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Tenía yo veinticuatro años cuando llegué a Lugo, dispuesto a buscar en la catedral las posibles coincidencias que pudieran existir entre el sueño que tuve siendo universitario y la realidad. El sueño al que me refiero me ha estado persiguiendo de manera obsesiva desde la desdichada noche en que lo tuve. Nunca podré borrar de mi memoria las imágenes ni las palabras de la espectral señora que emergió de mis profundidades oníricas.
Se trataba de una anciana, al parecer de ilustre ascendencia. Con posterioridad, pude verificar que se trataba de una dama rica vinculada al absolutismo más feroz. Iba a encontrar su definitivo reposo en la casa del Señor. Al pie del presbiterio, honrada por sacerdotes, obispos y miembros del cabildo, la difunta, ocupando un féretro negro de rica talla, iba a ser inhumada al finalizar el solemne acto litúrgico. Su entierro fue coronado con el boato que la Iglesia reserva en sus exequias a las personalidades defensoras de la fe. La ilustrísima señora, doña Cayetana Cueto y Ovide de Bustamante, benefactora catedralicia, gozaba en vida del respeto y la admiración clericales. Y de no menos deferencia, según se desprendía de las laudatorias palabras del mitrado titular de la diócesis, de las autoridades civiles y del pueblo en general.
El templo olía a incienso y a cera, provenientes de las emanaciones de los ambleos y blandones sostenidos por artísticos candeleros y de las mil velas encendidas que iluminaban con místico relumbre el altar mayor y las hornacinas, donde vírgenes y santos dignificaban los muros. Fue aquél un sueño en el que se conjugaban el dolor y la angustia con los tristes acordes del órgano y los soporíferos aromas catedralicios en la concelebrada misa de corpore insepulto. Quería gritar y no podía. Como si una mano gélida estuviese oprimiéndome la garganta, sentía que la asfixia iba consumiendo mis últimas fuerzas. Consciente de la pesadilla que me estaba agobiando, notaba que el corazón —acelerado durante gran parte del sueño a ritmo de taquicardia— iba reduciendo sus impulsos hasta quedar casi paralizado. “Me estoy muriendo”, pensaba angustiado, aunque al momento la razón me decía que se trataba de un mal sueño. Al elevar la cabeza en un desesperado intento por aspirar el aire que me faltaba, vi que de la cúpula colgaba un largo cordón negro que sostenía una horrible calavera. De sus vacías cuencas crecían con rapidez siete cabellos que un viento caliente iba aproximándolos a mí. Entonces creí escuchar mi propio grito desesperado. Sólo cuando mi madre logró despertarme, después de haber movido la almohada donde mi cabeza se agitaba, pude respirar a gusto.
— ¡Hijo, qué susto me he llevado! ¡Por Dios, qué grito tan espantoso! ¿Qué has estado soñando?
Debió ser un alarido el que despertó a mi madre desde la habitación contigua a la mía, donde ella descansaba.
A grandes rasgos, le referí mi pesadilla. Lo que me había impresionado hasta el extremo de sentirme víctima del más acusado terror, no fue el ambiente tétrico que se respiraba en el templo, ni el aspecto angustiado de la difunta cuando, destapando el ataúd, se dirigió a mí. Yo estaba sentado en un banco sin que el resto de fieles y clero, atentos a las honras fúnebres, apreciasen la extraña anomalía que estaban viendo mis ojos. Ante dicha imagen sentí pena, pero no miedo. El motivo de mi espanto estribaba en que del cuello de la finada pendía, sujeto por un cordón negro, un escapulario grande, de dimensiones desacostumbradas, en el que estaban bordados en rojo unos símbolos y una cifra que olvidé al despertar.
La anciana difunta me mostraba con insistencia el colgante por la parte bordada en rojo, y luego lo apretaba contra su pecho al tiempo que por sus mejillas se deslizaban abundantes lágrimas. Era como si me estuviese pidiendo que la ayudara en el largo y triste viaje que comenzaba a emprender. “¡Ayúdame!”, parecía suplicarme una y otra vez, mientras los clérigos, entonando sus responsos, ignoraban que doña Cayetana Cueto y Ovide de Bustamante se hallaba en angustioso trance, al tiempo que su espectral figura sostenía el peso de la muerte. Me lo decían los gestos, con la infinita tristeza de una flor mustia; desmarrida la anciana, denso el ambiente catedralicio por el lastre de las tristes sensaciones. La mirada afligida –ya las cuencas de sus ojos llenas de animación—, unida al misterioso simbolismo del escapulario, me intrigaron. Era una expresión de belleza mortificante, como si los versos de una elegía angelical velaran los deseos incumplidos de la señora que acababa de entregar su alma a Dios.
¿Qué tenía esa ingrávida figura oferente, que me mostraba desde los idílicos campos de mis recuerdos la flor de su melancolía? ¿Por qué ante el flujo de sus místicos ojos, mi terror adquiría tales proporciones? Sin embargo, en vez de rehuir el encuentro de sus pupilas, a medida que iba aumentando mi pavor, me sentía más inclinado a resistir la fuerza que me pedía auxilio con la insistencia del náufrago.
— ¿En qué puedo ayudarla? —pregunté al espectro, no sin que todo mi cuerpo sufriera una fuerte convulsión.
No hubo respuesta. Sólo un halo difundiendo tristeza, al tiempo que el órgano iniciaba un estallido de notas melancólicas. Después, silencio. Y luego, junto a mí, mi madre.
