19
— Ya te lo he dicho. Sí, creo que te lo he comentado. Era él. Yo intuía que era él cuando, antes de asomarme al pórtico, vi que estaba encendida la luz del corredor. Por eso no me llevé ninguna sorpresa al toparme en primer lugar con el faldón de una sotana. Luego levanté la cabeza y se encontraron la mirada de don Benito y la mía, gélida la de él, poniendo distancia entre nosotros. Distancia y mutuo desprecio. Porque si el sacerdote me estaba desdeñando por considerarme un vulgar sacrílego, mi juicio sobre su compostura —sin conocer los motivos que me indujeron a tomar aquella determinación— no fue menos riguroso. Si hubiese apreciado en sus ojos un sólo destello de indulgencia, habría comprendido su actitud. Por tal motivo le menosprecié como sacerdote y como hombre.
“Con duro gesto, un momento antes de echar a andar me ordenó que le siguiera. Ni siquiera una palabra en su boca. ¿Qué estaría tramando? ¿Cuáles eran sus intenciones?
“Durante el corto trayecto hasta la sacristía, donde se sentó junto a una mesa, no volvió la cabeza ni una sola vez para ver si yo le seguía. Sus pasos eran reposados y silenciosos, y su silueta, a contraluz, adquiría el aspecto de un ánima en pena. Merce, qué hombre tan enigmático. Sin embargo, al salir de la tumba, en su faz atisbé un sutil destello de amargura, lo cual, aunque pueda parecer extraño, me tranquilizó un poco”.
— Lo que no entiendo bien —quiso aclarar Merce— es por qué, si apreciaste en su mirada un puntito de amargura, llegaste a calificarla de gélida y a juzgarle tan mal como religioso y como persona. ¿No te diste cuenta de que, sabiendo que estabas violando un sepulcro, pudo haber avisado a la Policía? Porque tuvo tiempo más que suficiente para hacerlo, ¿no?
— Ponte en mi caso y lo comprenderás. Déjame proseguir, por favor. A partir de ahora viene lo más interesante. Se trata de un final no tan misterioso porque lo puedes suponer con facilidad, pero sí sorprendente en algunos aspectos.
Cada vez que Merce me interrumpía para preguntarme o sugerirme algo, me descentraba; pero se lo permitía por dos razones (a veces a regañadientes, procurando que no se diese cuenta del fastidio que me estaba causando)—: su mirada, que me recordaba la de Ingrid y la extraordinaria belleza de su cuerpo que, al margen de apetencias eróticas, me tenía subyugado: estrecha cintura originando unas caderas de perfecta simetría, senos pugnaces aún victoriosos contra la flacidez, tersos glúteos de insinuante invitación a otra clase de reconocimiento. En este punto —oscuro cerebro el mío—, precisamente cuando yo me estaba abriendo a la sutil percepción de la belleza corporal de mi pareja, se me detenía todo intento de ahondar en lo escatológico y, cabreado como un mono por mis obsesivas ideas, dejaba que unos pocos segundos de reposo mental me pusieran orden en el cerebro. Hasta que le dije:
— Por indicación de don Benito me senté frente a él –entre ambos la mesa donde estaba acodado—. El canónigo tenía apoyada la cabeza en las palmas de las manos. Te refiero nuestro diálogo:
— ¿Qué has estado haciendo, y por qué, en la tumba de uno de nuestros más santos hermanos?
— Dudé durante unos segundos, aunque mirándole a los ojos con fijeza. No quería que don Benito viese en mí a un hombre encogido, sino a una persona resuelta a enfrentarse a él.
— No he hecho nada de lo que tenga que arrepentirme, porque si alguna falta he cometido no ha sido con mala fe si no por todo lo contrario. Mi actitud ha tenido en cuenta en todo momento el respeto que les debo a los difuntos.
— Eso no te exime de tu responsabilidad y, como puedes comprender, estoy obligado a denunciarte a la Policía. Has profanado una tumba sagrada.
— Todas las tumbas son sagradas, don Benito. Además: yo no he profanado nada. Y si considera que debe denunciarme a la Policía, hágalo. Eso lo dejo a su conciencia de hombre y de sacerdote. Pero antes debe usted escucharme, si es que me admite la defensa a la cual creo tener derecho.
