25
El día que tenía concertada una entrevista con Guzmán y más tarde, al anochecer, apalabrado un encuentro con don Benito para contarle mi cara a cara con el párroco amigo, se presentó en mi casa, de improviso, Guillermo. El colombiano, hombre de reconocida discreción, me pidió disculpas por su intempestiva presencia en mi casa, puesto que era la hora de la siesta y él conoce perfectamente mis hábitos. “Podía haberte llamado por teléfono, pero se ha dado la circunstancia de que he perdido la agenda y, como hoy es domingo, temía no localizarte”.
Guillermo es un gran rapsoda y había estado ausente de Lugo durante una semana debido a un compromiso que tenía con unos amigos ecuatorianos para intervenir en un recital de poesía en Valencia. Dicho esto, es lógico imaginarse qué persona iba a protagonizar el episodio que tuvo lugar después de concluido el espectáculo. Sin embargo, no es fácil sospechar el cómo ni el porqué de la larga entrevista que tuvieron el recitador y la mujer en cuestión, que resultó ser Rosa.
Mi amigo tuvo un éxito que se tradujo en numerosos aplausos y vítores. Luego se mezcló con el público y tuvo que atender a sus admiradores y admiradoras, viéndose obligado a firmar bastantes autógrafos. Cuando le llegó el turno a la referida dama, ésta le pidió que le escribiera una dedicatoria en el elegante cuaderno donde conservaba otras declaraciones de poetas, músicos, actores, etc.
— ¿Cómo te llamas?
— Rosa.
— Rosa, ¿y qué más?
— Ripoll.
Se quedó en suspenso por unos instantes, hasta que la sorpresa dio paso a la verificación de la identidad de la chica en evitación de una posible coincidencia con otra persona.
— ¿Rosa Ripoll Sirvent?
— ¡La misma! ¿Nos conocemos?
— Ahora, sí. Tú fuiste novia de Tico. ¿Estoy en lo cierto?
Lo que Guillermo me contó después con su lentitud característica y haciendo pausas de vez en cuando mientras movía la cabeza en sentido afirmativo, como si con los gestos que estaba haciendo quisiera refrendar sus propias palabras, me tuvo en vilo.
— Guillermo, discúlpame. ¿No lo habrás soñado? –insistí, incrédulo y excitado.
— Ni en sueños hubiera podido imaginarme lo que escuché de boca de tu ex.
— Pero ¿cómo pudo Rosa haber hablado con Merce si no se conocían?
— Déjame que te lo explique todo de manera detallada y desde el principio.
Yo le temía a la narración de mi amigo colombiano porque, conociendo su inclinación a referir todo hecho importante ajustándose a la más estricta exactitud, y siendo yo consciente de que las prisas nunca habían sido recursos de su preferencia, me iba a sentir inquieto mientras durase su reserva. A cada sorbo que diera al café que yo le había preparado con esmero, exclamaría: “¡Colombiano puro y cremoso! ¿Cómo lo haces? ¿Acaso has comprado una cafetera exprés?” O se le ocurriría cualquier otra idea para tomar tiempo y ensalzar las virtudes aromáticas y sabrosas de su infusión predilecta hasta concluir con el exasperante, largo ritual de las cuatro de la tarde: su hora bruja, como la del despertar, ansiando el sorbo negro que le haga recordar su infancia entre los cafetales de su añorada tierra. Y a todo esto sin poderme atrever a sugerirle con amables palabras: “Guillermo, todavía estoy esperando saber qué ha sucedido entre Rosa y Merce. ¿Por qué no acabas de una vez con tu dichoso cafelito?” Porque Guillermo es un hombre sensible, al que es necesario tratar con las suaves maneras con que se confraterniza con el andino de la altiplanicie peruana. ¡Oh, Dios, qué lacerante es la impaciencia!