Me sentí mal durante varios días. No se me iba de la cabeza aquella extraña pesadilla, ni la muda petición de ayuda de la anciana señora. ¿Pedía socorro para ella en su tránsito hacia la oscuridad total? ¿Me estaba advirtiendo de algo grave sobre mi futuro?
Por la noche dejaba encendida la luz de mi habitación, temiendo quedar traspuesto por si volvía a repetirse el mal sueño.
No había transcurrido mucho tiempo cuando, después de fallecer mi compañera, insistí en desentrañar el enigma que encerraba el escapulario de aquel antiguo sueño. Pero esta historia, aunque estrechamente vinculada a mi vida con Ingrid, debe seguir su curso narrativo. Son dos episodios cuyo paralelismo no conviene mezclar. Aunque los símbolos que estaban bordados en el escapulario de doña Cayetana hubiesen estado dirigidos a Ingrid, no hubiera podido ésta evitar su temprana desaparición. Tampoco en mi alma habría quedado una marca difícil de borrar. No una marca cualquiera, como las huellas que me han dejado algunos amores frustrados, amistades perdidas y muertes definitivas de enquistados apegos, sino la herida producida por una mala conciencia salpicada de bellos recuerdos.
Tan pronto como puse los pies en Lugo después de haberme instalado en una pensión, me dirigí a la catedral. Todavía era temprano y coincidí con el inicio de una misa oficiada en el altar mayor. Era lunes y había poca gente en el templo. Sólo unos cuantos hombres y un par de decenas de mujeres. Unos y otras quedaban dispersos por los bancos y atendían al sacerdote que, de cara a los fieles, ejercía su ministerio. Como ese tipo de liturgia no me interesaba, lejos de fijarme en los ornamentos sagrados del oficiante y del altar, centré mi atención de manera especial en la piedra como base arquitectónica del templo, y en la ubicación de los nichos y lápidas esparcidos por muros, capillas y por el suelo.
Anduve por las naves tratando de no llamar la atención, desde donde pude contemplar las bóvedas de crucería, los arcos apuntados de sobrio aspecto, los fustes coronados por capiteles y los sencillos motivos geométricos que recorren los muros por debajo de las vidrieras. Bella decoración de columnas sustentando un frontón semicircular partido, todo ello guardando una hermosa disposición rítmica. Como no quería que se me escapase ningún detalle que pudiera servir para mi investigación, me proveí de un pequeño bloc donde iba anotando con disimulo los nombres y las fechas grabados sobre las lápidas y los nichos que iba encontrando a mi paso. Lo hacía poniendo el máximo cuidado en no ser advertido, puesto que desconocía cuántas visitas tendría que seguir realizando al templo y no era conveniente levantar sospechas. Además, sentía un respetuoso temor cada vez que cruzaba por mi mente la idea que había decidido poner en práctica. Era muy arriesgado lo que pensaba hacer, sin otros apoyos que mi ingenio y valentía, si es que finalmente el miedo no me traicionaba, en cuyo caso me vería obligado a desistir de mi empeño. Pensé que sería más efectivo proceder organizadamente, siguiendo los pasos trazados en un plan bien meditado. De poco podía servir tomar notas sin antes conocer la catedral con todo detalle, como asimismo, al tratarse de un monumento histórico de importancia, si había vigilancia diurna y nocturna, alarmas y demás sistemas preventivos. También, al estar la Custodia expuesta de manera permanente, ignoraba si los miembros de la Adoración Nocturna tenían establecido algún servicio. Guardé el bloc y el bolígrafo y dediqué mi tiempo a observar y a esperar que los grupos de turistas hicieran su aparición para aprovecharme de esa circunstancia.
Me senté en la esquina de un banco que estaba en línea con otro, separado por el pasillo de la nave central, donde se hallaba sentada una joven que, al parecer, acompañaba a una anciana. Parecía más bien alta, de pelo negro y ojos grandes y expresivos. No era el suyo un rostro muy agraciado, aunque sí atractivo. Lo que más me llamó la atención fue su aspecto melancólico y una faz en la que se advertía una marcada distinción. Yo estaba deseando que las exigencias del ritual religioso obligaran a los fieles a ponerse en pie. Deseaba ver a la muchacha, aunque fuese de perfil, levantada del asiento, lo que no tardó en suceder.
No me había equivocado al estimar su estatura; pero me había quedado corto cuando, estando sentada, consideré su armonía corporal. Me fijé en ella con disimulo. Debió de notar en mis ojos el impacto que me causó su presencia ya que giró la cara en dirección a su acompañante, posiblemente para disimular la sonrisa que yo hubiese querido descubrir. Sin embargo, esa actitud suya me hizo concebir la esperanza de volver a tropezarme con ella en la iglesia. Estimé que en su comportamiento hacia mí no cabía ninguna clase de rechazo, y que si había torcido la cabeza había sido para que yo no la viese sonreír. Si no me froté las manos de gozo fue por hallarme donde estaba obligado a guardar absoluto respeto.
