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“No te fíes nunca del verbo masculino, sobre todo si se deja ver en el cielo la luna llena”. Con esta frase, al principio de mi amistad con Merce, pretendí alertarla sobre la magia de la palabra cuando en el hombre, se dan las circunstancias para que brille su elocuencia amorosa. Lo hice por divertirme y oírla refunfuñar; pero esta recomendación la tuvo ella muy presente, e incluso cuando hablábamos por teléfono me la recordaba cada vez que yo me excedía en mis arrebatos pasionales: “Tico, acuérdate del verbo masculino”. Excepto cuando mi lirismo la tocaba de lleno en su vanidad. Entonces se olvidaba de las amenazas y advertencias que momentos antes esgrimía con la pasión de una abanderada feminista, diciéndome en tono de cariñosa censura: “Eres un caradura con suerte”; o dependiendo del momento, expresaba su satisfacción con frases similares, aunque siempre cargadas de fingido encono. Yo me hacía el despistado y ella la estrecha cada vez que, sintiéndome enjaulado en el espacio amoroso que me aprisionaba, salía de mi boca el encendido te quiero, en ocasiones la insinuación lujuriosa, y en algunas circunstancias, que no eran pocas, los ternos contra  el apostolado que predica la abstinencia como bien necesario para alcanzar la salvación eterna.

— ¡Blasfemo!

— ¡Tía buena! –Y hacíamos el amor después de recitarle al oído con voz queda un epigrama de Asclepíades de Samos: “Renuncia a la virginidad, doncella; ¿para qué conservarla? /  Cuando llegues al Hado no encontrarás ningún amante. / Para los vivos son las alegrías del amor; en el Aqueronte, / niña, no seremos más que ceniza y huesos.”

— ¡Pero yo no soy virgen, válgame Dios!

— ¡Jo, niña! –le respondí al instante—: afortunadamente. La virginidad no deja de ser un estorbo. En el amor, cuantas menos dificultades mejor, ¿no es así?

No hubiera sido malo para mí recrearme unos momentos, días atrás, escribiendo para Merce una prosa acerca de su cuerpo y modales, porque había quedado con ella y necesitaba del estímulo imaginativo la fuerza necesaria para multiplicarme en la cama. Pero no lo hice. Hubiese necesitado demasiado tiempo para pormenorizar la simétrica y perfecta conformación de sus pechos, y muchos folios de apretada escritura para ensalzar la elegancia de sus gestos y maneras puesto que, Incluso en esos instantes de intimidad sexual en que se  pierde la facultad de pensar, Merce la suple con la leve caricia y misterioso significado de sus silencios.

Podrá parecer que el inicio de este apartado sea un alegato a favor del amor de una mujer como Merce, tan llena de sensualidad como de exquisitez, aunque puedo jurar que no va por ahí mi discurso. Se trata más bien de una necesidad íntima para restarle rigor al fenómeno que experimenté en mi dormitorio nada más despertarme. Uno más, aunque en esa ocasión, simple e inoportuno.

Desde la cama, a punto de levantarme después de haberme extasiado con el amanecer,  vi representada, por la combinación de arrugas, pliegues  y dibujos, en una prenda que colgaba del perchero, una cara triste. Al principio no le di ninguna importancia. Es tan corriente ver en las nubes, en el humo, en las rocas y en cualquier sólido o gas imágenes de personas en distintas actitudes que, insisto, no le hice el menor caso. Sin embargo, al fijarme de nuevo en la prenda en cuestión, observé cómo iba adquiriendo el citado rostro diferentes expresiones. Entonces sí, sentí por mi cuerpo un escalofrío paralizador. La cara era siempre la misma, pero no su mirada, que iba cambiando de aspecto cada vez que mi fijación me obligaba a parpadear. Unas veces creía estar viendo los ojos de Ingrid cuando me recriminaba por cualquier indelicadeza mía; en otros momentos era la estampa viva de doña Cayetana la que me reprochaba mis acciones desafortunadas. Fue algo que no podía explicarme, ni tampoco lo deseaba. Sólo aspiraba a ser yo: demonio y ángel de luz. Y, como en el mito de Sísifo y Penélope, hacer y deshacer para rehacer mi vida al amparo de nuevos besos. Pero los días transcurren y la memoria da paso a otros motivos de satisfacción o de dolor, quedando alejados de la inmediatez los recuerdos que nos parecía imposible relegar al último rincón del pensamiento.