“Merce: Todo lo que ya sabes, y mucho más que todavía no te he contado, se lo confesé al canónigo lectoral. Él me escuchaba con atención, sin interrumpirme, y de vez en cuando escribía algo en un bloc de notas que previamente había dejado sobre la mesa.
“En la sacristía sólo estábamos el canónigo y yo. No obstante hablé en voz baja porque la puerta de acceso a la estancia estaba abierta. Al poco rato de estar allí entró un arcipreste acompañado de un seglar y estuvieron conversando unos minutos, señalando el eclesiástico una bella pileta de mármol rematada por un capitel románico, creo que de influencia tolosana, y luego una sarta de frutos que ornamentan las pilastras. Todo ello muy recargado. Pero bueno, a lo que íbamos. Perdona que me haya perdido unos instantes en esta breve e inútil descripción, porque te supongo conocedora de esa sacristía”.
Merce asintió sin mover los labios. Se la notaba deseosa de conocer el final de mi encuentro con el canónigo, y entornando los ojos me pidió que prosiguiera, a lo que accedí de inmediato. Sin embargo, advirtiendo su impaciencia, interrumpía el relato de vez en cuando para mantener el suspense. Ya lejos de mi primigenio interés aquel suceso, me gustaba recrearme en la atención de la dama, ansiosa por conocer de una vez el final de la historia y dormir después, a la espera de que el alba nos indujera a buscar de nuevo el placer en medio de la barahúnda del vocerío hormonal.
“Don Benito, como te acabo de decir, escuchaba atento, y en no pocas ocasiones movía la cabeza, unas veces asintiendo y en otros momentos negando, con una amarga y comprensiva sonrisa en sus labios que, movilizando en mis sentimientos las más puras emociones, me obligaba cada vez más a buscar en mis interioridades el punto justo de la objetividad; cosa ésta difícil porque a veces, por evitar justificadoras palabras con que defenderme de mis despropósitos, caía, por exceso, en injusta autocondena de mis acciones. Tan es así que el canónigo llegó a recomendarme: Sé sincero, como lo estás siendo, dado que ello te ha de beneficiar; pero deja que sea yo el que juzgue tu acción. ¿No te das cuenta de que me estás condicionando? No ha de faltar en tu vida quien te acuse, puesto que eso es lo más sencillo. Lo complicado es que se te comprenda y se te exculpe.
“Merce, en todo nuestro largo coloquio, don Benito ni una sola vez pronunció la palabra perdón. Dispensa y exculpación eran los sustantivos que empleaba cuando, a su juicio, las circunstancias lo requerían. Y en vez de culpa hablaba de responsabilidad. Fui yo quien, como podrás comprobar, lo forcé a pronunciarse en este sentido. Qué actitud la suya tan encomiable. Yo notaba en él una firme predisposición a la lenidad...”
— Qué quieres decir con lenidad?
Merce me pilló en bragas. Yo sabía —por eso utilicé esta palabra— su significado; pero no me acordaba de su definición. Tuve que esperar unos instantes para ofrecerle una respuesta lo más adecuada posible, hasta que me decidí a hacerlo.
— Si no me equivoco, lenidad significa algo así como... —recordé entonces la definición—: excesiva benevolencia en la corrección o castigo de las faltas y delitos —, y aproveché la circunstancia para besarle los senos.
— ¡Para ya, hombre! ¿Es que no has quedado satisfecho? ¡Hala!, prosigue y emplea otros términos más asequibles para mis entendederas.
(Voy a permitirme una breve digresión: No le recomiendo a ningún hombre sincerarse con una mujer en la cama, y mucho menos cuando se trata de temas que puedan conducir a una arriesgada controversia. Mejor es, según mi experiencia, hablar sobre pajaritos y, más práctico todavía, callar y obrar.)
Proseguí, claro que proseguí. ¿Qué otro remedio me quedaba? Merce no se daba cuenta de que entre chanza y chanza y magreo y magreo yo iba allanando dificultades. Ingrid no hacía tanto tiempo que había dejado de existir; Rosa posiblemente estuviera dolida conmigo y yo recordaba la lenidad con que me trató el sacerdote, en contraposición a mi regodeo ante la idea de que quien fue uno de mis mejores amigos estuviera sufriendo entre rejas. ¿No eran éstos motivos suficientes para que mi comportamiento no se ajustara a los deseos de Merce, más atenta al narrador que al amante? Sin embargo, cuando estaba a punto de contestarle, no de mala manera sino con firmeza, me desarmó con una de sus ocurrencias maternales al intentar cubrir mi cuerpo desnudo con la colcha que estaba a los pies de la cama.