Había accedido al templo un grupo de turistas cuando el sacerdote elevaba el cáliz. Estábamos ante el sacramento consumativo, y por un momento dudé entre unirme a los visitantes o quedarme donde estaba. Mi objetivo era investigar, puesto que no me había desplazado a Lugo para ningún otro fin. Finalmente creí preferible seguir a la muchacha cuando concluyera la misa para tratar de averiguar dónde vivía. Más tarde, aunque hubiera perdido un poco de tiempo, tendría ocasión de iniciar de manera seria mi trabajo. De haber elegido sumarme al conjunto de los turistas que acababan de entrar, habría estado mucho más pendiente de la chica que de mis observaciones, lo que hubiera resultado inútil para mi trabajo ya que era posible que no volviese a verla en lo que restara de mi estancia en Lugo. Estaba convencido de que esa mujer iba a aceptar mi amistad. El corazón me latía con fuerza. Era aquélla una intuición que me tenía prendido de una manera total. Volví a fijarme en su cara, y otra vez nuestros ojos se cruzaron en un instante de incontrolado afecto. Fue como un flash. Un relámpago dejando en su destello un sencillo y claro mensaje. Yo no sabía explicarme qué era lo que, de improviso, tras ese encuentro, estaba sintiendo. Mi aturdimiento aumentaba. Era una impresión poderosa que me dejaba incapacitado para razonar. Por un momento me vino a la memoria la imagen de Rosa, a la que no presté la menor atención pese a que en el tren, durante casi toda la noche de mi viaje a Galicia, me estuvo atormentando su recuerdo.
Después de haber pasado por dos trances amorosos de honda repercusión sentimental, estoy convencido de que en el enamoramiento se paga un alto tributo a la vida, precisamente por sentir las más profundas emociones. A veces, gratas; en ocasiones, las más, inquietantes. Y cuando, con el paso del tiempo, dejamos de sufrir y el desamor se ha convertido en un recuerdo desagradable, nos damos cuenta de lo necios que éramos en los instantes de creernos unos seres privilegiados porque habíamos podido conseguir un beso.
Cuando terminó la misa, tal como tenía decidido, seguí a la chica a prudente distancia, camuflándome entre los transeúntes con el fin de no ser sorprendido en el caso de que ella volviera la vista. Menos mal que he tomado la precaución de ocultarme entre la gente, pensé. Pero antes de entrar en el portal de la que supuse que era su casa, ella miró hacia atrás. Creí que no me había visto, pero estaba en un error.
De nuevo en la catedral, aproveché que un cicerone eclesiástico comenzaba a explicar a un grupo de visitantes andaluces la historia del templo. Estábamos próximos a la imagen de la Virgen de los Ojos Grandes, emplazada en el centro de la girola, en un barroco camarín baldaquino ricamente decorado. Aunque lo que el sacerdote estaba informando lo podía saber leyendo la guía lucense y un libro monográfico que compré, permanecí atento a los detalles que me pudieran servir para mi investigación. Explicaba el guía que A Virxen dos Ollos Grandes (comenzó a sonreír cuando expresó el santo nombre mariano en gallego) había sido adorada por reyes, nobleza y pueblo, aunque bajo distintas advocaciones. “Los milagros y prodigios que se le atribuyen lejanos, tienen su arranque en la proyección literaria del libro de los Loores et milagros de Nuestra Señora, de Alfonso X El Sabio. Han ido transcurriendo los siglos y aún hoy se la venera con auténtica devoción. Pero esto lo explicaré mejor in situ”.
¡Valiente murga!, pensé, al tiempo que en tono burlón comenté a sovoz a una joven que estaba junto a mí: “Este cura quiere hacer competir a la patrona de Lugo con la Virgen del Rocío”. La chica, que resultó ser una sevillana con el donaire propio de las gentes de su tierra, después de mirarme de una manera atrevida por lo burlona, interrumpió en voz alta las aclaraciones del sacerdote para exclamar en tono jocoso, con las manos apoyadas en las caderas y señalándome con un ademán:
— Señor cura, éste dice que usted ha dicho que la Virgen de los Ojos Grandes es más guapa que la Virgen del Rocío, y eso, señor cura, no lo puedo consentir.
La hubiese matado. Toda la atención del grupo se concentró en mi persona. Menos mal que el sacerdote (joven y de aspecto inteligente), viéndome apurado y comprendiendo que en aquellos momentos yo hubiese dado diez duros por un rincón, siguió la broma de la muchacha, rematando el comentario con estas palabras:
— En algo tiene razón el joven. Yo no he dicho que a Virxen dos Ollos Grandes sea la más guapa de todas las Vírgenes, aunque reconozco que lo he pensado.
Debo decir que el talante andaluz tiene los dones sabrosos de la respetuosa alegría y la templanza; o por lo menos así lo entendí en aquella, para mí, embarazosa situación. Unos haciéndole a nuestro guía un discreto corte de manga, otras poniéndose en jarras y los demás simulando pedorretas y otros gestos similares, nadie osó elevar el tono. Sólo una mujer de aspecto agitanado, simpática y elocuente, se atrevió a decir en tono moderado y risueño, dirigiéndose al nutrido grupo:
— Chicos, venirzu con ésta ande yo diga —señalando la girola— que le vamo a cantá a la Virgen de los Ojos Grandes, a ver si se arranca por sevillanas como la nuestra del Rocío.
— Retiro la palabra —terció el eclesiástico con aspecto risueño—. Me rindo —y añadió, imitando el lenguaje de la gitana—: Ahora, venirzu ande yo diga: al ábside. Voy a referiros sin muchas palabras, ante a Virxen dos Ollos Grandes, lo que la madre de Dios, sea venerada por los andaluces o por los gallegos, es capaz de hacer en favor de la fraternidad. Seguidme, por favor.