Hacía tiempo que no se reflejaba en la pantalla de mi ordenador el flujo de la mirada de Ingrid, ni en mi entorno se daban situaciones similares a las que, con posterioridad al fallecimiento de mi compañera, había tenido que soportar. Al principio de esa pausa me sentí extraño. La interpreté como una negativa del espíritu de mi difunta a seguir comunicándose conmigo. En cambio, a medida que pasaban los días y mis contactos telefónicos con Merce se incrementaban, me iba sintiendo aliviado y alegre. Era una alegría rara, en algunos momentos no exenta de una inquietud que me aislaba de cualquier complacencia. No obstante, intuía que algo estaba cambiando en mí y no para mal.

Lo cierto es que me iba acostumbrando a ciertas ausencias expresivas de Ingrid, que en todo momento anulaban mi libertad. Digo en todo momento, sin tener en cuenta las circunstancias en que, neutralizado por los efectos de la marihuana, el entorno se me presentaba más alegre y las ideas parecían dispuestas a obedecer mis apetencias emocionales. Eran unas situaciones en que me fallaba la memoria, y, cuando intentaba concentrarme en algún recuerdo de Ingrid, la mente me llevaba muy lejos de las remembranzas que me agobiaban. No era que me sintiese a salvo de la conciencia inquisidora, que en el hondón de mi alma quedaba aletargada, pero sí de sus zarpazos. Y en algunas ocasiones, cuando  el poder  narcotizante resultaba insuficiente y mi resistencia ante los ataques mentales iba flaqueando, doblaba la dosis del psicotrópico para sentirme tranquilo durante unas horas.           

Sí. La propia existencia, desde el alba hasta que me acostaba, era un puro ajetreo al servicio de mis incomprendidos demonios: leviatanes escapados del libro de Job para hacerme comprender que no existen las miradas sin ojos, ni ojos que perciban lo que uno no quiere ver. Por eso, ahora que Merce espera de mi pronto restablecimiento el beso excarcelado que aún le debo, pediré disculpas a mis demonios por haberlos tenido en el olvido; y que espere Dios las oraciones de este pagano, hasta que los mengues que me habitan vuelvan a darme la espalda.

Merce me dijo hace unos días, cuando nos vimos en Mondoñedo: “Estás atado al palo de mesana del amor. Siempre a popa de la nave sentimental, como si sólo quisieras contemplar el horizonte de tu pasado. ¿Cuándo llegará el día en que te sientas liberado de las ataduras afectivas?”

Ella conoce la mar desde el sentimiento y desde la contemplación, en Huelva, cuando su abuelo materno, patrón de gran altura, le hablaba de velas cangrejas y de ardentías marinas. “Si el amor pasional tiene una corta duración (insistía en sus arrebatadas exposiciones por hacerme comprender la compleja trama emocional), ¿por qué y para qué te sometes al vendaval de los inútiles apegos? Ingrid, mi querido Tico está ahora en mí: en mi cuerpo y en mi sangre; y mañana podrá estar en cualquier otra mujer. Ingrid recibió el testigo de Rosa y ésta Dios sabrá de quién. Así por siempre, hasta que la llama amorosa se te extinga en tu corazón el día del adiós definitivo”.

Le expresé mi disconformidad. No es el amor pasional lo que me ata al palo de mesana, sino la gratitud por los desvelos hacia mi persona de la mujer que supo amarme con delirio. Merce no puede comprender lo que expresan unos ojos sinceros antes de cruzar a la otra orilla. En ellos se reflejan la grandeza humana y sus miserias, y se adivina el desgarro del alma en el momento último de la vida. Son los instantes supremos en que la palabra no alcanza a desvirtuar la única verdad  de la existencia. Pero ahora no es tiempo para melancolías. Me espera otra luz, y entre sábanas de lino el cuerpo de una hermosa mujer.

 

Merce me estaba esperando en un bareto que hay alrededor de la catedral. Sobre la mesa donde sus brazos se acomodaban, había un cenicero de cristal que contenía un caracol marino. Antes de entrar al bar vi que unos hombres, apoyados de codos en la barra, la miraban disimuladamente.

— Buenos días, señores —saludé a la clientela, y acercándome a ella la besé en los labios tras un protocolario hola, preciosa. —Un murex brandaris — comenté en voz baja, señalando  la concha—. ¿Es para mí?

— ¿Para quién si no? Se trata de un obsequio que me hizo mi abuelo cuando tomé mi primera comunión. De cuantos regalos me han hecho a lo largo de mi vida, éste es el que más aprecio. Ni vestidos ni joyas tienen para mí tanta importancia como esta concha. Consérvala como el más valioso presente que yo pueda hacerte; y si algún día me olvidas, al menos podrás recordar que te quise.

