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Lo más destacado de la misa de cuerpo presente no fue el mudo protagonismo de nuestro amigo difunto sino las palabras del oficiante, don Benito, dirigidas a los escasos asistentes al acto religioso. También la presencia de Julián, sostenido a duras penas por su mujer y su hija, fueron dos gestos sinceros, nobles y valientes que rebasaron con creces mis previsiones sobre la importancia del servicio fúnebre. Cuánta luz en la mirada del celebrante al pan ácimo en los momentos preliminares de la Eucaristía. Luz ésta que trascendía toda intención piadosa para convertirse en concorpórea sustancia en su místico encuentro con la Consagración. Pero uno de mis desdichados pensamientos puso punto final a la emoción que me tenía suspendido en el instante más sublime de la misa. Cuando el sacerdote, al levantar la sagrada forma, mantuvo en ella toda su concentración, maldije a Blanco y le deseé los mayores suplicios que su cuerpo y su infecta alma pudiesen soportar. Y algo raro e inexplicable debió de suceder después de mi deseo insensato y brutal porque Julián, que estaba delante de mí en el banco inmediato al mío, volvió la cabeza y me miró entre sorprendido y asustado. Luego sonó una deliciosa música sacra, pero no pude llorar.

Quien sí lloró fue Pamplinas, al que la hija de Julián, Clara, consolaba con disimulo cogiéndole la mano. Y eso que el buenazo de Gabriel (que  no es otro que Pamplinas) hacía esfuerzos por reprimir las lágrimas. Lloraba en silencio, sin encubrir la hondura de su sentimiento. Para él, hombre de una mansedumbre rayana en la candidez, Julián era su ídolo, el valiente que se había enfrentado al indeseable inspector Blanco cuando las pistolas estaban en manos de los falangistas. “¡Eres un hijo de la gran puta!”, le dijo a bocajarro cuando pudo ver que, a bocajarro también, el asesino fascista abatía a un hombre de un pistoletazo, dejando a su hijo de pocos años bañado en llanto junto al cuerpo ya sin vida de su padre.

A mí, desde que le conocí, Gabriel me ha parecido un hombre enigmático. Lo mismo aguanta las pesadas bromas que le gastan algunos parroquianos, que se enfrenta a los borrachos que han osado levantar la mano a cualquier cliente de la casa, o simplemente se han atrevido a insultar a Julián, su patrón. Y de igual manera, pese a su escasa cultura, interpretaba con acierto el papel de Antonio en la obra “Julio César”: ¡Perdóname, ¡oh! trozo de barro ensangrentado que aparezca suave y humilde con estos carniceros …!, respetando con fidelidad el tono trágico de la obra de Shakespeare y ejecutando con arte los movimientos escénicos requeridos. También los ingenuos poemas que le escribía a su novia –con letra preciosa—: “Amor mis versos para ti buelan con alas de golondrina”. Así, llenos de faltas de ortografía pero ricos en imágenes de respetable enjundia.

No pude llorar, tal vez porque al pensar que a Blanco lo habían visitado en el hospital clérigos, funcionarios de rango, políticos y militares, y a la última despedida de un auténtico demócrata, de un luchador honesto y hombre de bien sólo habíamos asistido catorce personas, mis energías, instintivamente, doblaron el cabo de Buena Esperanza de mi fobia a la hipocresía.

He dejado para el final de este episodio triste algunas de las palabras laudatorias con que don Benito honoró a Fermín, porque quiero cerrar esta parte del relato no con un panegírico a favor del difunto amigo —que ya no necesita de alabanzas ni de la tardía comprensión que nunca le concedieron quienes pudieron haberle ayudado—, sino con un gesto de reconocimiento a un sacerdote digno de ser llamado hijo de Dios. No un cura cualquiera, de los tantos que abundan para desgracia de la propia Iglesia. ¡Cuánto más hubiera ganado España si don Benito, en su juventud, en vez de ingresar en el Seminario hubiese servido a la República desde el Parlamento! O incluso desde el ejército, defendiendo la democracia.

