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Se me hace costoso creer que no haya aparecido el cuadro por ningún sitio después de haberlo inspeccionado todo. Según me ha asegurado Guzmán, ha habido búsqueda exhaustiva en toda la casa. Quemarse no se ha podido quemar; eso no me lo quita nadie de la cabeza. Habrían quedado al menos los restos del bastidor, ya que el incendio no ha sido importante. Así se lo he manifestado al cura, quien ha hecho suya mi perplejidad. Él también parece estar sorprendido por la desaparición del lienzo. Este rapaz é o demo, me ha dicho en alusión al muchacho que nos ha asegurado que el cuadro está a buen recaudo en algún sitio del bungalow, aunque yo no creo que el referido joven haya mentido ni que sea un demonio. Sí que, probablemente, Guzmán y yo estemos endemoniados.

— ¿Estás seguro de haber buscado bien por todos los lugares de la casa? ¿Quieres que inspeccionemos de nuevo la vivienda? Cuatro ojos ven más que dos.

— No, Tico. No quiero terminar loco. Luego hablaré con Nino por si pudiéramos aclarar este asunto. No obstante, en caso de no aparecer el cuadro no volveré a comenzarlo. Si el fuego ha acabado con él, no debemos resistirnos a la voluntad divina. De todos modos, a Ingrid no la olvidaré jamás. En cuanto a ti, sería conveniente que dejaras el ordenador durante una temporada. El fallecimiento de Ingrid te ha afectado y deberías plantearte iniciar una nueva vida. Con Rosa, si es que os apetece y lo consideráis positivo, o enfocando tu actividad en trabajos extras que te puedan ocupar enteramente. Y ahora, te lo ruego, vete y descansa. No tardarán en estar conmigo de nuevo mis vecinos. Te llamaré en cuanto me desembarace de este enojoso asunto. ¡Hala, ve a descansar! –me insistió corroborando con encendidas palabras lo que acababan de expresar sus enrojecidos y somnolientos ojos—: Gracias, Tico. Me has hecho un gran favor que no olvidaré nunca.

— Sólo quiero que me aclares una cosa. Me has dicho muchas veces que la mirada de Ingrid no la olvidarás jamás. ¿Dónde y cuándo has podido apreciarla?

— En tus ojos algunas veces, y no siempre que lo he deseado.

La tajante determinación de Guzmán queda muy distante de parecerme lógica; no la relacionada con la mirada de mi extinta compañera, que no me ha convencido, sino todo lo demás que me ha dicho. No encaja con la seria preocupación que he advertido en su semblante momentos antes de irme a comprar los bocadillos para nuestro desayuno. ¿Cómo es posible que la desaparición del lienzo ya no le importe, e incluso que se niegue a iniciar de nuevo la pintura en caso de que el fuego la haya destruido? ¿En la media hora que he tardado en regresar a su casa se ha podido operar en él un cambio tan radical? Pero yo no debo dudar de la honestidad de un sacerdote amigo, como he hecho en otras ocasiones. Sí, en cambio, pienso que los dramáticos acontecimientos que se han producido en un solo día pueden haber sido la causa de su decisión. Nuestras fuertes desavenencias durante mis sesiones para sus pinceles, el precipitado auxilio sacramental a doña Leonor, el posterior incendio, mi confidencia sobre la aparición espectral de la anciana fallecida, y la  disputa que hemos tenido antes de ausentarme al bar para comprar nuestro desayuno pueden haber sido, en síntesis, los factores determinantes de una postura tan radical. Pero ¿y el trabajo realizado? ¿Y el enorme sacrificio que hemos hecho? ¿No cuenta en su ánimo todo ello? Si lo que Guzmán pretende es ayudarme a borrar de mi mente las ideas obsesivas en torno a Ingrid, no va bien encaminado. Yo, desde luego, no deseo enzarzarme con él en una nueva discusión. Pero tampoco estoy dispuesto a permitir actitudes paternales ni resoluciones unipersonales. En consecuencia, me he sentido forzado a defender con energía mi postura.

