14
Después de la seria discusión que hacía poco más de un mes mantuve con Guzmán, lo vi aparecer por mi casa cierta tarde de otoño, fría y desapacible. “Vengo a conversar contigo en son de paz —me adelantó—, aunque no dispuesto a hacerte concesiones”. Debo confesar que su visita me pilló desprevenido. Yo no esperaba, ni por asomo, que en esa tarde desagradable se le ocurriese al sacerdote hablar conmigo, a no ser porque unas circunstancias especiales así lo aconsejasen.
Lo vi demacrado. Tenía un aspecto enfermizo, con marcadas ojeras, faz consumida aunque perfectamente rasurada y, en definitiva, su imagen inspiraba compasión. No obstante, en evitación de perturbar más su posible mal estado de ánimo, lo recibí con amabilidad, y después de estrecharle la mano le respondí:
— Buena señal es que te presentes en mi casa, también la tuya, en son de paz, y más viniendo de un padre de almas.. Pero tampoco te excedas buscando en la limitación la manera de hacerme feliz. Pasa. Tengo en ascuas la chimenea y allí, junto al fuego, nuestra conversación resultará más cálida.
Noté que Guzmán se mordía la lengua. Podía haberme respondido —sabe hacerlo— con la ajustada ironía con que los gallegos utilizan la palabra cuando tratan de defenderse, acuchillando sin hacer sangre. Pero comprendió que no estaba en su casa, donde allí las reglas de educación las ha manejado conmigo a su antojo.
Nos sentamos a una pequeña mesa de tablero alicatado de azulejos (mi mesa preferida), baja y rectangular, donde, por las noches, junto al hogar, dejo correr el tiempo leyendo, escuchando música, escribiendo, o, en muchas ocasiones, rememorando momentos felices junto a Zaira cuando el amor aventaba con sus etéreas alas cualquier presagio de desventura.
— ¿Un cafelito con orujo, por ejemplo?
— Me apetece más un vaso de leche bien caliente, si no te importa.
Le hubiese preguntado si se encontraba mal, puesto que a Guzmán el café con orujo le gusta a rabiar. Sin embargo, preferí mostrarme reacio a toda manifestación que supusiera proximidad. Tiempo habría, si las circunstancias se presentaban propensas, para entablar una conversación más distendida que nos propiciara un acercamiento. ¿Qué se creía él, que mi sumisa conducta cuando posaba en su casa era una expresión de mi carácter? Estaba equivocado si lo creía así.
Yo no deseaba crear las circunstancias favorables para demostrarle su error, sino, por el contrario, transitar por la senda menos abrupta que me pudiera llevar a la posesión del cuadro. Luego ya se vería la conveniencia de acreditar con hechos mis palabras.
— ¿Tienes un poco de canela para aromatizar la leche?
— ¡Claro! Es una de mis especias preferidas.
— ¿Por sus cualidades afrodisíacas?
— Pues no, porque todavía no necesito ese tipo de estimulantes. Quizá piense en ello cuando tenga tu edad, si es que alcanzo el divino favor de vivir unos cuantos años más.—Recalqué el adjetivo con ensañado refinamiento, por ver si Guzmán se percataba de mi desabrido estado de ánimo y mi escasa predisposición al diálogo frívolo. No pude contener la rabia ante la actitud insolente del sacerdote. Me exasperaban la efectiva tranquilidad y el toque de pretendida elegancia con que envolvía sus palabras para intentar descolocarme y controlar a su conveniencia la conversación. Pero me equivoqué de táctica y tuve que reaccionar un poco a la desesperada cuando me respondió:
— Los favores divinos, mi querido amigo —trató de la misma manera que yo el adjetivo—, los concede Dios a todas las criaturas conscientes para elevarlas hasta las más altas cimas posibles de la virtud. Ten en cuenta...
— Lo único que tengo en cuenta en estos momentos —manifesté con evidente destemplanza, interrumpiendo su discurso sin consideración alguna a su magisterio— es mi suposición de que has venido a visitarme para hablar del cuadro y no por cuestiones teológicas. ¿Me equivoco?
