18

 

Merce, no quiero dármelas de valiente. Te acabo de decir que no soy un hombre con demasiado arrojo, pero la noche del 23 de febrero me di cuenta de que en muchas situaciones el valor de las personas tiene mucho que ver con la inconsciencia. En mi caso no sólo tenía que entendérmelas con los muertos, sino  también con los vivos. En especial con don Benito, a quien supuse en la catedral cuando a eso de las cuatro de la tarde me colé en el claustro. Allí, sellando con cemento blanco las lápidas de las sepulturas, estaba el mismo albañil con el que me tropecé y hablé en otra ocasión. Nos saludamos, y me dijo que su tarea estaba próxima a concluir en esa iglesia. Sólo le quedaban por fijar cuatro lápidas y cargar en una camioneta las herramientas de construcción y el material sobrante. El hombre estaba harto de trabajar para los muertos. En ciertos momentos, cuando se permitía algún descanso para encender un cigarrillo,  las tumbas le hacían reflexionar sobre muchos aspectos de la vida de los que él nada quería saber. He sentido miedo algunas veces, sobre todo a la caída de la tarde, me decía fingiendo un escalofrío. Especialmente cuando el encargado de la obra me hizo bajar al foso de esa tumba por una pequeña escalerilla de hierro —y señalaba el sepulcro de doña Cayetana. Se trataba, según su descripción, de una reducida cripta. Yo suponía que los huesos de la difunta reposaban en una tumba normal y no debajo de una bóveda. Ese foso huele a... No sé. No es  un olor a podrido, pero sí muy desagradable. Alrededor de los sepulcros sólo se puede oler a muerte a pesar de las flores. Y a todo esto, con una linterna por toda compañía. No se lo doy a pasar ni a mi peor enemigo. En fin... Ahora mismo voy a plegar. Pasado mañana traerán una lápida nueva para ese sepulcro —se refería a la sepultura de doña Cayetana—, y después de dejarlo listo y de hacer unos retoques abajo, junto a la verdadera tumba, ¡a correr! Pero tendrá que acompañarme alguien. Yo solo no trabajo ahí ni aunque me amenacen con el despido.

Mientras el albañil recogía y limpiaba sus herramientas, yo, aparentando ignorancia, hice hincapié en el duro trabajo que debía suponerle manejar esas pesadas lápidas de mármol. No lo crea, respondió. Aunque pesan lo suyo, se mueven con facilidad. Estoy acostumbrado a levantar materiales más pesados que estos. Basta con arrastrarlas cuidadosamente sobre su asiento.

Terminada la tarea de recuperación y limpieza de las herramientas que por allí había dispersas, el obrero las guardó en una caja de madera y me fui con él hasta la puerta del claustro, donde nos despedimos. Acto seguido, cuando vi que se alejaba en dirección a la puerta de la iglesia, volví sobre mis pasos hasta esconderme detrás de unos tablones inclinados que había apoyados sobre un muro, junto a las tumbas. Allí, temblando de frío pese a ir bien abrigado, empecé a sentir miedo. Un miedo que iba convirtiéndose en terror cada vez que mis pensamientos se perdían en la soledad del atrio, en cuyo porche destinado a los enterramientos el silencio espesaba mis sensaciones. No era un miedo cualquiera, de esos que abundan y nos sorprenden desprevenidos. Se trataba de otra clase de temor, una mezcla de envenenadas sensaciones provenientes de más allá de toda percepción conocida; algo situado en el plano de lo ignorado que, de improviso, aparece no sé si del subconsciente personal, del colectivo o de la mente diabólica. No obstante, era tal el peso de mi compromiso con doña Cayetana que no veía inconveniente alguno de pasar la noche escondido hasta que abrieran las puertas del templo. Acurrucado, eso sí, detrás de los tablones, a oscuras y sin otro amparo que la  serenidad en la que confiaba. Obsesionado por  apuntar en un bloc la inscripción grabada en el escapulario de doña Cayetana, todo lo demás era para mí secundario, excepto el pánico que me traicionaba a cada instante.