— Eres libre de proceder como te plazca; pero has de tener en cuenta que mi tranquilidad depende de ti. El cuadro debe aparecer, porque no tiene alas. Le has dicho a Nino que estaba casi acabado; hemos buscado el lienzo desesperadamente y ahora, de repente, me recomiendas que olvide lo que para mí supone el inicio de una nueva etapa de mi vida. Hace un par de días que no se muestra en la pantalla de mi ordenador la mirada de Ingrid. ¿Crees  que puedo acomodarme con tanta facilidad a la pérdida de un estímulo tan importante? No, amigo mío. El cuadro tiene que aparecer o de lo contrario sacrificaré la vida que me resta en encontrar la manera de que el mayor estímulo que me llega de Ingrid me acompañe aunque sea un solo minuto, antes de irme con ella a su paraíso o a su infierno. No quiero marcharme de tu casa sin decirte estas cosas. Tú eres sacerdote, ¿no es así? Pues quédate con tu conciencia porque yo me voy con la mía, que la tengo muy limpia.

Al disponerse Guzmán a contestarme, le he dicho adiós con un portazo.

 

He preferido tumbarme en la cama, a oscuras. Vestido, pero descalzo; despierto, pero con los párpados entornados. Pienso en Guzmán y en su actitud indiferente ante mi  preocupación. Ya dudo de su honestidad y de que asuma su obligación sacerdotal del modo más conveniente. ¡Cómo le aborrezco! ¡Con qué fuerza maldigo el día en que le conocí! Estoy pensando en voz alta. Sí, en voz alta, como si mis pensamientos fuesen sonoridades clamando venganza a gritos. Veo su iglesia ardiendo y a él dentro, en el altar mayor, elevando el cáliz donde mi sangre envenenada le sirve de bebida espiritosa que lo embriaga de felicidad demoníaca. El odio no es malo ni bueno. Es, como la espuma cabalgando sobre las olas del mar, una manifestación más de la vida. Él también me odia. Lo he visto en su rostro cada vez que les ha exigido a mis ojos más veracidad, mayor esfuerzo para sentirme dolor de Ingrid, agonía de Ingrid, alma atormentada de Ingrid… ¿Para qué, tío falso?, ¿para robarme la intimidad de mis más hondos sentimientos y poder así adentrarte en mi refugio, donde reposa el espíritu de la mujer que más he amado? Sin piedad ni respeto por los secretos del alma, ¡así te mueras abrasado en la hoguera de mis rotas ilusiones!, Ingrid la parte de mi todo mutilado. ¡Cómo te odio! Sin temor a pecar. Pecar es anestesiar a los demonios que nos vivifican, maniatarlos con el cordón de la hipocresía. Eso es la vida del ser pensante: ¡hipocresía! Yo la amaba y la amo y tú también, maestro de nociones recónditas infernales. La amas sin haberla conocido, porque has visto en mis ojos sus pechos enhiestos, sus muslos nacarados y el pubis que hubieras deseado besar como besas a la impura virgen de tus hueras fantasías, ¡cómo te odio! Y aún quieres quedarte con el cuadro desde donde Ingrid me mira. 

Así pienso y siento en el mutismo de esta mañana lluviosa, en duro contraste con el religioso murmullo de la hojarasca en el pequeño jardín de mis ensueños. De esta lluviosa mañana impulsada por la brisa que denuncia las perversas intenciones que se me han acumulado en la mente. Sin embargo, hay instantes en que la duda le pone freno a mi  imaginación desbocada. No es posible que Guzmán se adueñe de un cuadro que, aun habiéndolo pintado él, me pertenece por entero. Porque ni siquiera pidiéndome que pose de nuevo para tener un cuadro cada uno, se lo voy a permitir. Ingrid representa para mí el fuego de un intenso amor, la fuerza del destino uniendo en cada beso las intimidades que ella y yo acariciábamos en nuestros sueños. Eran dos mundos divergentes aunados en una vida común cuajada de gozos y desventuras. Algo que no puede ser profanado por ningún artista. ¿Cómo voy a consentir que el adiós definitivo de mi compañera le sirva a un cura, a un pintor o al mismísimo Dios de  placentera contemplación? ¿No fue el propio Guzmán quien se me ofreció de manera voluntaria, como asistencia para mi restablecimiento psíquico? ¿Quería ayudarme? ¿Necesitaba valerse de mí para conseguir sus logros, sabe Dios cuáles?