— Me las pagarás. ¡Ya lo creo que me las pagarás! —amenacé sonriente a la chica que me había puesto en tan serio apuro—. Por éstas —le hice la cruz con los dedos, que besé con fuerza y sonoridad. Ella, por toda respuesta y para mi sorpresa (porque era la primera vez que nos veíamos), se cogió de mi brazo y, sin decirnos nada pero mirándonos como si fuéramos dos buenos amigos desenfadados, en unos segundos rodeamos la girola hasta reagruparnos en el ábside. De este modo, con alegría y atentos a las explicaciones del guía, recorrimos la catedral.
Pese a las insistentes preguntas y observaciones que me hacía la jocosa andaluza, me iba fijando en lo que más me interesaba: los nombres que había grabados en las lápidas de las tumbas y nichos. No vi, como sucede en otras catedrales españolas y extranjeras, ostentosas sepulturas. Sólo el sarcófago de un obispo lucense destacaba sobre los demás sepulcros. Estaba situado debajo de un arco formero. También, junto al altar de San Antonio, pude contemplar el arcosolio donde descansaba un notable personaje representativo de la corte de los Reyes Católicos. Sin embargo, aun poniendo en ello todo mi interés, no acerté a ver ningún grabado funerario identificativo de mujer. Luego vi en el suelo del claustro, donde unos albañiles trabajaban en obras de reparación, más de una veintena de sepulcros de mármol blanco en los que reposan obispos, canónigos y otras dignidades eclesiásticas. Sin embargo, o no me fijé lo suficiente o todas las inscripciones hacían referencia a personajes masculinos.
Me sentí desalentado. Tal vez el ensueño que tuve años atrás en Valencia estuviese contaminado por algunas aportaciones de mis estados de somnolencia. En efecto, es raro el día en que no imagino sucesos y escenas mientras, estando semidormido, las fantasías me asaltan el cerebro. No obstante, había algo en el ambiente capaz de hacerme sentir optimista: una extraña intuición me obligaba a seguir buscando y a no desfallecer. Presentía que de un momento a otro iba a encontrar la pista segura que me llevaría a desentrañar el enigma creado por mi mente; pero instantes después la razón se impuso al sexto sentido. Qué situación tan contradictoria. El desencanto y la esperanza colisionaban cada vez con más fuerza hasta dejarme sumido en la desorientación. A todo esto, tratando a cada segundo de disimular ante Merce –que así dijo llamarse la amable sevillana— mi desconcierto por no haberlo conseguido.
— A ti te sucede algo –me dijo de improviso la amable sevillana, mientras clavaba sus grandes ojos en los míos—.Pareces estar ansioso. Tal vez mi comportamiento no sea en estos momentos el que necesitas. No sé. Me tienes intrigada. Si te desagrada mi compañía dímelo, por favor,
¿Cómo iba a desagradarme la compañía de una mujer joven y bella, simpática y culta, que con desenvoltura y afecto me estaba ayudando en aquellos momentos sin ella saberlo? Bien cierto era que también, al ignorar el motivo de mi agitación, interrumpía bastante a menudo mis reflexiones. Sólo cuando nuestro guía nos explicaba algún detalle sobre el origen de las imágenes que reposaban en las hornacinas y en las capillas, o cuando hacía referencia a las fechas de la construcción de la catedral, a los maestros albañiles que la habían levantado y a otros datos de interés histórico y artístico, podía aprovechar para entregarme a mis pensamientos sin que nadie me interrumpiera. Por lo demás, lejos de molestarme, me servía de apoyo para atemperar mi estado de ánimo inseguro.
—¡Qué cosas dices! Tu compañía es lo que necesito. Eres maravillosa. Lejos de disgustarme, el sólo hecho de verte me fascina –le solté con la inmediatez más determinante.
— En estos momentos no me valen los halagos, que te agradezco. Lo que quiero que me digas es qué te está sucediendo. Vamos, si es que mi pregunta no peca de indiscreta —me replicó con una tierna sonrisa.
—Ayer llegué a Lugo después de un largo viaje y no he podido pegar ojo en toda la noche. Estoy algo cansado –le respondí como pretexto. Pero, aunque nada dijo sobre el particular, supe que no se creyó lo que yo le acababa de comentar.
Nuestro guía nos condujo al claustro. En ese lugar pudimos contemplar algunas tumbas perfectamente ordenadas en el suelo. Se me ocurrió entonces preguntar al cicerone si había enterrada alguna mujer en el templo; pero no me atreví a tanto porque temí, creo que sin fundamento, que se fijara en mí demasiado.
Nada más pisar el atrio, tuve una extraña sensación que no supe a qué atribuir.
— ¿Qué te pasa, te veo como ausente, te encuentras bien? —volvió a insistir Merce.
Al volver la cara hacia ella para contestarle, tropecé con un montón de arena destinada a las obras ya referidas y caí sobre él. Me incorporé con rapidez, aunque no pude evitar algunos gestos de sorpresa, incluido el del sacerdote que nos acompañaba.
— No ha sido nada —me disculpé—. Sólo un desafortunado tropezón, y sonreí para disimular mi enojo y turbación. Mientras hablaba, Merce iba sacudiendo la arena que había quedado adherida a mi chaqueta, al tiempo que yo hacía lo propio con el pantalón. Pero sí que había sucedido algo que yo no lograba explicarme, porque al caer sobre la arena olí a muerte. Como cuando exhuman un cadáver que ha estado largos años sepultado. Un olor que volvería a percibir tiempo después, la noche en que intenté desvelar una parte importante del enigma que me había propuesto resolver—. Hay mal olor aquí —le apunté a Merce al oído—. ¿No lo notas tú también?