— Que Dios lo tenga en la gloria –comenzó diciendo el oficiante, señalando con una cruz de plata el féretro—. Nuestro amigo Fermín no ha merecido morir abandonado. Pero los designios del Cielo son inescrutables y debemos  acatar la voluntad  divina, siendo conscientes de que ninguna injusticia, ni la más innoble acción, escapan a la omnisapiencia de nuestro Creador.

Pensé que era un buen comienzo, directo, franco y sin concesiones al miedo, el que don Benito había improvisado para referirse al aislamiento y desamparo del hombre que había entregado su vida en pro de la libertad. Inicio que remarcaba de un modo inequívoco la justicia divina ante la sinrazón humana. Luego, entre citas evangélicas y recomendaciones apostólicas, denunció con valentía y sin vacilaciones, sin citar casos ni a personas la actitud política de la clase dirigente lucense, y entendí que, por extensión, se refirió a los políticos en general.

— Corazones generosos los ha habido y los hay, defensores de los valores democráticos, que han sufrido la incomprensión y el acecho en los momentos más duros de la intolerancia, como también en los días jubilosos de las libertades. Pero también existen, y en no menor cuantía, hombres equivocados cuya misión ha consistido y sigue consistiendo en defender en cada momento y circunstancia aquello que les conviene a ellos y no a la colectividad, haciendo padecer a su prójimo e incluso sacrificando vidas inocentes por egoísmo. Unos y otros, lo repetiré cuantas veces sea necesario, habrán de ser juzgados y no sólo por las leyes humanas sino  por la justicia divina, que es absolutamente estricta. Y yo os digo, en nombre de Jesucristo: Bienaventurados los limpios de corazón…

Al escuchar las palabras de don Benito, un escalofrío recorrió mi cuerpo. Como mínimo, a riesgo de su prestigio, acababa de honrar la memoria de Fermín censurando la conducta de Blanco, sin nombrarlo, y el vergonzoso silencio de quienes lo protegían. Aunque después implorase de Dios su misericordia para las almas extraviadas en una sincera plegaria propia de un hombre de bien.

Los rezos de don Benito rogando a Dios por las almas descarriadas, ¿fueron hechos para calmar los ánimos de quienes en misa estábamos despidiendo a Fermín? Rotundamente, no. Lo hizo por generosidad, tal como se comportó conmigo cuando me salvó del casi seguro presidio. Actitud la suya que, sin ir dirigida intencionadamente a nadie, supuso para todos nosotros el balsámico efecto que necesitábamos para decirle adiós a nuestro amigo con la necesaria serenidad.

Al terminar la ceremonia, Julián, auxiliado por su mujer y su hija, se inclinó ante el féretro y, creo que por vez primera en su vida en una acción conmovedora, supuse que rogó a Dios por el alma del que fue uno de sus mejores amigos.

Ver a Julián en esas condiciones, esposa e hija atentas al menor movimiento que hiciera el tabernero, y él, hombre acostumbrado a la palabra soez y al eructo, rezando con la devoción que lo hacía, no podía pasar desapercibido para nadie y menos para don Benito. Fue ésta una escena inolvidable para mí. Una estampa merecedora de ser inmortalizada por el más apreciado pincel, de la misma manera que unos meses atrás mis desvelos se centraban en la esperanza de que la mirada Ingrid fuese un imperecedero recuerdo, plasmado en lienzo para perpetuar su memoria.

Después de la incineración  (Fermín, al contrario que Ingrid, no quería ser pasto de los gusanos) nos fuimos al río en comitiva. Todos menos don Benito, Julián y su familia. Estos últimos tomaron un taxi por razones obvias. El canónigo, requerido por un amigo del finado para que nos acompañara, se excusó alegando que aún le quedaban obligaciones importantes que cumplir. Pamplinas cargó con la bolsa donde las cenizas de nuestro amigo serían arrojadas a las aguas del Miño.