— La calefacción de este cuarto está hoy un poco baja y no quiero que te constipes — me dijo, resuelta a llevar a cabo su propósito. No me dio tiempo a reaccionar porque, al gatear por la cama para extender el cobertor, la postura que adoptó me dejó mudo de admiración. ¡Qué nalgas!
— No, Merce, gracias. Estamos ya al final del relato —le guiñé el ojo— y no vamos a tardar en entrar de nuevo en calor —Acto seguido, antes de que se acomodase en su sitio, reanudé mi historia:
— Don Benito, le dije al sacerdote, doña Cayetana me ha estado persiguiendo día y noche desde que tuve aquel extraño sueño en mi adolescencia (Merce, abrazada a mi pecho, cosquilleaba con su aliento mi musculatura pectoral). Ni los tempranos amores ni los goces juveniles han conseguido borrar de mi mente esta obsesión. Y lo que todavía es peor: jamás, excepto ahora que estoy hablando con usted, le he desvelado a nadie mi secreto.
— ¿Por qué no me lo has dicho, antes de profanar una tumba?
— Porque he sentido miedo.
— ¿Miedo de mí? —me preguntó extrañado.
— De usted, quizá no. De su pulcritud, mucho.
“Don Benito apoyó la frente en una mano y permaneció durante unos segundos en actitud meditativa. Luego, cuando me miró, lo vi preocupado. Consideré que, después de escuchar mi confesión, estaba luchando consigo mismo por hallar el modo de ayudarme sin atentar contra sus principios y responsabilidad. En esos momentos yo hubiese dado cualquier cosa por desaparecer. Me sentía culpable de haber puesto a ese hombre en tan delicado trance. ¿Cómo iba él a silenciar ante sus superiores semejante barbaridad? Estaba obligado a denunciarme inmediatamente a la Policía, o al menos a poner al corriente al deán aunque luego me defendiera ante él y ante el cabildo si fuera preciso. Esto lo tenía yo tan asumido que me conformaba con que don Benito interviniera en mi favor ante la curia. Sin embargo, y ten en cuenta que no ando con sentimentalismos, su indulgencia me dejó perplejo cuando dijo:
— Me has puesto en un serio aprieto. Como sacerdote tengo el sagrado deber de advertir a mis superiores sobre lo que acabas de hacer, que es muy gordo y tú bien lo sabes. Pero mi conciencia me impide proceder como debiera. Ignoras, porque no es posible que lo sepas, que unos guardias civiles acaban de secuestrar en Madrid a los parlamentarios. El Congreso está tomado por fuerzas militares contrarias a la Constitución. Si te denuncio en estas condiciones de intolerancia te expongo a lo imprevisible: nada bueno para ti; y si me callo puede suponer el final de mi prestigio personal y eclesiástico. Porque mis superiores deben conocer lo que ha sucedido, como asimismo mi decisión de proteger a un –perdóname que te lo diga— delincuente.
“Muchacho, me tienes cogido. Lo único que puedo, y debo hacer, es hablar con el señor obispo de la diócesis. Pero no te preocupes, porque lo haré bajo secreto de confesión. Sé que estás enfermo y no puedo permitir que en estos momentos vayas a la cárcel. Y ahora, haz el favor de seguir contándome cosas de tu vida. Quiero saber cómo puedo ayudarte.
— Merce, ¿cómo he podido decirte antes que don Benito era un intolerante? ¿Cómo es posible que mi tozudez intelectual considere que la Iglesia es perversa, cuando tantísimos fieles son respetuosos con su credo y no todos los eclesiásticos son corruptos? Sin embargo, algo hay dentro de mí muy aferrado a la intolerancia humana que me alerta por considerarme un equivocado más, un débil que no merece defender ideas progresistas.
Merce calló, y esa actitud suya me dolió más que si me hubiese vapuleado con uno de sus improvisados discursos. A continuación retomé el tema:
— Lo primero que necesito es su perdón.