— Invité a Rosa a tomar un café. Era ya tarde y se disculpó diciéndome que prefería un güisqui para de ese modo poder conciliar el sueño. “Como te apetezca”, le respondí, y nos internamos en una lujosa cafetería que ella frecuenta. Después, luego de haberla piropeado con delicadeza y elegancia (tú ya sabes cómo trato yo a las señoras) y de haberme agradecido mis requiebros con finas palabras, me contó que las flores, y sobre todo las rosas, la fascinan. Rosa, amigo Tico, es una mujer delicada y de exquisita sensibilidad; yo te diría que es una mujer…
— Guillermo, ¡por Dios! Conozco a Rosa. Sé de sus gustos y preferencias. Ella y yo hemos hecho el amor entre los naranjos. Su flor preferida es la pasionaria y no la rosa, de la cual la enloquecen las lacinias del cáliz, verdes por fuera y azuladas por dentro, y los filamentos purpurinos de su corola. Guillermo, por favor, deja esas milongas que a ella tanto le gustan para cuando termines de contarme lo que a mí más me interesa conocer de ese infortunado encuentro. Porque conozco bastante a Rosa e intuyo que la valencianita de marras me ha jugado una mala pasada.
— No lo creas. Rosa está enamorada de un hombre más joven que ella que la adora. A ti dice que te tiene lástima.
Era lo que me faltaba escuchar: que Rosa me tiene lástima. De ahí al agravio personal, sólo media un paso. Pero, después de todo, ¿por qué iba yo a preocuparme ni de Rosa ni de Merce cuando tenía asumido que ésta debería de estar ligada a mi rival el violinista por medio de ola música? Sin embargo, me urgía conocer el desenlace de una entrevista entre brujas, puesto que muchas mujeres lo son en los momentos en que compiten, aunque sea por un amor perdido, por la satisfacción perniciosa, egoísta, malsana, inhumana y puta de sentirse adoradas por el hombre al que ya no aman.
Los demonios me hicieron saltar de mis casillas:
— ¡Que se vaya Rosa a tomar por el culo! ¿Qué se habrá creído esa niñata? ¡Pero si a mí me sobran mujeres! –y pensé en Laura, a quien, entre olorosas sábanas de lino había poseído, y ella a mí, en una auténtica fiesta orgiástica, de por medio el champán y un campanilleo de besos que me hicieron recordar días pretéritos cuando Rosa, entusiasmada y enloquecida por mi verbo y por mis caricias (reconozco que palabras y zalemas orientadas a una conquista machista) me decía, trastornada, ida de placer, embrutecida por los espasmos orgásmicos y, fuera de sí, animalizada: “¡Señor, haz de mí lo que te plazca!”—. Lo que tiene que hacer esa muñequita de paja es recordar cuando iba detrás de mí como una madre loba tras de su lobezno. ¿Será boba la mujer esa?
Guillermo sonreía. Se le notaba en el semblante la experiencia de los años vividos en Colombia, en Perú, en Guatemala, en Honduras, en Marsella, Venecia, Brujas, Berlín, París y no sé cuántos sitios más, siempre entre mujeres bellas. (“Mi negro, me decía, ¡pero si a mí me han dejado todas las mujeres que he amado menos una, la que encontré en España un venturoso día primaveral!”.)
Mi amigo sonreía y yo, inflado de ira, esperaba ansioso la noticia del desprecio de Merce para, también, arremeter contra ella y sentirme sosegado.
— Si quieres que comience esta pequeña historia por el final, invítame a otro café. Pero déjame que lo paladee mientras tú te serenas. Porque el remate es sustancioso y, aunque te pueda complacer, sé que te va a servir de profunda preocupación.
Mientras yo estaba vigilando la cafetera oí la voz del colombiano que me ordenaba:
— ¡Mi negro, un solo largo, en vaso! No lo olvides, porque hoy tienes la bola descolocada.
