5
Dos días con sus respectivas noches, sin dormir. Ingrid en mis pensamientos y en los pinceles de Guzmán. El frigorífico, vacío; la cama por hacer y sin mudar las sábanas desde hacía una semana; la casa, sucia; la ropa a falta de lavar y de planchar, y el sueño atormentándome. Pero Guzmán:
— Tico, si no tenemos prisa. Para pintar un cuadro de estas características se precisan tiempo, voluntad, paciencia y sacrificio. Mañana, domingo, podrás descansar durante todo el día y por la noche reanudaremos nuestra tarea. Una vez esté terminado el cuadro podrás gozar de su contemplación cuando te apetezca. Ya sabes que mi casa está siempre abierta para ti.
¿Había entendido yo correctamente las últimas palabras de mi amigo?: podrás gozar de su contemplación cuando te apetezca. Ya sabes que mi casa está siempre abierta para ti. Sin embargo, no me atrevía a pedirle aclaración alguna al respecto; la sorpresa me impedía cualquier acción que no fuese la de quedar con la boca abierta. Pero no sólo me preocupaba su intención de quedarse con el cuadro, sino, además, el énfasis que ponía cada vez que me negaba lo que yo creía un derecho indiscutible: echar una ojeada a su trabajo.
— ¿Por qué no puedo ver lo que estás pintando? —le pregunté en una ocasión, visiblemente molesto.
— Porque tu opinión puede condicionarme.
— Pero si me callo no hay opinión que valga.
— Aunque no digas nada. Si estoy tratando de pintar lo que tú muy bien sabes, ¿crees que no ha de influir en mi ánimo la emoción que se refleje en tus ojos en cada momento? Además, y esto es muy importante: también podría afectar a tu sensibilidad lo que vieses en el lienzo, desfigurando la realidad que persigo. Tico, debemos confiar el uno en el otro si queremos que mi obra quede terminada de manera satisfactoria. No vuelvas a insistir sobre este asunto, te lo ruego.
Mi obra, mi trabajo, mi cuadro, mi lienzo. En todo momento el apócope de mío resaltando una propiedad resultante de su trabajo. Como si mi esfuerzo y mi dolor cada vez que posaba no tuviesen otro merecimiento que el de servir de modelo.
Noche tras noche, hacía tres semanas que Guzmán y yo estábamos enfrascados en la dura labor que nos habíamos impuesto. Diariamente —con excepciones que llegaban hasta la salida del sol—, desde el anochecer hasta la una o las dos de la madrugada tenía que posar para que el pintor, con los ojos enrojecidos, haciendo guiños sin cesar y obligándome a cambiar de postura con irritante frecuencia, pudiese avanzar en su obra. Y los viernes y sábados, hasta el amanecer.
Había momentos en que el cansancio me vencía y me quedaba traspuesto. Entonces, Guzmán me obligaba a despertar de mi breve y ligero sueño con exigencias y malos modos, empleando palabras hirientes como las que pronunció hacía un par de noches: “La memoria de Ingrid te supone un calvario. Durmiendo es como más cómodamente se homenajea a los muertos”. Tuve que abrir los ojos con gran esfuerzo y callar. “Fija tu atención en la llama de la vela que, por cierto, tengo encendida para que te concentres en lo único, ¡escucha atentamente!, que debe interesarnos. Comulga con esos terminales instantes y dime con los ojos qué sientes”. ¿Qué siento?, pensé con desencanto. ¿Qué es lo que deseas pintar, la mirada de Ingrid o mis sentimientos?