La mañana, nebulosa y fría, no fue obstáculo que pudiese impedirnos llevar a cabo nuestro sencillo ritual pagano. Cenizas al curso fluvial y que la corriente se encargara del resto, mientras los presentes, sin saber qué más hacer para finalizar con la definitiva despedida, nos mirábamos, y quizá alguien más que yo se hiciese preguntas de imposible respuesta.

Mi gusto hubiera sido quedarme en el río para reflexionar. Necesitaba adentrarme en lo más profundo de mi ser y allí escarbar hasta encontrar algunos de los cabos sueltos que me tienen atado a la incomprensión. Por ejemplo, por qué la música del órgano de la catedral propició el cambio capaz de transmutar mi odio hacia Fermín en algo alejado de tendencias opresoras. También, con un poco de paciencia y perseverancia, podría llegar a conocer los motivos que me indujeron en un corto espacio de tiempo a desinteresarme de mi apasionamiento por Ingrid. ¿Había sido por causa de mis frecuentes incursiones en el corazón de Merce? ¿O por el choque que sufrí con Rosa? ¿Tenían algo que ver mis disputas con Guzmán, a quien veía tan interesado o más que yo en captar la mirada de Ingrid, hasta llegar a la indeseada ruptura? ¿En tan poco tiempo había podido difuminarse el impacto que me causaban los recuerdos de Ingrid y de doña Cayetana, esta última arrastrada durante más de veinte años y, por ende, la que me obligó a poner en práctica el descabellado proyecto de hurgar en una tumba? ¿Qué significa el tiempo, del que tanto hablamos sin apenas saber nada de su curso por nuestro subterráneo psiquismo? Pero no pude quedarme a solas en el Miño por causa de lo que me apresuro a relatar.

Cuando me despedí de mis amigos, y en particular de Julián con un fuerte abrazo, vi a Laura. Iba acompañada de un hombre de aproximadamente mi edad y cogidos de la mano. Me dio un vuelco el corazón. Había quedado en almorzar con ella ese mismo día y faltaba un par de horas para nuestro encuentro. Me puse de espalda para que no me viera y pasó por delante del grupo sin, al parecer, reconocerme. Luego, río abajo fija la atención en sus pasos, los perdí de vista. Después, los pensamientos. Sin embargo, consideré, cuando recientemente mantuve con don Benito una conversación seria sobre el amor de pareja, ¿no estaba yo completamente convencido de los errores que los hombres cometemos de creernos dueño soberanos del amor de una mujer? ¿Cómo, pues, pude sentir una poderosa convulsión emocional al ver que Laura iba acompañada de un hombre, cogidos de la mano? ¿Acaso ella había contraído algún compromiso sentimental conmigo? ¿En qué quedamos?, pensé.

Recordé a Merce. Estaría a punto de volver a actuar en París. ¿Podría verla yo de nuevo? Lo consideré improbable. Sólo un fracaso artístico podría devolverme la pasión con que la adoré en la cama. Pero Merce no iba a permitir que los nervios le arrebataran el triunfo que tanto anhelaba. Su verdadero amor es la música, pensé convencido, y Celso, el hombre que la había abandonado cuando ella más lo necesitaba, significa para Merce lo mismo que la batuta para la orquesta. ¿Qué podía yo esperar?

En el amor, la espera es una sutil trampa del tiempo para mantener vivos los vínculos que nos amarran al esperanzador futuro. Pero el futuro, esa maldita palabra que a todos nos sojuzga hasta la muerte, jamás se nos presenta, cuando nos llega, como lo habíamos imaginado. Todo en la vida: religión, política, dinero, familia y amistad tiene como fundamento el amor. Pero ¿qué es el amor? ¡Si ni siquiera lo sabemos! Sin embargo ahí está él, omnipresente, ahora cobrando forma en la carne exaltada por la pasión, luego en el gesto del beso maternal y después a la manera de solidaridad, engañándonos, pervirtiéndonos, ensayando con nosotros como cobayas de la creación. ¿Así, de este modo debo yo creer en Dios?