Curiosa coincidencia. El bisabuelo de Ingrid por vía materna era patrón de gran altura, como el abuelo de Merce. El primero, ferrolano; onubense el segundo. La España marinera circulando por las venas de mis dos grandes amores. Entre mis tesoros, un murex brandaris y un collar de pechinas que me regaló Ingrid, producto de su búsqueda por a Praya das Catedrais, en Foz, también cuando era una niña.

Se me trenza la vida con los recuerdos sentimentales. Es como si Merce, Ingrid, Zaira y Rosa, entremezcladas en el manto inconsútil de mis experiencias, quisieran atarme no al palo de mesana de mi nave a la deriva, sino al mascarón de proa de mi insoslayable destino.

Ahora comprendo, cuando observo las miradas furtivas que los hombres acodados en la barra de este bareto lanzan a Merce, cuál es la más dura condena de los presidiarios: los recuerdos y la añoranza. Podrán estar encerrados en una celda, pero no existe ninguna puta ley que los prive de la libertad de pensamiento.

Gracias, amor —gratifiqué con estas palabras, sentidas en lo más hondo de mi ser, a la maravillosa mujer que ante mí y para mí sonreía mientras unas lágrimas de felicidad velaban sus ojos almendrados—. Conservaré siempre este caracol no para recordarte, que no me haría falta, sino para que en su sonido baile tu nombre como danzan las corcheas en la mente inspirada de un compositor.

Merce agradeció el cumplido con un mimo que no respondía a un mero respeto a las reglas de la cortesía. Una delicadeza que no se podía equiparar a las suyas de siempre. Merce era feliz en esos momentos: a través de sus lágrimas relumbraba el gozo de sentirse amada. Y no la volví a besar porque el animado establecimiento estaba pendiente de nosotros.

— Voy a pagar tu consumición y nos vamos de aquí ahora mismo. —Pero no pude abonar la cuenta porque el dueño del local me dijo que la señora estaba invitada por la casa. Le di las gracias y nos fuimos. Cuando salimos vi que un anciano, creyendo que Merce y yo no le observábamos, hacía gestos obscenos tocándose en la bragueta.

— ¿Has visto lo que estaba haciendo el vejestorio ése que tanto te miraba en el bar?

— Sí. Pobre hombre. La desgracia de algunos viejos, para fortuna de nosotras, es que en vez de slip llevan pañales.

 

Merce es atrevida en la cama, tal vez porque su alegría de vivir la vence ante la presencia, casi siempre viva en la mujer mundana, de la moral al uso. Cuando alguna vez me puso inconvenientes (¡Esto sí que no te lo permito! ¡Eres un indecente!), no lo hizo por gazmoñería, sino  porque ello es normal en toda mujer cuando, por vez primera, recibe de su amante los más sentidos halagos y caricias de incontenibles empujes fálicos. Luego, por lo general, al sentirse desinhibidas, nos descubren a los varones sutilezas amorosas que ni siquiera podemos imaginar nosotros, los dominantes Por este motivo, cuando ella tomó la dirección más conveniente en un determinado momento de nuestra relación sexual, separando mis rodillas de sus costados y besando sus labios con ternura, le dije:

— Merce... —No pude continuar porque con palabras me era inviable expresarle mi sorpresa.

¿Cómo es posible que el macho todavía no sepa amar en la cama? No sabe, porque el secreto del auténtico placer no le es permitido a la mujer divulgarlo. Sería como admitir el hombre su más rotundo fracaso y se crearía un verdadero caos. Pero reconozco que ellas guardan para la posteridad las más bellas enseñanzas sexuales que los varones podamos concebir. Cuando el placer sensual parece haber alcanzado su clímax el macho se siente orgulloso de su sapiencia amorosa, ahí están las señoras para hacernos entender lo que nuestra comprensión machista no alcanza ni siquiera a vislumbrar. Sin embargo, y es lógico, la mujer muchas veces —tal vez la mayoría de las ocasiones— se siente insatisfecha de su pareja.

Abrazado a ella, o mejor dicho a sus caricias, noté que un nimbo de mágica ternura  envolvía mi sensibilidad. Varió entonces mi comportamiento, y en mis acometidas quedaron ausentes las bruscas reacciones generadas por la falsa virilidad. Sin siquiera reflexionar —porque la mutua excitación anulaba cualquier proceso mental—, comprendí que dos cuerpos unidos por el amor sólo deben guerrear contra los salvajes instintos sexuales. La fusión de la fuerza sexual humana con la mística del beso, abre a los amantes las puertas de las más sutiles percepciones.