Merce, lo pasé muy mal. Tal es así que me sentí aliviado cuando, ya anocheciendo, vi un gato de pelaje rojizo que se paseaba sobre las tumbas, como si para él la muerte no tuviese ningún significado. Al menos no me sentía solo pese a tratarse de un animal que detestaba. Pensé en esos momentos que en adelante sentiría más simpatía por esa clase de felinos; pero, por el contrario, sigo odiándolos cada vez más.

Esperé a que la oscuridad nocturna favoreciese mis planes, puesto que esa circunstancia me podría ayudar. Con luna llena quizá no me hubiese atrevido a bajar a la cripta: en ese supuesto la iluminación lunar me supondría un riesgo añadido.

En un bolsillo de mi abrigo llevaba una linterna pequeña, aunque de eficacia lumínica, y en otro bolsillo interior una palanqueta. Si necesitaba alguna herramienta más, cerca de mi refugio estaba la caja donde el albañil tenía guardadas las suyas. Sin embargo, por el momento sólo necesité de mis manos.

— ¿Sólo de tus manos? — me preguntó Merce, que estaba atenta a mi relato, con los  ojos brillantes de ansiedad — ¿Con uñas y dedos nada más pudiste levantar la lápida?

— No. Esa lauda estaba dotada de argollas. Déjame que siga, porque lo interesante viene ahora. Interesante y fascinador por lo que de extraño tiene.

Cuando salí de mi escondrijo eran las nueve de la noche. El gato, del que ya no me acordaba, escapó con su habitual ligereza. ¡Mira! ¡Se me heló la sangre! Me detuve junto a la tumba que iba a profanar. (En realidad, para mí aquello no significaba ninguna profanación. Como podrás comprender, era el recuerdo de doña Cayetana lo que me invitaba a visitar sus restos.) El silencio era total. De haber habido arbolado en el espacio central del claustro, la brisa nocturna habría murmurado en la copa de los árboles. Pero cerca de allí no había vegetación alguna. Sólo piedra silente que me traía un mensaje de siglos: la voz del tiempo hablándome de miserias medievales, de rezos eclesiásticos, de inhumaciones y de hipócritas plegarias al Dios traicionado por sus representantes en la tierra.

Me bastó con hacer un pequeño esfuerzo para levantar y correr la lápida algo más de medio metro: el espacio suficiente para poder descender a la cripta. Pero allí no había ninguna escalera de hierro como me dijo el albañil que existía. Tuve que colocar la lauda en su sitio y repetir la maniobra en sentido opuesto. Allí estaba la escalera, cogida a la pared. Iluminé la pequeña cripta en todas las direcciones que me fue posible, y me llegó a la nariz una vaharada de muerte. No supone una ñoñería decir que el olor que emanaba de la bóveda, como me hizo observar el albañil, era indescriptible. No un fato agresivo, sino más bien suave… No sé decirte… Puede ser que fuese algo como el supuesto olor de una descomposición espiritual. Perdóname la barbaridad que acabo de soltar. Y ahora, piensa tú lo que quieras”.

Ambos permanecimos en silencio, hasta que estimé conveniente proseguir.

— No vi nada de particular, excepto el sepulcro de piedra. Estaba al fondo, frente a mí, adosado a un muro. La tapa tenía un relieve a modo de cuerpo yacente. Merce, sentí un escalofrío seguido de innumerables temblores. Por unos instantes consideré la idea de abandonar mi aventura; pero de pronto, como si una invisible mano me empujara hacia bajo, descendí por la escalerilla sujetando la linterna con los dientes. Después de unos segundos de vacilación, ya el terror convertido en el espanto que me inyectaba el virus de la violencia, me atreví a insultar y a retar a los muertos que allí yacían: ¡Venid, fantasmas indecentes, aquí os espero! ¿Creéis que puedo temer a los espectros de quienes en vida lucharon por la ostentación y la riqueza, y a la hora de la verdad suplicaron cobardemente  al Salvador un rincón a su diestra?”