— Pues no. Huelo a cera y a incienso. También a iglesia y a enojo divino.
— ¿Has dicho que hueles a enojo divino? —recalqué la frase, sorprendido.
— Sí. Dios está enfadado con la inmensa mayoría de los humanos. La tierra está plagada de templos para honrarle y, sin embargo, cada día hay más destrucción, dolor y sufrimiento, injusticia y muerte. La patrona de Lugo tiene los ojos grandes no porque se sienta gratamente sorprendida ante la inmensa devoción que le profesa su pueblo, sino por angustia. ¿No te das cuenta de que su rostro no es alegre?
— ¿No será que el escultor que la construyó estaba triste en aquellos momentos? ¿De quién es esa imagen?
— Al parecer, se desconoce la autoría. Unos dicen que su origen se remonta al siglo XII y otros que al XV. Es una bella escultura de piedra policromada. ¿Te gusta?
Me extrañó la detallada explicación de Merce. ¿Cómo conocía esos datos sin habernos dado cuenta de ellos nuestro guía? Desde luego, por la manera de expresarse y por la pronta asimilación de los comentarios del sacerdote, parecía una mujer culta. Con esa muchacha iba yo de sorpresa en sorpresa. Desenvuelta sin llegar al descaro, dinámica, alegre, simpática y algo atrevida, se me antojaba una mujer interesante. No menos me sorprendía, entremezclados con sus dones naturales, la elegancia de sus gestos, ademanes e, incluso, visajes de intencionada comicidad. Esta chica es una joya, pensé con satisfacción. No es fácil encontrar a una mujer tan especial.
— Me gustas tú —le respondí de manera espontánea, convencido de que me dedicaría la sonrisa que estaba deseando con auténtica ansiedad.
— Estamos en una catedral. ¿No te has percatado de ello?
La censura de Merce me pilló por sorpresa y me sentí molesto. Ella notó mi enfado, aunque no hizo ademán alguno para suavizar la tensión que había generado con sus palabras. Las pronunció con evidente propósito recriminatorio y, aunque pensé que se había excedido, no me atreví a responderle para evitar un serio enfrentamiento. ¿Acaso ella no se había propasado conmigo cuando, aunque de broma, había mentido al cura alterando maliciosamente el sentido de mis palabras y provocando con ello que el grupo se divirtiese a mi costa? Estábamos al pie del altar mayor y no, como ahora, en el claustro. Pensé en esos momentos que una mujer puede permitirse las impertinencias que le plazcan sin que su actitud provoque en los hombres reacciones destempladas.
Merce, haciendo caso omiso de mi estado de ánimo, siguió al grupo capitaneado por el sacerdote, mientras yo permanecí durante unos segundos donde estaba. Luego, sin prisas, me dirigí a la capilla de San Froilán para tomar unas notas que me interesaban. Al pasar junto al montón de arena donde hacía unos instantes había notado un tufo a muerte, me detuve. Volví a percibir el mismo olor: una emanación casi idéntica a la que inhalé cierta mañana cuando desenterraron a uno de mis parientes que desde hacía diez años reposaba bajo tierra. Sin embargo, no vi por allí ninguna tumba, lápida o nicho. Miré en todas las direcciones. No había nadie. El grupo estaba bastante distanciado atendiendo a su cicerone, junto a la puerta de acceso al claustro. Cogí un puñado de arena y la olí. Hedía. La arrojé de inmediato al montón y me alejé en dirección a la capilla del santo patrón de Lugo.
Terminados mis apuntes y ya con ánimo de marcharme, permanecí por unos instantes en la capilla absidal, donde se encuentra la imagen de Nuestra Señora de la Esperanza. Fue entonces cuando, sin haberme percatado de ninguna presencia humana, noté unos toquecitos en el hombro. Como supuse que era Merce la que estaba a mis espaldas, no hice caso y seguí tomando notas sin volver la cabeza. Quería darle a entender mi indiferencia, sin percatarme de que con mi actitud le podría demostrar enfado. Pero cuando volví a sentir en el hombro el mismo toqueteo, me volví. No era Merce sino un anciano sacerdote vestido con sotana. Quedé un tanto perplejo. El reverendo tenía el rostro macilento y afilado, los ojos hundidos y unas acusadas ojeras que le daban un aspecto sombrío.
— Discúlpame —se excusó—. Te veo bastante interesado tomando apuntes y he pensado que eres estudiante. ¿Te puedo ayudar en algo?
— Gracias. Acabo de terminar la carrera de Magisterio y estoy documentándome sobre los aspectos más sobresalientes de las catedrales —disimulé con una falsedad mis verdaderas intenciones.
— En esta catedral no encontrarás construcciones funerarias ostentosas. Esta mañana te he visto tomar notas en la capilla del Eccehomo, junto a la lauda de Pedro Dacal y de su mujer, Catalina de Apena. ¿Te interesan los sepulcros? Si es así puedo informarte sobre una pieza funeraria de importancia arqueológica que está ubicada en la capilla de San Froilán.
¿En la capilla de San Froilán?, pensé. Luego sí que hay mujeres enterradas es este templo. ¿Cómo ha sido posible tal despiste por mi parte? Acababa de estar allí y no me había percatado de que existía ese importante sepulcro. Era un detalle más a tener en cuenta. Aunque las lápidas estuviesen grabadas en latín, me impuse la obligación de estar atento a la lectura de los nombres y a la localización de cualquier tumba. ¡En la capilla de San Froilán, y yo sin enterarme!