— ¿Mi perdón como sacerdote?
— Como persona.
— ¿Crees que mi perdón como persona te puede redimir? ¿A tan bajo precio quieres liberar tu conciencia de un delito como el que has cometido? Y más, mucho más que una acción penada por las leyes, una ofensa, un insulto y un desprecio a la memoria de los muertos. ¿Es que para ti no hay más Dios que el hombre?
“Quiero que reflexiones. Deseo que abras tu mente y tu corazón hasta el límite que la conciencia te lo permita, sin que te mediaticen el temor ni la soberbia. Es evidente que estás hablando con un hombre; pero también con un canónigo que no puede separar su naturaleza humana de su condición sacerdotal. Mi perdón como hombre creo habértelo concedido al no denunciarte y quererte ayudar. ¿Qué otro perdón demandas de mí?”
Ante este recuerdo paré en seco mi narración. Me sentía agobiado bajo el peso de unas remembranzas tan mortificantes como insidiosas. Digo insidiosas porque, envuelta en el espeso manto de los recuerdos, me acechaba una sensación de culpa. Desde mi comportamiento egoísta con Ingrid hasta la brusquedad con que eché de mi casa a Guzmán, habían sido demasiados los errores cometidos y muchos menos los aciertos.
Merce deshizo su abrazo y me miró extrañada.
— ¿Qué te pasa?
— Nada que tenga importancia. A veces se me va la olla. ¿Dónde me había quedado? ¡Ah, ya lo recuerdo! Prosigo:
“Gracias —le dije al canónigo sin más comentarios—, y continué contándole mis cosas. Por lo que deduje, él esperaba de mí una confesión sacramental con su correspondiente atrición, propósito de enmienda y todas esas cosas, y no una simple descarga de conciencia forzada por las circunstancias. Pude haberlo hecho como creo que él quería; pero me hubiese sentido un hipócrita.
“Cuando pormenoricé el asunto de la búsqueda del escapulario de doña Cayetana, protestó: ¡Hombre de Dios! De haber confiado en mí, en poco tiempo hubieras tenido todos los datos que te interesaban de aquella señora. Datos éstos que a continuación, grosso modo, fue desvelando para mi sorpresa:
— Recuerdo perfectamente la historia de doña Cayetana. Fue una mujer de extraño comportamiento religioso, puesto que mezclaba sus creencias católicas con ideas, convicciones e, incluso, credos paganos. Era el suyo un sincretismo que, pese a tratarse de una ferviente devota católica y magnánima benefactora catedralicia, la Iglesia, como podrás comprender, no podía ver con buenos ojos.
“Se hizo cuanto se pudo para aclarar sus ideas y persuadirla de sus errores, y de este modo ganar para la verdadera religión a un alma buena y generosa; pero no pudo ser. Doña Cayetana seguía con sus creencias esotéricas, destacando en aquellos tiempos como astróloga. De ahí que tú, estudioso de la Astrología, quizá hubieras leído a temprana edad algo acerca de su obra y después, con el tiempo, al olvidar su autoría a causa de una pesadilla, tu mente fue creando una ficción que has transformado en realidad. No puede ser de otra manera, porque lo del escapulario no tiene ningún fundamento. He de volver a repasar la historia de esa señora porque quiero que te convenzas de tu error. Ten en cuenta —tú eres profesor y no puedes alegar ignorancia al respecto— que el subconsciente conserva toda clase de ideas, conceptos y sensaciones que normalmente, cuando afloran al estado de vigilia, quedan modificados. Tico, ¿cómo has podido pensar que a una astróloga, por muy benefactora que hubiera sido de la Iglesia, mujer devota y admirada por pobres y ricos y persona de bien, se le hubiera dado cristiana sepultura en una catedral?
Merce, acuciada por lo que consideraba insólito en un eclesiástico de la categoría de don Benito, no pudo reprimir una lógica observación:
— Creo lo que me estás contando sobre el comportamiento de don Benito contigo, puesto que la sinceridad que se desprende de tu relato no puede ser fingida. Me sorprende tanta bondad en un sacerdote cuya responsabilidad debe estar por encima de cualquier sentimiento. Sin apenas conocerte, ¿ha sido capaz de confiar en ti hasta el extremo de arriesgar su prestigio y hacer caso omiso de sus obligaciones? Esto, compréndelo, es bastante extraño. A no ser que don Benito sea un prodigio de agudeza psicológica y un santo.