Se me hacía tarde, pero ya no me importaba. Que Laura me espere, decidí con intencionada malevolencia. Porque estaba seguro de que acudiría a mi cita en el restaurante donde habíamos quedado en vernos. No tardé en irme, desde luego, pero antes medité sobre una conversación que tuve con Fermín al poco tiempo de conocernos:

— Cuando el desamor se presenta no queda ni la gratitud por haber sido amado, lo que evidencia que el amor no es otra cosa que un movimiento pasional arrollador, tan perecedero como una fruta de temporada –dijo Fermín con voz templada—. Alba me quiso, lo sé. Con desesperación e irracionalidad. Como únicamente sabemos amar, sea en el amor de pareja o en el maternal. ¡Eres maravilloso! ¡Te siento! ¡Cómo te siento!, exclamaba. Me lo decía en los momentos en que el dominio viril  la estaba poseyendo con la furia volcánica del instinto. Y se moría de celos si me veía hablar en privado con cualquier amiga. Mas, transcurrido el tiempo, ya fría su pasión y acariciando el olvido, cierta noche, estando enferma (entonces ya estaba con otro hombre) hizo alusión a mis sacrificios, refiriéndose exclusivamente a la parte dineraria de mis desvelos. Como si para ella sólo hubiesen contado mis regalos. Alba no podía concebir que un hombre hubiese sacrificado por ella una parte importante de su vida.

“Ahora ya no se lo reprocho. He llegado a comprender que jamás estaremos preparados para aceptar el desamor con dignidad. Es posible que haya quien asuma la muerte con decoro; incluso, en bastantes casos, con alivio. Pero no la desaparición total y absoluta de aquello que nos hizo sentirnos iguales a los dioses. Ésa es la ley. Nunca lo olvides. Tal vez no me entiendas porque estás enamorado. Pero estoy convencido de que algún día recordarás éstas, mis palabras. Sin embargo, creo que debes seguir amando. Aunque el precio que pagues no guarde una equilibrada relación con tus goces, al menos tendrás motivos más que suficientes para vibrar. Ahora, titilando como una estrella; mañana, temblando de ira por haberte dejado engañar. La vida, amigo mío, no es otra cosa que un perpetuo temblor. Y el que no tiembla es porque está muerto en vida”.

 

Recordé las palabras de Fermín con emoción contenida. No obstante, en contradicción con mis ideas de paz hacia el amigo desaparecido, tuve que refrenar de manera decidida el impulsivo desafecto que, de improviso y para mi consternación,  sentí al imaginar en el fondo del río, arrastradas por la corriente, las cenizas del hombre que había besado los labios y los ojos de Ingrid. Acto seguido, dispuesto a humillar a Laura, encaminé mis pasos en dirección a Rúa Nova, donde, a pesar de haber llegado varios minutos tarde a la cita, no encontré a mi invitada en el restaurante. Apareció poco después, guapa y sofocada, pidiéndome disculpas.

— Siento  haberte hecho esperar. No sabes lo apurada que me he visto hoy para poder cumplir con tu amable invitación. ¿Me perdonas?

— Yo también he llegado tarde. Acabo de aterrizar –mentí para no tener que perdonar lo que estimé una inadmisible falta de consideración. Había estado con un hombre paseando por el río, tan a lo ancho por ese idílico paraje, y alegaba en  su descargo un apuro que pudo haber evitado

— Ambos hemos tenido que afrontar una circunstancia imprevisible, ¿miento?

Se lo dije de tal modo que la hice dudar. Seguramente vio en mi sonrisa la punta de un dardo envenenado, dispuesto a ser disparado en cualquier momento. Mas disimuló con una tímida sonrisa el desconcierto que visiblemente la estaba confundiendo.