La expresión del sacerdote era escrutadora y penetrante. Parecía como si el flujo de sus ojos quisiera penetrarme el cerebro para escudriñar mis pensamientos. Me había visto tomando notas en la capilla del Eccehomo. También me puso en guardia su advertencia de que no encontraría construcciones funerarias ostentosas. ¿Por qué se había dirigido a mí para decirme esas cosas, tomándose la libertad de tocar en mi hombro en dos ocasiones para hacerse notar? ¿Se trataba de que pretendía ayudarme creyéndome un estudiante? ¿Le había llamado la atención mi interés en tomar notas? ¿Abrigaría alguna sospecha a causa de mi conducta? Su comportamiento me estaba preocupando.
— No son los sepulcros lo que más me interesa, sino las tallas, las leyendas y los detalles artísticos de las diferentes construcciones. También me fascinan las técnicas arquitectónicas románicas y góticas. Quisiera documentarme sobre el período de transición entre ambas épocas. Me encanta la Historia del Arte, aunque debo confesar que no he estudiado con rigor tal disciplina.
— En concreto, ¿te interesa conocer algún detalle que yo te pueda explicar? —me preguntó clavando sus ojos en los míos y haciéndome temblar. Ese talante autoritario y a la vez educado, me repelía y atraía con igual intensidad. Era como si me estuviese preguntando, con ternura y rigor: ¿Qué estás buscando en este templo?
Dudé unos instantes, pero me repuse rápidamente y le dije que me gustaría saber el porqué de la diferencia lineal entre los intercolumnios románicos y góticos.
No pareció convencerle mi respuesta, y sonrió.
— ¿No crees preferible, aunque acabes de decirme que no es lo que más te interesa, investigar de momento sobre los sepulcros? —.Y acto seguido, ofreciéndome la mano, añadió—: Se me hace tarde. Creo que volverás por aquí en más de una ocasión. Soy canónigo lectoral, aunque no de esta catedral. Con menos premura que ahora te explicaré si lo deseas, aunque no creo que te haga falta porque presumo que ya sabes algo al respecto, por qué las distancias entre las columnas eran diferentes en la época románica respecto a la gótica. Estreché su mano y nos despedimos.
Cuando salí del templo vi a Merce, que me estaba esperando en la puerta principal. Con un tono de voz condescendiente que me hizo sentir peor de lo que estaba, me preguntó si se me había pasado el enfado. En otro estado de ánimo la hubiese enviado a paseo; pero me sentía necesitado de compañía y, aunque poniendo cara de perro, le mentí diciendo que pasaba de sus arrebatos de mujer mimada. Quizá fuese que a plena luz del día su aspecto de mujer... ¿Cómo decir lo que me pareció en esos momentos? Estaba preciosa. Eso es todo. Bien. El caso es que de pronto su belleza eclipsó mi mal humor y, sin más, cogiéndole una mano, le propuse:
— Te invito a un blanco de Valdeorras (la primera idea que me vino a la cabeza, coincidente con mis ganas de saborear uno de los más ricos vinos gallegos, por cierto bastante adulterado en más de un bar).
Merce aceptó y, aunque su decisión me alegró bastante, mis sentimientos contradictorios no me permitían gozar plenamente de su grata compañía. Se daba la circunstancia de que la joven con la que por la mañana tuve en misa varios cruces visuales, seguía en mi mente. Sin embargo, Merce me gustaba. Había en ella como un destello de amor (¿Qué clase de amor?, me pregunté y de servidumbre —sí, de servidumbre) a los buenos modos, a la estética del gesto, que me tenían pendiente de cada uno de sus movimientos que hacía. Incluso si se rascaba la nariz, qué cosas, en todo momento dejándose llevar por la espontaneidad, había delicadeza. Pero lo que más me obligaba a salir de mi órbita romántica eran las palabras del anciano sacerdote: ¿No crees preferible investigar de momento en otra dirección? Creo que volverás por aquí más de una vez. Soy canónigo lectoral ¿De qué catedral? ¿Acaso había estado espiando mis movimientos en el templo y me vio tomar notas ante las tumbas? ¿Qué era lo que había visto en mí para abordarme de aquella manera? Ni lo supe entonces ni lo sé ahora. Sólo sé que me inspiró miedo. Un miedo ilógico, porque aquel sacerdote tenía en su semblante las velas encendidas de la bondad. Pero era un clérigo y, si bien de sus ojos no fluía malignidad alguna, sus adentros me parecieron sombríos; como si del alma le brotase alguna pena.
Antes de marcharnos a tomar unos vinos, Merce, al contemplar el vuelo de unas palomas que evolucionaban alrededor de las torres, me invitó a prestar atención a la fachada principal del templo: frontis, columnas, torres, arcos, imágenes de los cuatro evangelistas y de la fe, cuya arquitectura neoclásica contrasta con los diferentes estilos del interior y, no menos, con la fachada norte.
— ¡Menuda mezcla arquitectónica! Desde el románico hasta el neoclásico, aquí hay de todo. ¿Quieres gótico? Observa cuando puedas la Torre vieja y te sorprenderá que su primer cuerpo, bastante elevado, muestra a las claras dicho estilo, en tanto que el segundo es de construcción renacentista. Pero si prefieres extasiarte ante el estilo románico, el barroco, e incluso con el plateresco para aplaudir a los creadores del siglo XVI, no tienes más que abrir los ojos cuando te adentres…
Preferí que mi acompañante me diese una lección de arte, aunque mis nervios quedasen tensos, a suplicarle que cerrase la boca. ¡Por Dios y por la Virgen! ¡Menuda lata con el neoclasicismo!