— Totalmente. —Hizo una pausa y, cuando iba a replicarle, se me adelantó—.Totalmente confundido. —Quedé a expensas del vacío interno que acababa de engullir mis emociones, pero simulé atender sus palabras sin alterarme, aunque creo que con desacierto porque Guzmán puso toda su atención en mis ojos y se detuvo por unos instantes haciendo un gesto de paciente resignación. Ya repuesto de la sorpresa que le produjo mi reacción y sin dejar de mirarme, continuó—:Quiero hacerte un ofrecimiento para contribuir a tu curación espiritual. Tengo una gran amistad con un sacerdote, profesor de psicología, que está dispuesto a ayudarte de forma desinteresada y por el tiempo que sea necesario. Estoy absolutamente convencido de que necesitas ayuda.
Era lo que me faltaba escuchar para enzarzarme con él en una disputa sin precedentes a lo largo de nuestra amistad, ya bastante deteriorada. Si lo que Guzmán pretendía era distraer mi atención con discusiones u otros procedimientos, lo iba a tener difícil. Además, yo estaba harto de soportar su actitud ambigua respecto a lo único que verdaderamente me interesaba. Por todo ello, lejos de agradecerle su buena voluntad, le contesté de mala manera:
— Lo que puede curar mi desasosiego es lo único, entiéndelo, que puede curar tu obsesión enfermiza. Ésa, y no otra, es la ayuda que necesito. Ésa, y no otra, es la ayuda que necesitas de mí.
“En estas circunstancias, ¿qué apoyo sincero estás dispuesto a prestarme? Si tanto interés tienes en la mirada de Ingrid, ¿por qué no haces una copia del cuadro y me das a mí el original? ¿Acaso no me lo ofreciste para ayudarme? ¡Ayudarme! ¡Utilizarme! Eso es lo que has hecho desde el principio. Pero ten presente que estoy dispuesto a lo que haga falta con tal de hacerme con el lienzo. Pídeme el dinero que quieras por tu obra que todavía no he tenido la oportunidad de contemplar. Si no me alcanza el dinero me empeñaré. Y no ando con faroles, creo que lo sabes bien.
Guzmán, lívido, escuchó mi acre censura con entereza. Mientras le hablaba, él, haciendo gala de un estoicismo que siempre, desde que le conozco, he pretendido imitar inútilmente, arqueaba las cejas y dejaba en sus labios un rictus que podría interpretarse como de honda tristeza
— Serénate, te lo ruego. ¿No te percatas de que tu conducta no es la apropiada para recibir a un amigo en tu casa? ¿Qué educación podrás ofrecer a los alumnos cuando comiences a ejercer tu carrera, si no eres capaz de controlarte? ¿Te das cuenta de que necesitas ayuda psicológica?
Era cierto. Guzmán tenía razón en lo que al autocontrol de mi vehemencia se refería. Pero comprendí que con palabras me tenía ganada la batalla. Por lo tanto, decidí mantenerme firme en mis posiciones adoptadas. Si finalmente conseguía sus propósitos, no sería de forma gratuita.
Yo estaba dispuesto a incrementar mi violencia hasta donde fuese necesario. Me importaba un bledo el final de nuestra amistad. Tampoco tuve en cuenta los favores recibidos, aunque también yo, en mutua correspondencia, le había respondido con no menos servicios. Estábamos en paz y, por lo tanto, teniendo limpia la conciencia y siendo consciente de que aquel a quien yo creía un buen amigo me estaba jugando una mala pasada, creí tener motivos suficientes para actuar como lo hice.
— Quizá yo no tenga la educación ni los modales que te caracterizan cuando estás de visita; pero sí la nobleza que a ti te falta cuando te sientes amparado por tu santa casa. Y aun siendo un simple seglar, también la vergüenza que me impide valerme de la amistad de una persona para conseguir unos fines indignos. Si no fueses cura ya te hubiera abofeteado. Te libra tu condición sacerdotal. Puedes marcharte si lo deseas, porque desde ahora no te considero mi amigo. Ya me las arreglaré como pueda para que el cuadro que me debes te cueste bien caro. Buenas tardes.
La faz de Guzmán adquirió la palidez de una estatua griega y su rostro se cubrió de tristeza. ¡Dios, qué he hecho yo!, y en mi mente la rebelión de la propia conciencia pidiéndome cuentas a gritos, como si mi comportamiento ante el hombre que ahora mostraba una imagen totalmente abatida, la cabeza gacha y una mano sosteniendo la frente, fuese el de un ser deshumanizado.