Durante unos segundos, antes de iniciar mi concentración, lo maldije mentalmente como lo había hecho en otras ocasiones, con insultos y andanadas de los que luego me arrepentía. Recordé a su madre y a todos sus ancestros, para continuar con cualquier ofensa capaz de mitigar mi ira. Pese a saber que los curas, en el presente y a lo largo de la Historia, han jugado a ganar, ante ellos mis sentimientos anticlericales siempre han perdido virulencia. Tratándose de Guzmán, al que salvo en algunas rabietas he respetado y quiero seguir respetando como amigo y como eclesiástico, aún más. Pero esa noche no pude sino ennegrecer mi alma para sentirme liberado del peso que me oprimía. Pensar que él estaba más interesado que yo en plasmar en el lienzo algo tan sublime para mí, era algo que desbordaba mi capacidad de tolerancia. Aun así, herido por su injusta reprimenda y deseando de manera vehemente desagraviar a mi fallecida compañera —si es que algún atisbo de su conciencia quedaba flotando en el ambiente que nos envolvía—, me concentré en ello con la mayor intensidad que pude lograr y, aunque con irreverente comparación, traté de hacerme digno de Ingrid en una comunión incorpórea, como si ella fuera el espíritu de Cristo al que tanto decía amar. Pero centrémonos en lo que ocurrió unas noches después de esta incidencia.
Durante no sé cuánto tiempo dejé de sentir sueño y cansancio. Notaba que Ingrid acariciaba —como si de un halo de melancolía se tratase— el fondo de mis sentimientos: ese enigmático círculo donde las eminentes percepciones aletean como místicas mariposas. Ingrid, permanezcamos como ahora mismo. Unidos para siempre, gritó mi sangre, y noté algo parecido a un arrebato sentimental al detenerme en la contemplación de su faz ya marchitándose. Pero luego, aún inmerso en el centro de mis emociones, me vino a la memoria mi reciente conversación telefónica con Rosa, haciendo estallar la burbuja celeste donde Ingrid y yo estábamos inmersos.
Volví a poner toda mi atención y voluntad en la llama del cirio, grueso y ya casi consumido, que parpadeaba en un antiguo candelero de madera. Aunque no era el recuerdo de Ingrid lo que me hacía vibrar, sino los labios de Rosa. Rosa compitiendo con la memoria de la mujer que en esos momentos estaba hermanada con la gusanera en el camino del olvido. Rosa, toda juventud y belleza, estaba abriendo un paréntesis que dejaba un tanto marginado mi sufrimiento. Y en medio del pandemónium de las líricas voces y de los remordimientos que enturbiaban mis sentidos, la insolente palabra de Guzmán abriéndose paso a fuerza de injurias.
— Mientras preparo los materiales y limpio los pinceles, trata de concentrarte en lo que tú sabes. No intentes engañarme porque si lo haces te descubriré. Ha sido una lástima que Ingrid dedicara a un hombre como tú, un mujeriego desagradecido, su última mirada, digna de ser glorificada por personas de más alto relieve espiritual. Sí, ¡qué lástima! —recalcó con negativo énfasis.
— De acuerdo —respondí amargado—. Voy a intentarlo con todas mis fuerzas. Pero no vuelvas a insultarme, porque si lo haces perderemos nuestra amistad. A veces pienso que todavía no ha muerto Torquemada. —A continuación, antes de polarizar mi atención en la mirada de Ingrid, repasé con rapidez la conversación que había tenido con mi antigua novia.
Hacía poco tiempo que Ingrid había fallecido y, sin embargo, a pesar de mis suplicios ante el ordenador y durante las noches contemplando su retrato y llorando su muerte, los recuerdos de Rosa y de Merce tintineaban ante la puerta de mis sentimientos. ¿Qué me estaba sucediendo?
Guzmán, sosteniendo un pincel en la mano y mirándome con fijeza como si me estuviese perdonando la vida, sonrió con marcado desprecio. De seguir así, deduje de su altanería, puede suceder que a no mucho tardar tú y yo salgamos a hostias de esta casa. —Acto seguido comencé a pensar en mi antigua novia.