Solo largo, en vaso, y un par de arepas que le preparé por mi cuenta para hacer feliz su estancia en mi casa con la receta cumanagota, hecha con harina de maíz, huevos y manteca, aunque me permití simplificar su elaboración para no tener que trabajar la manteca y los huevos y, por lo tanto, perder un tiempo que se me estaba haciendo denso.
— ¿Arepas con café, mi negro? Esto sólo lo puede perdonar Dios porque en el Cielo los ángeles sólo beben agua bendita. El café solo es café negro, cremoso, y nada más. Las arepas, para después.
Tuve que soportar de nuevo la liturgia del sorbo y el chasquido lingual y los ojos en blanco puestos en los lejanos cafetales, mientras mi nerviosismo se expresaba a través de los dedos de mi diestra en un ágil tamborileo sobre el tablero de la mesa. Pero era imprescindible aguantar y templar el trigémino para que no se me encrespara la cabellera.
— Merce, según me aseguró Rosa, regresará a Lugo dentro de un par de semanas…
— Sí. Pero ¿cómo se conocieron?
— ¿No hemos quedado en que yo comenzaría mi relato por el final?
— Mejor será que deshagamos el trato. A ver, empieza por el principio si eres tan amable.
Lo voy a contar con menos palabras y omitiré las pausas, guiños, visajes y toda la clase de gestos a los que mi amigo tiende por su naturaleza entre apacible y divertida.
Al parecer, Rosa se encontraba en París con el fin de disfrutar de unas cortas vacaciones y, como le gusta la buena música, buscó en una guía la relación de recitales que se daban ese día en la ciudad. Cuando encontró el nombre de Mercedes y comprobó que sus apellidos y su profesión de pianista coincidían con los datos de ella que yo le había dado a conocer, decidió adquirir una localidad. Después la esperó a la salida del auditorio y, una vez sabido por Merce que la mujer que la había abordado era la que había sido mi novia, quedaron en verse al día siguiente para almorzar.
Según me contó Guillermo, Rosa (“Por Dios, no le digas nada de esto a Tico. Confío en ti”) quiso poner a prueba a Merce diciéndole que se había enterado de que yo tenía un compromiso sentimental con una profesora de un Instituto de Lugo. “Chica, si es verdad o no, yo no te lo puedo asegurar; pero la fuente de información es fidedigna”. La pianista le respondió: “Tico es libre de hacer de su vida lo que le plazca. Él y yo tenemos convenido vivir a nuestro aire, y aceptamos el amor como expresión de una maravillosa diversidad”. (Guillermo apreció en el tono de voz de Rosa una chispa de rabia contenida, como si la contestación de la concertista le hubiese supuesto un agravio al considerar un chismorreo su información.) Acto seguido, antes de que Guillermo pudiese abrir la boca, sentenció: “Tico y Merce, tal para cual. Dos amantes que se permiten infidelidades, son unos desaprensivos. Esto sí que puedes decírselo a Tico que te lo he dicho yo. Lo otro no, porque no quiero poner en evidencia a una excelente persona”.
— ¿Nada más te ha dicho Rosa de mí y de Merce? –le pregunté a Guillermo.
— Nada más que pueda tener para ti el mínimo interés. Si te he contado estas cosas es porque he querido prevenirte de que Merce piensa volver contigo, y sospecho que con deseos de quedarse en Lugo. Tú verás lo que haces. Piensa en Laura.
Pensar en Laura era lo que estuve haciendo desde que Guillermo me advirtió del regreso de Merce a España. Sin embargo, no podía impedir que la situación me produjera cierta hilaridad y a la vez una complaciente maledicencia, por distintas razones. Por un lado me sentía satisfecho de que en el ánimo de la andaluza estuviese presente la idea de reanudar nuestra relación, que, si bien yo la tenía descartada por los motivos antedichos, no por ello dejaba de dolerme. Y por otra parte, qué placer tan inmenso imaginar a Rosa reventando de celos creyéndome feliz con una pianista que iba ganando celebridad. Sólo me perturbaba en esos momentos la creciente preocupación de tener que decirle adiós a Laura, cuyo comportamiento conmigo era inmejorable y muy valiosa su inconsciente ayuda para borrar de mi mente a la mujer que había transformado mis sufrimientos en dicha. Pero tendría que hacerlo, aunque mi conciencia se resintiera por mi conducta egoísta y deleznable, sin estabilidad emocional ni perdurable apego a un único amor.