— Sí, ya me marcho. Pero antes debes saber que un sacerdote no deja de ser un hombre. Y aunque no eres digno de mi respeto ni de mi amistad, me siento obligado, más que por pura condición sacerdotal por lástima, a dejar mi casa abierta para que puedas entrar en ella sin tocar a la puerta. En cuanto al cuadro se refiere, no te he hecho la promesa de regalártelo. Sin embargo, comprendo que has posado para mí muchos días y que esas sesiones han de tener un precio. En vez de empeñarte para pagarme el cuadro que no venderé a nadie, óyeme bien, a nadie, dime cuánto te debo y me empeñaré yo, y no tú, para retribuir tu tiempo. Buenas tardes.
Si antes de que el religioso abriera la puerta de mi casa para marcharse yo hubiera acertado a reaccionar… Pero mis respuestas suelen ser tardías y Guzmán, anticipándose siempre a los eventos que puedan serle desfavorables, movió ficha con ánimo de ganar.
“No obstante te dejo mi casa abierta...” Su casa, ya reparada, abierta. Pero no su corazón, cerrado con la llave maestra que ha utilizado para abrir el mío cuando le ha convenido, porque me conoce mejor que yo a él, como sucedió en los momentos en que, ansiando reproducir la mirada de Ingrid, pintó mis emociones valiéndose de mi ingenuidad. Ésa es su llave maestra: la que es capaz, más que de abrir, de descerrajar con palabras violentas, o de derribar con sofismas las defensas de la intimidad ajena.
— Tico —me dijo Ingrid en cierta ocasión cuando, en su casa, después de habernos amado contemplábamos desde la ventana de su alcoba una cortina de lluvia—, cuando ames, hazlo con pasión; pero guarda en tus adentros el antídoto contra las mordeduras del desamor.
Cómo reverdecieron aquellas palabras de mi compañera hace unos días, cuando Guzmán cerró la puerta de mi casa. Con qué fuerza brotan ahora y enraízan en mi alma en una extraña mezcolanza de melancolía los ciegos deseos de destrucción, invitándome a despreciar la virtud, la falsa paz pregonada con la boca pequeña, y el concierto de cuervos que le canta al amor la sombría y triunfal balada de la Muerte. Porque ya no confío en la amistad ni en el amor. Sólo ambiciono la soledad y regurgitar en el mausoleo de mis sentimientos, con el placentero deleite de un niño de pecho, el hartazgo de mis frustraciones. Dios ha muerto en mí y ya no lo siento ni aun soñando con un almendro en flor.
Deo servire regnare est, me decía Guzmán antes de posar yo para que la mirada de Ingrid surgiera en el lienzo con un fulgor de estrella. Pero si servir a Dios es reinar, Guzmán es, como mucho, el último paje, y no precisamente en el reino de los cielos.
No sé si fue por el efecto de las imprecaciones que dediqué al cura pintor después de marcharse de mi casa (solté demasiados ajos como para referirlos sin producir hastío), o porque el espíritu de Ingrid estaba sufriendo a causa de mis palabras heréticas que, a punto de quedarme dormido, me sucedió algo inesperado. Alguna conexión explosiva debió de darse entre mis malvados pensamientos y los deseos de concordia que necesitaba para sentirme en paz conmigo mismo. No podía ser de otra manera. Habían sido demasiadas las experiencias acumuladas —casi todas ellas dolorosas— desde unos meses antes del fallecimiento de mi compañera hasta mi ruptura con Guzmán como para que me encontrase a gusto. Por esa razón —lo pienso ahora— mi conciencia, no pudiendo soportar el peso de tanta vacilación, halló la manera de enfrentarme a mis propios actos recurriendo al inexplicable fenómeno que me apresuro a narrar. Pero si alguien duda de que la conciencia conserva facultades físicas para poder conducir al hombre hacia realidades disparatadas, al menos que no se sonría, como lo he hecho yo cuando he tenido motivos para adentrarme en el mundo supraterreno de los vivos.
Primero fue un gemido insólito lo que puso en tensión mi cuerpo. Todavía soy incapaz de precisar si fue humano. Sólo puedo decir que me hizo recordar la tarde en que Ingrid y yo, paseando por las afueras de la ciudad, presenciamos la tala de un arrogante eucalipto. En los precisos instantes en que enmudeció la sierra taladora y el árbol perdía el equilibrio con un crujido, sentí como si un sollozo desgarrase el alma vegetal de aquel imponente mirtáceo. No sé qué similitud había entre ambos llantos. Sin embargo, en el fondo de los dos plañidos, el de mi alma y el del árbol, subyacía, como plegado a la tosca sensibilidad de mi conciencia, un lamento de inolvidable, triste recuerdo.