Cuando telefoneé a Rosa para comunicarle el fallecimiento de Ingrid, prometiéndole que volvería a ponerme en contacto con ella en breve ya que en esos momentos nuestra comunicación era dificultosa, lo hice convencido de que al día siguiente iba a cumplir con mi compromiso. Pero no sucedió como yo deseaba, por temor a que de nuevo pudiera escuchar la voz de Ingrid y no la de mi amiga valenciana. Fue Rosa la que, cansada de esperar, decidió telefonearme. Sospechando quién podía ser la que me estaba llamando, comencé a dudar. ¿Qué voz oiría si descolgaba el auricular? Sin embargo, necesitaba desahogarme con alguien que no fuese Guzmán. Le contaría mis angustias, recibiría un poco de comprensión y me sentiría acompañado en mi tormento. Porque Ingrid me perseguía a todas horas: en el ordenador y en la cocina, mientras preparaba cualquier comida; en los breves instantes de descanso que yo mismo me imponía para reponer fuerzas, mientras observaba con indolencia el polvo que cubría los muebles y el desorden de la casa; al acostarme, rendido de sueño, cuando contemplaba su retrato y le pedía con fervor que me ayudara a soportar su ausencia.
— ¿Sí? Dime, Rosa. Disculpa que no te haya llamado antes.
Era su propia voz, la de siempre, cuando en Valencia nos amábamos y le hacíamos una pedorreta a las adversidades: amable, cadenciosa, y me sentí reconfortado por unos momentos. Digo por unos momentos porque, a pesar de que desde que le improvisé a Ingrid una oración no había vuelto a sentir temor ante los recuerdos que me unían a ella, al hablar con Rosa se me reprodujo el miedo. Miedo a que la voz de la amiga con la que estaba conversando se transformara de repente en la de Ingrid; miedo a contraer algún compromiso en la conversación que estaba manteniendo, y miedo a mí mismo, no sabía por qué. Tenía la sensación de que ese contacto iba a derivarse en un serio problema que añadiría más sufrimiento a mi vida. Estaba dispuesto a defender la escasa libertad que me quedaba; pero me asaltó de pronto una oscura sensación imposible de definir. El corazón me latía rápido y con fuerza, y comencé a sentir una repentina debilidad que me obligó a tomar asiento en mi viejo butacón de cuero.
— Me tienes olvidada —comenzó a decir sin ambages, aunque suavizando el tono de voz—. Han transcurrido cinco días sin que hayas dado señales de vida, cuando me prometiste ponerte en contacto conmigo en breve para contarme lo del fallecimiento de la pobre Ingrid. ¿Crees que merezco tan dilatado silencio?
No respondí de inmediato. De haberlo hecho al instante podría haber dicho alguna inconveniencia. Ella tal vez creyó que se había cortado la comunicación y continuó hablando de manera acelerada:
— ¿Estás...? ¿Tico? Tico, ¿estás ahí?
— Estoy, sí. Estoy. Eres tú la que no estás en mi pellejo. Por eso hablas de esa manera —y callé.
Reanudada la conversación, me excedí en consideraciones que la hicieron llorar sin proponérmelo y creo que fue ése mi gran error. Se deshizo en disculpas y me pidió perdón varias veces. Reconozco que fui injusto con ella, y a medida que sus hipidos se multiplicaban me iba sintiendo más a gusto con su llanto y con mi prepotencia. Pero fueron sólo unos momentos, porque no tardé en ablandarme y dejar que Rosa, ya más relajada, dominara la situación. De haberme comportado de un modo más inteligente no me habría visto obligado a consolarla, lo que supuso que ella comenzara a ganarme la partida en el diálogo al ir haciéndome preguntas a las que yo no concedía importancia; pero a medida que iba avanzando la charla fueron determinantes para sentirme acorralado. El caso fue que nuestros comentarios no me daban pie para pensar que Rosa estuviese preparándome un terreno en el que yo no tardaría en patinar.
— El motivo fundamental de que te sientas derrotado es tu soledad. Estabas acostumbrado a que Ingrid se ocupara de la casa, de la comida, de la economía. Incluso te ayudaba por las noches a revisar los trabajos de tus alumnos. Eso, debes comprenderlo, te ha creado un vacío insoportable. Tico, necesitas la compañía de una mujer.
— Es cierto, Rosa. Tienes toda la razón. Creo que debo poner más interés en este asunto. Estoy haciendo gestiones para contratar los servicios de una asistenta y luego vendrá todo lo demás. Prioritariamente, necesito que mi casa esté en orden. ¡Qué lástima que estés casada!