Duda tras duda y certeza tras convicción, el tiempo transcurre sin que el cansancio me permita conciliar el sueño que necesito. Recuerdo con insistencia las palabras de Guzmán en los momentos que me apremiaba: “No especules y concéntrate en ella. Ingrid es lo que nos importa”, como si el agotamiento que se había adueñado de mi cuerpo y de mi espíritu no fuese el más valioso tributo con que yo podía corresponder al amor que Ingrid me había profesado. Bien es cierto —y aquellas momentáneas desviaciones me herían en lo más profundo del alma— que, de improviso y sin invocar los recuerdos, la imagen de Rosa, sus besos de novia seducida y sus palabras apasionadas difuminaban un tanto la Imagen de Ingrid. Su última mirada, ¡Dios mío! ¡Su último flujo anímico pidiéndome perdón por su infidelidad! ¿Pero qué podía hacer yo si mi voluntad estaba siendo arrollada por las insolentes remembranzas de un pasado que bullía en mi subconsciente? Cada vez que esto ocurría, por más resistencia que le opusiera a la intromisión de los recuerdos en mi mente, éstos, burlándose de mis esfuerzos por contenerlos, acababan invadiéndome. Guzmán me notaba en los ojos mi desconexión como si se tratase de una herejía, y sus censuras me dañaban como dardos ponzoñosos. Él no podía entender a un hombre enamorado, a un ser en cuyo corazón no existían compartimentos estancos, sino la evidente capilaridad amorosa, la ósmosis sentimental recibiendo y difundiendo el aroma sensitivo de la pasión.

Yo tenía el convencimiento de que Guzmán se estaba enamorando de Ingrid. Según él, no llegó a conocerla ni en fotografía; pero a través de mis ojos la ha estado viendo, aureolada de sedas conchales. En cierto momento estuve a punto de confesarle esa impresión mía. Sin disimulos ni fingimientos: como vulgarmente se dice, a cara de perro. Pero logré contenerme. ¿Enamorarse de una sombra? Sí, de una sombra. ¿No es a veces la fantasía la sombra de una realidad soñada? Un religioso permanece siendo hombre mientras vive, aunque dedique todo su tiempo a engañar a su naturaleza masculina espiritualizando los deseos naturales que lo animan.  

Estoy cansado y quiero dormir, pero no puedo. Cuando cierro los ojos se me despierta el odio; cuando los abro, se me cierran las puertas de la esperanza y la inteligencia me exige el  dominio de mis impulsos agresivos. Algún día me maldecirás, le dijo Alba a Fermín. Yo he comprendido el porqué de aquella sentencia presagio: Alba estaba deseando al macho que detestaba. Pero Fermín no podía comportarse como un macho con una mujer enferma, ni creo que en su ánimo pesara el concepto de supremacía del hombre respecto de la mujer. Por eso mismo lo engañó con un joven tan quebrantado como ella.

— Tico, puedo asegurarte que no he maldecido a Alba ni la maldeciré nunca —me dijo el viejo comunista en cierta ocasión—. Sí, por contra, me he maldecido a mí mismo por haberme comportado con ella de manera permisiva. ¿Qué otra cosa podía hacer cuando estoy hecho de pasta sentimental?

Yo, tal como Fermín no ha maldecido a Alba, creo no haber maldecido a nadie hasta conocer a Guzmán. Precisamente cuando pienso que mi amigo el cura está traicionando mi confianza. Aunque bien mirado, en el amor no se debe hablar de traición sino de engaño. ¿Cómo voy a esperar de un amigo su lealtad en este aspecto? Ni siendo un santo. Tampoco de mi nueva pareja, si alguna vez vuelvo a tenerla, debo esperar prodigio alguno. Porque el amor va íntimamente unido al sexo cuando se presenta, por lo regular de improviso, a modo de una inocente expresión melancólica. “Qué delicada es esta mujercita, tan recatada y tan ingenua!”, o las improvisadas palabras que nos disparan el relé de los sueños. ¿Quién es el mortal que puede sustraerse a los encantos naturales y pensar en fidelidades, en promesas o en los casi olvidados besos junto a un carvallo centenario? Pero de un cura, de un cura joven a quien su compresivo Dios no le impide enamorarse de la misma luz que a mí me alumbra, ¿qué puedo esperar?

Se me cierran los ojos. El cuadro tiene que aparecer y sé que aparecerá.