Después, sin dar tiempo a recuperarme de la sorpresa, frente a mis ojos, en la pared de la que cuelga el retrato de Ingrid y debajo del mismo óleo, se fue dibujando trazo a trazo, con lentitud crepuscular, la mirada, en esa ocasión sombría, de la mujer a la que tanto quise. Recuerdo que no sentí miedo ante el extraño fenómeno, aunque sí una respetuosa agitación que aumentaba a medida que la imagen de Ingrid se iba apagando y la paulatina degradación de los colores de mi alcoba iba extinguiendo los tonos. Muebles que perdían su brillo y ganaban en palidez; paredes de colorido cálido cuya intensidad menguaba a la par que mis ojos, abiertos como lucernas, sólo podían ver desolación donde hacía poco tiempo contemplaban, acompañados de otros ojos, el relumbrante brillo de las más vivas emociones.
Me acabó de despertar un olor que, sin ser desagradable, no era nada apetecible. Una fragancia empachosa y penetrante a incienso quemado. Un olor apto para la beatitud que me llegaba a vaharadas; semejante a cuando la floración primaveral busca en el aire el modo de emborrachar los sentidos. Tal era su intensidad que, arropado como estaba entre las sábanas y gruesas mantas dado el helor de la noche, aventé con ellas la modorra que aún me invadía.
¿Qué me estaba pasando? ¿Dónde y cómo encontrar la necesaria estabilidad emocional? Iba a consultar la hora cuando, de improviso, escuché una a una las doce campanadas de medianoche en el reloj del Consistorio. Después, el silencio nocturno me permitió imaginar una procesión de trasgos y ánimas en pena: los primeros, inquietándome con traviesas burlas; y las almas de los difuntos (luciérnagas de mis inventivas) aspirando con fruición mi agitado aliento.
Ahora no puedo por menos que esbozar una indulgente sonrisa ante lo que se parecía más a una chanza que a un motivo alarmante. Pero hoy, a la luz del día, Ingrid en mi memoria y Merce en Lugo, no puedo evitar un estremecimiento cuando pienso en la noche que pasé. Porque si acabase aquí esta historia, podría sentirme a salvo de las acometidas mentales y físicas que todavía, como restos de esa insomne noche, siguen excitando mi sensibilidad. Queda algo más por contar; algo capaz de enturbiar con la negrura del azabache el arco iris de mis fantasías. Algo, insisto, perturbador como una pesadilla, que me situó en la orilla del mismo terror.
El rostro de Ingrid (como antes referí, dibujado en la pared con los angustiosos trazos de la desesperanza) estaba siendo roído por una legión de ratas que se disputaban a mordiscos sus delicadas líneas. Poco a poco, entre agudos chillidos, los roedores iban devorando el flujo que los ojos de ella, prímula de mis sentimientos, plasmaron en el muro desconchando la pintura que lo cubría. Yo, estático, me sentía dominado por el miedo. Hasta que, ahuyentando el espanto que me atenazaba, grité: “¡Ingrid!”
El grito, mi grito, desgarrador e hiriente, llevaba el sello del alarido anímico. Yo mismo contuve la respiración después de proferirlo. Parpadeó la luz de la habitación. Enmudecieron las ratas y, como alocadas, escaparon despavoridas y en bandadas colándose por entre las grietas del mismo vacío que utilizaron para profanar mi sanctasanctórum.
Reinó la paz en mi estancia. Sólo se oían el rumor del viento al resbalar por los tejados de pizarra y la lluvia, ahora mansa, chapoteando en los cristales. Fue como si, de repente, ante la voz autoritaria de un caudillo o adalid celestial, sólo el viento y el agua tuvieran libertad para expresar sus quejas. Mas yo, que era el soplo de mi otro yo abriéndose camino hacia la mirada de Ingrid, estaba ausente. Podía escuchar el vivo diálogo de los elementos con las fantasmales sombras. Sentía el pulso de la naturaleza en el ulular del viento y en la somnolienta lluvia, pero mi alma era otra alma, errante, que imploraba de Ingrid su perdón por haber maldecido al amigo.
Lentamente mis párpados se iban cerrando, pero yo hacía esfuerzos para comulgar con el flujo sereno, y ya placentero, de los invisibles ojos de la mujer que me enviaba desde la tierra que la cubre, como manando de una fontana invisible, su exculpación. Y me quedé dormido.