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Esa mirada… Como si la muerte hubiese querido hacer una especial concesión, Ingrid, antes de cerrar sus párpados para siempre, fijó sus ojos en mi tristeza, me ofreció sus labios y se fue. Luego, solo ante su adiós, la oscilante serenidad de la despedida me retuvo junto a ella, todavía su faz sonrosada y en la boca una tímida sonrisa. No había muerto. ¡No podía ser! Sin embargo, no cabía la menor duda de que su destino había puesto punto final a una vida joven, y para mí el punto y aparte cuyo comienzo, en todo instante acompañado de sus ojos, me sumerge en el fondo de la más desesperante fascinación.
Hace exactamente una semana, a estas horas, unas cuantas personas y yo dimos cristiana sepultura a la mujer de mi vida. Suceso del que recuerdo las secas paladas de tierra resonando sobre su féretro, al tiempo que rememoro, en choque brutal de sentimientos, su expresión y su infidelidad. O tal vez se trate de una colisión entre la duda y la fe puesta en la mujer que lo ha sido todo para mí.
Aunque Guzmán –eclesiástico y amigo pintor— trate de ayudarme a resolver mis conflictos sentimentales, la mirada de Ingrid invade la pantalla del ordenador donde quisiera dedicarle las palabras que nunca le dije. Sin embargo, ¿dónde están los ojos, las fontanas de donde fluye la esencia de sus pupilas? Quizá se oculten en algún repliegue de mi alma o, engastando secuencias del ayer en la luz de nuestro amor, quieran conservar hasta mi último suspiro el brillo imperecedero que me animaba. Ingrid me dijo en cierta ocasión que lo fundamental de los ojos no es su anatomía, sino lo que dicen: “No te fijes en mis ojos y céntrate en lo que te expresan. Las estrellas son los ojos del universo y en ellos fulge la mirada de Dios”.