— De las dos cosas tiene bastante —me apresuré a responder—. El tiempo me lo ha demostrado. Además, no creas que yo le era tan desconocido. Fermín le había hablado de mí, y sospecho que también lo pudo haber hecho Ingrid. Gracias a don Benito conseguí un trabajo como docente por intervención de Fermín que, sin yo pedirle nada, intercedió ante su protector en mi favor. Más tarde, bastante después de lo sucedido en la sepultura del obispo, me ayudó a preparar mis oposiciones al cuerpo de maestros.
— ¿Sabe Fermín de tus despropósitos en la tumba?
— Ya te he dicho que sólo tú conoces mi secreto. Espero que nunca lo reveles a nadie. Deseo, en relación con este episodio de mi vida, referirte el final de la conversación que el canónigo y yo tuvimos aquella noche en la sacristía de la catedral.
“A intervalos, cuando mi interlocutor pausaba sus intervenciones —entonces parecía meditar—, una extraña fuerza interna me empujaba a sumergirme en la serenidad del ambiente catedralicio. La gran mesa de la sacristía con tablero de pórfido negro; la abundante ornamentación barroca del maestro Domingo de Andrade; los motivos naturalistas y los tres arcos apeados sobre pilastras, además del misterioso efluvio emanado de la piedra milenaria y de la sinfonía aromática del incienso, me aproximaban al enigmático mundo de la mística. Eran sensaciones de indescriptible embrujo. Y el silencio. No un silencio cualquiera sino un reposo total del pensamiento, como insonoridad hacia el vacío de la nada. Creo que también a don Benito le sucedía otro tanto, aunque seguramente magnificado por el serio compromiso que había adquirido conmigo a causa de mi irresponsabilidad”.
— ¿Crees que un compromiso de tal envergadura puede ser cosa de embrujo, pese a estar en un templo donde el misterio se adentra en las conciencias? –me preguntó ella, convencida de cuanto me estaba exponiendo.
— Más. Bastante más si tienes en cuenta que la asunción de riesgos por ayudar a un semejante al desafiar al miedo, alcanza mayores cotas de libertad. Merce, hay embrujo en la puñalada cuando se adivina la sangre vertida del enemigo; y magia en los instantes de máximo temor, cuando el bien está al alcance de la mano e ignoras sus últimas consecuencias. Incluso tu espléndido cuerpo alcanza su mayor encanto cuando, al estar gozándolo, pienso que un violinista afortunado puede arrebatármelo algún día.
— Te refieres a Celso, eso está claro, pero te equivocas. ¿Crees que te hubiese invitado a viajar conmigo a París si estuviera enamorada de él?
— De él, puede que no; de su música, creo que sí.
Podíamos haber estado hablando horas y horas sobre el mismo tema, pero lo consideré arriesgado. ¿Para qué profundizar en un asunto tan resbaladizo? Preferí, pues, retomar la conversación que teníamos y aferrarme a la certeza de que al alba nos iban a acompañar los trinos de los pájaros.
— Acabé de contarle lo más sustancial de mi vida al canónigo lectoral: quiénes eran mis padres y a qué se dedicaban, mi aventura con Ingrid, mi amistad con Fermín; también le referí mi escepticismo religioso y mis creencias panteístas. Él, atento a mis palabras, asentía de vez en cuando, o movía la cabeza de un lado a otro en señal de impotencia ante tal o cual confesión, en especial cuando me adentraba en explicaciones esotéricas sobre los conceptos del bien y del mal. No obstante, me comprendía. No parecía ajeno a mi angustia.
— Don Benito, lo que más me atormenta es la mirada de doña Cayetana, que veo reflejada algunas veces en los ojos de mi compañera. Es de una tristísima dulzura; como si las lágrimas del seco llanto de Cristo estuvieran exudando por los impolutos ojos de dos vírgenes.
— Pero tu compañera no es virgen, claro.
— En sentido metafórico, sí.