— ¿Sabías que a continuación del Barroco y del Rococó las líneas rectas predominan sobre las curvas, y que las características más notables son las cornisas y los frisos con metopas y triglifos, las grecas, las guirnaldas vegetales…?
— Sí, claro. ¿Cómo no? –corté tan instructiva explicación, sacando a relucir mi sonrisa de reserva para los casos graves—. En cuanto me sea posible he de estudiar la amalgama de estilos que se dan en esta catedral. Lo que sucede –añadí para hacerla desistir de su empeño didáctico sin que se ofendiese— es que, con el fin de sacarle todo su jugo a la contemplación artística, necesito estar solo. Pero estar solo es triste cuando uno puede gozar de una amistad como la que tú me estás ofreciendo. Además, querida mía, tú significas para mí la síntesis de todos los estilos. Date cuenta de que…
— No sigas, que te conozco, romanticario.
— ¿Cómo romanticario? ¿Se trata de un neologismo?
— Seguramente. Como retórico del pasado idealista, no te enteras de que estamos entrando en el umbral de un nuevo milenio— Y me ofreció la mano para que abandonásemos la plaza de Pío XII.
Estando Merce y yo acodados sobre la barra de un restaurante cercano a la catedral, le pregunté por qué no estaba con sus compañeros y compañeras andaluces, lo cual me extrañó.
— Ya me he despedido de ellos. Se van dentro de un rato y he preferido comer contigo, si es que aceptas mi invitación —respondió sonriendo y en tono confidencial, bajando la voz y dejándome perplejo.
— Pero… —dudé por un instante— ¿Debo entender que te quedas en Lugo?
— Sí. Por unos días. Vengo a Galicia cada tres meses para visitar a mi abuela materna que vive sola, cerca de aquí. Vuelvo a Sevilla el próximo jueves.
Por supuesto que acepté su invitación. Nos sentamos a una mesa de pulcro aspecto y nos hicimos servir el almuerzo: caldo gallego, y de segundo solomillo de ternera con su correspondiente guarnición de cachelos y verdura. Aproveché aquella circunstancia para interesarme por algunas cuestiones de su vida. Hacía más de dos años que había terminado sus estudios de piano y quería perfeccionarse para llegar a ser concertista. Era hija de un notario y de una catedrática de Derecho. “Tengo veintidós años— me dijo— y tan pronto como regrese de un viaje que pienso hacer a París, me dedicaré por entero a la música”. Lo de ir a París me gustó. Posiblemente, de prosperar en nuestra incipiente amistad, pudiésemos viajar juntos. Sería una magnífica ocasión para poder intimar con ella, y quién sabe si para formalizar una relación sentimental estable. Ensoñaciones románticas nada más, pero llenas de misterio y embrujo. Esa clase de brujería, maravillosa y simple, acompañada de las luciferinas sensaciones amorosas que lleva a los osados a paladear las delicias infernales.
Hablamos sobre música, pintura y literatura, aunque al final de la sobremesa nos vimos implicados en una, para mí, ingrata conversación, de la que había estado huyendo cada vez que Merce la iniciaba: mi estado de ánimo en la catedral.
— Pensarás que soy una entrometida, pesada, reiterativa y odiosa andaluza; pero lo cierto es que me tienes intrigada. Hace un rato, en la iglesia, he podido observar en ti un claro malestar que me ha tenido preocupada. Y ahora mismo, pese al esfuerzo que estás haciendo por aparentar sosiego, te noto inquieto. No respondas si no lo deseas. Comprendo que no tengo ningún derecho a fisgonear en tu vida.
— Puede ser que me esté enamorando —dije con un poco de sorna.
— Todo es posible, aunque no lo creo. La preocupación del enamorado es diferente a la tuya. En tu cara no se manifiestan los signos del enamoramiento, sino los del temor.
— ¡Será que el estar enamorado es como para asustarse! —prorrumpí con una tímida carcajada.
— Con la sustancial diferencia de que el susto amoroso va acompañado de suspiros y no de constantes bufidos, como los que no paras de dar.
De buena gana le hubiera contado a Merce lo que me sucedía; pero no debía confiarle mis intenciones puesto que acabábamos de conocernos. No obstante, hubo un momento en que me sentí tentado de hablarle con claridad. Ella pareció notar mi propensión a la confidencia y, haciéndose la despistada para no atosigarme, permaneció en silencio.
Aproveché esos instantes para fijarme en el perfil de su rostro. La chica que vi en misa por la mañana se me estaba eclipsando. ¿Cuál era la diferencia entre la mujer de la mañana y Merce? No me era fácil apreciar en qué consistía lo que me estaba inclinando hacia la joven andaluza. Las dos eran atractivas y de elegante porte. Pero la mujercita que vi en misa era diferente: misteriosa, melancólica y como ausente. Y al fijarse en mí por un instante, vi reflejada en sus ojos una chispa de tristeza. Sin embargo, no sé si fue por el efecto mágico de su cabellera larga y de unas guedejas que se le deslizaban por la frente, o como consecuencia del contraste entre la sonrisa y el gesto mimoso que me estaba dedicando, mi devoción por la muchacha sevillana me estaba haciendo perder el equilibrio que en mi interior ajustaba las emociones.