— Sí –afirmó con cautela—. A veces se dan situaciones imprevistas capaces de hacer rodar nuestros proyectos. ¿Tú también te has visto hoy involucrado en algún asunto importante?

De sus palabras, dos de ellas llamaron mi atención: también e importante. Luego ella había tenido que ventilar un asunto importante con el hombre que la acompañaba. Por la boca muere el pez, pensé con rabia, aunque fingiendo indiferencia.

— ¿Importante, has dicho?  Llámalo trascendental si para ti la muerte de un amigo rebasa el significado de la palabra importante. Aunque, claro, ya sé que hay muchas clases de amigos, y que no todas las muertes nos afectan en la misma medida.

— ¿Dudas de mi sensibilidad?– respondió a mi pregunta con visos de enojo—. Aun si se tratase de un amigo mal educado, lloraría su pérdida. ¡Conque fíjate si soy trascendente!

Encajé el golpe desviando mi atención hacia el camarero, cuya presencia solicité con un gesto. Al instante se personó en nuestra mesa con dos cartas en la mano.

— Señores, en qué puedo servirles?

Laura parecía no dar crédito a mi comportamiento. Cuando levanté la vista de la carta, observé de qué manera me miraba. Seguramente estaría pensando: ¡Menudo sujeto!

Me vi obligado a rectificar. De muy poco me habían servido mis reflexiones en el río mientras los restos del difunto quedaban esparcidos por sus aguas. Laura estaba en su derecho de pasear cogida de la mano del hombre que le apeteciese. ¿Quién era yo para comportarme con ella del modo como lo estaba haciendo? Entre nosotros no había ningún compromiso, y, por lo tanto, de perseverar en mi actitud era lo más probable que la mujer diera media vuelta y acabara en ese punto aquella disputa sesgada, con la consiguiente pérdida de una amistad prometedora.

— Laura, te pido disculpas por mi salida de tono. No he querido enfadarte. Lo que sucede es que hoy he tenido un día muy amargo. He asistido a la misa de cuerpo presente de un gran amigo y ando un poco a trompicones con mis pensamientos.

— Lo siento. No te preocupes. ¿Has elegido ya?

— Sí. ¿Y tú? A ver si hemos coincidido en la elección de algún plato.

No hubo coincidencia ni en el postre. Al poco rato la emprendí con el camarero. Con el que menos culpa tenía.

— ¿Qué van a beber los señores?

— ¿Cómo se interesa usted por lo que vamos a beber sin informarse antes de si hemos elegido el almuerzo? Comprenda que no vamos a pedir un tinto del Ampurdán sin saber si vamos a comer gallos al vermut o escabeche de codornices.

El empleado, después de disculparse y de alegar que el comedor estaba lleno de comensales y los camareros no podían esmerarse en el servicio como merecía tan distinguida clientela, se alejó un tanto azorado y no volvimos a verle a nuestro alrededor. Fue otro camarero —un hombre mayor y experto— el que nos atendió en sustitución del joven bisoño.

— ¡Menudo sofocón le has hecho pasar al muchacho! Creo que te has pasado.

— La dirección de este establecimiento alardea de que todo el personal a su servicio ha pasado por la Escuela de Hostelería. Con dolor es como más se aprende.

Me sorprendió el talante contestatario de Laura, que me respondía con prontitud  y contundencia. Sin cortarse. Como persuadida de su superioridad de improvisación respecto a mis intervenciones desafortunadas. Pero acababa de pedirle disculpas y no estaba dispuesto a dejarme vencer de nuevo por su dialéctica, tal como lo hizo a continuación de haberle respondido yo que con dolor es como más se aprende:

— Bastante dolorido está el mundo como para enseñar a los alumnos con trallazos. Tú eres profesor. ¿Debo ser yo quien te diga que no todos los maestros lo son por vocación, y que algunos de ellos –demasiados por cierto— son tan ineficaces en su trabajo como pueda serlo un tartamudo explicando la teoría de la relatividad?             