Metí la pata hasta la ingle. De poco me había valido la advertencia que tuve, a modo de agitación, cuando descolgué el teléfono para conversar con ella. A medida que charlábamos, la voz de Rosa me iba envolviendo en una bruma de dulces sensaciones que me retrotraía a tiempos pretéritos, cuando gozábamos con nuestros besos y caricias en la playa de la Malvarrosa.
— No tienes idea de cuánto me alegra decirte que acabo de obtener la separación legal de Julián en buenas condiciones económicas, y que se ha ido a vivir definitivamente a Brasil. Porque así, sabiendo que aún me quieres, podemos resolver nuestro común problema de soledad.
En esos momentos, como si una inesperada fuerza me estuviera oprimiendo el pecho, creí desfallecer. Ni de broma ni de veras ni de cerca ni de lejos podía sospechar la nueva situación de Rosa. Sabía que su matrimonio no iba bien, que habían tenido serios disgustos a causa de los continuos desplazamientos de Julián, siempre acompañado de su secretaria a Bruselas, a París, a Londres, a Paraguay… en calidad de ejecutivo de una importante multinacional de alimentación; pero ignoraba que la pareja estuviese al borde de la ruptura.
Cuando a los pocos segundos pude reaccionar, lo hice con alguna aspereza. En cierto modo me sentía engañado. Si con relativa frecuencia nos comunicábamos por teléfono, ¿por qué no me advirtió de su situación? ¿Por qué había permanecido en silencio durante todo el proceso judicial? Seguramente al fallecer Ingrid estuvo pensando en la manera de ocupar su lugar, y por tal motivo no me había llamado antes para conocer el porqué de mi tardanza en ponerme en contacto con ella, tal como yo le había prometido.
— ¿Y me lo dices ahora, de sopetón, cuando has debido estar varios meses a vueltas con el problema? ¿Qué clase de amor es el que dices sentir por mí? Así no se puede ir por el mundo, querida mía –le respondí fingiendo estar más enfadado de lo que estaba.
Si hacía unos instantes había sido yo el que enmudeció al recibir tan inesperada noticia, un momento después fue ella la que permaneció en silencio al encajar el golpe. Era evidente que Rosa se había precipitado al insinuarme la posibilidad de emparejarnos. Aceptar lo que ella me proponía de una manera tan poco sutil hubiese supuesto un casi seguro fracaso para ambos, puesto que mi estado de ánimo seguía siendo depresivo. Además, a mi desequilibrio psíquico debía añadirse el problema sentimental que me estaba creando ante la posibilidad de emparejarme con Merce. Rosa me gusta como mujer. Merce, como persona, me fascina. Sin embargo, el recuerdo de Ingrid va convirtiéndose en una obsesión para mí y no sé si algún día, con la ayuda del tiempo y el estímulo de un nuevo amor, podré borrar la profunda huella que me han dejado sus ojos.
— Rosa –creí necesario sincerarme—, agradezco tus palabras. Sé que eres una mujer capaz de hacer feliz a un hombre como yo; pero sería muy aventurado que en estos momentos tomásemos una decisión precipitada. Comprendo, y te pido disculpas por ello, que he ido demasiado lejos al exclamar “¡Qué lástima que estés casada!”. Han sido unas palabras instintivas y desafortunadas que en estos momentos tristes de mi vida no he podido controlar. Lo siento. Perdóname. Tal vez más adelante, si las circunstancias nos son propicias, podamos encontrarnos.
— No te preocupes —respondió con una risita nerviosa que me dolió—. La precipitada he sido yo. Tú en estos momentos sólo eres culpable de amar con desmesura a una sombra. Te deseo una pronta felicidad —. Y colgó.
No me percaté de que el tiempo transcurrido al estar pensando con Rosa lo había aprovechado Guzmán para observarme. No obstante, tal vez abrumado por mis propios pensamientos, se me escapó una frase:
A una sombra... murmuré.
— Has dicho algo? —inquirió Guzmán, volviéndose hacia mí mientras colocaba unos pinceles en un vaso conteniendo disolvente.