¿Qué me estaba sucediendo? Parecía como si estuviera abriéndome paso en una maraña de afectos que confluían en un estado de ánimo de alternadas y opuestas emociones; una rara combinación de gratos sentimientos y de temores. Y al fondo de todo ello, como si en una pantalla quedase reflejada mi realidad, la sombra del canónigo lectoral me nublaba el entendimiento. Todo en mí era a la vez fascinación y desencanto. La joven de la misa, me atraía; la imagen, los gestos y las palabras de Merce, me seducían. Pero el jerarca eclesiástico (inteligente, buen observador y hombre decidido) estaba impidiendo que me sintiese seguro de mí mismo, precisamente cuando apenas había comenzado a dar los primeros pasos en una investigación no carente de cierto riesgo y posiblemente larga. Menos mal que durante un par de años había estado ahorrando el escaso salario que percibía por mis trabajos eventuales como barman en época de vacaciones y, ajustando debidamente mis gastos, podría vivir en Lugo durante una temporada, e incluso viajar a París.
— El amor, querida Merce —fingí indecisión para intentar centrar su interés en mis titubeos y de ese modo eludir el tema que estaba empeñada en mantener—, no se manifiesta de igual manera en todas las personas. ¿No te das cuenta de que no es posible racionalizar los impulsos sentimentales?
— De lo que me doy cuenta es... Perdona —se excusó—. Está comenzando a orvallar.
— ¿A orvallar? No entiendo.
— Tico, por Dios, que estás en Galicia —dijo sonriendo con un atisbo malicioso, y señaló con la cabeza la llovizna que estaba salpicando los cristales del amplio ventanal junto al que estábamos situados.
La sarcástica observación de Merce me fastidió. Esa expresividad suya de no sabía si superioridad o de disimulada altivez, era lo que menos me gustaba de ella. Si de ese modo se comportaba nada más conocernos, ¿qué otros rasgos crudos me quedaban por descubrir de su personalidad? Yo no podía consentir lo que consideraba una intimidación, aunque ésta quedara difuminada con una sonrisa seductora. ¿Qué era lo que estaba deseando? ¿Apabullarme por entretenimiento? ¿Comparar con las mías sus fuerzas psicológicas? ¿Medir mi nivel cultural? En respuesta a su licencia, exclamé con tono indiferente:
— Pues sí, está lloviendo. Qué bien. De este modo se desarrollarán aún más los cangallos.
— Es posible. ¿Quieres que demos un paseo para que nos moje el orvallo? —y comenzó a reír, ya sin disimulo ni fingimiento, añadiendo—: Guapito, cangallo, en Andalucía, significa persona alta o muy flaca. Y en Salamanca, si mal no recuerdo, objeto estropeado. ¡Anda, vamos a pasear! Echó a andar y yo, que no quería mojarme, me quedé en la puerta del restaurante unos segundos.
Mentalmente me ensucié en su madre. Pero la seguí aun a pesar de que desde la calzada, soportando alegremente el orvallo y haciendo mohines como si estuviera cachondeándose de mí, me lanzó un beso con la mano. Parecía empeñada en seguir humillándome. ¡Será bruja la tía!, pensé con rabia.
Cuando acompañé a Merce al hotel donde se hospedaba, frente a la iglesia Santiago a Nova, me sentí feliz. No obstante, se me antojó contradictorio que a su llegada a Lugo para visitar a su abuela se instalara en un hotel; pero no me pareció discreto hacer averiguaciones al respecto. Pensé que posiblemente se tratase de una obcecación en defensa de su libertad.
— Oye —le dije antes de despedirnos—, ¿tu habitación tiene cama matrimonial?
— Si eres bueno y obediente, puede que lo compruebes tú mismo antes de irme a Sevilla.
— De los tres votos que obligan al novicio antes de recibir los hábitos, el de la castidad es el único que yo no podría asumir. Bueno y obediente no creo serlo, pero sí amoroso en grado superlativo. La única obediencia que asumo es la que no puedo evitar; es decir, la instintiva, esa que me obliga a contemplarte con los ojos del deseo más apremiante. En un intento por demostrarle que no estaba mintiéndole, puse cara de arrobo. Lo cierto era que, con los ojos puestos en blanco, estaba pensando: “¡Menudo atracón me iba a dar yo contigo, salerosa”. Ella, con una sonrisa que lo decía todo a las claras, me despidió con otro beso al aire.
— Preciosa, a ver cuándo transformas tus besos etéreos en mimos resonantes.
Quedé dormido nada más meterme en la cama y, aunque al despertarme no recordaba haber soñado, la presencia en mi mente del canónigo lectoral me hizo pensar con brevedad en lo mucho que aún me quedaba por hacer en Lugo. De todo ello, lo que más me apremiaba era corregir mi comportamiento con las mujeres. Comprendía cuál era mi desarraigo respecto a la responsabilidad que cada individuo adquiere cuando ama a otra persona. Si por sentirme varón había creído siempre en la supremacía del macho en relación con la mujer, en mis adentros las voces de la razón me recriminaban cada vez que en la mente pugnaba por abrirse paso la preponderancia masculina. No obstante, estas ideas quedaban eclipsadas en los momentos decisivos, cuando el amor demanda derechos de propiedad. “No –pensé en más de una ocasión—, el ser humano no pude ni debe ser propiedad de nadie. Si se me aprieta, ni siquiera debe sentirse pertenencia de Dios”.