Comprendí que para estar a bien con Laura y terminar de almorzar en armonía era preferible cambiar de conversación. Ella así pareció entenderlo, y sin esperar a mi respuesta varió de tema: 

— Te he llamado por teléfono esta mañana por ver si podíamos aplazar este almuerzo. Anoche, ya algo tarde, me sorprendió la visita de mi hermano, al que hacía diez años que no veía. Es oficial de la marina mercante y a las nueve de la noche zarpa su barco con rumbo a Brasil. He pasado la mañana con él y todavía estoy sin dormir.

Me sentí un hombre nuevo. Hay ocasiones en que se pasa del pesimismo a la euforia sin que nos dé tiempo a percatarnos del violento contraste. Noté cómo el nuevo sentimiento se iba apoderando de mí a ritmo de trote. Sin embargo, conseguí dominar las sacudidas que brotaban de mi pecho. Ya sabía quién era el hombre del que Laura iba cogida de la mano esa misma mañana.

— No sabes cuánto me alegro de que hayas pasado con tu hermano unas felices horas. Pero lamento que esta comida haya supuesto para ti un contratiempo.  Dime, por favor, cuéntame algo sobre tu hermano. ¿Es mayor que tú?

Sí. Es mayor que Laura. Está soltero y la ayuda económicamente en sus estudios. Hizo la carrera naval en Marín.             

La sobremesa la disfrutamos en un café cercano al restaurante. Un lugar tranquilo, sin molesta televisión ni ruidosa música juvenil. Casi solos. ¡Qué placidez!

— Bien –reanudó Laura la conversación—, ya te he contado quién es mi hermano, su estado civil y en qué trabaja Podías tú hablarme ahora sobre tu amigo fallecido. Probablemente tu mal humor durante la comida haya sido el efecto de tan triste motivo.

Me lo pidió con su habitual sonrisa, que en sus labios, dulce y suavemente aballestados, incurría en inocente provocación. Era como si pretendiera inspirarme un poema, en el que su boca y su perlada dentadura estuviesen envolviendo de cadencia unos versos en amorosa silva. Pero hablar sobre la muerte sólo transmite sentimientos tristes. No obstante, dulcificaría mis palabras para no herir su sensibilidad. ¿Cómo iba yo a metamorfosear su hermosa sonrisa en rictus de amargura?

— Fermín era un hombre bueno.

— ¿Fermín, dices? ¿Fermín… Losada?                           

Por el tono sobresaltado que empleó, sospeché que pudo haber sido amigo suyo.

— Sí. El mismo. ¿Le conocías?

Laura reclinó la cabeza sobre el respaldo del sofá donde estaba sentada. Sin brusquedad. Delicadamente. Y se le llenaron los ojos de lágrimas. Lloraba en silencio, con los ojos entornados y la boca apenas entreabierta. Durante unos segundos respeté su actitud evitando cualquier expresión. Después, al tiempo que se enjugaba las lágrimas con un pañuelo que sacó de su bolso, me preguntó:

— ¿No te dice nada mi segundo apellido?

— No sé cuál es tu segundo apellido –respondí inquieto y expectante.

La afligida mujer no respondió de inmediato. Me miró. Luego inclinó la cabeza sobre su pecho, y dijo:

— Blanco. Me llamo Laura María Regueiro Blanco.

— El inspector Blanco ¿es… pariente tuyo?

— Hermano de mi madre.

— ¡Ah! Lo ignoraba.

