discreto hotel.
— ¿Me quieres? Qué pregunta tan tonta te acabo de hacer. —Pero Merce, con los ojos entornados y los labios entreabiertos, fundiendo su aliento en vaharadas de mirto con el pulso de mi sangre enardecida, no podía responder. Ella estaba en otro mundo, en otro círculo, donde la palabra, como el vendaval, quiebra, destruye y aniquila la razón de amar. De este modo lo comprendí, y haciendo abstracción de mi imbécil pregunta comencé con otro discurso.
Nos besamos de nuevo. En silencio. Poco a poco, con lentitud de oruga, fui dejando al descubierto su cuerpo de sílfide. Sí, de sílfide, porque Merce en aquellos momentos era etérea. Etérea y musical. ¡Ah¡ ¿no? ¿No es etérea la mujer cuyas anatómicas formas suspenden la naturaleza masculina que la está estrechando entre sus brazos sin aprehender su esencia porque, suspiro a suspiro, se le escapa? ¿No hay música en los jadeos de la hembra, cuando se balancea en la cegadora luminosidad del placer carnal?
Sin palabras. Sólo el tacto. Sin pensamientos. Sólo el deseo. Sólo caricias furiosas, como si mil inflamados demonios se estuvieran disputando el mordisco en los labios, en el impoluto vientre, en la solitaria caverna donde un jardín de azabache vela el umbral del paraíso, ¡ah el amor!, la lujuria, cuerpo de diosa, te vendo el alma por un beso, quiero ser el bu que asuste a la niña encamada y entregada a mis insaciables apetencias para que el mundo, los dioses, las infértiles santas y la jauría de lobos hambrientos de más hipócritas virtudes, me maldigan como yo maldigo la hora en que soñé con doña Cayetana.
¿Por qué —me pregunto aún— se reflejó en los ojos de Merce la mirada implorante de la vieja dama, de aquella bruja inhumada en el atrio catedralicio? Yo ansiaba mitigar mis ansias en su cuerpo de espíritu elemental (Merce encumbrada en el solio de mis anhelos) para idealizar y perpetuar en mis recuerdos, sin sombras ni inquietantes nieblas, la convulsa carne de mujer que pudo haberme hecho feliz.
Absorto, hipnotizado, puse toda mi atención en los ojos de la hembra. Y ella, incorporándose, abandonó su galaxia de esplendores y recobró la conciencia.
— ¿Qué te pasa? Me das miedo. ¿Por qué me miras así?
No quise responderle al instante. Hubiera sido precipitado tratar de disimular la sensación de angustia que me produjo momentos antes su mirada, ahora temerosa pero limpia de ajenas influencias. Entre sincerarme con ella o esperar unos segundos a que se disipara el nubarrón opresor que me tenía enredado, elegí la segunda opción. Ni siquiera quise sonreír, no fuera cosa que mi sonrisa se convirtiera en un rictus amargo.
Oculté mi cara entre su larga, barroca melena de sedosos cabellos negros. “Te quiero”, dije susurrando. Pero yo no sabía si era verdad que la amaba, porque el recuerdo de Ingrid se interponía entre mis pensamientos y las emociones que me acosaban. ¿Era el mío un corazón partido en dos? ¿Había en mi mente...?
Como si de improviso el poderoso impulso de un resorte me hubiese despegado de su cuello, me puse encima de ella, arrodillado en los márgenes de sus caderas, y aullé: “¡Te quieeeeerooooo…!”. Sin más palabras, sofocando sus protestas con besos, Merce y yo volvimos a poseernos. Sin mirarnos a los ojos. Que nos mirase Dios desde nuestro común corazón enfebrecido y que, desde allí, sonriéndonos, nos concediera la gracia del orgasmo que Él debió sentir cuando creó los mundos.
Merce y yo cumplimos con nuestro ritual erótico; y no sólo con esa liturgia de mutuo magnetismo, de embrujamiento, que hechiza y resuena en el corazón enamorado. Cada uno de nuestros actos iba acompañado de una irresistible carnalidad, como si ambos nos hubiéramos propuesto ahondar más y más en los insondables misterios de la materia, hasta rebasar los límites de lo soportable. No bastaba con sacralizar el amor comulgándolo con nuestra pagana religiosidad: ese impulso místico que une a las almas cuando anhelan trascenderse. En nuestras caricias, además, subyacía el enajenado propósito de buscar en la sensualidad los límites de la resistencia humana ante el supremo goce. Era semejante a descubrir el supuesto, inimaginable deleite del moribundo en los instantes en que se entrega, ya sin resistencia, a las fuerzas naturales que le otorgaron el derecho a vivir.
Cuando, inmediatamente después de habernos amado hasta sentirnos esporas a merced del viento, volvimos a contemplarnos, ya no vi en los ojos de Merce la mirada de doña Cayetana, ni en sus pupilas el verde flujo que manaban de las pupilas de Ingrid. Sin embargo, percibí que yo todavía no había alcanzado la primera cota de la felicidad.
— Me has hecho gozar y sufrir, todo ello junto, como nunca he sentido esta clase de experiencia —me aclaró Merce, ofreciéndome su sinceridad tal vez como pago del amor que yo le había entregado.
— Tormenta sobre tormenta —comenté a modo de respuesta insinuante a su aserto—. Eso es el amor: una tormenta de sentimientos.
— ¿Nada más que eso?