— Me espanta la osadía que tuviste —me interrumpió Merce, visiblemente afectada por mi relato—, aunque entiendo aquella reacción tuya como una defensa psicológica: a mayor temor, mayor valentía. Creo que en esos casos sólo existen dos salidas: o el desvanecimiento o la agresividad. Continúa, por favor.

Antes de adentrarme en mi relato, besé a Merce  en la boca. A pesar de las veces que  contemplé su cuerpo desnudo con detenimiento, nunca me había fijado en un pequeño lunar que tiene en el seno derecho. Un lunar perfectamente redondo, que en esos momentos atrajo mi atención. Según ella, se trataba de un angioma: “Este lunar nació conmigo”. A continuación, poniendo cara de extrañeza, me reprendió: “Eres un tío raro. ¿A qué viene ahora lo del lunar? Me tienes desconcertada”. Pero Merce no sabía que lo que yo le estaba contando no se lo había dicho nunca a nadie. Era la primera persona con quien me sinceraba al respecto y eso me preocupaba, porque me juré a mí mismo no decírselo jamás a nadie.

— Es que necesito unos días de descanso —me excusé—. Comprende que esta historia me ha afectado y me sigue afectando. Hay noches en que me desvelo al recordar todo esto. Pero vamos allá.

— Si no te encuentras bien, no sigas. Tiempo tendrás para terminar de contármelo. Aunque no puedo negar que estoy ansiosa por saber cómo quedó aquello.

Aquello... — La miré a los ojos. Luego acaricié su lunar del pecho, y con un vistazo abarqué sus enteras formas de mujer salvaje. Merce estaba infinita—. Será mejor que te lo cuente todo de un tirón, si es que esto es posible.

Después de mi ofensa a las dignidades enterradas en el atrio, me quedé sin habla. Yo quería seguir blasfemando, vituperar y maldecir a los religiosos cuyos esqueletos aguardan en su nada osteológica, quiero decir en la nada de sus huesos, el día del Juicio Final. Reacción contra reacción, de la temeridad pasé al estado de inhibición total. Mirando aquí y allá sin saber qué hacer, me percaté de que en aquel foso hacía calor y había humedad. Enfoqué la linterna en dirección a los cuatro ángulos de la cripta y vi unos maderos, dos sacos de cemento, un palustre y unos ladrillos, lo que indicaba que en aquel lugar quedaba obra por realizar. Aunque te parezca extraño, el sólo hecho de pensar que unos albañiles iban a estar trabajando en ese sitio, me infundió ánimos. Entonces, sin más dilaciones, saqué del bolsillo interior de mi abrigo la palanqueta y comencé a hurgar en las juntas de la tapa del sepulcro, hasta que logré introducir la punta del acero en una pequeña grieta. Luego, con sumo cuidado y tomando las máximas precauciones para no dañar la piedra, noté que ésta cedía.

El corazón me daba brincos, no puedo decirte si de satisfacción, de temor o de ambas sensaciones a la vez. Sin embargo, algo me dejó paralizado. Escuché a mis espaldas un ruido amortiguado y a continuación un campanilleo. Luego, silencio. Solté la palanqueta que había quedado clavada en la junta un momento antes, cuando hice palanca con ella, y sin saber ni lo que hacía, guardé en el bolsillo la linterna que sostenía en la boca. No me atrevía a volverme y, cuando por fin lo hice, después de unos instantes de auténtico terror, vi junto a los sacos de cemento dos ojos relucientes que me estaban mirando desde la más profunda oscuridad. Di un grito, y en esos instantes el maldito gato buscó la salida haciendo sonar su cascabel. Luego pude enterarme de que el felino era la mascota de una dama de más que dudosa moralidad,  benefactora habitual del cabildo catedralicio.

Bueno, Merce, para concluir.