— Estaba rezándole a Ingrid.
Me miró, creo que con odio, y no soltó ni una palabra. Pasados unos segundos abrió la ventana del estudio y, sin dirigirse a mí, buscando con la vista el techo, dijo:
— He abierto la ventana porque este estudio apesta a tabaco.
Era evidente que yo había fumado demasiado durante toda la noche, pero la exageración del cura me puso del peor humor posible. Estando en su casa, y por lo que me encontraba en ella, me sentía obligado a usar de toda mi paciencia para no violentarme con él. Llegué a pensar que la suya no era una actitud eclesiástica, sino que se trataba de un comportamiento rastrero. En estas consideraciones estaba cuando unos toques en la puerta de la vivienda nos sorprendieron, especialmente a Guzmán, dado lo avanzado de la noche.
— ¿Han tocado a la puerta? —pregunté.
— Calla —dijo Guzmán casi en sordina, y puso atención.
Volvieron a tocar con los nudillos.
— Padre Guzmán, soy Celia. Abra, por favor. Mi abuela está muy enferma y quiere que usted la confiese.
— Ven conmigo —me pidió mi amigo, y cambió la posición del caballete de manera que yo no pudiera ver lo que estaba pintando. La actitud de Guzmán comenzaba a preocuparme y excitaba cada vez más mi deseo de ver su obra.
Le acompañé hasta la puerta. Celia —vecina de Guzmán—, una muchacha de diecisiete años, guapa y de estilizada figura, estaba compungida. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas, y unos ojos azules y grandes ponían en su rostro un rictus de fina tristeza. Sentí que afloraba mi vena literaria. Era la suya una imagen digna de ser llevada al mundo de las letras, y así lo haría yo cuando dispusiera de tiempo para escribir. Me fijé detenidamente en su rostro para retenerlo en la memoria. No podía por menos que unirme a su dolor al recordar el mío en los momentos en que Ingrid se hallaba en el mismo trance que la abuela de la mocita.
— Esperad a que me quite esta ropa —ordenó el sacerdote de modo imperativo—. Estoy contigo en un santiamén —continuó dirigiéndose a la adolescente, y a los pocos segundos, ya con ropa adecuada a su ministerio, cerró la puerta de la casa sin dar vuelta a la llave.
Quedé acompañando a Celia en la habitación contigua a la de la anciana moribunda, mientras Guzmán atendía a la enferma. El ambiente de tristeza que nos envolvía me trajo a la memoria los angustiosos momentos junto a Ingrid, que, ante mí, pálida y trémula, la boca entreabierta y en sus ojos una mirada de abandono, me invitaban a pensar en la levedad de los instantes supremos de la existencia. Entonces pensé: Persistirá la huella de una música sin batuta directora. Poco a poco, las profundas remembranzas de Ingrid quedarán difuminadas en mi cerebro, y una brisa de añoranzas convertirá mis tardes otoñales en amorosa melancolía.
“Quiero que seas dichoso con la mujer que pueda hacerte la vida más agradable de lo que yo he sido capaz de hacértela a ti”. ¿Cómo olvidar tan generosas palabras en los instantes en que otra mujer estaba confesando sus pecados a un sacerdote? Implícito en esta recomendación de Ingrid momentos antes de fallecer estaba el reconocimiento de sus errores, pequeñas malevolencias e inevitables choques con la realidad cotidiana. El más doloroso pecado cometido por mi compañera había sido el de haberme amado más de lo que ella podía soportar. Ante palabras tan sentidas, ¿cómo tratar de oscurecerlas enfrentándolas a sus debilidades amorosas, cuando mis arrebatos sentimentales tanto daño le habían causado?
— Celia, no llores. Las lágrimas son el agua oscura que destila la impotencia. No te resistas ante la muerte. Ten en cuenta que también las estrellas perecen.
Celia seguía llorando, porque a su edad el corazón rebosa sentimientos puros. Yo también lloraba por dentro. Pero era un llanto sin lágrimas, parecido al sollozo de la tormenta seca.
“¡Fuego! Fuego! Está ardiendo la casa de don Guzmán!”.