— Pues qué lástima que una virginal mujer (silabeó el adjetivo) viva en compañía de un loco como tú, y te pido que disculpes mi atrevida sinceridad. Porque un hombre que no cesa de hurgar en los arcanos esotéricos, cuando lo que debería hacer es explotar su juventud para hacer el bien, ni está en sus cabales ni se merece como compañera a una virgen metafórica. Creo, desorientado Tico, que no quieres encontrar la paz.
Me sorprendió el sacerdote y, aunque con buen talante, le pedí explicaciones sobre sus últimas palabras. ¿Que yo no quería encontrar la paz? ¡Si la estaba buscando con la insistencia de una hormiga!
— Cuando se busca la paz, a veces se tropieza con la guerra. Sólo hay un camino para encontrarla: conocerse a sí mismo con la ayuda de Dios. Y ahora, cuando tapes la tumba que has profanado, debes irte. Dentro de un rato tengo una reunión urgente en el obispado. Vamos, te acompaño. Quiero que antes te cerciores de que no hay ningún gato en el sepulcro de don Cayetano.
— Merce, Si todo hubiese concluido con la tarea que me había encomendado el canónigo, el final de mi aventura habría sido feliz. Pero no fue así, por desgracia. Todavía me esperaba otra sorpresa, y no precisamente agradable.
“Vi que mi protector abría un cajón de la sacristía y se echaba algo al bolsillo de la sotana. Supuse qué era cuando, tras cerrar con llave la puerta del claustro, lo cruzamos en dirección al sepulcro del obispo.
“Don Benito, como es de suponer, quedó al pie de la tumba mientras yo me introducía de nuevo en ella para verificar que allí sólo se encontraba el muerto. Revisé bien la cripta y comprobé que no había ningún gato. Pero al tomar la decisión de salir...
“En primer lugar —como un rato antes me había sucedido con el gato blanco— vi unos ojos muy brillantes que me miraban desde la oscuridad. Pero lo anómalo del caso, lo que me asustó de un modo insospechado no fue la mirada en sí, que al fin y al cabo podía haberla supuesto del felino, de cuya presencia no me hubiera percatado. La sorpresa fue que estaba a la altura de mi cabeza, como fijada a uno de los muros. La enfoqué por si se trataba de algún madero inclinado sobre la pared en el que pudiera estar el animal. Nada. El paramento, sobre el que descansaba una parte de la bóveda, aparecía desnudo y no vi nada anormal. Dirigí la fuente de luz hacia otro lugar y volvieron a mostrarse los dos ojos, de los que se desprendía el misterio de siempre. Luego fue dibujándose con lentitud, alrededor de los mismos, una voluminosa silueta humana, vestida con los mismos ropajes mortuorios del obispo don Cayetano.
“En todas mis visiones espectrales yo había observado la animación facial del ente manifestado: expresividad, movimiento y, sobre todo un atisbo de ansiedad. Sin embargo, en esta dignidad eclesiástica la mirada era hierática; sus ojos no expresaban emoción alguna, y en sus inalterables facciones sólo se reflejaba la nada. Nunca la Muerte me había hablado con un lenguaje tan real sobre su auténtica naturaleza. Ni siquiera en un cuerpo en descomposición, o recién amortajado, he podido apreciar antes el significado íntimo de la extinción.
“¿Fue miedo lo que sentí en aquellos momentos? No. Era algo mucho más romo, profundo y desolador. El miedo agudiza las sensaciones. La muerte, eso que llamamos fin del sufrimiento y tantas otras vaguedades, no es la muerte. Morir es renacer en la eterna sima del olvido, ser sombra de la soledad…”
— Calla, Tico! Te lo ruego.
Callé. Merce no admitió que siguiese con mi narración. Permanecimos en silencio un largo rato y después, cuando quise besarla, cubrió su boca con ambas manos.
Yo sólo quería añadirle que, antes de despedirme de don Benito y de haberle agradecido la protección que me había brindado, me interesé por la seguridad de Fermín. “Como hoy es un día aciago para España...” El sacerdote, poniendo una mano sobre mi hombro, me tranquilizó: “No te preocupes por él. A Fermín, con la ayuda de Dios, lo hemos puesto a salvo”. No obstante, pensé, ¿por qué preocuparme por Fermín? ¿Se merece que me inquiete su vida?