— No, por favor —me pidió mi amante—. Cuéntamelo como lo has hecho hasta ahora. No quiero perderme ni un solo detalle. No creo que en la vida que me resta vuelva a escuchar un relato como éste. Es interesantísimo lo que me estás refiriendo.

Nos abrazamos. El cuerpo de Merce olía a sexo y lo que en esos momentos me apetecía era lo que todos —lo digo con absoluta seguridad— solemos apetecer.

— Luego, Tico. Ahora no. Te prometo que no habrás de arrepentirte.

— ¿Me dejarás que nos lo hagamos a mi manera?

— Garantizado.

Ante esta perspectiva, lo mejor que podía hacer yo  —sin llegar a la mentira— era satisfacer la curiosidad de mi acompañanta dándole a mi narración el tono misterioso que a ella le agradaba. Por lo tanto, siguiendo su pauta, continué diciendo:

— Pasado aquel susto...

— Antes de que sigas. ¿Te quedan más sustos por contarme?

— Grandes, grandes…, uno. Sorpresas impresionantes, una; y más miedos, los que me pidas.

— ¡Ah!

Proseguí con mi narración, aunque a intervalos, y desnudos como estábamos,  volvía de vez en cuando la cabeza para fijarme en el lunar redondo y lujurioso que me invitaba a lamerlo, a morderlo o a succionarlo con el frenesí de un poseso por tener en su boca el rabo del diablo. ¡Estaba tan apetecible la señora! En aquellos momentos hubiera hecho un pacto con Satanás para comerme aquel lunar aunque luego hubiese tenido que vomitarlo.

— Merce, yo ya no podía soportar mis indecisiones y miedos.  Estaba tan inmerso en mi aventura que me era imposible abandonarla, lo que  me hubiera supuesto un gran alivio aunque posteriormente me acarrease remordimientos.

Arrastré la pesada tapa del sarcófago como Dios me dio a entender, y en este punto es donde vas a sorprenderte. (Vi que Merce, con los ojos muy abiertos, esperaba ansiosa el desenlace de mi loca experiencia.) Los restos mortales que allí había correspondían a un prelado. Lo supe por su mortaja de obispo, en la que no faltaban la mitra y la cruz pectoral. Imagínate, pues, mi frustración. Mayor fracaso no lo tuve nunca.

— ¿Cómo pudo ocurrirte ese contratiempo? —me comentó Merce, sorprendida e irritada como si le hubiese sucedido a ella el percance—. Debiste haber tomado las debidas precauciones antes de arrostrar tan grave riesgo.

— Ya te comenté que la inscripción de la lápida estaba sucia de cemento fraguado. ¿Cómo iba yo a suponer que no se trataba de la tumba de doña Cayetana cuando, incluso, coincidía uno de sus apellidos? “Cayeta... Cueto...”

— Con tal escasez de datos, yo no me hubiese arriesgado tanto. ¿No te fijaste en la fecha del fallecimiento? ¡Virgen santa, con lo que abunda en Lugo el apellido Cueto!

— Sí. Comprendo que me precipité en demasía; pero era tan enorme mi convicción… Bien, el caso fue que metí la pata hasta la ingle. La única alternativa que me quedaba era esconderme en el claustro, detrás de aquellos tablones, y esperar a que abriesen la iglesia por la mañana.

Merce y yo seguimos conversando sobre lo mismo. Ella, tan metódica a la hora de hacer planes que no podía concebir mi torpeza. “Cosas de la bisoñez”, matizó. “Sin embargo, sigo pensando que eres un adorable trasto”. Luego, fingidamente enojada—, me pidió que prosiguiera con la narración. Pero no lo hice con la prontitud que ella deseaba. Preferí recuperar antes su aprecio con alguna mentira que me engrandeciese a sus ojos y así paliar en la medida de lo posible mi fracaso. A una mujer como Merce, admiradora del ingenio, yo no podía relatarle con la misma sinceridad con que acababa de hacerlo el fracaso en mis aspiraciones de tantos años. Era necesario hablarle en otros términos para que se diera cuenta de que no todo en la vida son aciertos, y de que los errores son a veces convenientes para aprender. ¿Acaso ella,  motivada por sus ansias de triunfo u otros intereses, no estaba equivocándose al prestarse a actuar en París con el violinista que la abandonó cuando más necesitaba de él? ¿O es que seguía amándole? Pero nada de esto pensaba reprocharle. Sería situarla a la misma altura de mis yerros. Quizás bastaría alguna leve insinuación para que pudiera percatarse de que tampoco ella era infalible.