Jamás volverá a presentárseme una noche como a la que pasé con Merce en nuestra segunda visita a Mondoñedo. Si el goce sexual nos hizo sentir en feliz confusión, no menos   dichosos nos sentimos al confesarnos las experiencias vividas a lo largo de nuestra existencia.     

— En esta noche de magia y misterio, siento un poderoso deseo que ansío revelarte—canceló Merce el mutismo que nos mantenía abrazados—. Con los ojos entornados y una de sus manos acariciándome el pecho, quiso relatarme un suceso triste relacionado con su primer amor—. Fue una noche embrujada como ésta—. Cerró los ojos con fuerza y le cayeron dos gruesas lágrimas por las mejillas.

— No sigas —le rogué—. Si ésta es nuestra noche embrujada, déjala discurrir con la mágica serenidad que nos acompaña. También yo puedo contar cosas tristes de mi vida. Pero no quiero empañar estos momentos de felicidad.

No pude conseguir mi propósito, de lo cual hoy me alegro. Porque Merce, como si no hubiera escuchado mis palabras —una y otra vez demandando de su entendimiento el silencio de una confesión que podía destruir nuestra dicha—, prosiguió:

— Tuve un novio, Celso, hombre imaginativo e inteligente a quien quise mucho. Y en una noche como ésta, yo en Madrid estudiando en el Conservatorio, me dejó embarazada. Pero no creas que fue ése mi principal problema, ni tampoco que él me abandonase tan pronto como se enteró de mi estado. A pesar de quererlo a rabiar, me dolieron su vileza y su cobardía.  (¡Ah!. Antes de que se me olvide, y perdona este inciso: Dentro de una semana tengo que a actuar con él en París. Ya sabes, música de cámara. Celso es violinista. ¿Te gustaría acompañarme? Luego proseguiré con mi relato.)

Claro que me hubiese gustado acompañarla a París y escuchar su interpretación; pero yo no podía en esos momentos abandonar a mis alumnos. Me hubiese gustado verle la cara al hombre que huyó de su responsabilidad con Merce. Si la cara es el espejo del alma, como reza el refrán, la faz de Celso debe de tener alguna marca, alguna expresión que denuncie su cobardía, deslealtad y egoísmo. Aunque, bien mirado —y dejando al margen las costuras y remiendos faciales—, el rostro de Fermín no debía ser muy agraciado antes de su tortura y sin embargo es una excelente persona. Pero, en general, algo debe haber en la expresión de los indecentes que delate la maldad que llevan dentro.

Merce entendió mi imposibilidad de acompañarla. Respondiendo escuetamente a su pregunta, la dejé en libertad para proseguir con su relato. Hubiese podido preguntarle qué edad tenía cuando quedó encinta, detalle éste que me interesaba conocer, pero preferí que fuese ella la que se sincerase. De modo que, tras una breve pausa, continuó con su exposición:

— Lo que más me preocupaba era la reacción de mi padre cuando se enterase de mi tropiezo. Como yo era entonces menor de edad... Aunque sólo me faltaban siete meses para cumplir los 18 años. Bien, para abreviar: Celso me llevó a Londres y allí aborté. Desde entonces aborrezco a mi padre. Me sigo llevando bien con él, pero no le perdono su conservadurismo en contra de mi libertad. Yo quería al hijo que llevaba en mis entrañas. Ése era mi único deseo. En cuanto a Celso, sólo puedo decirte que me da lástima.

— Siendo como tú dices —me atreví a interrumpirla—, ¿cómo puedes actuar con él?

— Porque cuando estoy interpretando me olvido de todos y de todo. La música no entiende de normas sociales, de padres intolerantes ni de novios desalmados.

— ¿De mí también te olvidas? 

Merce se echó a reír. Lo hizo con picardía, dejándome de nuevo fascinado. Si era capaz de interpretar a Beethoven de la misma manera que interpretaba con su sonrisa  mi deseo de volver a besarla, sin duda en ella había una gran concertista. Pero lo que me sorprendió, por su espontaneidad, fue su respuesta a mi pregunta: ¿De mí también?:

— No. De ti no porque para mí tú también eres música.

Poco más me contó Merce  de su vida. Yo, aprovechando la circunstancia de que ambos estábamos en el terreno de la confidencia, le referí mi aventura en la catedral la noche del 23 de febrero del 81. Pero fue después de que los besos y las caricias les hiciesen una nueva  pedorreta a los ángeles virginales.