— El canalla más abominable que he conocido. El mismo que después de la guerra acusó a su propio hermano, mi tío Blas, de anarquista, dejándolo solo en el paredón al día siguiente de celebrarse el Precepto Pascual en la prisión de Lugo. Mi tío Blas, según lo ha contado mi madre en varias ocasiones, fue uno de los pocos reclusos que no comulgaron aquel día. Todavía hoy, después de los años transcurridos, siento vergüenza de que por mis venas corra la sangre de un asesino. Lo que no entiendo es cómo Fermín ha podido compadecerse del fascista que marcó su piel y su vida con la satisfacción del sádico. Porque Blanco lo es. Y quien no lo crea que se lo pregunte a su hija, mi prima Paz, que tuvo la valentía de irse a Holanda para alejarse de él. Ahora vive en Pontevedra y de su padre no quiere saber nada. Su hermana, Gracita, trabaja en un hotel de Foz. Es soltera por culpa de su padre, que la tiene anulada. En cuanto a la madre de mis primas, murió hace años creo que de pena.  

Mientras Laura iba desmadejando los tristes recuerdos que la atenazaban, yo examinaba las diferentes facetas de su vigorosa personalidad. Realmente  la conocía poco, y sus gestos y miradas, más que el contenido de la confesión que me estaba haciendo, me sirvieron de soporte en que apoyar mis primeras conclusiones sobre tan especial mujer. Porque lo es en el estilo de vestir, en el modo de mirar, distinto en cada ocasión, aun tratándose de circunstancias similares, y en la manera de responder a casi todas mis observaciones, argumentos y quejas. Y en sus modales.  En ella todo es personal a la vez que tranquilo, incluso cuando el enfado la sonroja. Sin embargo, en la ocasión a la que me estoy refiriendo me sorprendió la fuerza con que expresaba su odio. Nunca he visto tanta belleza en unos ojos de mujer. Fija la vista en un punto de indefinible localización, sus pupilas brillaban con fulgores abrasilados. Era una mirada circular, limpia y transparente, en la que no había espacio para la piedad. La comparé con las  de Ingrid, de doña Cayetana, de Rosa y de Merce; pero ninguna de ellas podía igualarse a la de Laura en los instantes a los que me refiero, rebosante de maligna complacencia. Vuelvo a insistir en la belleza de esa mirada, nimbada de un radiante rojo de palo de Brasil capaz de llevarme en andas por el amplio mundo de mis contradicciones.

Mi desacuerdo con el amor, con la grandeza que se dice del beso en los amantes labios y que no es más que una droga natural; mi desacuerdo, decía, digo y seguiré diciendo mientras viva con el mágico ritual del beso (ese mecanismo que nos obliga a los varones a hacer la rueda como el pavo), quedó convertido en babeante sonrisa interna. Porque no podía sonreír al descubierto estando ella odiando con toda el alma, al verla tan activa con sus ardientes pensamientos. Y se me nubló la mente, de modo que me desinteresé por estudiar su carácter de mujer insumisa.

— No sé si Fermín te habrá contado que el criminal de mi tío quiso que un preso anarquista lo sodomizara en presencia del encargado del economato de la cárcel, que era homosexual, con el horrendo propósito de humillarlos, por rojos. La desesperada reacción de Fermín le valió una de las palizas más crueles que recibió en la cárcel.  ¿Eres tú, hipócrita desalmado, el que ayuda en misa al capellán? ¿Tú, el que lleva a Cristo crucificado colgando del cuello? ¡De soga debería servirte la cadena de oro con que deshonras a tu Dios, y la cruz para que el Cielo te maldiga!

“A Fermín lo salvó don Benito, creo que ya lo sabes, aunque esa hermosa acción no me sirva para disculpar al Clero de su connivencia con Franco. Más le hubiese valido a Fermín haber muerto como mi tío Blas y como tantos otros inocentes defensores de la República, junto al paredón del cementerio.