Yo estaba ansiando terminar de una vez el relato de mi epopeya, si es que este sustantivo puede aplicarse a este caso. Cada vez más —y no es chiste, sino alusión al apremio inguinal que sentía cuando me fijaba en su lunar— deseaba abrazarme a Merce para transfundir a su cuerpo mis humores, desde la melada salivilla hasta el merengue espermático. Y que ella, en reciprocidad, me concediera el privilegio de, in perpetuum mobile, sentirme dueño y señor de sus coladeros. Pero no fue tan sencillo y, después de haberme defendido de sus recriminaciones por lo anteriormente dicho, le conté con pelos y señales la parte más dramática de mi aventura en la catedral. Con sinceridad. Porque, si bien momentos antes creí conveniente adulterar la realidad con alguna afortunada ocurrencia, lo cierto es que finalmente no me sentí capaz de mentirle.

— Qué impactante resulta para un novato en cuestiones escatológicas tropezarse a un obispo con sus galas mortuorias y la sombría dignidad de su calavera después de que el tiempo haya decolorado las vestiduras talares y descompuesto el cuerpo. ¿Y aún tú, mi querida Merce, me pones trabas morales cuando deseo amarte a mi manera? El ilustrísimo y Reverendísimo don Cayetano Cueto, mientras respiraba, era saludado de manera reverencial incluso por sus enemigos. Sin embargo, verlo en su lujoso y viejo sepulcro escarnecido por la muerte, mueve a compasión. Por eso deseo amarte y que me ames, sacándole a la vida el jugo que nos negará la Parca.

“Coloqué la tapa del sepulcro en su sitio y, apoyando la cabeza sobre mis manos reflexioné, el pensamiento puesto en el obispo: Que tu Dios te haya dado la paz que el mío me niega.

“Ya sin ningún temor ascendí lenta, muy lentamente por la escalerilla de hierro. Antes  de alcanzar la salida, vi que había luz en el claustro. No me importó. Intuí quién era la persona que me estaba esperando junto a la tumba, y no me equivoqué. Aguardé unos segundos a salir. En tan escaso tiempo cruzaron por mi mente multitud de ideas. Era como si el tiempo se hubiera dislocado y las secuencias de mi pasado y de mi futuro, amalgamadas en un presente incierto, me estuvieran acusando.

“Ya no tenía miedo en aquellos momentos. Aún hoy sería capaz de dormir y comer y soñar junto a la sepultura del obispo a quien deseé la paz eterna. Pero prefiero estar contigo, soñar contigo y contigo sumergirme en el inmenso océano de la dicha. Ser, como tú y contigo, el aguamanil donde mi madre bañaba mi inocencia cuando yo era inocente.

“Merce, ¿me sigues queriendo?”

— Tonto, ahora más que nunca. ¿Quieres que volvamos a hacer el amor y luego, lavadas tu inocencia y la mía en el aguamanil del pecado me cuentas el resto de tu odisea? Tico, la magia acude siempre a la llamada de la fantasía. Deseo amarte a tope en la burbuja del placer. Te quiero.

— ¿Como hoy, por siempre?

— ¿Tan aburrida me crees?