¡Único amor! Palabrería inútil en boca de moralistas sexualmente mermados, o de falsos hierofantes cuyo sacerdocio consiste en amañar sus vivencias recónditas para gozar de aquello que predican en contra de la libertad de amar. Pero aun de este modo, reconociendo la casi imposibilidad de acatar la fidelidad amorosa, y sintiéndome culpable de mis numerosas contradicciones y egoísmos, Laura, comparando sus favores y cualidades con los de Merce, supera a ésta en capacidad sensual y en fortaleza para soportar el desamor. Por lo tanto, mejor sería poner fin a un romance que acababa de iniciarse, y pelillos a la mar.
— ¿Pensaron en ti las mujeres que te abandonaron? –le pregunté a Guillermo con un punto de reproche por su recomendación.
— Ellas sabrán –me respondió con un gesto de indiferencia, como siempre hace cuando se le pregunta con intención—. Pero yo sí que pensé en ellas. Hacerlo, ya sea con odio o con gratitud, es una forma de reconocimiento a las personas que con uno han convivido. Sería tan triste reconocer que quien te ha acompañado no te ha hecho sentir nada… Y comoquiera que la vida no debe desperdiciarse, prefiero sentirme un poco feliz recordando a quienes me dieron motivos de dicha.— De momento calló y, al comprobar que yo secundaba su actitud, me invitó—: ¿Vienes conmigo a dar una vuelta por el río y luego tomamos unos vinos?
— Me espera Guzmán en su casa dentro de una hora.
— ¿Por lo del cuadro?
— Por lo del cuadro, y para reconciliarnos.
— Que haya suerte, pues. Yo voy a ver si Rafa está en casa, y si no lo encuentro me pondré a escribir.
Nos despedimos con un abrazo, y antes de tomar el ascensor volvió a recomendarme:
— Piensa en Laura. Esa chica ya ha sufrido un desengaño –.Y se marchó.
Laura ya había sufrido un desengaño. Yo también tuve el mío. Y Merce. Y Rosa cuando la rechacé. Igualmente Fermín. También don Benito cuando, por coherencia con sus votos, renunció a la parcela de dicha que su destino le tenía reservada. Sin embargo, estaba citado con mi nueva amante a las diez de la noche. ¿Tendría valor para confesarle a Laura mi decisión de unirme a Merce?
La mirada de Ingrid revivió en mí con la mayor fuerza. ¿Qué me querían decir sus ojos? Todavía permanecen frescas en mi memoria las palabras que escuché en lo más hondo de mi alma al contemplar, aún viva, su imagen en un amado retrato, en mi habitación:
Contempla tu presente. ¿Qué eres, además de beso roto en labios olvidados? ¿Me amaste alguna vez, tú que amas lo imposible?: mi luz en el humo de tus ilusionadas tempestades, la rosa humilde que a tus pies, entonando un kirie de amor, se desvanece. No tiembles ante la mirada que te invita a despertar mientras yo duermo en el seno infinito de la nada. Allí donde las sombras comulgan con las sombras de la Vida. Se tú el beso que te di cuando nació en tus lagrimales el triste adiós que aún no has olvidado. Y sé feliz por un solo instante, como lo fui yo en el grandioso momento en que supe, ya sin fuerzas para amargas despedidas, que una vez te amé.
Me puse el abrigo. Enfundé mis manos en unos guantes y abrí la puerta de mi casa. Encendí un cigarrillo. ¿Abrí la puerta de mi casa? No. De la casa de Ingrid que me estaban reclamando sus herederos, y me fui en busca de Guzmán.