“Hoy no quiero contarte más desventuras. Tiempo tendremos, con serenidad, de hablar sobre este asunto, porque estoy segura de que Fermín no te ha referido ni una décima parte de todo lo que le ha tocado vivir. Sí te diré en cambio que nuestro amigo, a pesar de su deformidad facial y de sus años, era apreciado por las mujeres. La mujer que sabe mirar, descubre tras las arrugas y las deformaciones el ángel que algunos hombres tienen escondido en el rostro. Sé, porque él me lo contó, que rompió con una mujer que le amaba porque no quiso consumar la segunda traición de su vida. Él también estaba enamorado de ella. Recuerdo que me dijo: “Laura, no he podido hacerlo. Se puede amar de muchas maneras…” No pudo seguir hablando. Inclinó la cabeza, y si no rompió a llorar sospecho que fue por recato.

“Recuerdo cierta mañana cuando, hace tan sólo un par de años, sorprendí a Fermín bañándose en el Miño. Su apariencia física, vestido, no se correspondía con la esbeltez y belleza de su anatomía. A las mujeres nos está vedado hablar de los hombres como vosotros lo hacéis cuando alguna de nosotras, en bikini, os seduce. Si no fuese por falso pudor, te diría lo que yo sentí cuando lo vi bañarse en slip”

— ¿No te contó quién era la mujer de la que estaba enamorado?

— Seguramente no has conocido a Fermín a fondo. Era lo que se dice todo un hombre de pies a cabeza.

— Disculpa mi curiosidad. No debí haberte hecho semejante pregunta.

Laura me refirió algunas anécdotas de su pariente. Yo, aparentando atenderla, estaba en otro mundo. Le hubiera preguntado cuándo Fermín y esa enigmática mujer se enamoraron; pero no me atreví. Con la ayuda del tiempo, quizá algún día pueda deshacer la madeja de dudas en la que me encuentro atrapado.

— Laura –la interrumpí para evitar que siguiera hablando sobre esa faceta de Fermín que tanto me dolía—, dejemos a un lado el pasado. Los recuerdos no son buenos. Si felices, nos producen añoranza y melancolía; si dolorosos, es obvio que nos hacen daño. Fermín ya no está, pero sí nosotros. Gocemos.

— ¿Cómo?

— Como solamente se puede gozar: aprovechando sin miedo los momentos de placer y, cuando el placer no esté presente, creándolo. Para algo ha de servirnos la inteligencia.

Laura sonrió por primera vez después de haberse desahogado con un llanto silencioso y sosegado. Sus expresiones tiernas y a la vez decididas, me dieron a entender que ante mí había una mujer dispuesta a vivir sin esquivar los contratiempos pasionales. Lo noté al instante, en el mismo momento de mirarme, al desplegar sus ojos un mensaje que en mis arcanos se encargaron de interpretar los sentimientos.

— Como únicamente se podría gozar sería si nuestra inteligencia fuera la de una ameba –me respondió la amiga—. Pero comienza tú con esas creaciones que consideras posibles. –Volvió a sonreír de la misma manera, generándose en sus labios un rictus de amargura—. Puesto que de ti ha partido la idea luminosa –recalcó el adjetivo— de una nueva creación, dime cómo comenzar.

Por toda respuesta la cogí de la mano, que comencé a acariciar mientras nos mirábamos, ya sin sonrisas. Laura no hizo ademán alguno de rechazo. Luego, después de un suspiro cuya interpretación, equivocada o no, me hizo bien, le propuse:

— Te invito a una copa de champán.

— Buen comienzo para la creación de un mundo nuevo. Pero ten en cuenta que Dios creó el universo en siete días, contando con que al séptimo descansó.

— ¡Pues entonces ya está! ¡Éste es nuestro día…!  Acabamos de crear la Muerte; ahora comencemos a crear la Vida en un cómodo diván.

¿Champán, aquí?

Miré a mi alrededor. La cafetería ya no estaba desierta. Unas cuantas parejas,   sentadas a la mesa en diferentes lugares del establecimiento, consumían su tiempo en infusiones, pastas de té y licores.

— Aquí no hay ningún diván; sí en mi casa, donde conservo un par de botellas de Moët.

— ¡Ay, Señor, qué chico éste! ¿Vamos…?