— Si quieres, puedes completar mi sentencia con una sola palabra: contraste.
— No sé qué responderte. Me tienes desconcertada. —Merce seguía abrazada a mí, mientras su lengua lubricaba de pasión mis mejillas.
Nos levantamos. Volvimos a abrazarnos. Sobre los negros tejados de estructura pizarrosa sobresalía la catedral de Mondoñedo, iluminada por el resplandor de los mil y un rayos que vomitaba la tormenta.
— ¿Lo estás pasando bien conmigo? —le pregunté con la intención de sorprenderla con mis reflexiones y de este modo sentirme superior a ella por vez primera. Necesitaba un triunfo para, al menos, creerme, si no sentirme, persona de su mismo nivel intelectual. Estaba harto de sus sarcasmos y de sus prontas y muchas veces acertadas observaciones a mis planteamientos. Como sucedió en cierta ocasión, por teléfono y entre risitas cínicas, cuando me dijo desde Sevilla en contestación a una de mis tantas consideraciones sobre la mujer: “Te equivocas, amigo. Las mujeres tenemos la rara facultad de poder desplazar el corazón a la cabeza cuando nos conviene, en tanto que el vuestro lo tenéis en perpetua conexión con... Tú ya me entiendes. ¿A que sí que me entiendes, prenda?”. De nuevo, ante su mutismo, insistí con renovado temor—: No has respondido a mi pregunta. ¿Acaso te sientes frustrada?
— Todo lo contrario. A pesar de lo que me has hecho sufrir, reconozco que he gozado contigo como creo que nunca volveré a gozar con otro hombre. Me tienes fascinada —y acariciando mi cara con sus delicadas manos y mirándome fijamente a los ojos, matizó—: Hechizada y perdida entre nubes de algodón.
— ¿Te das cuenta ahora de que el amor no es compatible con la calma?
— Demuéstramelo otra vez. Ningún experimento es válido si no se repite.
Sentí miedo. Fue el mío un terror intenso. ¿Y si volvía a reflejarse en los ojos de Merce la mirada de doña Cayetana? ¿Y si por tal causa, o por temor a obsesionarme, se me presentaba el maldito gatillazo, como estuvo a punto de sucederme cuando escondí la cara entre la cabellera de mi pareja? Yo no podía sustraerme a la directa insinuación de una mujer como Merce. Además, se me estaba haciendo imprescindible asumir el riesgo de enfrentarme de una vez por todas con mis fantasmas mentales. Tenía decidido adentrarme en los dominios de la Muerte, y en breve me vería obligado a profanar una tumba. Hoy, cuando el tiempo en alguna medida ha tornasolado mis antiguos temores, puedo escribir esta parte de mi historia sin que mis dedos tiemblen sobre el teclado del ordenador. Sólo me estremecen de vez en cuando el recuerdo de Ingrid y sus últimos instantes. El amor se puede hacer de muchas maneras y adoptando diferentes posturas. Yo elegí en aquel atardecer la posición más conveniente para evitar la mirada de Merce. Ella sentía rechazo ante ciertas prácticas mías que no había experimentado, aunque perfectamente válidas para obtener de la relación sexual el máximo provecho en beneficio del placer. Reconocí mi egoísmo, que intenté justificar a modo de eximente: crear un clima de cierta tensión con dos fines. En primer lugar, alejar de mi cerebro la idea que me obsesionaba. En segundo término, confirmarle la verdad que se contiene en uno de los bellos versos de Raimundo Escribano (poeta y escritor amigo): “Si no duele el amor es que no existe”. Para amar como se debe, es necesario sufrir; que duela el alma, que se retuerzan de dolor los sentimientos y las lágrimas se conviertan en acre sustancia. Sin embargo Merce, aturdida por la novedad de su nueva experiencia, se resistió al principio. Arrodillada en la cama ante mí y mirándome con fijeza (sus ojos centelleantes pretendían fulminarme), bramó más que gritar:
— ¡Esto sí que no te lo permito! ¡Eres un indecente!
— ¡Y tú una monja novicia! ¡Se acabó!
Me levanté de la cama. La tormenta se encontraba en su punto álgido. Una tronada de proporciones insospechadas, acompañada de granizo y viento turbulento, presagiaba desde su estado crítico la pronta calma y la ionización atmosférica. Exultante la sagrada tierra al recibir del cielo el impulso generador de las fragancias.
Cuando me estaba vistiendo, dispuesto a abandonar de inmediato el hotel, ella, sumisa y sollozante me abrazó por la espalda y, con mimos y dingolondangos, entre gimoteos y nerviosas risas (pasando sin transición del llanto a la euforia), bañó mis hombros de lágrimas y de fluidas ansiedades.
— Perdóname. Necesito tu comprensión.
Desnuda como estaba, se tumbó en la cama bocabajo. De su larga melena deslizándose por la espalda, unas lúdicas guedejas contrastaban con la inmaculada blancura de las sábanas. Alabeados glúteos de ninfa, simétrica armonía de caderas... ¡Dios!, ¡Dios...!
— Merce, te quiero.
Seguía tronando, pero menos. Se estaba alejando la tempestad.
— ¡Merce, Merce!
Musicales los trazos, los perfiles, los biológicos relieves (mi sangre, envenenada de amor) de aquel cuerpo de mujer sediento de caricias.
Merce me lo ofreció todo, y yo lo acepté complacido.