 

(Si no fuese porque hay personas sensibles en exceso que considerarían pornográfico lo que sólo es relevante manifestación del amor, escribiría punto por punto y con desenvuelto respeto a la verdad, ahora que los frescos recuerdos de mi última noche en Mondoñedo exigen prevalencia en mi memoria, uno de los acontecimientos amorosos más sobresalientes de mi vida, si no el principal. Pero lo haré de algún modo, simplificándolo, aunque sea valiéndome de  perífrasis, ya que el rodeo suele tranquilizar a las conciencias exquisitas. Digo que lo haré, no porque con ello satisfaga ninguna propia inclinación perversa, sino por homenajear a la mujer que me enseñó cómo amar para extraer del amor toda su savia. Nótese que existe una diferencia sustancial entre decir me enseñó cómo amar y esta otra: me enseñó a amar.)

 

En esa noche había luna negra, o nueva para ser más exacto. (Desde que aprendí algo de Astrología, para mí las fases lunares tienen su importancia en muchos aspectos de la vida y, principalmente, en lo que respecta a la sexualidad en todas sus manifestaciones.) Y comoquiera que este servidor estaba como el son de una marimba en plenilunio caribeño, lo primero que hice después de que Merce me incitase a volver a pecar fue abalanzarme sobre su lunar. Todo yo me había convertido en mandíbula selacia.

— No tan deprisa, amor, que la noche es larga.

Ya la tenemos!, pensé con cierto toque de irritante impaciencia. Pero la chica tenía razón;  porque si la noche era larga, más cortas habrían de ser mis posibilidades genitales. Ya se sabe: el eterno problema masculino. Y así fue que, primero controlando mis impulsos y luego, con talento, haciendo uso y abuso de la segunda herramienta sexual por antonomasia, le hice alcanzar a la hembra tal cota de placer que, sin yo pedírselo, adoptó la postura decúbito prono y, encogiendo las piernas, puso a mi disposición su precioso… cuerpo.

Era evidente, insisto, que Merce estaba en lo cierto. De su lección, además de lo ya expuesto, aprendí lo siguiente:

1. En el amor de cama (cuando, sin mentira alguna, existe amor) el hombre no sólo debe buscar el placer físico, sino también el goce anímico complementario, puesto que la mujer se siente mucho más dadora que receptora y, por pura lógica, espera de su amante un trato de efusiva virilidad.

2. A tenor del anterior aserto, es necesario saber que el varón debe estar atento a las demandas femeninas. Pero, ¡ojo!, teniendo siempre presente (esto es muy importante) que la mujer no quiere encima de ella a un devoto mariano sino a un macho. (Debo aclarar al respecto que la palabra macho, en este caso, responde a exigencias biológicas y no a imperativos de poder.)

3. En el comportamiento sexual masculino, la hembra debe sentirse mujer y no objeto deseado.

4. Que el beso final del proceso amatorio signifique para ella la gratitud recibida como compensación a su entrega.

Y 5. Para evitar competencias de dominio, es imprescindible que la mujer se sienta a la vez conquistada y conquistadora.

Me sentía tan a gusto rozando el cielo de Merce con sus besos y los míos... No es que en nuestra mecánica sexual se hubiesen dado significativas novedades. Eran otras cosas: nuevas sensaciones en cada beso, en cada caricia y en cada abrazo; pequeñas acciones que, como solitarias margaritas en el camino, florecían a medida que nuestras emociones iban agrandando el espacio sensitivo donde nos movíamos. Eran embates carnales que, entre gemidos placenteros, pugnaban por abrirse paso camino de la noche inmortal. Y todo porque comprendí el significado de las palabras de mi pareja cuando me dijo: “No tan de prisa, amor, que la noche es larga.”

Sí. Ya sé que me ha quedado algo por decir: la mirada de Ingrid. No la había olvidado. Es sólo que deseaba citarla en este final. La vi, transformada en triunfo de la vida, en los ojos de Merce cuando, después de habernos amado, me dijo: “Me has hecho feliz”.

— Merce, ¿quieres que te cuente lo que sucedió cuando asomé la cabeza al salir de la cripta donde reposaba el obispo?

— Sí, por favor. Cuéntamelo.